IV

Como medida inmediata, Floyd Jones fue sometido a una discreta vigilancia. Aquel sistema provisional continuó así durante un período de siete meses. En noviembre de 1995, el blanduzco y desvalido candidato del partido extremista de los Nacionalistas avanzó hasta las candilejas y ganó las elecciones para el Consejo General. A las veinticuatro horas de haber jurado su cargo Ernest T. Saunders, Jones fue detenido sin escándalo.

Durante aquel medio año Cussick había perdido mucha de su impulsividad juvenil. Su rostro era ahora más firme y más viejo. Pensaba más y hablaba menos. Y había adquirido bastante experiencia como hombre del Servicio Secreto.

En junio de 1995, Cussick había sido trasladado a la región danesa. Conoció allí a una muchacha del lugar, bonita, rolliza y muy independiente, que trabajaba en el departamento de Arte de un centro de información Fedgov. Nina Longstren era hija de un arquitecto influyente. Su familia era adinerada, talentuda y de gran brillo social. Incluso después de estar oficialmente casados, Cussick todavía la consideraba con temor respetuoso.

Las órdenes de las oficinas de la Policía de Baltimore llegaron mientras él y Nina estaban retocando su vivienda. Le costó algún tiempo caer en la cuenta de lo que se trataría; estaban en plena faena de pintura.

—Querida —le dijo él por fin—, creo que nos vamos a meter en un buen lío…

Por un momento Nina no contestó. Estaba estudiando intensamente patrones de colores, con los codos clavados en la mesa del recibidor, las manos cruzadas bajo la barbilla.

—¿El qué? —preguntó ella vagamente.

El recibidor era un muestrario de actividad; cubos de pintura, rodillos y pinceles yacían por todas partes. El mobiliario estaba cubierto con sábanas de plástico llenas de goterones. En la cocina y en los dormitorios había montones de objetos todavía no desembalados, de trajes, de muebles, de regalos de boda sin abrir aún.

—Perdona… no estaba escuchando.

Cussick se inclinó sobre ella y suavemente retiró de sus codos los patrones coloreados.

—Órdenes de la gran rueda. Tengo que regresar a Baltimore; van a formalizar un caso contra ese individuo Jones. Se supone que debo comparecer.

—¡Oh! —exclamó Nina débilmente—. Ya veo…

—No me llevará más de un par de días. Puedes quedarte aquí, si quieres —él no deseaba que ella se quedara; sólo llevaban casados una semana: técnicamente, él estaba pasando su luna de miel—. Nos pagarán a ambos los gastos de viaje; es lo que dice Pearson.

—Realmente no nos queda mucho que elegir, ¿verdad? —dijo Nina resignadamente.

Se levantó de la mesa y empezó a recoger los diversos cartones coloreados.

—Creo que lo mejor será que tapemos todos los botes de pintura.

Desalentada, empezó a echar aguarrás en un botecito donde introdujo los pinceles. Debajo de la mejilla izquierda tenía una mancha de pintura verde, que se había hecho probablemente al echarse hacia atrás su largo cabello rubio. Cussick cogió un trapito, lo mojó en el aguarrás y le limpió escrupulosamente la mancha.

—Gracias —dijo Nina tristemente, cuando él hubo acabado—. ¿Cuándo hemos de marcharnos? ¿Ahora mismo?

Él miró su reloj.

—Será mejor que lleguemos a Baltimore de noche; ahora están echándole mano al individuo. Eso significa que debemos tomar la nave de las ocho treinta en Copenhague.

—Voy a bañarme —dijo Nina obedientemente— y a cambiarme de ropa. Tú también tienes que hacerlo —con aire crítico, le pasó la mano por la barbilla—. Y te afeitarás.

Él dio su conformidad.

—¿Necesitas algo?

—¿Te pondrás el terno gris claro?

—Tendré que llevar el marrón. Recuerda que es un asunto de servicio. Durante las próximas doce horas vuelvo a estar en funciones.

—¿Significa eso que tenemos que ponernos solemnes y serios?

Él se echó a reír.

—No, desde luego que no. Pero este asunto me preocupa.

Nina frunció su hociquito.

—Preocúpate entonces. Pero no esperes que yo lo haga. Tengo otras cosas en las que pensar… ¿Te das cuenta de que no tendremos acabado el piso hasta la semana que viene?

—Podríamos meter aquí a una pareja de trabajadores para completar la obra.

—¡Oh, no! —dijo Nina calurosamente.

Desapareció en el cuarto de baño, abrió el grifo del agua caliente y volvió. Desprendiéndose de los zapatos empezó a desnudarse.

—Esto lo haremos nosotros mismos. Ningún calzonazo va a entrar en esta casita. Esto no es una tarea; es… —buscó la palabra apropiada mientras se sacaba el suéter por encima de la cabeza—. Esta es nuestra vida juntos.

—Bueno —dijo Cussick secamente—, la verdad es que yo era uno de esos calzonazos hasta que me incorporé a la Seguridad. Pero haremos lo que quieras. Me gusta pintar; no me importa el qué.

—Pues debe importarte —dijo Nina críticamente—. Caramba, es de suponer que podré inculcar un poco de sensibilidad artística en tu alma burguesa.

—No digas que me debe importar. Ese es un crimen contra el Relativismo. A ti puede importarte todo lo que quieras, pero no me digas que tiene que importarme a mí también.

Riéndose, Nina se abalanzó contra él.

—Grandísimo idiota pomposo. Si lo tomas todo tan en serio, ¿qué voy a hacer contigo?

—No lo sé —confesó Cussick frunciendo el ceño—. ¿Qué vamos a hacer todos nosotros?

—Por lo visto eso te preocupa de verdad —observó Nina mirándole al rostro con turbación y seriedad en sus ojos azules.

Cussick se retiró de ella y empezó a recoger los montones de periódicos esparcidos por las habitaciones. Nina le miraba un tanto asustada, descalza, con el cabello rubio desparramado sobre sus lisos hombros.

—¿Puedes explicarme con más detalles de lo que se trata? —terminó por preguntar.

—Desde luego —dijo Cussick.

Se puso a rebuscar entre los periódicos, eligió uno, lo desplegó y se lo alargó a su mujer.

—Puedes leer lo que hay aquí mientras estás en el baño.

El artículo era largo y prominente.

MINISTRO QUE ARRASTRA A MULTITUDES

MÁS PRUEBAS DE UN RENACIMIENTO

RELIGIOSO DE ALCANCE MUNDIAL

Los ciudadanos acuden en manadas para oír cómo el ministro les habla de calamidades futuras. La infiltración por extrañas formas vivientes predicha con todo detalle.

Debajo de aquello había una foto de Jones, pero ya no más sentado en la plataforma de un tenderete de feria. Era un ministro consagrado ahora, llevando una arrugada levita negra, zapatos negros más o menos deteriorados, barba más o menos crecida. Un predicador peripatético rugiendo por los campos, arengando a turbas de campesinos. Nina echó una ojeada al artículo, leyó unas cuantas líneas, miró de nuevo la foto y luego, sin decir una palabra, dio media vuelta y se precipitó al cuarto de baño donde cerró el grifo. No devolvió el periódico; cuando reapareció, diez minutos más tarde, el periódico había desaparecido.

—¿Qué has hecho con él? —preguntó Cussick con curiosidad.

Él había puesto la habitación en orden todo lo que pudo y empezaba a hacer la maleta.

—¿Con el periódico? —luminosa y humeante al salir del baño, Nina empezó a rebuscar en su tocador una muda limpia—. Lo leeré más tarde; ahora tenemos que ocuparnos de las maletas.

—Veo que no te importa un comino —dijo Cussick malhumorado.

—¿El qué?

—El trabajo que yo realizo. Todo este sistema.

—Querido, eso no es asunto mío —malignamente observó—: Después de todo, se supone que es una cosa secreta… No me gusta andar fisgando.

—Escucha —dijo él tranquilamente. Se le acercó, le puso una mano bajo la barbilla y le alzó el rostro hasta que ella no tuvo más remedio que mirarle cara a cara—. Cariño, tú sabías antes de casarte conmigo qué era lo que yo estaba haciendo. Ahora ya no es tiempo de protestar.

Por un momento se enfrentaron con expresiones desafiantes. Luego, con un rápido giro de la mano, Nina agarró un pulverizador del tocador y le roció la cara.

—Ve a afeitarte y a lavarte —le ordenó—. Y por el amor del cielo, ponte una camisa limpia. Tienes un cajón lleno. Quiero verte guapo en el viaje; no me hace ninguna gracia tener que avergonzarme de ti.

Bajo la nave, la extensión azul e insípida del Atlántico se alargaba hasta el infinito. Cussick la miraba con mal humor, y luego procuraba interesarse por la pantalla de televisión que brillaba en el respaldo del asiento colocado delante de él. A su derecha, en el asiento de la ventanilla y vestida con un costoso traje sastre, Nina estaba sentada leyendo un ejemplar del London Times mientras de vez en cuando cogía una pastilla de menta de una cajita colocada a su alcance.

Desplegando de mala gana las órdenes recibidas, Cussick empezó a estudiar de nuevo el material a su disposición. Jones había sido detenido a las cuatro treinta de la madrugada en el distrito meridional de Illinois, cerca de una ciudad llamada Pinckneyville. No había opuesto resistencia alguna cuando la policía le sacó de su cabaña de madera, descrita técnicamente como su «iglesia». Ahora le tenían arrestado en el principal centro judicial de Baltimore. Era de presumir que hubiese sido extendido un auto de procesamiento por la oficina del Procurador General de Fedgov; la sentencia era ya una mera rutina. Había la necesidad de una aparición ante la Audiencia Pública, y que fuese dictada efectivamente la sentencia…

—Me pregunto si se acordará de mí —dijo Cussick en voz alta.

Nina bajó su Times.

—¿Cómo decías? Perdona, pero no te he oído, cariño. Estaba leyendo la crónica sobre el navío explorador que encalló en Neptuno durante un mes y tres días. Dios mío, debió de ser espantoso. Esos planetas helados, sin aire y sin luz; nada más que rocas muertas…

—Todo eso es inútil —admitió Cussick con calor—. Es un despilfarro que se hace del dinero de los contribuyentes, dedicándolo a esas exploraciones estúpidas.

Plegó las órdenes y volvió a metérselas en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Nina—. ¿Es el mismo de quien me hablaste, aquel que era adivino?

—El mismo.

—¿Y por fin lo han detenido?

—No ha resultado nada fácil.

—Yo creía que eso era lo más sencillo del mundo; que ustedes podían detener a cualquiera.

—Podemos, pero no queremos. Sólo se detiene a gente que realmente parece peligrosa; pero tú crees que yo debería detener a la prima de tu hermano porque va por todas partes diciendo que los cuartetos de Beethoven son la única música digna de oírse.

—Mira —dijo Nina indolentemente—, la verdad es que no recuerdo una palabra de lo que leí en el libro de Hoff. Lo teníamos en el colegio, naturalmente; es una asignatura obligada en Sociología. —Alegremente, concluyó—: La cuestión es que, por lo visto, el Relativismo nunca me ha interesado… y ahora que estoy casada con un… —echó una mirada alrededor—. Me imagino que no debería decirlo. Todavía no consigo acostumbrarme a este clandestino husmear en torno.

—Se hace por una buena causa —dijo Cussick.

Nina suspiró.

—Me gustaría que trabajaras en otra cosa. En el negocio de cordones para los zapatos o incluso en el de postales indecentes. Cualquier cosa de la que pudieras enorgullecerte.

—Me siento orgulloso de esto.

—¡Ah! ¿De verdad?

—Soy el lacero de la ciudad —dijo Cussick lacónicamente—. A nadie le gusta ver al hombre que coge los perros. Los niños rezan para que un rayo caiga sobre el lacero. Soy el dentista. Soy el recaudador de contribuciones. Soy todos los hombres serios que andan enarbolando pliegos de papel blanco, advirtiendo a las gentes que han de prepararse para el juicio. Yo no sabía eso hace siete meses. Ahora sí lo sé.

—Sin embargo, todavía continúas en el Servicio Secreto.

—Si —dijo Cussick—. Todavía continúo. Y probablemente continuaré por el resto de mi vida.

Nina vaciló.

—¿Por qué?

—Porque la Seguridad es el menor de dos males. Digo males. Naturalmente, tú y yo sabemos que no existe eso que se llama mal. Un vaso de cerveza resulta malo a las seis de la mañana. Un plato de setas parece un infierno antes de acostarse. Para mí, el espectáculo de demagogos enviando a millones de seres a la muerte, arruinando al mundo con guerras fanáticas y derramamientos de sangre, desgarrando naciones enteras para imponer una supuesta «verdad» filosófica o política, es… —se encogió de hombros—… algo obsceno. Asqueroso.

»El comunismo, el fascismo, el sionismo… son opiniones de individuos absolutistas impuestas sobre continentes enteros. Y eso no tiene nada que ver con la sinceridad del caudillo. O con la de sus seguidores. El hecho de que crean en eso hace la cosa todavía más obscena. El hecho de que puedan matarse unos a otros y morir voluntariamente por palabrerías sin sentido… —se interrumpió—. Tú ves a los equipos de reconstrucción; tú sabes lo felices que seremos si alguna vez llegamos a reedificarlo todo.

—Pero eso de la Policía Secreta… me parece algo despiadado y… bueno, cínico.

Él insistió.

—Supongo que el Relativismo es cínico. Seguramente no tiene nada de idealista. Es el resultado de un mundo sacrificado y ofendido, empobrecido y esclavizado por causa de palabras vacías. Es la cosecha de generaciones enteras de muletillas estrepitosas, marchas con fusiles y sables, cantos de himnos patrióticos, charangas y banderas al viento.

—Pero es que vosotros los metéis en la cárcel. A la gente que no está de acuerdo con vosotros no la dejáis que no esté de acuerdo… Por ejemplo, ese ministro Jones.

—Jones puede no estar de acuerdo con nosotros. Jones puede creer lo que quiera; puede creer que la Tierra es plana, que Dios es una cebolla, que los niños nacen en bolsas de papel celofán. Puede tener la opinión que quiera; pero en cuanto empieza a defenderla como verdad absoluta…

—Entonces lo metéis en la cárcel —dijo Nina apretadamente.

—No —corrigió Cussick—. Entonces intervenimos nosotros; simplemente le decimos: o dentro, o fuera. Pruebe usted lo que está diciendo. Si le gusta decir que los judíos son la raíz de todo mal, pruébelo. Puede usted decirlo si tiene forma de probarlo. De lo contrario, al campo de concentración.

—Es… —sonrió tenuemente—. Es una solución dura.

—Desde luego que sí.

—Si me ves sorbiendo cianuro con una pajita —dijo Nina—, no puedes decirme que no lo haga. Soy libre para envenenarme.

—Puedo decirte que lo que hay en la botella es cianuro, no naranjada.

—Pero, ¿y si yo lo sé?

—Buen Dios —repuso Cussick—, entonces es asunto tuyo; puedes bañarte en cianuro; puedes hilarlo y utilizarlo como vestido. Eres una persona adulta.

—Tú… —los labios de ella temblaron—. A ti no te importaría lo que me pudiese pasar. No te importaría que tomase veneno, o lo que fuera.

Cussick miró su reloj de pulsera; el transporte estaba ya por encima de la masa de tierra norteamericana. Virtualmente, el viaje había terminado.

—Sí que me importa. Por eso es por lo que estoy metido en esto; porque me importas tú y porque me importa el resto de la humanidad doliente. —Con aire preocupado añadió—: Pero ahora eso no interesa. Vamos detrás de Jones. Y esta puede ser la única vez en que nuestros métodos se vuelvan contra nosotros mismos.

—¿Por qué?

—Porque ahora mismo le estamos diciendo a Jones: las cartas boca arriba; veamos la prueba. Y me temo que el muy cabrito nos la va a dar.

Jones había cambiado en muchos aspectos. De pie y silencioso en la puerta, Cussick ignoró al grupo de policías uniformados y estudió al hombre que estaba sentado en la silla colocada en el centro de la habitación.

Fuera del edificio patrullaba una unidad de tanques de la policía, seguida por un regimiento de tropas armadas. Era como si la presencia de Jones hubiese puesto en movimiento una incómoda cadena de flexiones de músculos. Pero el individuo mismo no prestaba atención alguna; estaba allí sentado, fumando, con la mirada baja, el cuerpo tirante. Se parecía al hombre que Cussick había visto en el tenderete.

Pero era más viejo. Aquellos siete meses también le habían cambiado a él. La barba rala le había crecido; el rostro del hombre resultaba ahora impresionante con su áspero cabello negro, que le daba un aire ascético, casi espiritual. Sus ojos brillaban febrilmente. Una y otra vez cruzaba las manos, se humedecía los labios secos, lanzaba miradas nerviosas y cautas alrededor de la habitación. Cussick pensó que si el individuo era en realidad vidente, si de verdad podía ver las cosas con un año de anticipación, habría tenido que prever todo esto en el momento en que Cussick estuvo hablando con él.

De pronto, Jones se dio cuenta de su presencia y alzó la mirada. Se encontraron los ojos de ambos. Cussick empezó a sudar; se dio cuenta, con un escalofrío, de que cuando Jones había hablado con él aquel día, cuando había aceptado sus veinte dólares, había visto esto. Había sabido que Cussick entregaría un informe sobre él.

Aquello significaba, por lo tanto, que Jones estaba aquí voluntariamente.

Por una puerta lateral apareció el director Pearson, con un legajo de papeles en una mano. Se dirigió hacia Cussick, con las botas y el casco brillantes, muy solemne en su uniforme de gala.

—Estamos metidos en un aprieto —dijo sin preámbulos—. Nos hemos quemado las pestañas para comprobar si el resto de su palabrería encaja. Y ha encajado. Ha encajado. Así es que ahora no sabemos qué hacer.

—También yo podría haberles dicho a ustedes lo mismo; que probablemente pasaría eso —reflexionó Cussick—. En siete meses de vigilancia, ¿no han obtenido ustedes un montón de profecías?

—Sí. Pero el expediente dependía de esto; el anuncio de Saunders era la base de nuestro caso. Naturalmente, habrá leído usted ya la publicación oficial de los datos que hay sobre los derivantes.

—Llegó a mis oídos en plena luna de miel. No me interesé mucho, de momento.

Después de encender su pipa, Pearson dijo:

—Deberíamos comprar a este individuo. Pero dice que no está en venta.

—La cosa es seria, ¿verdad? No se trata de un impostor.

—No, no tiene nada de impostor. Y lo peor es que todo el maldito sistema está basado sobre la teoría de que tiene que ser un impostor. Hoff nunca tomó esto en cuenta; este brujo está diciendo la verdad. —Agarrando a Cussick por el brazo, le hizo pasar a través del círculo de la policía— Acérquese usted y salúdele. Tal vez él le recuerde.

Jones miró rígidamente a los dos hombres mientras se iban acercando hacia él. Reconoció a Cussick; no había ambigüedad alguna en su expresión.

—Hola —dijo Cussick.

Jones se puso lentamente en pie y se quedaron mirando el uno al otro. Por fin Jones alargó el brazo y se dieron la mano.

—¿Cómo está usted? —preguntó Cussick.

—Bien —contestó Jones fríamente.

—Usted me conoció aquel día. Usted sabía que yo estaba en la Policía Secreta.

—No —corrigió Jones—. A decir verdad, no lo supe.

—Pero usted sabía que terminaría por estar aquí —dijo Cussick, sorprendido—. Debe usted haber visto esta habitación, esta reunión.

—No le reconocí a usted. Entonces tenía un aspecto muy diferente. Usted no se da cuenta de lo mucho que ha cambiado en los últimos siete meses. Todo lo que yo supe era que en algún sitio de la feria se estableció un contacto conmigo —hablaba desapasionada, pero tensamente, temblándole un músculo en la mejilla—. Ha perdido usted peso… pero el estar sentado detrás de una mesa no le ha beneficiado en su apostura.

—¿Qué ha estado haciendo en estos últimos meses? —preguntó Cussick—. ¿Ya no está en la feria?

—No soy más que un modesto ministro de la Honorable Iglesia de Dios —contestó Jones con un espasmo terco.

—Parece estar demasiado flaco para ser ministro de cualquier Iglesia.

Jones se encogió de hombros.

—No se gana mucho. La verdad es que de momento no hay mucha gente interesada. —Luego añadió—: Pero las habrá.

—Naturalmente usted sabe —intervino Pearson— que toda esta entrevista está siendo registrada. Todo lo que usted diga aquí va a repetirse en el juicio.

—¿Qué juicio? —comentó Jones brutalmente—. Dentro de tres días me soltarán ustedes —torciendo su rostro, con voz fría y metálica, continuó pensativamente—. Desde ahora en adelante ustedes van a estar repitiendo una determinada parábola. Voy a decírsela; presten atención. Un irlandés se entera de que el Banco va a quebrar. Corre a la sucursal donde tiene su dinero y pide que le entreguen hasta el último céntimo de lo suyo. «Sí, señor» dice el cajero cortésmente. «¿Lo quiere usted en metálico o en cheque?» El irlandés contesta: «Bueno, si ustedes lo tienen, no lo necesito. Pero si no lo tienen, quiero que me lo den inmediatamente».

Se produjo un silencio embarazoso. Pearson parecía desconcertado; se quedó mirando a Cussick.

—¿Voy a repetir eso? —preguntó con aire dubitativo—. ¿Qué quiere decir?

—Quiere decir —explicó Cussick— que nadie está engañando a nadie.

Jones sonrió apreciativamente.

—¿He de deducir —preguntó Pearson, el rostro sombrío y maligno— que usted cree que no podemos hacerle nada?

—No creo nada —contestó Jones relamidamente, con una insoportable seguridad—. No lo necesito. Esa es la cuestión. ¿Quieren ustedes mis profecías en metálico o en forma de cheque? Elijan lo que quieran.

Profundamente desconcertado, Pearson se retiró a un lado.

—No puedo comprenderle —masculló—. Está loco; no está en su juicio.

—No —dijo el instructor político jefe, Kaminski. Había permanecido cerca, escuchando con toda atención.

—Es usted un tipo raro, Jones —le dijo el hombre huesudo que permanecía nerviosamente en pie junto a la silla—. Hay una cosa que no puedo comprender. ¿Cómo, con su habilidad, estaba usted haciendo el tonto en aquella feria? ¿Por qué despilfarrar así su tiempo?

La respuesta de Jones les dejó a todos sorprendidos. Fueron unas palabras que por su candor y su desnuda sinceridad les produjo un choque.

—Porque estoy asustado —dijo—. No sé qué hacer. Y lo más espantoso de todo es… —tragó ruidosamente— que no me queda ninguna elección.