A las cuatro le recogió el coche de la policía y le llevó de vuelta a Baltimore. Cussick estaba en efervescencia. Excitadamente, encendió un cigarrillo, lo aplastó a las pocas chupadas y luego encendió otro. Tal vez había conseguido algo; tal vez nada. Los edificios del Servicio Secreto en Baltimore se alzaban como un enorme cubo de cemento sobre la superficie de la tierra, a unos dos kilómetros de la ciudad. Alrededor del cubo inmenso se erguían puntos metálicos: coordinados bloques de casas que eran las bocas de complicados túneles subterráneos. En el cielo azul de primavera colgaban perezosamente unas cuantas minas aéreas interceptoras manejadas por robots. El coche de la policía aflojó la marcha al llegar a la primera estación de control; guardias empuñando pistolas automáticas, con granadas de mano colgando de sus cintos y cascos de acero relucientes al sol, vigilaban plácidamente.
Una inspección rutinaria. El coche continuó, siguió su camino a lo largo de una rampa y penetró en el área de recepción. En aquel momento Cussick fue desalojado; el coche entró en el garaje y él se vio de pie y solo ante la escalera mecánica, con la mente todavía en un torbellino. ¿Cómo se suponía que él debería evaluar lo que había descubierto?
Antes de hacer su informe a Pearson, el director de Seguridad, se desahogaría en uno de los niveles pedagógicos. Un momento más tarde se vio en la atareada oficina de su jefe instructor político.
Max Kaminski estaba examinando afanosamente papeles amontonados sobre su mesa. Transcurrió algún rato antes de que observara la presencia de Cussick.
—El hogar es el marino —observó, continuando su trabajo—. Hogar desde el mar. Y el cazador también, si venimos al caso. ¿Qué otea usted en las colinas, esta hermosa tarde de abril?
—Quería preguntarle algo —dijo Cussick torpemente— antes de hacer mi informe.
Aquel hombrecillo rechoncho y carirredondo, de espesos bigotes y enmarañadas cejas, era quien lo había adiestrado; técnicamente, Cussick no seguía ya bajo la jurisdicción de Kaminski, pero aún acudía en busca de su consejo.
—Sé lo que dice la ley… pero aquí depende mucho de la evaluación personal —continuó—. Parece existir una violación de estatuto, pero no estoy seguro de cuál es.
—Bueno —dijo Kaminski soltando su pluma estilográfica, quitándose las gafas y cruzando después sus manos carnosas—; como usted sabe, las violaciones entran en tres clasificaciones principales. Todo está basado en el Manual de Relativismo de Hoff; no tengo necesidad de decírselo —palmeó el libro familiar de encuadernación azul colocado en un ángulo de su mesa—. Vaya y dele otra hojeada a su ejemplar.
—Me lo sé de memoria —dijo Cussick con impaciencia—, pero todavía estoy confuso. El individuo en cuestión no está afirmando su gusto personal con aseveraciones de hecho; está haciendo aseveraciones acerca de cosas incognoscibles.
—¿Sobre qué?
—Sobre el porvenir. Pretende saber lo que va a suceder durante el año venidero.
—¿Predicción?
—Profecía —corrigió Cussick—. Si es que entiendo bien la distinción. Y yo opino que la profecía es algo que se contradice a sí mismo. Nadie puede tener un conocimiento absoluto acerca del futuro. Por definición, el futuro no ha sucedido. Y si existiera el conocimiento, éste cambiaría el futuro, lo que invalidaría el conocimiento.
—¿Quién era ese tipo? ¿Un adivino en una feria?
Cussick se ruborizó.
—Sí.
El bigote del viejo temblequeó irritadamente.
—¿Y va usted a dar un informe sobre eso? ¿Va usted a recomendar que se actúe contra algún truquista que trata de conseguir unos cuantos dólares leyendo en la palma de la mano en un circo ambulante? Los muchachos demasiado celosos como usted… ¿Es que no se da cuenta de lo serio que es esto? ¿No sabe usted lo que significa una condena? La pérdida de derechos civiles, la confinación en un campamento de trabajos forzados… —sacudió la cabeza—. Quiere destrozar a algún inofensivo adivino para causar buena impresión a sus jefes.
Con reprimida dignidad, Cussick replicó:
—Pero es que yo creo que verdaderamente se trata de una violación de la ley.
—Todo el mundo viola la ley. Cuando le digo a usted que las aceitunas tienen un gusto terrible, técnicamente estoy violando la ley. Cuando alguien dice que el perro es el mejor amigo del hombre, está haciendo algo ilegal. Esto pasa a cada momento, pero no es eso lo que nos interesa.
En aquel momento Pearson entró en la oficina.
—¿Qué sucede? —preguntó malhumoradamente, alto y severo en su pardo uniforme de policía.
—Aquí nuestro joven amigo que ha traído una perla —dijo Kaminski ávidamente—. En la feria que estuvo recorriendo… ha desenterrado a un adivino.
Volviéndose hacia Pearson, Cussick trató de explicar:
—No se trata de un adivino corriente; de esos también había —notando que su voz titubeaba torpemente, siguió hablando con ímpetu—. Creo que este hombre es un mutante, un fenómeno de una clase u otra. Pretende saber la historia futura. Me dijo que alguien llamado Saunders va a ser el próximo presidente del Consejo.
—Nunca he oído hablar de él —dijo Pearson con indiferencia.
—También me ha dicho ese hombre —prosiguió Cussick— que los derivantes van a resultar ser auténticas criaturas vivientes, no naves. Y que esto se sabe ya en los altos mandos.
Una expresión extraña cruzó por los rasgos impasibles de Pearson. En su mesa, Kaminski cesó abruptamente de escribir.
—¡Ah…! —exclamó Pearson débilmente.
—Me dijo —continuó Cussick— que los derivantes van a constituir el asunto más importante durante el año venidero. La cuestión más grave que haya que resolver.
Ni Pearson ni Kaminski dijeron nada. No tenían necesidad; Cussick podía apreciarlo en sus rostros. Había puesto el dedo en la llaga. Había suministrado la prueba que era necesaria.
Jones estaba empezando a ser conocido.