Wentik estuvo agazapado embarazosamente durante cinco horas en una oscuridad casi total sobre la rama del árbol, sin saber qué pasaba a su alrededor.
La selva era un lugar de pesadilla. El aullar de los animales prosiguió toda la noche, y aunque él había escuchado ese sonido en otra ocasión, resultaba prácticamente imposible no sentir el pánico que reptaba por su cuerpo. Por mucho que razonara, la imagen de bestias feroces y rapaces por todo su alrededor se hacía más y más vigorosa. Por fin, en un supremo esfuerzo de su voluntad, cerró su mente al ruido y se dijo una y otra vez que los animales eran inofensivos… Y de repente sus temores desaparecieron.
Más tarde, otros temores se manifestaron.
No tenía idea de a qué altura del árbol se hallaba. No se atrevía a moverse en la oscuridad por miedo a caer, y sólo podía encoger el cuerpo un poco hasta una posición algo menos incómoda. A pesar de que tanteó a uno y otro lado, no pudo encontrar rastro alguno del tronco del árbol, aunque resultó confortante saber que la rama en que se hallaba era gruesa y no podía estar muy lejos del tronco.
Algo que ni él ni Jexon habían tenido en cuenta: el generador de campo de desplazamiento estaba en el segundo piso del edificio, y así, toda persona que fuera enviada mediante el campo selectivo emergería en el aire.
Aún más preocupante para Wentik era lo que Jexon le había dicho sobre variar el campo de desplazamiento a su estado de existencia simultánea en los dos presentes. Si lo hacía, y Wentik seguía ahí, ¿qué le ocurriría? ¿Y cuánto tiempo consideraba Jexon que le costaría alejarse de las cercanías?
Finalmente, cuando Wentik empezaba a temer que ya no podía agarrarse a la áspera superficie de la rama, captó un tenue resplandor que surgía delante de él. Poco a poco el resplandor cobraba fuerza, hasta que Wentik logró distinguir las formas de las ramas cercanas.
En cuanto hubo luz suficiente, miró a su alrededor con todo cuidado y notó para su consternación que desde su posición en la rama no podía ver el suelo. El tronco no estaba lejos, a menos de tres metros, al parecer. Pero la superficie de la rama resultaba resbaladiza por culpa del légamo que hacía casi imposible un asidero firme.
Con sumo cuidado, Wentik se abrió paso poco a poco por la rama hasta llegar al tronco. Allí la madera era más seca y áspera, y varias lianas se aferraban a ella. Agarró una a modo de experimento, y descubrió que la sujeción de la liana al tronco era casi inamovible.
Eligió otra liana y cambió el peso de la rama al tronco. La planta trepadora resistió y, con gran alivio, Wentik empezó a descender.
Sus brazos, largo tiempo privados de ejercicio, estaban doloridos, y no había descendido más de tres metros cuando su cuerpo entero se estremeció de dolor. Había una rama a la derecha, y Wentik puso un pie en ella para aliviar la carga de los brazos.
Desde su nueva posición elevada comprobó que podía ver el suelo, quizás a seis metros por debajo. Casi le era posible saltar. El sudor resbalaba por su rostro, y ya un pequeño enjambre de insectos revoloteaba a su alrededor. Esos mosquitos brasileños, cuya picadura había experimentado ya…
Osciló para soltarse de la rama y prosiguió el descenso. Sus movimientos eran menos cautelosos ahora que veía la tierra, y se rasguñó los brazos en varios puntos. A dos metros y medio del suelo soltó la liana, y con un torpe puntapié intentó alejarse del tronco. En lugar de eso, cayó pesadamente, rodando con la bolsa que llevaba a la espalda.
Se puso en pie atolondradamente y miró a su alrededor.
El sol había subido, sin lugar a duda, pues la selva estaba a con un fulgor apagado. De nuevo los animales estaban silenciosos e invisibles. Se quitó la bolsa de la espalda y la dejó en el suelo. Sacó el contenido artículo por artículo, para asegurarse de que nada se hubiera extraviado en el tránsito de doscientos años.
Estaba su provisión de comida, condensada y deshidratada; ocupaba poco espacio pero le duraría semanas, si era preciso. Su agua, contenida en una cantimplora plana de plástico. Un manojo de mapas. Un machete. Una brújula. Una muda de ropa. Y el dinero.
Wentik cogió el dinero y lo examinó. Ahí tenía una pequeña fortuna: casi cuarenta mil dólares. Jexon se los había dado, con la seguridad de que los necesitaría. Wentik había tenido claros recelos. Supongamos que me preguntan de dónde he sacado el dinero, había dicho.
Jexon replicó que quién iba a preocuparse. Hay una guerra en curso. Nadie se interesará. Las prioridades cambian.
Wentik sacó el tubo de repelente para insectos y se untó profusamente por la cara y los brazos. En la Tierra no había nada capaz de mantener alejados a los insectos, pero eso tal vez ayudara. En realidad, en cuanto tuvo la crema en el rostro, sintió más frescura. Pero el olor era francamente repulsivo.
Después de un trago de agua estuvo listo.
Su primera consideración debía ser abandonar las cercanías del distrito Planalto. No había forma de saber cuándo Jexon conectaría el campo, y Wentik no deseaba encontrarse cerca cuando lo hiciera. Sacó la brújula, y consultó un mapa. Había una pequeña aldea a veinticuatro kilómetros al norte, y una misión católica romana en algún punto a orillas del río Aripuana. Si era posible, quería llegar a uno de los dos lugares antes que cayera la noche. No tenía intención de pernoctar otra vez en la jungla.
Pero veinticuatro kilómetros en este país… ¿A pie?
Recogió el resto de pertenencias y partió.
Cuando había recorrido doscientos metros, supo que jamás lo lograría. Era casi imposible moverse. La maleza era una maraña de enredaderas muertas, lianas vivas, espinos, ramas rotas, matorrales enanos que se desparramaban…, y en ningún punto había menos de treinta centímetros de profundidad.
Wentik empleaba el machete sin parar, pero esto causó poca o ninguna impresión a los vegetales. El sudor volvió a deslizarse por su rostro y el repelente se volvió inútil. Los primeros alfilerazos de sangre ya habían aparecido en su frente, y Wentik supo que al mediodía su cara estaría hinchada y dolorida de un modo increíble. Apretó el paso, consciente de que la dirección que estaba tomando era más dictada por el azar que por su brújula.
Musgrove debió de haber hecho lo mismo… Musgrove, el hombre enviado por Jexon para encontrarlo, de idéntica manera que él era enviado a buscar a N’Goko… Quizá Jexon estuviera confundido acerca de las razones del empeoramiento del estado mental de Musgrove al alcanzar la civilización, pero ahora estaba muy claro para Wentik. Unos cuantos días macheteando por esa maleza inducirían obsesión en casi cualquier individuo.
En especial si ha estado expuesto al gas perturbador…
Wentik experimentó una nueva sensación de identidad con Musgrove. Enviado para cumplir una tarea totalmente honesta, pero al instante acosado por meras dificultades prácticas.
Jexon había dicho: Es posible que una persona en soledad jamás note los cambios psicológicos que tienen lugar en su interior. ¿Acaso Musgrove habría ido solo por esta selva, cayendo poco a poco en una locura que no podría reconocer, mucho menos comprender? Podía conocer el gas perturbador, pero no sería capaz de diagnosticar los síntomas en sí mismo.
Entonces Wentik recordó el dolor de cabeza que había experimentado poco después de volver a la cárcel. Jexon había afirmado que se trataba del gas perturbador. ¿Lo era? ¿Se había ido su inmunidad al gas? En tal caso, ¿también él, como Musgrove, caería poco a poco en una obsesión que sólo se manifestaría si entraba en contacto con cierto tipo de influencia, pero que entonces no se daba cuenta de nada?
Y pensó en su temor a los animales por la noche, y en cómo su temor había aumentado hasta que consiguió asegurarse de que eran inofensivos…
El tema le dio motivo para pensar, conforme avanzaba lenta y penosamente por la jungla. Suponiendo que fuera verdad, ¿qué…?
Después de tres horas, cuando ya estaba a punto de hacer un alto para comer y descansar, Wentik encontró el cadáver.
Yacía en el fondo de una canoa toscamente tallada, que había sido arrastrada hasta la orilla sobrecargada de hierba de un riachuelo. El muerto llevaba ahí tres días o tres semanas, no había forma de saberlo. Babosas blancas reptaban por la abierta boca y ojos de mirada fija, y las extremidades habían sido despojadas de la carne por insectos y pájaros. Sólo donde la ropa seguía pegada al tronco del cadáver existía algún resto de carne. Y ahí se descomponía y pudría mientras nubes de insectos revoloteaban alrededor.
El olor era desagradable.
El primer instinto de Wentik fue continuar andando. Pero la visión de la canoa fue tentadora. Por lo que sabía, Wentik se encontraba aún dentro del área del campo de desplazamiento, y con cada minuto que transcurría sus ansias por avanzar aumentaban. Con la canoa podría cubrir una distancia considerablemente mayor que a pie.
Se inclinó sobre la embarcación, asqueado por la visión del cadáver.
El cuerpo estaba de espaldas, el brazo derecho encorvado hacia la cabeza de manera que la mano esquelética descansaba en la nuca. Una pierna se extendía hacia arriba, y la otra se desplomaba sobre un lado de la canoa. Los huesos de los pies se habían separado del tobillo y yacían sobre la mojada vegetación color pardo, en la que resaltaban con su claridad.
En el fondo de la canoa había una oxidada cantimplora, un remo de madera y un lío de ropa podrida.
Wentik levantó el extremo de la canoa, pero lo soltó apresuradamente cuando el cadáver rodó coa lentitud hacia el costado. Debajo del cuerpo había un montón de barro verde oscuro, rebosante de gusanos blancos.
Wentik retrocedió, estremecido.
Durante varios minutos se quedó sin saber qué hacer a cierta distancia de la canoa. Igual que un hombre que ha descubierto cierta sabandija repulsiva de la que debe ocuparse, él sabía que tendría que mover el cadáver, pero le costaba resignarse a hacerlo. Se preguntaba cómo debía de obrar. Por fin, cogió un pañuelo y lo anudó tan fuerte como pudo sobre su nariz y labios. Después arrastró hacia la canoa una rama rota que había encontrado entre la maleza.
Desviando la mirada, Wentik empujó el extremo de la rama por debajo de la canoa e intentó levantarla haciendo palanca. A la tercera vez que empujó, la punta de la rama se rompió y finalmente se partió por la mitad.
Irritado, lanzó al agua el extremo que sostenía, se acercó a la canoa y la alzó personalmente. La punta se levantó, y el cadáver cayó fuera dando un horrible golpe vago contra la madera antes de rodar orilla abajo hacia el riachuelo. Una de las piernas se desmembró y quedó en el trayecto fuera del agua.
Todavía temblando, Wentik contempló cómo el cadáver se estabilizaba hasta quedar flotando apenas bajo la superficie. Los rasgos estaban desdibujados casi por completo, pero le pareció que el cuerpo flotaba con la cara hacia arriba, aunque no podía asegurarlo… Permaneció inmóvil un instante en la observación del cadáver, mientras la despaciosa corriente recogía poco a poco los restos e iniciaba su travesía de tres mil kilómetros hacia el mar.
Wentik empujó la canoa hasta la orilla, y la sumergió.
Al principio el barro verde y los gusanos se mantuvieron sujetos a la tosca madera, pero al fin, tras repetidas inmersiones, Wentik tuvo toda la canoa limpia.
Observó el claro. La nube de insectos convocados por el cadáver ya se había disipado. Sólo su enjambre privado se mantenía allí.
Una vez asegurada la canoa de nuevo en la orilla, Wentik se alejó un poco y se sentó en una rama baja de un árbol a comer parte del insípido alimento deshidratado. Pero no soportó más de un par de bocados. El recuerdo del cadáver seguía demasiado fresco.
Después de lavarse la cara y enjuagarse la boca con agua de la cantimplora, regresó a la canoa, que ya se había secado con el calor. Wentik examinó el diseño; a pesar de lo tosco de las herramientas con que había sido tallada, se la notaba sólida y firme; con ella tendría pocas probabilidades de volcar, a menos que encontrara rápidos.
Wentik empujó la canoa y subió, cogió el remo y se echó a navegar con la corriente. Instalado en la popa empezó a sopesar las dificultades de una navegación efectiva. La canoa no era fácil de dominar; giró varias veces en redondo en medio del curso del rio antes de que pudiera coger el control.
En cuanto notó que la embarcación avanzaba bajo su dominio, dejó de remar y sacó la crema repelente de insectos para untarse una vez más la cara y los brazos.
Al cabo de ochocientos metros el riachuelo se ensanchó y el sol cayó sobre Wentik. Aunque árboles y lianas seguían sobresaliendo por encima del agua, había una sensación de espacio. Wentik sintió que podía confiar en hallar el río principal, el Aripuana, antes de que anocheciera. A partir de entonces ya no habría gran dificultad en llegar a la aldea o a la misión. Se relajó en la popa y se dejó llevar hacia la confluencia a una velocidad constante de ocho kilómetros por hora.
Ya no volvió a ver el cadáver. Debió de haber quedado atrás al cabo de unos pocos minutos de navegación, y lo más probable era que se hubiera hundido, o lo hubiesen devorado los habitantes del río, o se hubiera descompuesto hasta tal punto que el contacto con el agua hubiera provocado su desintegración total.
La fauna del río era menos abundante o menos evidente que la de tierra. Fuera cual fuese la razón, Wentik vio muy pocas cosas que pudieran amenazarlo realmente. En el pasado había leído sobre la piranha que se encontraba en todos los ríos de la región amazónica, y que un grupo de esos peces podía despellejar el cuerpo de un hombre en segundos. También había leído sobre los caimanes gigantes y las serpientes de agua que, bastante pacíficos si se los dejaba tranquilos, podían matar a un hombre sin esfuerzo si se los provocaba. Pero no vio nada de eso.
Por entonces la tarea de remar —limitada sobre todo a mantener la canoa en un curso recto y vigilar cuidadosamente de las obstrucciones que se presentaran— era suave. Eso le permitió volver a pensar, lo que no hacía desde que hubo dejado a Jexon.
El aspecto más reconfortante de su situación presente era, por supuesto, que por muy extraño que para él fuera el paisaje, estaba en su propia época. Que si de algún modo lograba volver a Inglaterra, la vería, excepto por la guerra, como siempre la había visto.
Resultaba difícil concebir la guerra. Con cataclismos importantes, es preciso más que un mero reportaje para convencer a alguien subjetivamente involucrado que el hecho ha ocurrido realmente. Wentik había leído sobre la guerra en los libros. Y Jexon le había hablado al respecto. Para los brasileños, los nuevos brasileños del siglo XXII, la guerra no sólo era un hecho, era historia.
Pero para Wentik, el conocimiento adquirido acerca de un hecho no lograba transmitirle por fuerza su significación total. Porque él estaba involucrado subjetivamente.
En Londres, su familia. En el norte de Inglaterra, sus padres. En Sussex, su universidad. En la zona oeste de Londres, las empresas para las que trabajaba. Pero todavía más que eso, toda una serie de recuerdos, impresiones e imágenes que continuaban conformado una identidad. Que Wentik aceptara la destrucción de todo lo anterior significaba que consentía la eliminación de una parte de sí mismo.
Su mundo proseguía inalterado…
Después de dos horas en el río llegó a la confluencia, y la navegación continuó por las aguas algo más turbulentas del Aripuana. Después de consultar sus mapas prefirió mantenerse sobre la orilla derecha, y en otras tres horas se topó con la misión católica romana.
Había un hidroavión mediano amarrado cerca de la orilla. Wentik lo contempló con deleite. Su búsqueda iba a ser más corta de lo que había previsto.