Hora y media después Wentik estaba sentado ante la portilla de observación del camarote-salón, y a través de las muy oscuras gafas de cristales ahumados contempló el blanco páramo que se deslizaba debajo.
Había consumido una comida preparada por el camarero de la aeronave, y ahora descansaba en un sofá con un vaso de vino. Jexon estaba sentado frente a él. Le había explicado, mientras comía, cómo por un proceso de pensamiento distinto había llegado a la misma conclusión que Wentik: que los hechos no pueden ser cambiados.
—… y por eso vine aquí con el avión en cuanto pude —concluyó.
Wentik sacudió la cabeza lentamente. La transición entre la disposición a la muerte personal y la aceptación de continuar con vida no es inmediata.
—En caso de que esté preguntándoselo —prosiguió Jexon—, estamos en 2189. El avión contiene un generador portátil de campo de desplazamiento propio.
Wentik examinó el camarote.
—¿Este es su avión? —preguntó.
—Sí. Lo equiparon de acuerdo con mis exigencias. Era mayor que todos los aviones que Wentik había abordado hasta entonces. Había una tripulación de cuatro hombres: dos pilotos, un navegante y un cocinero-camarero que trataba a Jexon con una deferencia que quedaba a sólo una fracción del servilismo. Repentinamente, Wentik se dio cuenta de lo alto que debía estar Jexon en el gobierno de Brasil.
—¿Cuál es el radio de acción del avión? —preguntó.
—Prácticamente ilimitado.
—Entonces, aterrizó usted después de una sola etapa de vuelo, ¿verdad?
Jexon asintió.
—Y regresaremos igual.
Pensativamente, Wentik sorbió el vino. Todavía estaba mentalmente en su época; el estado de un mundo que presenciaba su propio suicidio, como se reflejaba en los rostros de los sacerdotes y los malvineros, parecía tanto más real que la sociedad de Jexon. Al fin y al cabo, el gas perturbador era únicamente una inconveniencia menor pronto curable. La presencia de Wentik en Brasil era un lujo para ellos; para él era algo totalmente distinto. Podían pasar sin él. Jexon había admitido que nadie había intentado seriamente encontrar un antídoto para el gas en Brasil. Sin embargo con sus recursos… Pensaban que le hacían un favor; una oportunidad de vivir en lugar de una muerte segura en su mundo.
Pero para Wentik, con la preparación para su muerte todavía fresca en su mente, no había duda en cuanto a qué debía hacer.
—Lléveme a Inglaterra —pidió.
—¡Imposible!
—No veo el porqué. El avión tiene el radio de acción.
—Sí, pero Europa entera es fuertemente radiactiva. No podemos aterrizar allá. No hay seguridad. ¿Y de qué serviría?
Wentik miró directamente al otro.
—No estoy trabajando para usted, Jexon. Significa mucho para mí, y muy poco para usted. No me importa la muerte. Sólo quiero volver a casa. Dice que este avión tiene un generador de campo… Entonces, déjeme en Inglaterra.
—Pero tiene tantas cosas por las que vivir en Brasil… Una nueva vida, todas las facilidades para proseguir su trabajo, incluso ha encontrado una mujer…
—¡No me hable de ella! —Wentik se encolerizó al pronunciar de repente lo que había estado pensando durante días.
—Pero un hombre como usted necesita una esposa.
—Ya tengo una —dijo Wentik—. Y por culpa de sus problemas sociales hemos sido separados.
—Usted no está casado…
—¿No?
—No, de acuerdo con la información que tenemos sobre usted. Vivía solo en un piso de Minneápolis, no había mención alguna de esposa en los archivos del gobierno, estaba solo en la Concentración…
—¡Soy británico, por el amor de Dios! —exclamó Wentik, demasiado fuerte—. Fue un arreglo temporal. Yo tenía que volver a casa cinco meses después de que Musgrove llegara.
—No sabía eso.
—¿Habría importado que lo supiera? —dijo Wentik con marcado sarcasmo—. La única cosa que le importa a usted es su maldita sociedad.
—¡Eso no es cierto! —exclamó Jexon—. Si hubiera sabido que era casado, jamás habría enviado a Musgrove a buscarlo.
Wentik miró irritadamente por la portilla. El avión ya estaba sobre el mar, un mar negro abundantemente moteado de hielo flotante. En esta región del mundo era el final del verano antártico, y los témpanos estaban rotos y libres.
También Jexon había caído en el silencio, y garabateaba algo en un pequeño bloc de papel blanco sobre una mesa al lado del sofá. Contaba algo, al parecer.
Mientras el largo silencio entre ambos proseguía, Wentik contempló el océano hasta que los témpanos cesaron de aparecer. Se sacó las gafas oscuras y echó un vistazo a su brazo. Seguía en cabestrillo, pero los dolores fuertes habían pasado. El rasguñón de su cuero cabelludo había dejado de sangrar casi tan rápidamente como había empezado, pero una parte considerable de su pelo estaba enmarañada por la sangre. Esperaba con vivo interés usar el lujoso cuarto de baño que había visto en el extremo trasero del avión.
—¿Qué está escribiendo? —preguntó.
—Estoy calculando algo —replicó Jexon—. Casi he terminado. ¿Tiene alguna noción de qué día es hoy?
—Alguno de mediados de agosto, creo.
—El día catorce, probablemente. O el quince. No es seguro, debido a la distorsión. Nunca sabemos los días exactos que se recorrerán en el campo de desplazamiento. ¿Averiguó qué día era mientras estaba allá?
—No se me ocurrió.
—Una lástima. Habría servido, porque la distorsión se acumula. Sea como fuere, tendré que suponer mucho.
—¿Qué está haciendo?
—Trato de ayudarle. Supondremos que hoy es día quince. Nos costará dos días llegar a Inglaterra desde aquí si volamos en línea recta. Con eso nos vamos al diecisiete. Digamos el dieciocho, para estar seguros.
—¿… seguros de qué?
—El bombardeo. Estoy intentando reunirle con su familia.
—Eso es imposible. La guerra ya había empezado.
Jexon asintió lentamente.
—En América empezó. Pero hubo una calma pasajera en el bombardeo. Las primeras armas nucleares no fueron detonadas en Europa hasta el veintidós de agosto.
Europa occidental fue arrasada en la segunda ola de bombardeos…
—Su familia aún está viva, doctor Wentik.
Pero Wentik no estaba prestando atención. Estaba mirando por la portilla, contemplando el océano que se deslizaba debajo, y planeando qué debía hacer.
A últimas horas del día siguiente, el avión volaba sobre el Atlántico Septentrional, en paralelo a la costa de África noroccidental. Habrían pasado sobre muy poca tierra firme, y Wentik ya estaba aburrido del interminable mar. A veces se movía incansablemente por el camarote, mientras Jexon observaba con cierta preocupación. Cuando los dos hombres estuvieron de acuerdo en los detalles de lo que harían al llegar a Inglaterra no hubo más que discutir, y Wentik se vio abandonado de nuevo a sus propios pensamientos. La posibilidad de ver a su familia otra vez cobraba fuerza hasta volverse casi una certidumbre, la sensación de inseguridad que se había convertido en parte de la existencia de Wentik desvanecida por primera vez desde que conociera a Musgrove y Astourde.
Pasó parte del día leyendo de nuevo el libro de Jexon sobre la estructura de la nueva sociedad brasileña. Lo intrigaba, como lo hace toda novedad, aunque el pasmoso liberalismo de sus prácticas tenía elementos de fanatismo en ciertos detalles, como las utopías religiosas y morales del siglo XVIII. Lo leyó, empero, con sentido del deber, puesto que creía que debía prepararse para su nueva vida.
Había tomado una decisión: que él y su familia volverían a Sao Paulo, y él intentaría encontrar algún medio de contrarrestar los efectos del gas perturbador.
Ciertas afirmaciones del libro le intrigaban. Daba la impresión de que no había un gobierno formal; a todos los niveles las decisiones se dejaban a voluntad de las personas directamente involucradas. Cuando había duda o desacuerdo, el estrato social inmediatamente superior era consultado. Cuanto mayor el problema, más arriba tenía que ir y más personas quedaban involucradas. La estratificación efectiva de la sociedad estaba mal definida en el libro, y Wentik se sintió tentado de interrogar a Jexon al respecto. La única ocasión en que lo hizo, sin embargo, el otro puso en relieve su interés apasionado por el tema, en tanto que Wentik perdió la sustancia de la respuesta.
Los estratos parecían estar definidos por méritos o logros personales, pero no se indicaba cómo se establecían realmente las diferenciaciones.
Wentik consideró la aparente riqueza de Jexon: el avión privado y la tripulación, la posición de autoridad que había ostentado en el hospital y la universidad. A juzgar por la tesis del libro, el individuo era un defensor-meritócrata, intérprete y diseñador de una sociedad que él mismo había abstraído.
En cuanto hubo terminado el libro, y Jexon y él comieron algo, Wentik le preguntó cuán diferente sería la vida para él y su familia en Sao Paulo. El semblante de Jexon se iluminó, como el de un erudito cuyo tema es suscitado en debate.
—Superficialmente, ninguna diferencia. La existencia cotidiana es muy similar a la que he llegado a imaginarme de su época. Sólo la autoridad se ha descentralizado.
—Pero debe existir alguna diferencia…
Jexon asintió.
—Existe. En un sentido ejecutivo. Considere por ejemplo la decisión de traerle a Brasil. Fue totalmente mía. Discutí todo el proyecto con Musgrove antes de que empezáramos, pero fue mi autoridad la que puso las cosas en marcha. Tuve acceso a lo que creí que era la información completa sobre usted, y actué dentro del campo de mi experiencia.
—Y las cosas fallaron —dijo Wentik—. ¿No le da a entender esto, como sociólogo, que hay vacíos en el sistema?
—Quizá —convino Jexon—. Pero esta serie de circunstancias fue más bien especial. La única imperfección real que existe, y no preocupa a mucha gente, dicho sea de paso, es que algunas veces la mano derecha no sabe qué está haciendo la izquierda. Típico de ello es lo sucedido cuando usted llegó a Sao Paulo. No sólo lo llevaron al hospital por error, sino que el pobre Musgrove fue retenido por la policía hasta que descubrimos el fallo.
Jexon se detuvo y meditó.
—La vida en Brasil —prosiguió— es mucho menos opresiva, creo, que el tipo de existencia al que usted está acostumbrado. Las inhibiciones que usted daría por supuestas, como las sexuales o personales, simplemente no existen.
—Suena demasiado bueno para ser cierto —dijo Wentik tranquilamente, pensando en Karena.
—Tal vez sí, a sus oídos. Pero da resultado, como probará cuando volvamos.
Wentik miró por la portilla, y distinguió en la creciente oscuridad las luces de una ciudad costera a unos quince kilómetros hacia el este. Una parte de África, desconocida e imposiblemente remota. Se preguntó si iba a quedarse en Brasil. Para Jexon, atrapado en el esotérico mundo científico de las teorías y conceptos abstractos, quizá la sociedad fuera fuente de placer constante. Mas para Wentik, tal cosa nunca podría ser más que una huida. Un refugio que las circunstancias le abrían; un modo de evitar una muerte segura a causa de explosión nuclear o precipitación radiactiva. Volvió a observar a Jexon y vio un anciano orgulloso con ojos henchidos de ardiente inteligencia…, ¿o era otro tipo, más fanático, de brillo? Esta gente y sus padres habían sobrevivido al holocausto, y la civilización humana se estaba recuperando. ¿Iba él, Elías Wentik, a tomar parte en ello?