Tenía él veintiséis años cuando vio a Jones por primera vez. Era el 4 de abril de 1995. Siempre se acordaría de aquel día; el aire de primavera estaba fresco y lleno del aroma de la granazón nueva. La guerra había acabado apenas el año anterior.
Delante de él se desplegaba una larga cuesta en descenso. Las casas estaban colgadas aquí y allá, la mayoría construidas privadamente, refugios temporales y caducos. Calles rudimentarias, trabajadores en el camino… Una típica comarca rural que había sobrevivido, muy alejada de los centros industriales. Normalmente se habría oído allí el zumbido de múltiples actividades: carpinterías, forjas y vastos procesos de fabricación. Pero aquel día una gran quietud pesaba sobre la comarca. Muchos de los adultos capaces de desempeñar un trabajo y todos los niños se habían acercado a la feria.
El terreno se mostraba blando y húmedo bajo sus zapatos. Cussick caminaba ansiosamente porque él también iba a la feria. Tenía un empleo.
Los empleos eran escasos; le alegró poder conseguir uno. Como otros jóvenes intelectualmente simpatizantes del Relativismo de Hoff, había solicitado entrar al servicio del Gobierno. El aparato de Fedgov ofrecía una oportunidad de verse contratado en la tarea de la Reconstrucción: al mismo tiempo que ganaba un salario pagado en plata contante y sonante, ayudaba al género humano.
Por aquellos días era un idealista.
Específicamente, había sido asignado al Departamento del Interior. En el centro Antipol de Baltimore había recibido un adiestramiento político y luego había tomado contacto con la Secpol: el brazo de la Seguridad. Pero la tarea de suprimir sentimientos extremistas políticos y religiosos parecía un trabajo meramente burocrático en 1995. Nadie lo tomaba en serio; con un racionamiento de subsistencia capaz para el mundo entero, el pánico había desaparecido. Todo el mundo estaba seguro ahora de su manutención básica. El fanatismo de los años de guerra había desaparecido de la existencia tan pronto como un control racional recuperó su posición anterior a la inflación.
Delante de él, extendida como una hoja de papel de estaño, la feria aparecía apelotonada. Las estructuras principales eran diez edificios metálicos, desplegando brillantes letreros de neón. Un camino central conducía hasta el centro: un cono dentro del cual se habían montado asientos. Allí tendrían lugar las actuaciones básicas.
Ya podía ver el primer espectáculo familiar. A fuerza de empujones, Cussick se abrió camino entre la compacta masa de gente. El olor a sudor y tabaco se alzaba a su alrededor, un olor excitante. Deslizándose junto a una familia de enfurecidos campesinos, llegó hasta el borde de la primera exhibición y alzó la mirada.
La guerra, con sus fuertes radiaciones y complicadas enfermedades, había producido innumerables fenómenos, monstruos, rarezas. Aquí en esta feria de segunda categoría se había congregado una gran variedad de ellos.
Directamente por encima de su cabeza vio a un multi-hombre, una revuelta masa de carne y de órganos. Cabezas, brazos, piernas se enredaban lúgubremente; la criatura resultaba absolutamente indefensa y era un retrasado mental. Afortunadamente, sus vástagos serían normales; los multiorganismos no eran mutantes verdaderos.
—Espantoso —dijo horrorizado detrás de él un ciudadano corpulento, de rizada cabellera—. ¿No es eso horrible?
Otro hombre, delgado y alto, observó con tono indiferente:
—Vi un montón de esos en la guerra. Quemamos todos los que pudimos; era una especie de colonia.
El hombre corpulento parpadeó, mordió fuertemente su manzana azucarada, y se apartó del veterano de guerra. Guiando a su mujer y a tres niños, vino a colocarse al lado de Cussick.
—¡Es horrible!, ¿verdad? —murmuró—. Todos esos monstruos.
—Desde luego —admitió Cussick.
—No sé por qué vengo a ver estas cosas —el hombre corpulento señaló a su mujer y a sus chiquillos, todos los cuales seguían comiendo estólidamente sus palomitas y sus arropías—. A ellos les gusta venir. Las mujeres y los críos son así.
Cussick dijo:
—Bajo el Relativismo, tenemos que dejarles vivir.
—Desde luego —concedió el hombre gordo, asintiendo enfáticamente.
Se le quedó pegado al labio superior un trozo de manzana azucarada; se lo quitó con una manaza llena de pecas.
—Tienen sus derechos, lo mismo que todo el mundo. Como usted y como yo, caballero. También ellos tienen sus vidas.
Habiéndose acercado por la valla colocada ante el espectáculo, el escuálido veterano de guerra volvió a tomar la palabra.
—Eso no se aplica a los monstruos. Y eso es lo que es esa gente.
El hombre corpulento se arreboló. Moviendo seriamente su mano manchada de manzana contestó:
—Caballero, es muy posible que ellos piensen que somos nosotros los monstruos. ¿Alguien puede decir quién es y quién no es un monstruo?
Disgustado, el veterano replicó:
—Yo puedo decir muy bien quién es un monstruo —se quedó mirando a Cussick y al hombre corpulento con desagrado—. ¿Qué son ustedes, aficionados a los monstruos? —preguntó.
El hombre gordo escupió y se engalló; pero su mujer le agarró del brazo y le arrastró lejos, dentro de la muchedumbre, hacia otra exposición. Todavía protestando, desapareció de allí. Cussick se quedó haciéndole cara al veterano de guerra.
—Maldito estúpido —dijo el veterano—. Eso es contrario al sentido común. Cualquiera ve enseguida que son monstruos. ¡Dios mío, para eso estamos aquí!
—Pero él también tiene razón —objetó Cussick—. La ley concede a todo el mundo el derecho.
—Que se vaya al cuerno el Relativismo. ¿Es que reñimos una guerra, derrotamos a aquellos judíos y ateos y rojos, para que la gente pueda tener la monstruosidad que le dé la gana? ¿Es que puede uno creer a la primera basura de cabeza de huevo?
—Nadie derrotó a nadie —contestó Cussick—. Nadie ganó la guerra.
Un pequeño corro de gente se había detenido a escuchar. El veterano se dio cuenta de su presencia e inmediatamente sus ojos fríos se apagaron y desvió la mirada. Gruñó, lanzó una última mirada hostil a Cussick, y desapareció en medio de los grupos. Desencantada, la gente siguió andando.
El monstruo siguiente era en parte humano, en parte animal. En algún momento a lo largo de aquella época habían ocurrido acoplamientos entre especies; el suceso estaba, desde luego, perdido en las sombras de pesadilla de la guerra. Cuando levantó la mirada, Cussick trató de averiguar cuáles habrían sido los progenitores originales; seguramente uno había sido un caballo. Con toda probabilidad este monstruo era un engaño injertado artificialmente, pero convencía visualmente. De la guerra habían llegado intrincadas leyendas de progenie humano-animal, exagerados relatos de grupos puramente humanos que habían degenerado, historias eróticas de cópulas entre mujeres y bestias.
Había niños con muchas cabezas; una broma corriente. Pasó junto al despliegue usual de parásitos que vivían sobre anfitriones emparentados. Monstruos humanoides con plumas, con rabo, con alas o escamas charloteaban y gruñían por todas partes: infinitas rarezas de genes deteriorados. Gente con los órganos internos colocados fuera de la pared dermal; otros sin ojos, sin caras, incluso sin cabeza; monstruos con miembros ensanchados y alargados y de múltiples articulaciones; lastimosas criaturas mirando desde dentro de otras criaturas. Un grotesco panorama de organismos mal conformados: miserias permanentes que no dejarían rastro, monstruos que sobrevivían por la exhibición de sus propias cualidades monstruosas.
En el área principal los animadores estaban empezando su actuación. No meros monstruos, sino artistas legítimos con habilidades y talento. Exhibiéndose no ellos mismos, sino más bien sus capacidades insólitas. Danzarines, acróbatas, volatineros, comedores de fuego, luchadores, domadores de animales, payasos, jinetes, buzos, hombres fuertes, magos, adivinos, bonitas muchachas; actuaciones que se venían repitiendo desde hacía miles de años. Nada nuevo: sólo los monstruos eran nuevos. La guerra produjo monstruos nuevos, pero no nuevas habilidades.
O por lo menos, eso era lo que él pensaba. Pero todavía no había visto a Jones. Nadie le había visto aún en aquel entonces; era demasiado pronto. El mundo seguía recobrándose, reconstruyéndose: su tiempo no había llegado todavía.
A su izquierda guiñaba y centelleaba el furioso despliegue de una exhibición de muchachas. Con algún interés espontáneo, Cussick se permitió ser arrastrado por la multitud.
Cuatro muchachas estaban tendidas en la alta plataforma, con los cuerpos en una relajación de aburrimiento. Una estaba recortándose las uñas con unas tijeras; las otras miraban con expresión vacía a la multitud de hombres que estaban abajo. Naturalmente, las cuatro estaban desnudas. A la débil luz del sol su carne relucía tenuemente luminosa, aceitada, sonrosada, con vellos suaves. El anunciador chillaba metálicamente por el megáfono. Su voz se perdía en un estrépito de ruidos confusos. Nadie prestaba la menor atención a lo que decía. Los que sentían algún interés alzaban las miradas hacia las muchachas. Detrás de éstas había un ligero edificio tapado con sábanas, en el que tenía lugar la representación.
—Oye —le dijo una de las muchachas.
Sorprendido, Cussick se dio cuenta de que le estaba hablando a él.
—¿Qué? —preguntó nerviosamente.
—¿Qué hora es? —le dijo la chica.
Precipitadamente, Cussick examinó su reloj de pulsera.
—Las once y treinta.
La muchacha se apartó del tabladillo y vino a situarse en el filo de la plataforma.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó ella.
Rebuscándose en los bolsillos, Cussick dio por fin con el paquete. Lo sacó.
—Gracias.
Bamboleando los pechos, la muchacha se agachó y aceptó un cigarrillo. Después de una pausa incierta, Cussick buscó su encendedor y le dio lumbre. Ella le sonrió. Era una mujer pequeña y muy joven, con cabellos y ojos castaños, piernas esbeltas y pálidas y ligeramente mojadas de sudor.
—¿Has venido a ver la función? —preguntó ella. Él no tenía esa intención.
—No —dijo.
Los labios de la muchacha se fruncieron en una mueca burlona.
—¿No? ¿Por qué no? —la gente que estaba a su alrededor observaba divertida—. ¿No te interesa? ¿Eres uno de ésos?
La gente en torno a Cussick reía y hacía muecas. Empezó a sentirse embarazado.
—Eres muy listo —dijo la muchacha perezosamente.
Se puso en cuclillas, con el cigarrillo entre sus labios rojos, descansando los brazos sobre sus rodillas desnudas y protuberantes.
—¿No tienes cincuenta dólares? ¿Puedes procurártelos?
—No —contestó Cussick, atrapado en la red—. No puedo procurármelos.
—¡Huy! —traviesamente, pretendiendo estar decepcionada, la muchacha alargó la mano y revolvió la bien peinada cabellera de Cussick—. Eso está muy mal. Quizá te admita gratis. ¿Te gustaría estar conmigo por nada? —haciéndole un guiño, le sacó la punta de la lengüecilla sonrosada—. Puedo enseñarte un montón de cosas. Te quedarías sorprendido de las técnicas que conozco.
—Pasa el sombrero —rezongó un hombre calvo y sudoroso a la derecha de Cussick—. Vamos a hacer una colecta para este joven.
Una carcajada general se levantó en torno y unas cuantas monedas de cinco dólares fueron arrojadas adelante.
—¿Es que no te gusto? —le preguntaba la muchacha, inclinándose hacia él y poniéndole una mano en el cuello—. ¿Crees que no podrías? —insinuante, con voz ronca, seguía murmurando—: Estoy segura de que podrías. Y toda esta gente piensa también que podrías. Van a ver. No te preocupes. Yo te enseñaré cómo.
De pronto, le cogió fuertemente por la oreja.
—Tú; sube aquí. Tu mamaíta va a enseñarle a todo el mundo lo que sabe hacer.
Un rugido de risotadas estalló en la multitud, y Cussick fue empujado adelante e izado. La muchacha le soltó la oreja y alargó los dos brazos para cogerle; en aquel momento él torció el cuerpo y volvió a caer en la masa de gente. Después de un corto intervalo de empujones y carreras, se vio lejos de la multitud, respirando penosamente, jadeando, tratando de arreglarse la chaqueta y de recuperar su savoir faire.
Nadie le prestaba la menor atención, por lo que siguió andando sin meta alguna, con las manos en los bolsillos y con el aire más despreocupado que pudo. La gente afluía por todas partes, la mayoría dirigiéndose hacia las funciones principales y al área central. Se apartó cuidadosamente de aquella marea creciente; el sitio más seguro estaba en las exhibiciones de la periferia, lugares abiertos donde se distribuían folletos y se pronunciaban discursos, congregándose pequeños corros en torno a algún orador aislado. Se preguntó si el delgado veterano de guerra habría sido un fanático; quizás había identificado a Cussick como miembro de la Policía de Seguridad.
La exhibición de muchachas constituía una especie de tierra de nadie entre la monstruosidad y el talento. Más allá del escenario de las chicas se alzaba la tarima del primer adivino, uno de tantos.
—Son charlatanes —le dijo el hombre corpulento de cabello rizado; estaba con su familia junto a un mostrador de lanzamiento de dardos, tratando de ganar un jamón holandés de veinte libras—. Nadie puede leer el futuro; esos son cuentos para chicos.
Cussick se echó a reír.
—Y eso no es un jamón holandés de veinte libras. Probablemente está hecho de cera.
—Voy a ganar ese jamón —afirmó el hombre con naturalidad.
Su esposa no dijo nada, pero sus hijos tenían toda clase de confianza en la habilidad de su padre.
—Esta noche me llevo el jamón a casa.
—Pues yo quizá vaya a que me echen la buenaventura —dijo Cussick.
—Buena suerte, caballero —le deseó caritativamente el hombre de los rizos.
Se volvió hacia la diana de los dardos: un gran telón de fondo de los nueve planetas, acribillados por infinitas aproximaciones. Su centro virgen, una Tierra increíblemente diminuta, permanecía intocado. El corpulento y rizado ciudadano echó el brazo hacia atrás y ordenó el vuelo; el dardo, atraído por un disimulado electroimán desviador, falló la Tierra y hundió su punta de acero en un espacio vacío poco más allá de Ganímedes.
En la primera tiendecilla de adivinos, una mujer vieja, de oscuros cabellos y muy gorda, estaba sentada junto a una mesa cuadrada sobre la que se hallaba dispuesto un aparato inmemorial: un globo transparente. Varias personas guardaban cola para pagar sus veinte dólares. Un anuncio de neón comunicaba:
Conozca usted su fortuna. Madame Lulú Carima-Zelda.
Sabe el Futuro.
Esté preparado para todas las eventualidades.
Allí no había nada de particular. La mujer vieja farfullaba la rutina tradicional, contentando a las mujeres otoñales que aguardaban en cola. Pero inmediatamente a continuación del tenderete de Madame Lulú Carima-Zelda, había un segundo, ruinoso e ignorado. Otro adivino estaba sentado allí. Pero la brillantez barata de Madame Carima-Zelda desaparecía en la nueva tienda; el deslumbrante nimbo se agotaba en lúgubre oscuridad. Ya Cussick no andaba entre las cambiantes luces fluorescentes; estaba en una gris zona crepuscular entre mundos chillones.
En la desnuda tarima estaba sentado un joven que no tendría mucha más edad que él mismo, quizás incluso menos. Su cartel intrigó a Cussick.
EL FUTURO DE LA HUMANIDAD
(NO SE ADIVINAN DESTINOS PARTICULARES)
Durante algún rato Cussick se quedó estudiando al joven. Estaba sentado en una silla astrosa, fumando malhumoradamente y mirando al espacio con ojos vacíos. Nadie aguardaba en la taquilla: el tenderete era ignorado. Él tenía el rostro bordeado por una barbilla rala; un rostro extraño, de un rojo hinchado y profundo, con frente saltona, gafas de acero, labios enfurruñados como los de un niño. Parpadeaba con rapidez; daba chupadas al cigarrillo, se remangaba nerviosamente las mangas de la camisa. Sus brazos desnudos eran pálidos y delgados. Era una figura intensa y sombría, sentada solitariamente en un trozo vacío de la plataforma.
No se adivinan destinos particulares. Un curioso señuelo para un espectáculo; nadie podía estar interesado en destinos abstractos, en futuros de agrupaciones. Aquello daba a entender que el adivino no era muy bueno; el cartel implicaba vagas generalidades. Pero Cussick se sentía interesado. Aquel hombre estaba condenado antes de empezar, y, sin embargo, seguía sentado allí. Después de todo, el decir la buenaventura era un noventa y nueve por ciento de teatro y el resto un cálculo astuto. De la manera más sencilla podría haber aprendido los anzuelos tradicionales; ¿por qué elegía entonces aquella solicitación tan brusca? Era algo deliberado, evidentemente. Cada línea del cuerpo encorvado y feo mostraba que el hombre se había apegado a aquello; que estaba apegado a aquello desde sabe Dios cuánto tiempo hacía. El cartel se veía carcomido y desgarrado; tal vez hacía años desde su estreno.
Aquel era Jones. Pero por aquella época, naturalmente, Cussick no lo sabía.
Inclinándose hacia la tarima, Cussick se puso las manos en forma de bocina y gritó:
—Oiga.
Al cabo de un minuto la cabeza del joven se volvió. Sus ojos se encontraron con los de Cussick. Ojos grises, pequeños y fríos bajo los gruesos cristales de sus gafas. Parpadeó y le devolvió la mirada sin hablar, sin moverse. Sus dedos tamborileaban incansablemente sobre la mesa.
—¿Por qué? —preguntó Cussick—. ¿Por qué nada de destinos particulares?
El joven no contestó. Gradualmente su mirada fue apagándose, volvió la cabeza y una vez más se quedó mirando sin ver la mesa desnuda.
No cabía duda acerca de aquello: aquel muchacho no tenía un negocio en serio, no seguía ninguna línea. Algo estaba equivocado; estaba fuera de juego. Los otros animadores se contorsionaban, aullaban, echaban (a veces literalmente) los pulmones por la boca para llamar la atención, pero aquel muchacho se limitaba a estar sentado y a mirar como un loco. No realizaba movimiento alguno para hacer negocio, y no lo hacía. ¿Por qué, entonces, estaba allí?
Cussick titubeó. Aquel no parecía un sitio muy apropiado para husmear; realmente estaba despilfarrando el tiempo del Gobierno. Pero se le había despertado el interés. Venteaba un misterio, y no le gustaban los misterios. Con mucho optimismo, creía que las cosas podían ser resueltas; le gustaba que el universo tuviera sentido. Y aquello desafiaba todo sentido de una manera escandalosa.
Cussick subió los escalones y se aproximó al joven.
—Está bien —dijo—. Morderé el anzuelo.
Los escalones crujieron bajo sus pisadas. Se vio en una pobre plataforma, inestable e insegura. Cuando se sentó frente al joven, la silla gimió bajo su peso. Ahora que estaba más cerca podía ver que la piel del muchacho estaba moteada de profundas manchas descoloridas que podían haber sido injertos en la epidermis. ¿Era que lo habían herido en la guerra? Flotaba a su alrededor un olor tenue a medicinas, dando a entender que tenía cuidado de su cuerpo frágil. Sobre el abombamiento de su frente, el cabello se le arremolinaba, su traje le colgaba en arrugas del cuerpo huesudo. Ahora estaba mirando fijamente a Cussick, examinándolo, estudiándole despaciosamente.
Pero no con miedo. Había en él una torpe crudeza, una crispación incierta de su cuerpo anguloso. Pero sus ojos eran duros e inflexibles. Se mostraba torpe, pero no asustado. No era ninguna personalidad débil la que estaba afrontando a Cussick; era un muchacho bastote y resuelto. Las ganas de bromear de Cussick desaparecieron rápidamente; de pronto sintió un temor vago. Había perdido la iniciativa.
—Veinte dólares —dijo Jones.
Con torpeza, Cussick rebuscó en sus bolsillos.
—¿A cambio de qué? ¿Qué voy a obtener?
Al cabo de un momento, Jones explicó:
—¿Ve eso?
Señaló una rueda sobre la mesa. Dando hacia atrás a una palanca, la soltó. La manecilla que giraba sobre la rueda se movía lentamente, acompañada por un penoso chirriar metálico. El disco de la rueda estaba dividida en cuatro cuadrantes.
—Dispone usted de ciento veinte segundos. Pregunte lo que quiera. Luego, el tiempo se le acabará.
Cogió el dinero y se lo metió en un bolsillo de la chaqueta.
—¿Preguntar? —dijo Cussick torpemente— ¿Preguntar sobre qué?
—Sobre el futuro.
Había desprecio en la voz del muchacho, un desprecio no disimulado, un desprecio evidente. Estaba claro; desde luego que el futuro. ¿Qué otra cosa iba a ser? Con irritación, sus dedos largos y delgados golpeaban sobre la madera. Y la rueda giraba.
—Pero ¿nada personal? —preguntó Cussick— ¿Nada sobre mí mismo?
Torciendo los labios espasmódicamente, Jones disparó la respuesta:
—Naturalmente que no. Usted es un don nadie. Usted no cuenta.
Cussick parpadeó. Turbado, sintiendo que las orejas se le arrebolaban, contestó con la mayor naturalidad posible:
—Quizás está usted equivocado. Quizá soy alguien.
Un tanto caldeado, estaba pensando en su posición: ¿qué diría este rústico patán si supiese que estaba frente a un hombre del Servicio Secreto de Fedgov? Tenía en la punta de la lengua aquella respuesta airada, confesar su papel para defenderse de esa forma. Naturalmente, aquello sería salirse de la Seguridad. Pero se sentía molesto e inseguro.
—Ha gastado usted ya noventa segundos —le notificó Jones desapasionadamente.
Luego su voz pétrea e incolora siguió diciendo:
—¡Por el amor de Dios, pregunte usted algo! ¿Es que no quiere saber nada? ¿No siente curiosidad?
Humedeciéndose los labios, Cussick dijo:
—Bueno, ¿qué hay en el futuro? ¿Qué va a suceder?
Disgustado, Jones meneó la cabeza. Suspiró y aplastó su cigarrillo. Por un momento pareció como si no fuese a contestar; estaba concentrado sobre el aplastado cigarrillo deshecho bajo la suela de su zapato. Luego se incorporó y dijo cuidadosamente:
—Preguntas concretas. ¿Quiere que formule una por usted? Muy bien; lo haré. Pregunta: ¿quién será el próximo presidente del Consejo? Respuesta: el candidato Nacionalista, un individuo insignificante llamado Ernest T. Saunders.
—¡Pero si los Nacionalistas no son un partido! No son más que un grupo religioso dividido en mil tendencias…
Sin hacerle caso, Jones prosiguió:
—Pregunta: ¿qué son los derivantes? Respuesta: seres de más allá del sistema solar; origen desconocido, naturaleza desconocida.
Desconcertado, Cussick vaciló.
—¿Desconocidos hasta qué momento? —se aventuró a decir.
Haciendo acopio de todo su valor, añadió:
—¿Con qué anticipación puede usted ver?
Sin especial inflexión en la voz, Jones contestó:
—Puedo ver sin error en el espacio de un año. Después de ese tiempo todo se enturbia. Puedo ver acontecimientos trascendentales, pero los detalles específicos se emborronan y no consigo nada concreto. Por lo que puedo ver, el origen de los derivantes es todavía desconocido. —Mirando a Cussick, añadió—: Los menciono porque van a ser la cuestión más importante a partir de ahora.
Se quedó con la vista quieta y clavada en paisajes irreales.
—Ya lo son —dijo Cussick, recordando los últimos titulares sensacionales en la prensa barata: VUELOS DE NAVES DESCONOCIDAS DETECTADOS POR PATRULLAS EXPLANETARIAS—. ¿Dice usted que son seres? ¿Que no son naves? No le comprendo bien; ¿quiere usted decir que lo que hemos visto son verdaderas criaturas vivientes y no sus construcciones artificiales…?
—Vivas, sí —le interrumpió Jones con impaciencia, casi febrilmente—. Pero Fedgov lo sabe ya. Es cierto, en los altos niveles tienen informes detallados. Los informes saldrán a la luz dentro de pocas semanas; los muy cabritos están apartándolos del público. Un derivante muerto fue traído por un explorador que volvía de Urano… —de pronto, la rueda cesó de chirriar y Jones se echó hacia atrás en su silla, cortándose su flujo de agitadas palabras—. Su tiempo ha acabado —anunció—. Si quiere usted saber más cosas, tendrá que pagar otros veinte dólares.
Aturdido, Cussick se alejó de él, bajó los escalones y se retiró de la plataforma.
—No, gracias —murmuró—. Con esto es suficiente.