Wentik pasó la noche en el hospital de la misión, solo y trastornado. La guerra era un hecho, la radioemisora de Manaus no hablaba de otra cosa. En la misión había un ambiente de profunda tristeza y pesar. En la pequeña capilla blanca erigida lejos del río en un amplio prado, los padres con vestiduras negras oficiaron misa a medianoche; un réquiem solemne por la muerte del mundo que estremeció la envoltura externa de Wentik y aportó auténtica aflicción a su existencia por primera vez.
Más tarde, a solas en la húmeda oscuridad de la sala del hospital, exhausto y sin embargo incapaz de dormir, Wentik se vio atormentado por imágenes de su esposa. Las implicaciones de su relación con la enfermera, Karena, se volvieron excesivamente reales de pronto, subrayadas por el comportamiento solemne de la misión. Tal vez era por estar en soledad, o tal vez el efecto del gas perturbador que seguía debilitando su voluntad de resistirse a la influencia.
Era posible que mientras él yacía allí en Brasil, Jean continuara con vida. Y en tal caso, la habría traicionado.
La doctrina católica, que sonaba en el claro junto al río de silencioso curso, una melancólica afirmación de confianza en Dios y el espíritu del hombre, no tenía dos puntos de vista respecto al adulterio. Wentik, de ningún modo un hombre religioso, se encontró simpatizando con la creencia, y cuando se echó a llorar en la cama esa noche no fue por él o por los muertos lamentados por los sacerdotes, sino por Jean.
Por la mañana habló del avión con uno de los padres
El sacerdote se mostró distraído, vago.
—Lo usamos para ayudar a los enfermos —dijo—. Sin él careceríamos de transporte en la jungla. Podemos utilizar barcos en el río, pero no hay otro medio…
Wentik pensó con celeridad. Esto era algo que Jexon no había previsto. Había varios aviones en esa parte del Brasil, y el dinero que tenía podía pagarlos de sobras. Pero los aviones eran parte vital de la existencia en el lugar.
—¿Hay algún otro avión del que pueda disponer?
El sacerdote se encogió de hombros; su atención estaba en otra parte.
—Hay una plantación de Manicoré —dijo—. Pero está a cientos de kilómetros.
—¿Podrían llevarme hasta allá por aire?
—Necesitamos el avión. Si la guerra llega a Brasil habrá muchos enfermos. No podemos estar sin el avión.
Cómo asegurarle que la guerra no llegaría, que lo peor que iba a suceder era la precipitación radiactiva, y que para eso aún faltaban varias semanas…
Una idea surgió en su mente. Si Jexon podía hacer eso…
—Padre —dijo—. ¿Puedo pedir prestado el avión? Sólo lo necesitaré algunos días. Después se lo devolveré. Puede quedarse con casi todo mi dinero, y les daremos un segundo avión como obsequio unas cuantas semanas más tarde.
El sacerdote miró fijamente río abajo.
—¿Es por la guerra que lo desea?
—No —dijo Wentik—. No es por la guerra. En todo caso, lo que puedo hacer acortará la guerra.
—¿Acortará la guerra?
Wentik asintió. Durante la noche había elaborado una especie de plan provisorio: usar el avión para volver de alguna manera a Inglaterra. La búsqueda de Jexon le pareció trivial comparada con sus nuevos sentimientos. Pero frente a la severidad simple, absorta, del sacerdote, sabía que debía seguir adelante.
—Yo puedo pilotarlo hasta… hasta hallar a un hombre que trabaja para los norteamericanos. Si logro detener su trabajo, la guerra será menos rigurosa.
—¿Usted no es norteamericano?
—No. Soy británico.
—Y ese hombre… ¿Dice que es norteamericano?
—Es nigeriano.
El sacerdote asintió lentamente.
—Yo soy Belgique. De Bélgica. ¿Son los norteamericanos muy perversos?
—No —dijo Wentik—. Esta guerra no es culpa de nadie. Es inevitable. (… del mismo modo que el tiempo es inexorable, y así es la sucesión de los hechos).
El sacerdote dijo de repente:
—Aguarde aquí.
Se precipitó hacia la misión, y desapareció en el interior. Wentik quedó solo diez minutos en el prado que descendía hacia el río, contemplando el avión azul y blanco que subía y bajaba ante su amarra en el río.
El padre volvió y dijo:
—¿Nos devolverá el avión en una semana?
—Sí.
—¿Y hará que tengamos otro?
—Sí.
—Entonces cójalo. No deseamos dinero.
—Pero puedo darles treinta mil dólares.
El sacerdote negó con la cabeza resueltamente.
—Es dinero norteamericano.
—No —dijo Wentik, imaginando el dinero yaciendo en las bóvedas de un arruinado banco de Washington doscientos años antes de que los brasileños lo encontraran—. Es de Brasil. Fue convertido en… dólares, porque pensamos que sería aceptable.
El sacerdote pareció dudar.
—Cójalo —insistió Wentik—. Construirá otro hospital, quizá.
—¿Por qué desea dárnoslo?
—Estoy desesperado —dijo Wentik—. Necesito el avión, y ustedes pueden usar el dinero; acéptenlo, por favor —cogió la bolsa de su espalda y la dejó caer en el prado. Sacó el dinero y lo expuso en la hierba en una pila perfecta. Otro hombre había salido de la misión y se hallaba de pie con el padre.
—Este es el padre Molloy —dijo el sacerdote—. Él le enseñará a manejar el avión.
Tres horas más tarde, el mismo Wentik despegaba con el avión desde el río y lo dirigía hacia el sur.
Le había costado buena parte del tiempo intermedio reaclimatarse a pilotar un avión ligero. La mayoría de sus horas de vuelo en el pasado habían sido en un pequeño aparato de club, pero tenía alguna experiencia con un Cessna bimotor que en esencia era idéntico a ése.
El manejo efectivo del avión era lento e insensible, en parte debido a los enormes flotadores unidos al tren de aterrizaje, y en parte debido a la pesada carga de combustible que Wentik llevaba a bordo. El padre Molloy le había acompañado en varios despegues y aterrizajes experimentales hasta quedar satisfecho del dominio que Wentik había alcanzado.
Wentik había estimado que la distancia media entre Brasil y la Antártida era de alrededor de ocho mil kilómetros. Tenía combustible suficiente para llegar al menos hasta Río Grande, siempre que pudiera aterrizar en alguna parte y repostar de los tambores de repuesto que llevaba a bordo. Los padres le aseguraron que en Río Grande podría obtener más. A partir de ahí, Wentik tendría que valerse por sí solo.
En la Concentración existían inmensa provisiones de combustible para la pista, y Wentik confiaba en que lograría encontrar bastante para el viaje de vuelta.
Al cabo de unos minutos de despegar vio el distrito Planalto. Y por primera vez, lo vio como un círculo completo tajado en la selva. Jexon había cumplido: el regreso al futuro estaba ahí, aguardándolo.
Apenas pudo distinguir la cárcel como un puntito negro dentro del círculo. Estaba muy alejada.
Wentik siguió volando hacia el sur.
Una hora antes del anochecer vio un amplio lago, y amaró ahí. Había poca vegetación en el lugar, y ningún signo de habitación. Sin embargo, aseguró el avión con la pesada ancla colgante dispuesta a cien metros de la costa. Luego se arrastró hasta las alas con los tambores de combustible, e inició la tarea laboriosa del llenado a mano, lo que le llevó casi dos horas. Hacía frío, y cuando terminó estaba a oscuras.
Temblando, volvió a la cabina, se preparó la cena en la cocina portátil, después se tumbó en una de las literas y se durmió.
Despertó con la primera luz, para descubrir un temporal que se estaba formando hacia el este. Un vasto cúmulo nimbo, que se extendía estruendosamente hacia la estratosfera con bamboleantes protuberancias blancas y que desembocaba en una maravillosa cabeza en forma de yunque, se hallaba a menos de ocho kilómetros. Wentik se lavó rápidamente, pasó por alto el desayuno y enseguida estuvo en el aire.
Había otras nubes similares en la región, que Wentik intentó evitar. Volando bajo, y a veces desviándose algunos kilómetros para alejarse de las impredecibles corrientes de aire de las nubes —en el extraño y pesado avión se sentía casi incapaz de volar de otro modo que no fuera avanzar en línea recta—, le costó prácticamente toda la mañana llegar a la costa.
Eran las dos de la tarde cuando halló Río Grande. De acuerdo con las instrucciones, amaró en el extremo norte de la costa donde estaba situada una estación de reaprovisionamiento naval. Al principio tuvo dificultades para obtener el combustible que requería; le habían dicho que la armada brasileña había requisado todos los suministros para su uso particular. Y sin saber qué hacer de buenas a primeras, Wentik recordó finalmente que todo sudamericano es potencialmente sobornable, y aunque le costó casi todo el resto del dinero que llevaba, consiguió su propósito.
Cuando estuvo libre de la ciudad, con la provisión suficiente de combustible para llegar a la Antártida, era casi de noche. Tenía que encontrar un amarradero protegido antes de que oscureciera totalmente. Cuanto más avanzaba hacia el sur —se hallaba entonces a más de treinta grados de latitud sur—, tanto antes llegaba el ocaso. Al final aterrizó en el lago Mirim, junto a la frontera con Uruguay.
Durante la noche, repentinamente, se levantó un fuerte viento de la costa. Wentik apenas pudo dormir, por el temor de que el avión sufriera algún daño.
Partió de nuevo por la mañana, llena hasta el tope su provisión. Voló sobre el océano rumbo al sur.
De pronto, la inmensidad de su viaje lo acobardó.
Debajo, a sólo mil doscientos metros, estaba el grisáceo Atlántico Sur. Se veía obligado a volar sin descanso, pues no había donde amarar. El océano, debajo, estaba calmo para la época del año que era, pero sus olas de un metro desbaratarían al instante cualquier tentativa de amaraje.
Voló todo el día, luchando contra los calambres que agarrotaban los músculos de sus piernas y tomando bocados de comida cuando le era posible.
Hora y media después del anochecer, al abrigo de los grandes riscos de las Malvinas, amaró el pequeño avión en las lisas aguas del muelle de Puerto Stanley.
Se encontraba otra vez en territorio británico.
Wentik pasó dos días enteros en Puerto Stanley, en parte para recuperarse del vuelo, y en parte como preparación de la etapa decisiva y más difícil.
Había confiado en poder obtener noticias de la guerra, pero los habitantes sabían menos que él. Por todas partes, Wentik vio la misma expresión desesperada en las caras de la gente que en la misión. Los malvineros sobrevivirían a la guerra probablemente, pero ésa no sería su preocupación, pensó Wentik. Dependían del comercio con Argentina para su medios de vida y existencia, y si América del Sur era golpeada con dureza, entonces los malvineros sufrirían. Un punto de vista egoísta, quizá, pero comprensible cuando se está aislado en un afloramiento de roca a seiscientos kilómetros en pleno Atlántico.
En Puerto Stanley, Wentik encargó extensiones para su tanques de combustible, a fin de conseguir mayor autonomía de vuelo sin repostar.
Después, la mañana del tercer día, despegó del puerto, mientras una multitud de habitantes observaba desde la costa. Quizás estaban extrañados por su destino, o suponían automáticamente que volaba a Argentina, pero nadie preguntó.
Refrescado tras sus dos días en tierra, Wentik se sentía totalmente preparado para el vuelo, y aun cuando se encontró con una tormenta a menos de dos horas de la partida, siguió volando estoicamente. Al cabo de hora y media salió de la tormenta. Pero entonces, en lugar de agua había hielo debajo. Y el cielo se estaba oscureciendo.
La última parte de su viaje, los mil quinientos kilómetros sobre hielo, sería la más difícil. Puesto que Wentik no tenía alternativa que intentar aterrizar el avión sobre la congelada superficie de la meseta misma, y confiar en que los flotadores metálicos del tren de aterrizaje de la aeronave resistieran como esquís el tiempo suficiente para bajar a salvo. En los mapas que Jexon le había entregado encontró un detalle de la meseta de Hollick-Kenyon que mostraba la situación exacta de la Concentración, y la totalidad de sus entradas. Desconocía cómo Jexon lo habría conseguido. Pero al menos le permitía encontrar el lugar con facilidad. Alguien que no supiera lo que buscaba pasaría sobre la Concentración una docena de veces, y nunca la vería.
Conforme volaba hacia el sur, el sol iba descendiendo más y más, hasta que dio la impresión de que resbalaba sobre el horizonte. El mar helado estaba iluminado por una estela oblicua de luz anaranjada, en contraste con el azul oscuro del cielo.
Ahora, a pesar de que tenía los calefactores de la cabina conectados al máximo, Wentik sintió el frío riguroso de la Antártida que se colaba en su cuerpo.
Después de catorce horas, el sol quedó casi fuera de la vista bajo el horizonte transparente como el cristal, y el hielo de abajo era una tenue refulgencia blanca. Wentik subió el avión para remontar una cadena de montañas bajas, y acto seguido sobrevolaba la meseta Hollick-Kenyon.
Investigó durante una hora antes de localizar la Concentración: lo único que se veía desde el aire era una serie de postes metálicos de poca altura, delineados en el hielo y menos de dos metros asomados sobre la superficie. Como el anillo externo de piedras en torno a un templo antiguo, los postes señalaban el contorno. A Wentik le agradó dar unas vueltas alrededor de los postes, y fijándose en uno de ellos hizo una estimación aproximada y rápida de la dirección del viento.
No había sol, pero una especie de crepúsculo congelado daba al hielo una clara luminiscencia propia. Era el final del invierno antártico. Unos días más, y la carencia de luz en esta zona inferior sería reemplazada por la diaria salida y puesta del sol, y unas cuantas semanas más tarde, el sol permanecería sobre el horizonte veinticuatro horas.
Wentik eligió lo que le pareció el trozo de hielo más liso, y efectuó unas cuantas pasadas de prueba por encima. Sólo dispondría de un intento…
Al final sintió que estaba preparado y giró por última vez. De este aterrizaje dependía mucho, pensó. Mentalmente, de un modo casi pedante, repasó de memoria la maniobra de aterrizaje, tal como le habían enseñado hacía muchos años sobre las praderas de Inglaterra.
Emprendió la última pasada, los delgados flotadores metálicos rasando el hielo y la nieve a sólo centímetros por encima. Redujo hasta que se movió a la velocidad más baja que la estabilidad le permitía, y a continuación soltó la palanca suavemente hacia adelante.
Los flotadores tocaron tierra.
Y el metal se contrajo, y el tren de aterrizaje se encorvó. Wentik abrió de golpe las válvulas de estrangulación, y los motores rugieron, pero el avión había perdido su velocidad de vuelo. El ala de babor cayó, y la punta patinó en el hielo. Al instante el ala de estribor se alzó, y la nariz se enterró en la nieve. Wentik se echó las manos a la cara mientras el tabique que había detrás se plegaba. La cabina se hizo añicos alrededor de Wentik, y los instrumentos se quebraron. Se produjo un ruido estrepitoso, de colisión, cuando el ala se desplomó sobre la parte superior del fuselaje, y el avión dio su última vuelta de campana. Y se deslizó hasta detenerse.
Un viento frío, salpicado de agudos cristales de hielo, sopló sobre los restos.