En la diminuta, blanquísima y ascética celda de la Policía, Jones se dedicaba a enjuagarse la boca con el Tónico Especial para la Garganta del Dr. Hammerton. El tónico era amargo y desagradable. Trasladaba la buchada de un carrillo a otro, la mantenía durante un momento sobre la parte superior de su tráquea y la escupía luego al lavabo de porcelana.
Sin hacer comentarios, los dos policías uniformados, uno a cada extremo de la habitación, vigilaban. Jones no les prestaba la menor atención; mirándose al espejo colocado encima de la palangana, se peinó escrupulosamente los cabellos. Luego se pasó el pulgar por los dientes. Quería estar en forma; dentro de una hora iba a verse metido en asuntos importantes.
Por un momento trató de recordar lo que sucedía a continuación. La orden de libertad estaba ya en marcha, o así le parecía al menos. Hacía tanto tiempo que había ocurrido aquello… todo un año había pasado, y los detalles se habían difuminado. Vagamente guardaba el recuerdo de un policía que entraba con algo, un papel cualquiera. Eso era: aquella era la orden de libertad. Y después de eso venía un discurso.
El discurso estaba todavía muy claro en su memoria; no lo había olvidado. Le acometió el fastidio al pensar en aquello. Tener que decir las mismas palabras, repetir los mismos gestos. Las viejas acciones mecánicas… acontecimientos pasados, secos y polvorientos, chirriando bajo la sabana niveladora de una época lúgubre.
Y mientras tanto, la onda viviente continuaba centelleando.
Era un hombre con los ojos en el presente y el cuerpo en el pasado. Incluso ahora, mientras estaba examinando su traje deteriorado, alisando su cabello, frotando sus encías; incluso estando allí, en la aséptica celda de la Policía, sus sentidos se hallaban fuertemente pegados a otra escena, a un mundo que todavía se agitaba con vitalidad, un mundo que no se había hecho rancio. Mucho había sucedido en el año próximo. Y mientras se rascaba viciosamente el mentón cubierto de barba espinosa, arrancándose un viejo barrillo, la ola descubría nuevos instantes, nuevas excitaciones y acontecimientos.
La ola del futuro estaba alzando conchas increíbles para que él las examinara.
Impacientemente, se acercó a la puerta de la habitación y miró afuera. Aquello era lo que más odiaba; la cosa repulsiva. La jalea del tiempo: no se le podía dar prisa. Era algo que se arrastraba con cansados pasos de elefante. Nada le hacía ir más aprisa; era algo monstruoso y sordo. Y él había agotado ya el año próximo; estaba totalmente harto de él. Pero iba a acontecer de un momento a otro. Le gustase o no —y no le gustaba—, iba a tener que revivirlo pulgada a pulgada, volviendo a experimentar en su cuerpo lo que hacía mucho tiempo había experimentado en su mente.
Y así le había sucedido durante toda su vida. El desfasamiento había existido siempre. Hasta que cumplió los nueve años, se había imaginado que todo ser humano debía sufrir la duplicación de todos los instantes de vida. A los nueve años había vivido dieciocho años. Estaba agotado, deshecho, aplastado por un sentido de fatalidad. A los nueve años y medio comprendió que era el único individuo gravado con aquella carga. A partir de entonces su resignación se convirtió rápidamente en rabiosa impaciencia.
Había nacido en Colorado, el 11 de agosto de 1977. La guerra estaba todavía en su apogeo, pero había pasado de largo al centro oeste de América. La guerra no había pasado nunca por Greeley, Colorado; nunca había llegado hasta allí. Ninguna guerra podía alcanzar a todas las ciudades, a todos los seres humanos vivos. La granja que mantenía a su familia continuaba casi como de costumbre: una unidad económica que se autoabastecía y continuaba una rutina estancada, ignorante e indiferente hacia la crisis del género humano.
Los primeros recuerdos eran extraños. Más tarde había tratado de desenmarañarlos. El feto lánguido había ya experimentado impresiones de un mundo no existente todavía; mientras estaba acurrucado en las entrañas sangrientas de la madre, una fantasmagoría, incomprensible y vívida, se arremolinaba a su alrededor. Simultáneamente había estado tendido al sol brillante de un otoño de Colorado y vegetando tranquilamente en el negro saco mojado, goteante proveedor de todo. Había conocido el terror del nacimiento antes de ser concebido; en la época en que el embrión tenía ya un mes de edad, el trauma llevaba largo tiempo de existencia en el pasado. El hecho real del nacimiento no tuvo para él significación alguna; mientras se balanceaba colgado del puño del doctor, la verdad era que llevaba ya en el mundo un año entero.
Se asombraban de que el nuevo bebé no lloraba. Y de cómo su proceso de aprendizaje fue tan rápido.
Es más; en cierta ocasión, él se había hecho estas conjeturas: ¿cuál era el verdadero momento de su origen?
¿En qué momento del tiempo había llegado a existir realmente por vez primera? Mientras flotaba en el útero había estado claramente vivo, sensible. ¿A qué punto se retrotraían las primeras memorias? Un año antes del nacimiento, él no era todavía una unidad; ni siquiera un cigoto. Los elementos que lo formaban no se habían juntado aún. Y en la época en que el óvulo fertilizado había empezado a dividirse, la pared había saltado mucho más allá del momento del nacimiento: a tres meses de distancia en el otoño cálido, polvoriento y brillante de Colorado.
Era un misterio. Terminó por dejar de pensar en eso.
En sus primeros años de niñez había aceptado su doble existencia aprendiendo a integrar los dos continuos. El proceso no había resultado fácil. Durante meses se había arrastrado penosamente hacia puertas, muebles, paredes. Se había rebelado a tomar una cucharada de aceite de hígado de bacalao un año antes de que se la dieran; había rechazado frenéticamente un pezón olvidado hacía mucho tiempo. La confusión le había llevado al borde de la muerte por inanición; había sido alimentado a la fuerza, y a la fuerza se le impidió alejarse de la existencia. Naturalmente se supuso que era un retrasado mental. Un bebé que se empina por objetos invisibles, que trata de pasar las manos por los tableros cerrados de la cuna…
Pero a los cuatro meses ya estaba diciendo palabras completas.
Algunas escenas de su niñez, reforzadas por el doble acaecimiento, no habían abandonado nunca su recuerdo. Una de ellas surgió ahora, mientras se hallaba en la blanca y solitaria celda de la Policía, aguardando impaciente su orden de libertad. Cuando él tenía nueve años y medio, había llegado la primera bomba de hidrógeno. No la primera bomba de hidrógeno arrojada en la guerra, naturalmente; ya habían caído docenas en el mundo. Esta era la primera que atravesaba las intrincadas pantallas que guardaban el corazón de América, la región desde las Montañas Rocosas al Mississipi. La bomba había estallado a unos doscientos kilómetros de Greeley. Ceniza y partículas radiactivas habían flotado implacablemente sobre la región durante semanas enteras, enfermando al ganado y agostando las cosechas. Camiones y carros desalojaban penosamente a los mutilados y a los enfermos de la zona de muerte. Brigadas especiales de reparación se iban abriendo camino para examinar la amplitud del daño y para sellar la gigantesca úlcera hasta que desalojara su carga de toxinas.
A lo largo del estrecho y sucio camino junto a la granja de los Jones, un convoy de vehículos de emergencia, interminable al parecer, se dirigía hacia los hospitales y lazaretos montados en las afueras de Denver. En dirección contraria se movía una caravana de víveres para los supervivientes que quedaban en el área alcanzada por el desastre. Todo aquello lo había visto él con fascinación. De la mañana a la noche no había interrupción en el arroyo de coches, carros, camiones, ambulancias, gente a pie, gente en bicicleta, perros, ganado vacuno, ovejas, pollitos, un abigarrado muestrario de formas, colores y sonidos; gruñidos distantes que llegaron a los oídos del niño y le hicieron precipitarse muy excitado al interior de la casa.
—¿Qué es eso? —gritó, bailando salvajemente alrededor de su madre.
Su madre, la señora Edna Jones, se detuvo en el lavadero, su rostro gris arrugado por el cansancio y el fastidio. Se echó hacia atrás el cabello salpicado de espuma de jabón y se volvió irritada hacia el pequeño.
—¿Qué tonterías estás diciendo? —preguntó.
—¡Los coches! —gritó él, corriendo a la ventana y señalando—. ¿Los ves? ¿Quiénes son? ¿Qué pasa?
Fuera de la ventana no había nada. Nada para ella, al menos; ella no podía ver lo que el niño veía tan claramente.
Volvió a salir y se quedó mirando a la línea que se movía a lo largo del horizonte, realzada por el sol poniente. Se movían más y más hacia delante… ¿Adónde iban? ¿Qué había pasado? Corrió hasta el límite de la granja, todo lo que le estaba permitido. Los alambres le cerraron el paso, una maraña de alambre de espino. Casi pudo distinguir rostros aislados; casi podía penetrar la visión del dolor individual. Si pudiera acercarse un poco más a ellos…
Aquel fue el momento en que se dio cuenta de lo que pasaba. Porque sólo él veía la procesión del horror. Para todos los demás, incluso para los mismos condenados, aquello no existía. Reconoció un rostro: el de la vieja señora Lizzner, de Denver. Ella estaba allí. Rostros que él conocía, gente que había visto en la iglesia. No eran desconocidos; eran vecinos, gente de la localidad. Eran el mundo, su mundo, el mundo retorcido y reseco del centro oeste.
Al día siguiente la señora Lizzner llegó a la granja en su polvoriento Oldsmobile, para pasar la tarde con su madre.
—¿Lo vio usted? —le gritó él—. ¿Lo vio usted?
Ella no lo había visto. Y, sin embargo, ella había formado parte de aquello. Así pues, no cabía duda; no tenía objeto seguir preguntando.
La comprensión completa le llegó en el décimo año de su edad. Ahora la bomba había llegado efectivamente; la señora Lizzner estaba muerta, y el área había quedado en realidad devastada. Tal cataclismo único, no repetido nunca, nunca visto antes o después, era experimentado ahora por todos. La relación entre la onda y lo que el prójimo experimentaba era evidente. Como es natural, no se lo dijo a nadie. Cuando le llegó la comprensión, sus intentos por comunicarse cesaron.
No podía volver atrás. Sabiéndose diferente, no podía volver a la actividad sin objeto de la granja. La monotonía de los trabajos agrícolas era para él una monotonía doble; era una carga demasiado pesada. A los quince años, desgalichado, huesudo y sombrío, había reunido todos sus ahorros (quizá doscientos dólares, todos en papel de inflación del bloque oeste) y se había marchado.
Halló que la comarca de Denver era lo esperado, como todo lo demás. Un año antes, a los catorce, había previsualizado su viaje. Una vez más, pero ahora de primera mano, examinó el bostezante cráter causado por la bomba, haciendo sus cálculos sobre los miles de personas que se habrían convertido en cenizas en un abrir y cerrar de ojos. Se montó en un autobús y abandonó Colorado. Tres días más tarde estaba en las ruinas de Pittsburg.
Allí las actividades industriales básicas continuaban. Bajo tierra, los altos hornos seguían funcionando. Pero a Jones no le interesaba aquello; continuó su camino a pie, pasando junto a los millones de toneladas de metal fundido de lo que en tiempo había sido la mayor concentración de fábricas de todo el universo. Imperaba la ley marcial; tal como había previsto, unas patrullas tropezaron con él y le atraparon en la red ordinaria.
A la edad de quince años y tres meses fue examinado por autoridades competentes; le hicieron preguntas, le tomaron las huellas dactilares y dispusieron de él. El Batallón de Trabajadores al que fue incorporado no le causó la menor sorpresa; pero la angustia seguía prevaleciendo. Lúgubremente, lleno de cólera, estuvo sacando puñados de rocas durante meses y meses, tratando, en compañía de otros trabajadores, de limpiar las ruinas utilizando los métodos más primitivos. A finales de año, habiéndose traído maquinaria, la mano de obra se dispersó. Era ahora mayor, más fuerte y muchísimo más prudente. Justo cuando se le dio un fusil y fue trasladado a las tambaleantes líneas, la guerra acabó.
Él había previsto aquello. Desertando de su unidad, trocó el fusil por una buena comida y destruyó su uniforme militar. Un día después estaba de nuevo andando por la carretera de la misma forma que había empezado: a pie, con pantalones cortos, una camisa sudada y hecha jirones y una mochila a la espalda, caminando entre los escombros que habían sobrevivido a la guerra; la desolación caótica que era el nuevo mundo.
Durante cerca de diecisiete años su existencia dual había sido algo sin objeto alguno. Resultaba una carga, un gran peso muerto. Le faltaba incluso la idea de aprovecharse de eso. Lo veía como una cruz, nada más. La vida era algo doloroso; la suya lo era doblemente. ¿De qué podía servir saber que la tristeza del año siguiente era inevitable? Si la señora Lizzner hubiese visto su propio cadáver alineado a lo largo de la carretera, ¿le habría servido eso de algo?
Alguien tenía que enseñarle a utilizar su talento; alguien había de mostrarle la forma de explotarlo.
Aquella persona fue un gordo y sudoroso comerciante metido en una camisa rosa a rayas y unos pantalones de pana amarillo limón, que conducía un baqueteado Buick. El asiento trasero del coche iba abarrotado de delgadas cajitas pardas; montones y montones. Jones iba arrastrándose doblado por el cansancio por el recodo de la carretera cuando el Buick hizo un alto renqueante. Como había abordado al coche un año antes, apenas si levantó la mirada. Colocó su mochila en un sitio libre, se volvió luego y se sentó estólidamente junto al conductor.
—No parece usted muy agradecido —rezongó indignado Hyndshaw cuando él subió al coche—. ¿Es que quiere usted que le haga bajar?
Jones se recostó contra la harapienta tapicería y se quedó muy tranquilo. Se sabía de memoria lo que iba a seguir ahora: Hyndshaw no iba a echarle. Hyndshaw iba a ponerse a hablar: le gustaba hablar. Y en aquella charla, algo de gran valor iba a acontecer para el muchacho.
—¿Adónde iba usted? —preguntó Hyndshaw con curiosidad.
Entre sus labios se agitaba la colilla húmeda de un cigarro puro. Sus dedos se aferraban pulcramente al volante. Sus ojos, hundidos en grasa, se mostraban cargados con toda la astucia del mundo. Manchas de cerveza desteñían la pechera de su camisa. Era una criatura haragana, facilona, saturada de vicios, oliendo a sudor y años de vagabundeo. Y era un gran y fantasioso timador, dispuesto a engañar a cualquiera.
—A ninguna parte —contestó Jones, respondiendo a la pregunta con su acostumbrada indiferencia sombría. Llevaba ya doce meses fastidiado con aquella pregunta.
—Pero usted tendrá que ir a algún sitio —opinó Hyndshaw.
Y entonces el acontecimiento ocurrió. Palabras, acciones, desarrollándose en el perímetro de la onda móvil, se habían fijado para siempre. Un año antes, el cansado muchacho había proferido una observación alocada y brusca. Había dispuesto del intervalo necesario para recoger la provocativa cosecha de aquella observación.
—No me diga usted adónde voy —replicó—. Yo puedo verlo; también puedo ver adónde va usted.
—¿Adónde voy yo? —preguntó Hyndshaw tercamente; se dirigía a una casa próxima de mala fama, pero la zona se hallaba todavía bajo jurisdicción militar.
Jones se lo dijo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hyndshaw roncamente, extrayendo de Jones un relato detallado de la inminente actividad del individuo—. Maldito crío lenguaraz… —gritó, pálido y asustado— ¿Quién eres tú? ¿Uno de esos tiparracos que leen el pensamiento?
—No —contestó Jones—. Pero yo también voy. Estaré con usted.
Aquello despejó a Hyndshaw todavía más. Durante algún rato estuvo sin hablar; impresionado, se aferraba al volante y miraba al frente, a la destrozada carretera llena de pozos. Aquí y allí, a ambos lados, estaban los abandonados cascarones de las casas. Aquella región, en torno a San Louis, debió ser evacuada forzosamente después de un bien logrado aguacero de píldoras bacteriales soviéticas. Los habitantes se hallaban todavía en campamentos de trabajo forzado, reconstruyendo las zonas que se necesitaban más vitalmente; la producción industrial y agrícola estaban en primer lugar.
Hyndshaw se sentía asustado, pero al mismo tiempo su avidez natural y su interés aumentaban. Era un oportunista nato. Dios sabía con lo que podía haber tropezado. Decidió proceder precavidamente.
—¿Sabes lo que llevo ahí atrás? —dijo indicando las pilas y pilas de delgadas cajas—. Te apuesto lo que quieras a que no lo adivinas.
El concepto adivinanza le era ajeno a Jones.
—Cinturones magnéticos —contestó—. Cincuenta dólares al por menor, cuarenta dólares en lotes de diez o más. Garantizados para proteger contra la radiactividad tóxica y contra los venenos bacteriales, o se devuelve el dinero.
Humedeciéndose los labios nerviosamente, Hyndshaw preguntó:
—¿Es que he hablado ya alguna vez contigo? ¿Quizás en la zona de Chicago?
—Usted va a intentar venderme uno. Cuando nos paremos a buscar agua.
Hyndshaw no tenía la menor intención de pararse a buscar agua; ya iba retrasado.
—¿Agua? —gruñó—. ¿Agua para qué? ¿Quién tiene sed?
—El radiador tiene un escape.
—¿Cómo lo sabes?
—Dentro de quince minutos… —Jones reflexionó; se le había olvidado el intervalo exacto—. Dentro de media hora aproximadamente el indicador de temperatura se pondrá a hacerle señales, y usted no tendrá más remedio que parar. Encontrará agua en un pozo abandonado.
—¿Todo eso sabes?
—Naturalmente que sé todo eso —irritado, Jones rompió un jirón de la tapicería—. ¿Para qué iba a decirlo si no lo supiera?
Hyndshaw no replicó. Siguió conduciendo en silencio hasta que, al cabo de veinte minutos poco más o menos, el indicador de la temperatura chispeó, y entonces detuvo al Buick rápidamente al costado de la carretera.
El único sonido era el silbido desagradable del radiador vacío. Unas cuantas virutas de humo de aceite se elevaron por los huecos del capot.
—Bueno —rezongó Hyndshaw torpemente, tanteando en busca de la manija de la puerta—. Creo que lo mejor será que nos paremos a echar un vistazo. ¿Por qué sitio dices que está el pozo?
Como no tenía necesidad de adivinar, Jones localizó el pozo inmediatamente. Estaba medio enterrado bajo un montón de piedras, ladrillos y chapas de uralita que habían formado parte de un granero. Entre los dos lograron alzar un cubo herrumbroso. Diez minutos más tarde, Hyndshaw estaba abriendo botellas de cerveza caliente y mostrando uno de sus cinturones magnéticos.
Mientras soltaba su rollo, su imaginación corría frenética. Allí había algo. Había oído hablar de mutantes; incluso los había visto. Seres odiosos, la mayoría: deformadas monstruosidades, destruidas sistemáticamente por las autoridades. Pero esto era algo distinto; esto no era ninguna monstruosidad. Alguien que podía eliminar la sorpresa, que podía adivinar lo que estaba delante…
Precisamente era aquello lo que hacía de Hyndshaw un buen comerciante. Tenía una imaginación viva. Podría imaginar erróneamente; podía figurarse una situación en forma equivocada. Pero no le pasaría eso con el muchacho que tenía al lado. Los dos lo sabían. Hyndshaw se sentía fascinado e impresionado. Jones se mostraba despreciativo.
—¿Cuánto dinero tienes? —preguntó Hyndshaw de pronto, interrumpiendo su propia verborrea. Astutamente, conjeturó—: Ni siquiera tienes cincuenta machacantes que sean tuyos. No puedes comprarte uno de estos cinturones.
—Tengo cincuenta machacantes —replicó Jones—, pero no para un engaño inservible como éste.
Hyndshaw se puso furioso; durante los años que llevaba explotando a las ignorantes poblaciones campesinas, más temerosas y supersticiosas que nunca por efecto de la guerra, había llegado a creerse sus propias mentiras.
—¿Qué quieres decir? —empezó, y luego cerró el pico, cuando Jones le explicó lo que quería decir—. Ya veo —dijo Hyndshaw cuando acabó el otro de soltarle la breve y amarga parrafada—. No eres más que un crío…; no te da miedo decir lo que piensas.
—¿Por qué había de tener miedo?
Malignamente, Hyndshaw contestó:
—Quizás uno de estos días alguien se entretenga en partirte los bonitos dientes que tienes y clavártelos en la garganta. Tu documentada charla puede no sentarle bien a alguien que desprecie a un niño sabiondo.
—No será usted el que haga eso —le dijo Jones—. Usted no va a ponerme una mano encima.
—¿Qué voy a hacer entonces?
—Usted me va a proponer que llevemos el negocio a medias. Usted pone su surtido de cinturones y su experiencia y yo mi habilidad. A medias.
—¿Cinturones? ¿Vas a asociarte conmigo en el negocio de los cinturones?
—No —contestó Jones—. Eso es idea de usted. A mí no me interesan los cinturones. Vamos a dedicarnos a los cubiletes.
Hyndshaw retrocedió desconcertado.
—¿Qué significa eso?
—Juego. Dados. Póquer.
—No entiendo nada de juegos —Hyndshaw se mostraba muy suspicaz—. ¿Estás seguro de que es eso lo que conviene? ¿Estás seguro de que no es un lío de todos los demonios?
Jones no se molestó en contestar; continuó con lo que estaba diciendo.
—Trabajaremos a nuestras anchas en esa casa de tratos, más o menos un mes. Usted se llevará la mayor parte de los ingresos; a mí eso no me interesa. Después nos separaremos. Usted tratará de detenerme y yo denunciaré el sitio a la Policía Militar. Las muchachas irán a campos de concentración y usted irá a la cárcel.
Horrorizado, Hyndshaw jadeó:
—¡Cielo Santo, no quiero tener nada que ver contigo!
Cogió una botella de cerveza, y la rompió contra una roca próxima; los dientes corvos de cristal chorrearon espuma cuando empuñó el arma convulsivamente. Repelido por el muchacho, se vio al borde de un ataque de histeria.
—¡Estás loco! —aullaba, medio alzando la botella en un gesto innato de defensa.
—¿Loco? —dijo Jones desconcertado— ¿Por qué?
Atropelladamente, Hyndshaw seguía gesticulando. Un sudor frío le rodaba por la cara y le caía por el cuello abierto.
—¿Me dices eso a mí? ¿Estás ahí sentado diciendo lo que vas a hacerme?
—Pero si es la verdad.
Después de arrojar lejos la botella, Hyndshaw dio un salvaje tirón del muchacho, haciéndole caer a sus pies.
—¿Es que no sabes más que la verdad? —barbotó desesperado.
No, no sabía otra cosa ¿Cómo iba a saberlo? Para Jones no existía ninguna conjetura, ningún error, ningún conocimiento equivocado. Sabía; tenía la certidumbre absoluta.
—Tómelo o déjelo —dijo, encogiéndose de hombros indiferentemente.
Ya había perdido todo interés por el destino del gordo comerciante; después de todo, aquello había sucedido hacía mucho tiempo.
—Haga lo que quiera.
Agarrando al muchacho suavemente, Hyndshaw tronó:
—Sabes que estoy cogido. Sabes que no me queda otra elección. ¡Tú puedes verlo!
—A nadie le queda elección —dijo Jones, súbitamente severo y pensativo—. Ni a mí, ni a usted, ni a nadie. Estamos todos amarrados como ganado. Como esclavos.
Lentamente, lastimeramente, Hyndshaw le soltó.
—¿Por qué? —protestó, alzando sus manos gordezuelas y vacías.
—No lo sé. Eso es algo que no puedo contestarle, por lo menos por ahora.
Jones acabó con calma su cerveza y luego arrojó la botella a las hierbas secas que estaban al borde de la carretera. En el último año las malas hierbas habían crecido hasta una altura de casi dos metros.
—Vámonos —dijo—, tengo interés por llegar a esa casa de prostitutas. Va a ser la primera vez que esté en una de ellas.
En la higiénica celda de la Policía entró el ordenanza. Saludó a los guardias y les alargó el papel.
—Muy bien —dijo uno de los guardias, haciéndole una señal a Jones—. Venga usted.
La espera había acabado; reanudaba su camino. Muy contento, Jones empezó a caminar tras la crujiente figura uniformada. El guardia le condujo por un largo pasillo iluminado con luces amarillentas a través de una serie de puertas selladas magnéticamente. Las puertas se apartaron, y al final se encontraba una rampa ascendente que se perdía en las sombras de la noche húmeda. Un viento oscuro y frío azotaba a la rampa, colándose por las mangas de Jones. Sobre las cabezas del grupo, frías estrellas brillaban aquí y allá, colgadas de un cielo completamente opaco.
Estaba afuera del edificio de la Policía.
Al final de la rampa se extendía un corredor de hormigón. A unos cuantos metros a la derecha, un coche pesado se alzaba reluciente, mojado y metálico. El guardia le condujo hasta él, mantuvo abierta la portezuela, y luego se deslizó a su lado. El conductor encendió los faros y el coche comenzó a moverse por la carretera.
El viaje duró media hora. Cuando las luces de una pequeña ciudad empezaron a relucir débilmente a lo lejos, el gran coche se apartó de la retorcida y desigual carretera y se metió en el campo. Entre el herbazal y los cascotes la portezuela fue abierta, y Jones se vio expulsado al exterior. El guardia volvió a subir sin decir palabra, cerró la puerta de golpe, y el coche volvió a ponerse en marcha, dejando a Jones completamente solo.
Comenzó a caminar hacia las luces de la ciudad. Casi al momento, una estación gasolinera, medio derruida, surgió a la vista. Al lado había una taberna de carretera, un bar, un almacén de comestibles con las puertas echadas y una droguería. Y, por fin, un gigantesco hotel medio en ruinas.
En el vestíbulo del hotel se movían unos cuantos hombres, la mayoría de ellos viejos, de ojos vacíos, sin esperanzas, fumando y aguardando una alegría. Jones se abrió camino entre ellos hacia la cabina telefónica situada junto al mostrador. Después de introducir en la ranura la moneda de dos dólares que se sacó del bolsillo, marcó rápidamente.
—Estoy en una ciudad llamada Laurel Heights —le dijo al individuo que le contestó—. Vengan a recogerme.
Después paseó impaciente por el vestíbulo, mirando de vez en cuando a la carretera oscura, más allá de la ventana manchada de moscas.
Todos estarían aguardando, y él sentía impaciencia por comenzar. Primero había lo del discurso y luego las preguntas, pero para él todo aquello era una minucia; tenía prevista desde hacía mucho tiempo la aceptación renuente y refunfuñante de sus condiciones. Protestarían, pero al final terminarían por aceptar: primero el editor, luego el general Patzech y por último la señora Winestock, cuya finca de Montana proveería el sitio para la reunión y cuyo dinero iba a financiar a la Organización.
El nombre le agradaba. Se llamarían Patriotas Unidos. Tillman, el industrial, sería quien sugeriría el nombre; los trámites legales habían sido ya arreglados por David Sullivan, el consejero de Nueva York. Todo estaba ya dispuesto, y todo iba a funcionar conforme a los planes.
Enfrente del hotel apareció un delgado proyectil con morro de aguja. Precavidamente, el proyectil descansó en la carretera; su portezuela se plegó, y la envoltura se echó hacía atrás. Jones salió precipitadamente del vestíbulo a la noche fría. Se encaminó hacia el proyectil y penetró en la oscuridad.
—Es hora —le dijo a las figuras medio visibles en las tinieblas—. ¿Están todos allí?
—Absolutamente todos —llegó la respuesta—. Todos reunidos y dispuestos a escuchar. ¿Se ha abrochado ya el cinturón?
Se lo había abrochado. La envoltura se deslizó, volvió a encajar en su sitio, y la puerta quedó cerrada. Un instante más tarde el proyectil de morro de aguja se alzaba en el cielo. Puso proa al oeste, hacia Montana y a las montañas Bitterroot; Jones estaba ya en camino.