Wentik nunca pudo saber cuánto tiempo permaneció sin conocimiento. Advirtió bruscamente un frío intenso, y después se despertó por completo.
Yacía en una oscuridad casi total, las piernas más altas que el resto del cuerpo y la mayor parte de su peso soportado por los omóplatos. La cabeza le palpitaba de dolor y notó un líquido, presumiblemente sangre, en su cara. Con sumo cuidado, hizo flexiones con los músculos de su cuerpo para averiguar si algún hueso estaba roto. El único dolor auténtico que sentía provenía del brazo izquierdo, apresado entre dos fragmentos del destrozado avión. Su brazo derecho estaba libre.
La preocupación inmediata debía ser ponerse a cubierto. El frío ya lo rodeaba.
No parecía haber forma de salir de la arruinada cabina. El cuerpo de Wentik estaba retenido fírmemente en su embarazosa posición. Empujó con las piernas, pero entonces los hombros apretaron el metal con más fuerza; ninguna libertad de movimiento en esa dirección. Intentó mover las piernas, y descubrió que podía patear en el reducido espacio. Su mano derecha descansaba en una larga vara metálica, parte de los controles, al parecer. Daba la impresión de que estuviera libre. Apretó la mano.
El armazón de la aeronave estaba construida con madera, y era ésa la única esperanza. Wentik levantó la vara metálica y la hizo girar hacia arriba. Se produjo un ruido de algo que se astillaba. Repitió la operación de hacerla girar, y la madera se rompió más aún.
En unos segundos hizo un agujero considerable, y apretó los pies contra el entablado. Hubo un sonido de madera que se partía y lona que se desgarraba, y de repente entró una luz difusa. Wentik volvió a patear, pero se detuvo cuando los restos del fuselaje empezaron a crujir por encima y detrás de él.
Arrastró los pies hacia adelante, tirando del cuerpo con el movimiento de las piernas. Cuando puso la cintura en el agujero se vio forzado a parar. Su brazo izquierdo seguía atrapado, y le dolía. Tiró del miembro, y notó que la carne se ponía tirante sobre el metal mellado.
Si tan sólo lograra liberar el brazo, podría salir. Volvió a tirar de él, y sintió que la carne se desgarraba. El dolor estalló en su brazo y le hizo cerrar los ojos.
Por fin, desesperado, sacó bruscamente el brazo con un grito de dolor.
Se retorció en el agujero, y cayó encima del hielo. Soplaba un viento fuerte, amargamente frío.
Wentik examinó su brazo y vio una profunda herida en la carne. La sangre brotaba de la herida. Puso el brazo sobre el pecho y se agarró el hombro derecho.
Sobre el horizonte, una masa de nubes negras asomaba amenazadora, empañando toda visibilidad. Wentik contempló las nubes y se dio cuenta de que en cuestión de minutos la poca luz que allí había sería eliminada por la ventisca. Tenía que ponerse a cubierto…
Al intentar aterrizar había pretendido parar el avión tan cerca como pudiera de una de las entradas de la Concentración. Las entradas estaban indicadas por postes que eran calentados por medios eléctricos. Debajo de la superficie de hielo había una entrada a un pozo de acceso a los ascensores que bajaban hasta el complejo de túneles.
Había quedado a doscientos metros del poste más cercano. Wentik se precipitó hacia allá tan rápido como pudo desplazarse sobre la nieve helada. Comprendía que a menos que se pusiera a cubierto, pocos eran los minutos de vida que le quedarían. La sangre del rostro ya se había congelado, y la del brazo amenazaba con hacerlo. El frío era espantoso; todas las inspiraciones que Wentik hacía explotaban en sus pulmones.
En ese momento corría dando grandes pasos tambaleantes.
Cayó varias veces, maldiciendo el frío, el dolor y la torpeza de sus movimientos.
A cinco metros del poste resbaló hacia atrás. Extendió el brazo derecho hacia adelante en un intento de guardar el equilibrio, pero cayó desgarbadamente en una zanja profunda que un montón de nieve le había ocultado.
La entrada.
Se levantó de nuevo y observó el costado. Inmediatamente a su izquierda la zanja cubierta se convertía en un túnel bajo la capa de hielo. Penetró en el túnel, temblando de frío. Ahora que estaba libre del viento podía apreciar su furia total. Un vistazo hacia atrás le indicó que la ventisca comenzaba…
Después de recorrer diez metros, Wentik llegó a unos abruptos escalones y bajó por ellos. En la parte inferior, cubierta por una plancha de acero acanalada, había una plataforma de cemento. Delante de Wentik había una puerta metálica, con una placa identificatoria. El científico la apretó con la palma de su mano derecha, y en pocos instantes la puerta se deslizó hacia atrás. Al otro lado estaba el compartimiento del ascensor.
Entró, y tocó el botón para bajar.
El descenso duró tres minutos.
En ese tiempo, Wentik examinó la herida de su brazo y comprobó que, según su criterio, el corte era superficial. Al parecer no había arterias cortadas, ya que el flujo sanguíneo era más lento que cuando lo observó por primera vez.
En la base del pozo las puertas se abrieron, y Wentik se encontró en uno de los corredores de metal que en otro tiempo habían sido tan familiares para él.
Miró inmediatamente el plano de la Concentración que se hallaba en cada una de las intersecciones de los túneles. Tenía que hacer algo con su brazo…
A cincuenta metros por el corredor lateral aparecía indicada una sección de primeros auxilios. Wentik se dirigió hacia ella con paso rápido, abrió la puerta de un golpe y entró.
La sala estaba vacía y era utilitaria. Junto a la pared había una cama con un montón de mantas y almohadas encima, en el centro de la habitación había una mesa metálica con dos sillas metidas por debajo del borde, y en la otra pared había un gran armario que contenía material médico.
Cogió un torniquete elástico y se lo enrolló en torno a la parte superior del brazo, apretándolo hasta que la sangre dejó de manar de la herida. Despuéssacó del armario un tubo de crema restauradora de tejidos y untó por encima, respingando con la punzada de dolor que se provocó. Finalmente encontró una larga venda blanca, y la enrolló suavemente alrededor de la herida hasta dejarla completamente protegida.
Una vez terminada esa operación se quitó el torniquete y sacó un cabestrillo del armario, que ajustó a su brazo.
Antes de volver al corredor cogió una chaqueta gruesa de un aparador de la sala y se la puso. Aunque allí hacía más calor que arriba, la temperatura en los túneles apenas estaba por encima del punto de congelación.
Salió y regresó al corredor principal. Después de mirar a un lado y al otro comprendió el único detalle de importancia: la Concentración estaba desierta, al parecer.
Consultó el mapa de nuevo y se encaminó hacia su laboratorio.
Su primera impresión al entrar en el laboratorio principal de investigación fue el hedor agobiante. Se acercó a la hilera de jaulas y observó la treintena aproximada de ratas muertas.
Miró por todo el laboratorio pero no vio rastro alguno de notas, y pasó a su antiguo despacho. Tal como había previsto, todo estaba desierto.
Se acercó al escritorio y tiró de los cajones para abrirlos. Vacíos.
El archivo. Vacío.
La totalidad de libros de texto habían sido cogidos de las estanterías. La provisión de útiles de escritorio había desaparecido. Las dos sillas estaban colocadas ordenadamente a los lados de las mesas. El aparador que en otro tiempo había contenido las notas y análisis diarios del equipo de investigación…, vacío.
En el papelero había un montón de cenizas negras, laminosas. Wentik pasó los dedos por el revoltijo, pero no quedaba un solo papel del que se pudiera descifrar algo.
Casi al momento de salir del ascensor Wentik intuyó que la Concentración entera había sido evacuada. Tenía que haberlo sabido, y quizás instintivamente lo había sabido.
Salió al corredor y se encaminó hacia la salida más cercana.
No existe cambio alguno en la historia. ¿Acaso no estaba predestinado que él no iba a encontrar ahí a N’Goko? Porque si lo hubiera encontrado, ¿qué…? Suponiendo que el avión no se hubiera estrellado y que N’Goko estuviera allí, ¿qué, entonces? ¿Acaso N’Goko habría ido con Wentik a Brasil? ¿Habría destruido sus notas y el producto de la investigación que había efectuado en ausencia de Wentik?
Suponiendo que el plan se hubiera desarrollado tal como fue previsto; que Wentik y N’Goko van a Brasil y se trasladan al futuro y allí, en Sao Paulo del siglo XXII trabajan para eliminar un gas que había sido creado por los dos conjuntamente, ¿se habría usado el gas alguna vez en la guerra? ¿Acaso ellos habrían ido allá para descubrir que ya no había problemas con el gas?
Porque la realidad no podía ser manipulada.
El Sao Paulo que Wentik había visitado era de cabo a rabo tan real como su mundo del siglo XX. Karena era real, y Jexon, y un hombre llamado Musgrove que había catado, igual que Wentik, ambas realidades. Si el gas perturbador no era usado en la guerra, ¿no tenía que cambiar la naturaleza intrínseca de esa nueva sociedad?
Del mismo modo que el tiempo es inexorable, y así es la sucesión de los hechos…
De la misma forma que Wentik supo al llevarse el avión de los padres que ninguna acción que emprendiera tendría efecto alguno para evitar la guerra, ahora comprendía que jamás habría podido hacer nada para evitar el uso del gas en la guerra. Y que en ese aspecto, jamás podría haber encontrado a N’Goko y conducirlo a Brasil.
Llegó al ascensor más cercano y entró. Las puertas se cerraron y apretó el botón. El ascensor empezó a subir.
La Concentración estaba abandonada. Vacía, e ineficaz ahora, como la búsqueda de Wentik.
Puesto que ahora se enfrentaba al fracaso. Quizá no por su causa, pero al menos por sus actos personales.
Había fracasado como científico, ya que su trabajo estaba incompleto y había sido empleado probadamente con un fin opuesto. Había causado la muerte de un hombre, y la probable locura de algunos otros. Había emprendido una tarea en favor de Jexon, y no la había satisfecho. Había defraudado la confianza de los padres; ni siquiera volverían a tener su avión. Y, quizá el detalle de mayor significación personal, había traicionado a su esposa.
Tremendamente solo, como ningún hombre había estado antes que él, Wentik salió del ascensor a la plataforma superior y se quedó inmóvil en el frío.
A partir de ahí, no podía haber nada. Una guerra desgarraba las entrañas del mundo en que había crecido; y un segundo mundo estaba esperando que volviera.
Se desabrochó la gruesa chaqueta, y la dejó caer al suelo. Se quedó con la ropa que Jexon le había dado en Brasil; ropa ligera, de ciudad, totalmente inadecuada para el clima antártico, muy poco protectora. En esta cámara oscura, a pocos metros del nivel del hielo, Wentik notó el frío al instante.
Afuera…
Miró a su alrededor, consciente no del techo y los muros metálicos o del suelo de cemento, sino de una invisible desolación del conjunto.
Anduvo hasta la entrada, a lo largo del pasaje tajado en el mismo hielo de la meseta, y escalones arriba hacia la noche, el temporal y la ventisca.
Pero el sol brillaba en un cielo despejado, y el aire estaba en calma. El hielo era de un blanco tan brillante que le fue imposible mirarlo.
Atolondradamente, se alejó de la entrada de la Concentración, por entre la nieve congelada. Se cubrió los ojos con el antebrazo derecho.
—Hacia aquí, doctor Wentik —dijo una voz.
Wentik se volvió. Jexon estaba allí, de pie en la compuerta de un avión plateado de despegue y aterrizaje vertical.