Veintiséis

Inglaterra desde el aire, para la vista crítica de Wentik, había cambiado de manera trágica en doscientos años.

Poco después de despertarse, él y Jexon contemplaron la costa que se deslizaba debajo. El tiempo era pardusco y gris, con una base nubosa de seiscientos metros. A solicitud de Wentik, el piloto hizo que el avión volara lentamente a lo largo de la línea costera a una altura de ciento cincuenta metros. Por todas partes, una desordenada vegetación de árboles y arbustos contribuía a ocultar las ruinas de los edificios. Pasaron sobre lo que otrora había sido una gran ciudad. —Wentik creyó que podía tratarse de Bournemouth, pero no tuvo la certeza— y no vieron movimiento en ningún lugar.

Al cabo de diez minutos volaron tierra adentro, Wentik, deprimido contra toda expectativa ante la visión de la familiar campiña. ¿Pero era tan familiar? La Inglaterra que él conocía estaba poblada, congestionada, se cuidaban de ella. Este lugar…

El camarero apareció en la puerta del camarote-salón.

—El índice de radiación gamma de fondo es elevado, señor —dijo a Jexon—. Pero no letal.

—Gracias.

Jexon estaba observando el mapa de esa parte de Inglaterra. Un mapa viejo, notó Wentik, un mapa que tenía ciudades y carreteras señaladas en él. Jexon le acercó la hoja y le dijo:

—Creo que aquí, el punto que he marcado. Es el límite oriental de la llanura de Salisbury, cerca de Amesbury.

—¿Ha de ser tan lejos de Londres? —preguntó Wentik.

—Me temo que sí. Ha de recordar que la Inglaterra de su época se encuentra en medio de una guerra. Y no habría forma de saber qué sucedería si nuestra nave apareciera de improviso en el centro de una zona muy poblada. Creo que esto es lo más cerca de Londres que podemos llegar, con cierto margen de seguridad.

Wentik meditó un instante, después acabó accediendo.

Jexon apretó un botón semioculto, y en unos segundos el navegante regresó.

—¿Nos llevará aquí? —pidió Jexon, entregando el mapa al tripulante, que asintió y volvió a la sección de mandos del avión.

Pocos momentos después, la aeronave cambiaba de curso.

—El generador de campo de desplazamiento que tengo en esta nave es bastante más complejo que el de la cárcel —dijo Jexon—. Aquel era voluminoso porque servía también como generador de Poder Directo. El que tengo aquí posee la ventaja de ser muy portátil, y la zona del campo efectivo desplazado es ajustable hasta cierto punto. El único inconveniente es que el factor de distorsión es mayor.

—¿Tendrá alguna importancia eso?

—Yo diría que no. Tenemos mucha amplitud.

Wentik se encogió de hombros. El asunto parecía importar poco por el momento.

Al cabo de diez minutos, el tono de los motores del avión cambió otra vez, y dio la impresión de que el terreno subía lentamente flotando hacia ellos. Jexon se levantó.

—Vamos —dijo.

Se dirigió hacia la cola del avión, pasó junto a los pequeños pero lujosamente amueblados camarotes y entró en una cabina bastante utilitaria. Ahí, en medio de un largo panel de instrumentos, se hallaba el generador de campo.

Wentik descendió de la compuerta principal, y se quedó en la hierba. Estaba crecida, y el frío viento del suroeste de febrero la hacía susurrar en torno a los pies del científico. Ante él, esta pequeña sección de la llanura de Salisbury se prolongaba en la distancia. Doscientos metros por delante de Wentik, la llanura ascendía hasta una colina, repleta de arbustos y árboles. A ambos lados de la colina, la llanura proseguía en desorden hacia el horizonte. Jexon había fijado el campo en un diámetro de menos de ochocientos metros, pero desde donde Wentik se hallaba no distinguía una señal claramente visible del terminador.

Jexon estaba a su espalda, en la compuerta.

—¿Cuánto tiempo le hará falta? —preguntó.

Wentik lo consideró.

—Hasta mañana al atardecer. Tal vez más, pero no estoy seguro.

Jexon le entregó el mapa.

—Si camina en esa dirección —dijo, señalando la colina—, llegará a una de sus carreteras de primer orden al cabo de kilómetro y medio. Nosotros estamos aquí en el mapa. Esa carretera lo llevará a Londres.

Wentik asintió.

—¿Algo más?

—Creo que no.

Jexon extendió el brazo y los dos hombres se estrecharon las manos torpemente.

—Sea tan rápido como pueda —dijo Jexon—. Estamos expuestos aquí. No deseo llamar la atención inoportunamente —miró la verde vegetación, muy diferente de la brasileña—. Buena suerte, doctor Wentik.

Wentik asintió de nuevo. No había nada que decir. Dio media vuelta, y partió hacia la carretera principal.

Decidió subir a la cúspide de la misma colina. No era una cuesta empinada, y el esfuerzo de la ascensión sería más que recompensado por la amplia vista que Wentik obtendría desde la cumbre. Caminó con rapidez, la frustración inconsciente de los últimos dos días se manifestaba en prisa. Tenía que hacer algo, y cuanto antes lo terminara, tanto mejor.

Empezó a subir la colina, y en muy pocos minutos alcanzó la cumbre.

Los árboles habían echado hojas…

La pendiente opuesta de la colina estaba cubierta de matorrales y árboles, y en contraste con la parte de la llanura en que Wentik acababa de estar, se hallaba revestida de abundante verdor. Y hacía más calor… Mediados de agosto. Miró hacia atrás, y vio a Jexon de pie al lado del avión. Ese hombre está a doscientos años de distancia, pensó Wentik. Un anacronismo en la campiña inglesa. Bajó la mirada a las ropas que llevaba puestas; el gris tedioso del material de encaje ajustado. ¿O soy yo el que está fuera de lugar?

La vista desde la cumbre de la colina se extendía varios kilómetros en todas direcciones. La nave de Jexon estaba al sur, y más allá el cielo brillaba con la luz del sol. La llanura era distinta a la otra a que tanto se había acostumbrado en Brasil: ésta era arbolada y verde, y se ondulaba de manera irregular en una multitud de formas diferentes.

Se volvió y miró hacia donde Jexon le había dicho que estaría la carretera. Allí el terreno era más plano y descendía desde la colina con una pendiente bastante suave. Había un bosquecillo a ochocientos metros de la colina, luego una valla. Al otro lado de ésta, algunos campos de cultivo, y una línea recta de árboles que evidentemente crecían a lo largo de la cuneta de la carretera.

Wentik empezó a bajar hacia la carretera.

Era una suave, tranquila tarde inglesa. La guerra, Jexon y Brasil parecieron increíblemente remotos de golpe. Wentik había olvidado cuán fácil era andar.

Le costó menos de diez minutos llegar a la carretera. Saltó una valla de madera de poca altura, y bajó a gatas un peralte herboso hasta la cuneta de la carretera. A ambos lados de Wentik, la carretera se prolongaba a lo lejos, bordeada de elevados árboles en sus dos costados.

No había tráfico.

En la inesperada quietud, Wentik se quedó inmóvil un instante, inseguro de lo que debía hacer. Su plan había consistido en detener un vehículo que pasara y que le ayudaran a llegar a Londres. Buscó una solución durante unos segundos más, después empezó a caminar.

Casi inmediatamente oyó el ruido de un motor, y se detuvo. Un coche aparecía a su espalda, al oeste y dirigido hacia Londres. Wentik aguardó a que se hiciera bien visible, luego salió al centro de la carretera y agitó ambos brazos.

Era una camioneta blanca de gran tamaño, que circulaba por la carretera a cien kilómetros por hora o más. Cuando el Conductor vio a Wentik frenó al momento, y el coche se detuvo cerca de él.

En el interior había dos policías.

Los dos saltaron fuera, y se acercaron. Ante su repentina e indescriptible alarma Wentik comprobó que los policías llevaban pesados cascos metálicos en la cabeza, e iban armados.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó uno de ellos.

—Estoy intentando llegar a Londres.

—¿Para qué demonios?

Wentik miró a su alrededor desesperadamente. Algo había ido mal.

—He estado lejos. Quiero ir a casa.

—Veamos sus documentos.

—¿Qué documentos?

—Su identificación y permiso de viaje.

—Se lo juro. He estado fuera. No tengo documentos.

—¿Dónde ha estado?

Wentik pensó con rapidez.

—En Norteamérica —respondió.

Los dos policías se miraron mutuamente.

—Norteamérica ha sido bombardeada —dijo uno de ellos.

Wentik desvió la mirada otra vez. Había una terrible anormalidad en ese interrogatorio en la cuneta de una silenciosa carretera de la desierta campiña.

—Miren —dijo—, puedo explicarlo todo. Pero debo llegar a Londres inmediatamente. ¿Les es posible llevarme allá?

El policía negó con la cabeza lentamente.

—Londres fue evacuada. Todas las entradas están cerradas.

¿Evacuada? —dijo con incredulidad—. Entonces, ¿dónde…

—Queda muy poca gente. Más que nada los relacionados con el gobierno. Y están en refugios.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Wentik.

—Veintidós de agosto —replicó el policía.

Existe una distorsión en el campo de desplazamiento

—Pero el bombardeo… —dijo Wentik.

—Lo sabemos.

Hubo un súbito timbrazo dentro del coche de la policía, y uno de los hombres se acercó al vehículo. Extendió el brazo y sacó un ambicomunicador. Escuchó durante un momento el aparato, luego volvió a meterlo.

El otro individuo lo miró.

—¿Pueden decirme dónde está mi familia? —dijo Wentik.

—¿En qué parte de Londres vivían?

—Hampstead.

El policía sacó un folleto del bolsillo de su camisa y lo hojeó.

—Probablemente estarán en Hertfordshire. No puedo asegurar dónde. Todas las ciudades importantes de Gran Bretaña han sido evacuadas en la última semana.

El otro hombre había vuelto, se acercó a Wentik y lo cogió del brazo con fuerza.

—Eso fue la última alerta —dijo al primer policía—. Tenemos veinte minutos.

Wentik torció el brazo y se tiró atrás sobre el peralte herboso. El policía se lanzó hacia él, pero Wentik se movió bruscamente a un lado. Subió corriendo el peralte y se arrojó pesadamente sobre la valla. En la crecida hierba del otro lado dio varias vueltas, se levantó y se echó a correr. Los dos agentes treparon a gatas el peralte tras él, pero no hicieron intento alguno de saltar la valla.

Wentik corrió hasta llegar al extremo opuesto del campo, luego se detuvo y miró hacia atrás. Los dos hombres lo contemplaban. En cuanto vieron que se había detenido, desaparecieron de la vista peralte abajo. Pocos segundos después Wentik escuchó que el motor se ponía en marcha.

El vehículo se alejó acelerando, y en menos de medio minuto el ruido del motor dejó de oírse.

El día estaba silencioso en torno a Wentik.

Empezó a retroceder hacia la colina, caminando lentamente. Londres había sido evacuada, como las demás ciudades. Jean se hallaba en algún lugar de Hertfordshire, aguardando, con el resto de la población, una guerra que llegaría inevitablemente. Mientras tanto, el verano proseguía indiferente.

En la cumbre de la colina se detuvo, y miró hacia el norte a través de la campiña. Luego se volvió, y observó la aeronave plateada que le estaba aguardando.

Se quedó allí media hora, mientras los fríos vientos de febrero soplaban por la llanura, y el cálido sol de agosto caía sobre su cara y hombros. Y entonces se produjo un brillante destello luminoso en el horizonte sur, y otros dos más en rápida sucesión a izquierda y derecha del primero.

Un poco más tarde un ruido sordo profundamente gutural, como el trueno distante en una tarde de otoño, se propagó por el aire y durante un instante la campiña pareció paralizarse. El sonido se fue silenciando mientras Wentik contemplaba las nubes que se extendían en la distancia, negras y altas.

Wentik cerró los ojos, y prestó atención a más truenos.

Al llegar el atardecer, Wentik se afianzó contra el tronco de un árbol y observó el avión plateado que había más abajo. Sólo cuando el sol se estaba poniendo salió a la compuerta un hombre de capa verde limón y miró el cielo de un confín al otro, un cielo que entonces era de un azul intenso rayado de negro. El individuo permaneció mirándolo, luego volvió al interior.

Y medio minuto más tarde, la aeronave había desaparecido.

FIN