La temperatura del Refugio variaba de 46 grados centígrados a 48 grados centígrados. El vapor pendía continuamente en el aire, estirándose y ondulando perezosamente. Brotaban géiseres de agua caliente, y el «suelo» era una superficie cambiante de fango caliente, compuesto de agua, mineral disuelto y pulpa fungoidea. Los restos de líquenes y protozoos coloreaban y espesaban la rezumación de humedad que goteaba por todas partes, sobre las rocas mojadas y el ramaje parecido a esponjas: las diversas instalaciones utilitarias. Había sido pintado un cuidadoso telón de foro, un largo altozano surgiendo de un pesado océano.
Sin duda alguna, el Refugio había sido concebido siguiendo el modelo de un útero. El parecido no podía negarse, y nadie lo había negado.
Inclinándose, Louis recogió con malhumor un pálido hongo verde que crecía cerca de su pie y lo echó a un lado. Bajo su piel mojada y orgánica había una red de plástico hecha por el hombre; el hongo era artificial.
—Podríamos estar peor —dijo Frank, viéndole arrojar el hongo a un lado—. Podrían hacernos pagar todo esto. A Fedgov (Sigla de Federal Government, Gobierno Federal Mundial) debe haberle costado millones de dólares montar esta instalación.
—Escenografía de teatro —dijo Louis amargamente—. ¿Para qué? ¿Para qué nacimos de esta forma?
Sonriendo con una mueca, Frank dijo:
—Somos mutantes superiores, ¿no lo recuerdas? ¿No es eso lo que decidimos hace años? —señaló al mundo visible tras la muralla del Refugio—. Somos demasiado puros para «eso».
Afuera se extendía San Francisco, la ciudad nocturna medio dormida bajo su sábana de fría niebla. Algún que otro coche se deslizaba aquí y allá; bolsas de abonados al ferrocarril emergían como complicados gusanos segmentados de subterráneos terminales de monocarriles. Raras luces de oficina ardían débilmente… Louis se volvió de espalda a aquella vista. Le dolía mucho contemplarla, saber que él estaba allí dentro, atrapado, preso en el estrecho círculo del grupo. Tener que darse cuenta de que nada existía para ellos sino aquel estar sentados y mirando, que no existían sino los años vacíos del Refugio.
—Debe de haber un propósito —dijo—. Una razón para nosotros.
Frank se encogió de hombros con gesto fatalista.
—Bromas de la postguerra, generadas por bolsas de radiación. Daño a los genes. Un accidente… como el de Jones.
—Pero nos conservan vivos —dijo Irma detrás de ellos—. Todos estos años manteniéndonos, cuidando de nosotros. Deben de querer sacar algo de aquí. Deben de tener un proyecto entre manos.
—¿El de nuestro destino? —preguntó Frank burlonamente—. ¿El de nuestra meta cósmica?
El Refugio era un cuenco lóbrego y lleno de vapor que aprisionaba a los siete seres. Su atmósfera era una mezcla de amoníaco, oxígeno, freón y huellas de metano, cargada pesadamente con vapor de agua, sin rastro alguno de anhídrido carbónico. El Refugio había sido construido veinticinco años antes, en 1977, y los miembros más viejos del grupo guardaban recuerdos de una vida anterior en separadas incubadoras mecánicas. El trazado original había sido una obra perfecta, y de cuando en cuando se hacían mejoras en él. Trabajadores humanos normales, protegidos por trajes herméticos, entraban periódicamente en el Refugio, arrastrando tras ellos el equipo que los encerrados necesitaban para su subsistencia. Usualmente era la fauna movible la que se estropeaba y necesitaba reparación.
—Si tienen un propósito respecto a nosotros —dijo Frank—, deberán decírnoslo —él, personalmente, confiaba en las autoridades Fedgov que manipulaban en el Refugio—. El Dr. Rafferty nos lo diría; ustedes lo saben.
—No estoy tan segura de eso —objetó Irma.
—¡Dios mío! —exclamó Frank irritadamente—, ellos no son nuestros enemigos. Si quisieran podrían barrernos en un segundo, y no lo han hecho, ¿no es así? Podían dejar que la Liga de la Juventud entrase aquí donde estamos.
—No tienen ningún derecho para mantenernos aquí —protestó Louis.
Frank suspiró.
—Si saliésemos de aquí —dijo cuidadosamente, como si estuviera hablando a niños—, moriríamos.
En el borde superior de la pared transparente había una válvula de presión, una serie de válvulas de seguridad. Sombrías miasmas de gases corrosivos entraban por allí, mezclándose con la humedad familiar de su propio aire.
—¿Oléis eso? —preguntó Frank—. Así es como está todo afuera. Duro, frío y mortífero.
—¿No se os ha ocurrido nunca pensar —preguntó Louis— que quizá eso que rezuma no sea sino un engaño deliberado?
—A todos nosotros se nos ha ocurrido —contestó Frank—. Cada dos años. Entramos en nuestra etapa paranoica y comenzamos a planear escaparnos. Con la única diferencia de que no tenemos que escaparnos; todo lo que tenemos que hacer es salir. Nadie nos ha parado nunca. Somos libres de dejar este cuenco recalentado con vapor, excepto por un detalle: no podremos sobrevivir ahí fuera. No somos bastante fuertes.
Junto al muro transparente, a unos treinta metros de distancia, estaban los otros cuatro miembros del grupo. La voz de Frank llegaba hasta ellos, un sonido hueco y distorsionado. Garry, el más joven, alzó la mirada. Se quedó escuchando un momento, pero no se oyeron otras palabras más.
—Está bien —dijo Vivian con impaciencia—. Vámonos.
Garry asintió.
—Adiós, útero —rezongó.
Empinándose, apretó el botón rojo que haría venir al Dr. Rafferty.
El Dr. Rafferty estaba diciendo:
—Nuestros amiguitos se excitan de vez en cuando. Han decidido que son tan hombres como cualquiera de los que haya en la casa —condujo a Cussick a la rampa superior—. Esto será interesante… la primera vez que va usted a verlo. No se extrañe: puede causarle un sobresalto. Son completamente diferentes de nosotros; en el aspecto fisiológico me refiero.
En el undécimo piso ya los primeros elementos del Refugio se hacían visibles: las complicadas bombas que mantenían su atmósfera y su temperatura. Circulaban por allí doctores en lugar de policías, uniformes blancos en vez de pardos. En el decimocuarto piso Rafferty bajó de la rampa ascendente y Cussick le siguió.
—Están llamándole a usted —le dijo un doctor a Rafferty—. Se muestran muy perturbados estos últimos días.
—Gracias —dirigiéndose a Cussick, Rafferty explicó—: Puede usted mirar por esa pantalla. No quiero que ellos le vean. No deben darse cuenta de la vigilancia de la Policía.
Se retiró un trozo de la pared. Más allá estaba el goteante paisaje verdeazulado del Refugio. Cussick vio cómo el doctor Rafferty penetraba por el boquete y entraba en el mundo artificial que se extendía a continuación. Inmediatamente la alta figura fue rodeada por siete curiosas parodias, miniaturas enanas, tanto machos como hembras. Los siete estaban agitados, y sus frágiles pechos, parecidos a jaulas de pájaros, caían y se alzaban por la emoción. Gritando estridentemente, muy excitados, empezaron a explicarse y a gesticular.
—¿Qué pasa? —interrumpió Rafferty.
En el espeso vapor del Refugio jadeaba buscando aliento; el sudor corría a gotas por su rostro enrojecido.
—Queremos marcharnos de aquí —pidió una mujercita.
—Y nos vamos —anunció otro, un varoncito—. Hemos decidido que no pueden ustedes tenernos encerrados aquí. Tenemos derechos.
Durante algún rato Rafferty discutió con ellos la situación; luego, abruptamente, dio media vuelta y regresó por el boquete.
—Es el límite máximo —le susurró a Cussick, enjugándose la frente—. Puedo resistir ahí dentro tres minutos, pero luego el amoníaco empieza a actuar.
—¿Va usted a dejarles probar? —preguntó Cussick.
—Preparen el Van —ordenó Rafferty a sus técnicos—. Ténganlo listo para recogerlos cuando se desmayen. El Van es un pulmón de acero hecho ex-profeso para ellos —le explicó a Cussick—. No habrá mucho riesgo; son frágiles, pero estaremos preparados para recogerlos antes de que sufran ningún daño.
No todos los mutantes abandonaban el Refugio. Cuatro figuras vacilantes iban abriéndose camino por el pasillo que conducía al ascensor. Tras ellos, sus tres compañeros permanecían en la seguridad de la entrada, apretujados en un grupo compacto.
—Esos tres son más realistas —dijo el doctor Rafferty—. Y más viejos. El que es un poquitín corpulento, el de los cabellos negros y aspecto más humano, es Frank. Son los jóvenes los que nos preocupan. Tengo que hacerlos pasar por una serie gradual de estadios hasta aclimatar sus sistemas altamente vulnerables; de lo contrario se asfixiarían, o morirían al parárseles el corazón. Lo que necesito es que se ocupe usted de despejar las calles —añadió, malhumorado—. No quiero que nadie los vea; es tarde y no habrá mucha gente fuera, pero de todos modos…
—Telefonearé a la Secpol —contestó Cussick.
—¿Cuánto tardarán en eso?
—Unos cuantos minutos. Los policías armados están de servicio permanente, a causa de Jones y de las turbas.
Tranquilizado, Rafferty salió corriendo, y Cussick buscó un teléfono para llamar a la Policía de Seguridad. Lo encontró, se puso en contacto con la oficina de San Francisco, y dio sus instrucciones. Mientras mantenía abierto el circuito telefónico, los equipos de policía aérea empezaron a congregarse alrededor del edificio del Refugio. Cussick permaneció en contacto directo hasta que se montaron las barreras en las calles, y luego soltó el teléfono y buscó a Rafferty.
En el ascensor los cuatro mutantes habían bajado hasta el nivel de la calle. Tropezando, arrastrándose torpemente, siguieron al doctor Rafferty por el vestíbulo, cuyas puertas conducían a la calle.
No se observaba a ningún coche. La policía había alejado con éxito a cualquier curioso. En la esquina una forma lúgubre rompía la extensión grisácea; el Van estaba aparcado, con el motor en marcha, dispuesto a salir en seguimiento de los gnomos.
—Allá van —dijo un doctor, colocándose junto a Cussick—. Tengo la esperanza de que Rafferty sabrá lo que hace —señaló—. Aquella figurilla casi bonita es Vivian. Es la hembra más joven. El muchacho es Garry, muy brillante, muy inestable. Aquella otra es Dieter; y su compañero, Louis. Hay un octavo, una criatura, todavía en la incubadora. No se les ha dicho aún.
Las cuatro figuras diminutas estaban sufriendo a ojos vistas. Semiinconscientes, dos de ellas presas de las convulsiones, se arrastraban en forma lastimosa escalones abajo, tratando de mantenerse en pie. No llegaron lejos. Garry fue el primero en bajar; se tambaleó un momento en el último escalón y luego cayó de bruces sobre el cemento. Temblándole el cuerpecillo, trató de arrastrarse adelante; sin ver, los demás se tambaleaban a lo largo de la acera, no dándose cuenta de la empinada forma que había entre ellos, demasiado abatidos ya para registrar su existencia.
—Bueno —jadeó Dieter—, ya estamos afuera.
—Lo… hicimos —admitió Vivian.
Se dejó caer pesadamente descansando contra el costado del edificio. Un momento más tarde Dieter se hundió a su lado, cerrando los ojos, abierta la boca de par en par, luchando débilmente por ponerse en pie. Y luego, Louis se abatió junto a ella.
Descorazonados, sorprendidos por la rapidez de su colapso, los cuatro se apelotonaron débilmente contra el pavimento gris, tratando de respirar, tratando de continuar vivos. Ninguno de ellos realizaba ya intento alguno de moverse; el propósito de la prueba se había olvidado. Sufriendo, luchando por mantenerse conscientes, miraron sin ver a la erguida figura del doctor Rafferty.
Rafferty se había detenido, con las manos en los bolsillos de su abrigo.
—Esto es lo que hay —dijo estólidamente—. ¿Queréis continuar?
No contestó ninguno de ellos; ninguno de ellos le había oído.
—Vuestro sistema orgánico no admite el aire natural —continuó Rafferty—. Ni la temperatura. Ni la comida. Ni nada.
Miró a Cussick, con una expresión de dolor en su rostro, un agudo reflejo de sufrimiento que sorprendió al oficial de la Seguridad.
—Así pues, renunciemos —dijo ásperamente—. Llamemos al Van y regresemos.
Vivian asintió desmayadamente; sus labios se movieron, pero no se oyó sonido alguno.
Volviéndose, Rafferty hizo una breve señal. El Van se puso a rodar instantáneamente; un equipo robot se deslizó por el pavimento y recogió a las cuatro figuras desmayadas. En pocos instantes fueron subidas a las cámaras del Van. La expedición había fracasado; se acabó. Cussick había podido echarles un vistazo. Había visto la lucha y la derrota de los hombrecitos.
Durante algún rato él y el doctor Rafferty se quedaron en la acera, en mitad de la noche fría, sin hablar, absorto cada uno en sus propios pensamientos. Por último Rafferty se movió.
—Gracias por despejar las calles —murmuró.
—Me alegro de haber tenido tiempo —contestó Cussick—. Podría haber surgido algún incidente… Algunas de las patrullas de la Liga de la Juventud de Jones están rondando en torno.
—¡El eterno Jones! ¿Es que no vamos a tener ninguna esperanza?
—Hagamos como esos cuatro que acabamos de ver; sigamos probando.
—Pero, ¿es verdad?
—Completamente verdad —admitió Cussick—. Tan verdad como que esos cuatro mutantes suyos no pueden respirar aquí fuera. Pusimos barreras móviles por todas partes y despejamos las calles, y esperábamos haberles podido rechazar esta vez.
—¿Ha visto usted alguna vez a Jones?
—Varias veces —contestó Cussick—. Lo vi cara a cara mucho antes de que tuviera una organización; aún antes de que alguien hubiese oído hablar de él.
—Cuando era un ministro —insinuó Rafferty—. Con una iglesia.
—Antes de eso —dijo Cussick, rememorando.
Le parecía imposible que hubiese existido una época antes de Jones, una época en que no había necesidad alguna de despejar las calles. Cuando no había figuras uniformadas de gris mugiendo por las calles, reuniéndose en turbas. El crujido de cristales rotos, el furioso crepitar de incendios…
—¿Qué hacía él entonces? —preguntó Rafferty.
—Estaba en una feria —dijo Cussick.