En la oficina de Kaminski estaban los cuatro sentados alrededor de la mesa, fumando, y oyendo sombríamente el tableteo distante de las pistolas de la policía abriéndose camino hasta el área del alboroto.
—Para mí —dijo Jones con voz ronca—, esto es el pasado. Este momento justo, con ustedes tres, aquí en este edificio, transcurrió hace un año. No se trata tanto de que yo pueda ver el futuro; lo peor es que tengo un pie hundido en el pasado. No puedo soltarlo. Estoy retardado; no hago más que volver a vivir un año de mi vida perpetuamente —se estremeció—. Una y otra vez. Todo lo que hago, todo lo que digo, oigo, siento, tengo que experimentarlo dos veces —alzó la voz, estridente y angustiada, sin esperanza— ¡Estoy viviendo la misma vida por partida doble!
—En otras palabras —dijo Cussick lentamente—, para usted el futuro es una cosa estática. El conocerlo no le faculta para cambiarlo.
Jones se echó a reír heladamente.
—¿Cambiarlo? Es algo totalmente rígido. Más rígido, más sólido y permanente que esta pared —furiosamente golpeó con la palma de la mano contra la pared que tenía a su espalda—. ¿Creen ustedes que disfruto de alguna especie de libertad? No se ilusionen… Cuanto menos sepan ustedes acerca del futuro, tanto mejor vivirán. Así por lo menos acarician una bonita ilusión; pueden creer que tienen libre albedrío.
—Pero usted no.
—No —admitió Jones amargamente—. Estoy dando las pisadas que di hace un año. No puedo cambiar ni siquiera una sola. Esta conversación me la sé de memoria. Nada nuevo puede irrumpir en ella; nada puede ser omitido.
Al cabo de un momento, Pearson tomó la palabra:
—Cuando yo era un chiquillo —dijo con aire reminiscente—, acostumbraba a ir dos veces al cine a ver la misma película. La segunda vez me proporcionaba una cierta superioridad sobre el resto del público. Aquello me gustaba. Yo podía adelantar la frase un segundo antes que los actores. Aquello me daba una sensación de poder.
—Desde luego —concedió Jones—. También me gustaba eso cuando yo era niño. Pero ya no soy un niño. Quiero vivir como todo el mundo… Tener una vida corriente. Yo no he pedido esto; no ha sido idea mía.
—Es un talento muy valioso —dijo Kaminski astutamente—. Como Pearson dice, un hombre que puede anticipar el diálogo una fracción de segundo antes de que acontezca en el tiempo tiene un poder auténtico. Es un genio por encima del resto de la multitud.
—De lo que me acuerdo —insistió Pearson— es del desprecio que me inspiraban todas aquellas caras enajenadas. Los muy idiotas, mirando fijamente, temblando, lloriqueando, sintiendo miedo, creyendo en aquello, preguntándose cómo iría a terminar todo. Y yo lo sabía. Aquello me asqueaba. Por eso, a veces, decía en voz alta cual era el final.
Jones no hizo ningún comentario. Pensativamente, seguía derrengado en su silla con los ojos clavados en el suelo.
—¿Qué tal si le ofreciéramos un empleo? —preguntó Kaminski secamente—. Instructor político principal del jefe de instructores políticos.
—No, gracias.
—Usted podría ser una ayuda —explicó Pearson—. Podría colaborar en la Reconstrucción. Podría ayudarnos en la unificación de nuestros trabajos y de nuestros recursos. Sería un progreso importantísimo.
Jones le lanzó una mirada exasperada.
—Sólo hay un asunto importante. Con eso de la Reconstrucción… —movió impacientemente su mano delgada y huesuda— …están ustedes perdiendo el tiempo. Son los derivantes los que importan.
—¿Por qué? —preguntó Cussick.
—¡Porque son todo un universo! Están ustedes perdiendo el tiempo en reconstruir este planeta, y ¡por Dios Santo!, podríamos tener un millón de planetas. Planetas nuevos, planetas intocados. Sistemas enteros. Recursos infinitos… y están ustedes cavilando y tratando de rehacer unos pobres pingajos. Remendando ratas, recogiendo migajas, alojando y estrujando a vuestra gente miserable —se volvió, asqueado—. Estamos superpoblados, estamos desnutridos. Otro mundo habitable resolvería todo esto.
—¿Como Marte? —preguntó Cussick suavemente—. ¿Como Venus? Mundos muertos, vacíos, hostiles.
—No me refiero a eso.
—¿A qué se refiere usted entonces? Tenemos exploradores dando vueltas por todo el sistema. Muéstrenos un sitio donde podamos vivir.
—No aquí —irritadamente, Jones barrió el sistema solar—. Quiero decir fuera de aquí. En cualquiera de ellos.
—¿Forzosamente han de ser mejores?
—La colonización entre sistemas es posible —contestó Jones—. ¿Por qué creen ustedes que están aquí los derivantes? Es evidente: están colonizando. Están haciendo lo que nosotros deberíamos estar haciendo: están buscando planetas habitables. Deben llevar millones de años luz viajando.
—Esa respuesta no tiene nada de claro —decidió Kaminski.
—Es bastante clara para mí —replicó Jones.
—Ya lo sé —asintió Kaminski, turbado—. Eso es lo que me preocupa.
Pearson preguntó con curiosidad:
—¿Sabe usted algo más acerca de los derivantes? ¿Qué ve usted para el año próximo?
En el rostro de Jones se impuso una expresión dura e impasible.
—Para eso es para lo que soy un ministro —dijo ásperamente.
Los tres hombres del Servicio Secreto aguardaron, pero no hubo nada más. Derivantes era una palabra clave para Jones; a ojos vistas, la palabra hacía vibrar algo profundo y básico en su interior. Algo que crispaba dolorosamente su rostro enjuto; un meollo del fervor llameante había saltado hasta la superficie.
—No les tiene usted mucha simpatía —observó Cussick.
—¿Simpatía? —Jones pareció a punto de estallar—. ¿A los derivantes? ¿A esas criaturas extrañas que vienen aquí, a establecerse en nuestros planetas? —su voz aumentó de tono hasta convertirse en un chillido salvaje e histérico—. ¿Es que no pueden ustedes ver lo que está sucediendo?
»¿Cuánto tiempo creen ustedes que nos dejarán solos? Ocho mundos muertos; nada más que rocas. Y la Tierra, el único utilizable. ¿No lo ven ustedes? Están preparándose para atacarnos; están utilizando Marte y Venus como bases. Lo que quieren es apoderarse de la Tierra; ¿quién iba a interesarse por esos desiertos vacíos?
—Quizá les interese a ellos —sugirió Pearson un tanto incómodo—. Como usted dice, son seres vivos totalmente extraños. Quizá para ellos la Tierra no signifique nada. Tal vez necesiten condiciones de vida completamente distintas.
Mirando a Jones intensamente, Kaminski dijo:
—Cada forma de vida tiene sus propias necesidades físicas; lo que para nosotros es un desierto estéril resultará un valle fértil para otros, ¿no es así?
—La Tierra es el único planeta fértil —repitió Jones con absoluta convicción—. Lo que ellos quieren es la Tierra. Para eso han venido hasta aquí.
Silencio.
Así estaba la cosa. Allí estaba, el espectro terrorífico que todos ellos temían. Allí estaba aquello, para destrozarlo donde existían ellos mismos; allí estaba aquello: lo que se les había enviado a atrapar antes de que se hiciese demasiado grande para ser atrapado. Estaba ante ellos; mejor dicho, se hallaba sentado ante ellos. Porque Jones había vuelto a sentarse; ahora estaba derrengado en la silla, fumando crispadamente, con el delgado rostro distorsionado y una vena oscura latiéndole en la frente. Tras los cristales de sus gafas, sus ojos curiosamente brillantes se habían empañado, atiborrados de pasión. Con el cabello revuelto, erizada la negra barba, un hombre arrugado de brazos larguísimos y piernas enjutas… Un hombre de poder infinito. Un hombre con infinita capacidad de odio.
—Usted realmente los odia —dijo Cussick, asombrado.
Mudamente, Jones asintió.
—Pero no sabe nada sobre ellos, ¿verdad?
—Están aquí —respondió Jones airadamente—. Están a nuestro alrededor. Circundándonos. Rodeándonos por todas partes. ¿Es que no pueden ustedes ver sus planes? Están cruzando el espacio, siglo tras siglo… elaborando sus planes, desembarcando primero en Plutón, luego en Mercurio, disponiendo las bases más próximas, más cerca por momentos. Más cerca de la presa; montando bases para el ataque.
—Ataque —repitió Kaminski suavemente, con astucia—. ¿Lo sabe usted? ¿Tiene alguna prueba? ¿O no es más que una idea descabellada?
—Dentro de seis meses —declaró Jones con voz punzante y metálica—, el primer derivante desembarcará en la Tierra.
—Nuestros exploradores han desembarcado en todos los planetas —puso de relieve Kaminski, pero su aterciopelada seguridad había desaparecido—. ¿Significa eso que los estemos invadiendo?
—Hemos estado allí —replicó Jones—, porque esos planetas son nuestros. Los estamos inspeccionando —alzando la mirada, concluyó—. Y eso es lo que están haciendo los derivantes. Están mirando a la Tierra. Precisamente ahora, están mirándonos. ¿No sienten ustedes sus ojos sobre nosotros? Ojos asquerosos, repulsivos, extraños, ojos de insecto…
Horrorizado, Cussick gritó:
—Esto es algo patológico.
—¿Puede usted ver eso? —insistía Kaminski.
—Lo sé.
—Pero, ¿lo ve usted? ¿Ve usted una invasión? ¿Destrucciones? ¿Derivantes apoderándose de la Tierra?
—Dentro de un año —declaró Jones—, habrá derivantes aterrizando por doquier. Cada día de la semana. Diez aquí, veinte allí. Hordas y hordas. Todos idénticos. Incalculables hordas de asquerosos seres extraños.
Haciendo un esfuerzo, Pearson dijo:
—Sentándose a nuestro lado en los autobuses, supongo. Queriendo casarse con nuestras hijas, ¿no es así?
Jones debía de haber adivinado la observación; un segundo antes de que Pearson hablara, la cara del hombre se puso blanca como la tiza, y se agarró convulsivamente a los brazos del sillón donde estaba sentado. Luchando consigo mismo, esforzándose por mantener su dominio, contestó entre dientes:
—La gente no va a soportarlo, amigo. Puedo verlo. Va a haber quemas. Esos derivantes son seres secos, amigo. Arden bien. Habrá que recoger mucha basura.
Kaminski soltó un juramento en voz baja, furiosamente.
—Dejadme salir de aquí —empezó a decir, sin dirigirse a nadie en particular—. No puedo soportarlo.
—Tómelo con calma —dijo Pearson secamente.
—No puedo, no lo resisto —fútilmente, Kaminski daba vueltas alrededor—. ¡No hay nada que podamos hacer! No podemos tocarle; realmente él está viendo esas cosas. Está libre de nosotros… y él lo sabe.
Era el principio de la noche. Cussick y Pearson estaban juntos en el oscuro pasillo del piso superior de las oficinas de la Policía. A unos cuantos pasos de distancia aguardaba un ordenanza, con rostro blanduzco bajo su casco de acero.
—Bueno —empezó a decir Pearson. Tuvo un escalofrío—. Hace frío aquí. ¿Por qué no vienen usted con su mujer a cenar a mi casa? Podríamos hablar, cambiar impresiones, discutir el asunto.
Cussick contestó:
—Con mucho gusto, gracias. Usted no conoce a Nina, ¿verdad?
—No. Creo que estaba usted de licencia. ¿Pasando la luna de miel?
—Algo parecido. Conseguimos un lindo piso en Copenhague… Estábamos empezando a pintarlo.
—¿Cómo pudo usted encontrar casa?
—La familia de Nina me ayudó.
—Su esposa no está en la Seguridad, ¿verdad?
—No. Arte e Idealismo.
—¿Qué opina ella sobre que sea usted policía?
—No le gusta. Se pregunta si es una profesión necesaria. Piensa que es quizá la nueva tiranía —Cussick añadió, irónicamente—. Después de todo, los absolutistas se están extinguiendo. Dentro de unos cuantos años…
—¿Cree usted que Hitler era un adivino? —preguntó Pearson de pronto.
—Sí, lo creo. No tan desarrollado como Jones, naturalmente. Sueños, atisbos, intuiciones. También para él el futuro era una cosa fija. Y se permitía grandes jugadas. Creo que Jones también comenzará a hacer lo mismo, ahora que está comenzando a comprender para qué se halla sobre la Tierra.
En la mano de Pearson había un documento doblado. Distraídamente golpeó con él sobre las puntas de sus dedos.
—¿Sabe usted qué idea insensata se me ocurrió hace poco? Iba yo bajando cuando le tenían en aquella habitación. Pensé que le abriría las mandíbulas y le metería una píldora A por la garganta. Le estallaría la osamenta hecha añicos. Pero luego caí en la cuenta.
—No puede ser asesinado —completó Cussick.
—Puede ser asesinado. Pero no puede ser cogido por sorpresa. Para matar a Jones habría que bloquearlo por todas partes. Y nos lleva una delantera de un año. Morirá; es un mortal como nosotros. Hitler murió al fin. Pero Hitler escapó en su época de un montón de balas y venenos y bombas. Haría falta un anillo cerrado para hacerlo, una habitación sin puertas. Y por la expresión de su rostro puede usted saber que todavía hay una puerta.
Llamó al ordenanza.
—Entregue esto personalmente. Ya sabe usted dónde; en el piso de abajo en el despacho 45 A. Donde tienen cogido al tipo ese huesudo.
El ordenanza saludó, recogió el documento y se alejó con un trotecito rápido.
—¿Usted opina que él se cree todo eso? —preguntó Pearson—. Acerca de los derivantes.
—Nunca lo sabremos. Hay algo raro en eso. Naturalmente, es verdad que van a aterrizar; se pulsan ellos mismos a la ventura, ¿no es así?
—A decir verdad —continuó Pearson por su cuenta—, uno ha aterrizado ya.
—¿Vivo?
—Muerto. Están trabajando en la investigación. Al parecer el secreto será mantenido… hasta que aparezca otro.
—¿Puede dar algún detalle?
—Muchísimos. Es un organismo gigantesco unicelular, que emplea el espacio vacío como medio de cultivo. Deriva, usando una especie de órgano de propulsión. Es absolutamente inofensivo. Es una ameba. Tiene una anchura de seis metros. Posee una forma de corteza rudimentaria para resguardarse del frío. No se trata de ninguna invasión siniestra; esos pobres seres condenados vagan en torno sin propósito alguno.
—¿Qué comen?
—Nada. Siguen viviendo hasta que se mueren. No tienen mecanismo alguno para alimentarse, ni ningún proceso digestivo, ninguna excreción, ningún aparato reproductor. Son incompletos.
—Es extraño.
—Al parecer hemos tropezado con un enjambre de ellos. Seguramente han empezado a caer. Se desplomarán aquí y allá, estallarán en sitios alejados, caerán sobre los coches, se aplastarán en los campos. Llenarán los lagos y los ríos. Serán una plaga. Apestarán y se pudrirán. Lo más probable será eso: que se limiten a morir tranquilamente. Babeándose al sol… Precisamente el calor es lo que ha matado al que tenemos; lo ha cocido como a un bollo. Y mientras tanto la gente tendrá algo en que pensar.
—Especialmente después de que Jones ha iniciado la cosa.
—Si no hubiese sido Jones, habría sido cualquier otro. Pero Jones tiene ese talento, esa ventaja. Sabe montar el escenario.
—El documento ese era la orden poniéndolo en libertad, ¿no es así?
—Exactamente —repuso Pearson—. Está libre. Hasta que no elaboremos una ley nueva, es un hombre libre. Para hacer lo que quiera.