Novecientos metros por debajo de ellos, la jungla se extendía hacia ambos horizontes. Wentik estaba sentado en compañía de Jexon en la cabina del avión de despegue y aterrizaje vertical, y una docena de camisas de fuerza colgaban ominosamente de un perchero que tenían a la espalda.
Wentik sentía recelos en cuanto a lo que hallarían en la cárcel. Sólo después de partir comprendió la creciente intranquilidad que experimentaba por la muerte de Astourde. Si un hombre podía morir así, entonces era posible que otros murieran igual. Los hombres tenían muchas armas en la cárcel, entre ellas rifles y cuchillos, aunque Wentik no lograba entender los motivos de Astourde al tener consigo tales armas. Si los hombres tenían en la cabeza la idea de que los rifles habían sido traídos con la finalidad de luchar…
Echó un vistazo al anciano que estaba sentado a su lado, la espalda y la cabeza erguida con orgullo. Era como si él se negara a admitir incluso para sus adentros la presa gradual que la vejez estrechaba en su cuerpo. Wentik había leído el libro de Jexon, escrito durante los últimos dos años, y le había impresionado la vivida claridad del estilo, la precisión del vocabulario.
De pronto, Jexon le tocó un brazo y señaló hacia abajo por la portilla.
—Mire, estamos llegando a la región despejada.
Debajo de ellos la jungla se aclaraba poco a poco hasta la irregular tierra de maleza que Wentik había observado antes en el perímetro del distrito Planalto. El científico miró a lo lejos, pero la neblina pertinaz en esa región le impedía ver con claridad lo que había delante.
—Es hora de pensar en las máscaras, creo —dijo Jexon.
Extendió su brazo hacia atrás y acercó el equipo de oxígeno portátil. En tanto se evitara respirar el aire contaminado, era posible actuar con total libertad y sin otra protección en las zonas afectadas.
—Creo que yo no tengo que preocuparme —dijo Wentik—. He sobrevivido aquí antes.
—Lo que usted quiera —replicó Jexon—. Pero yo no iría por aquí sin una máscara.
—Usted no es inmune.
—No. Pero tampoco sabe usted cuánto tiempo lo será.
—Estaré bien.
Parte de la verdad era que Wentik aborrecía la sensación de la máscara de goma en su cara. Por más racionalmente que intentara considerarlo, su tendencia a un tipo peculiar de claustrofobia era más manifiesta si su respiración normal se alteraba de algún modo, aun cuando las máscaras de Jexon cubrían sólo la nariz y dejaban la boca libre para hablar. Hasta ese punto, su sensación de inmunidad al gas era sólo una excusa. Pero además, intuía que su inmunidad era permanente.
En la cabina, los dos pilotos se pusieron rápidamente las máscaras y conectaron la provisión de oxígeno. Wentik reflexionó sobre la seriedad con que esas personas se tomaban los efectos del gas, y se preguntó qué suerte recaería sobre él si se hiciera público en Sao Paulo que era parcialmente responsable de su creación.
El avión estuvo sobre la cárcel menos de dos minutos después, e inició un lento y amplio periplo en torno al edificio. Los cuatro hombres a bordo se pusieron a examinar la superficie en busca de algún rastro de los hombres de Astourde, pero sin ningún resultado.
La señal negra donde los restos carbonizados de la cabaña laberinto rompían la uniformidad del verde oscuro del rastrojal trajo a Wentik un recuerdo punzante, desagradable, de la muerte de Astourde, y apartó la mirada bruscamente.
—¿Qué cree? —dijo a Jexon—. ¿Están dentro de la cárcel, o es más probable que se hayan ido?
—¿Quién puede afirmarlo? —su voz era ligeramente nasal y amortiguada, a causa de la máscara—. No habrá norma alguna en sus actos.
Se inclinó y tocó el hombro del piloto.
—Quede en suspenso delante del edificio. Si están dentro saldrán a investigar.
El piloto asintió, e hizo que el avión girara hacia donde el helicóptero seguía aparcado. Al menos no han volado a ninguna parte, pensó Wentik.
El piloto suspendió el descenso a quince metros del suelo, y lo mantuvo estacionario. Los cohetes de suspensión en la panza del avión adoptaron un rugido agobiante que sacudió la nave entera y que debía producir un ruido ensordecedor audible en cualquier parte de la cárcel. Jexon y Wentik contemplaron la puerta principal.
Al cabo de cinco minutos la puerta se abrió, y los hombres aparecieron.
Salieron juntos, alzando los ojos cautelosamente hacia el avión. Ni uno solo de ellos llevaba arma alguna de ningún tipo. Caminaron hasta situarse a veinticinco metros por debajo del avión, y allí se quedaron.
—¿Puede alcanzarlos desde aquí? —preguntó Jexon al piloto.
—Déjelo por mi cuenta —respondió el hombre.
Curioso por ver qué sucedería, Wentik observó a los individuos que estaban en tierra. Sin aviso, una nube de vapor amarillo fue emitida desde el costado del avión hacia abajo. Parte de la nube cayó en la poderosa corriente de salida de los motores y arrojada lejos del avión y en torno a los hombres. Unos cuantos intentaron retroceder, pero en pocos segundos el grupo estaba envuelto por el vapor, fuera de la vista.
—Aterrice —dijo Jexon al piloto.
Wentik tuvo la sensación de caer cuando la nave se inclinó de nariz. A diferencia de un helicóptero, que toma tierra en una postura de ligera elevación de la nariz, el avión de despegue y aterrizaje vertical adoptó un ángulo de inclinación en su proa. Mientras la nave se posaba en los rastrojos, el chorro de los cohetes expelió el resto del vapor. Wentik pudo ver que los hombres yacían inconscientes.
—Es casi instantáneo en su acción —dijo Jexon—, pero muy moderado. Cuando despierten ni siquiera tendrán un dolor de cabeza.
Wentik recordó que después de su experiencia con el vapor había podido consumir un tazón de sopa sazonada casi inmediatamente.
En cuanto los motores callaron, los cuatro hombres del avión se levantaron y bajaron a la compuerta. El piloto la abrió y saltaron al rastrojal.
Wentik contempló la cárcel, una forma negra que obstruía el sol. Era sólo un edificio; todo atributo de amenaza que Wentik sentía por ella procedía de su inconsciente, no de algún detalle de la arquitectura.
—¿Están aquí todos los hombres? —le preguntó Jexon.
Wentik los miró. A contar cabezas, pensó. Eran doce.
—Sí —respondió.
—Excelente. —Jexon hizo una señal al piloto y al otro individuo, que se inclinaron y levantaron con cuidado al primer hombre inconsciente para llevarlo al avión—. Deje la tarea para ellos. ¿Puede llevarme a la celda del transmisor de Poder Directo?
Wentik afirmó con la cabeza y condujo a Jexon a través de la entrada principal, a lo largo del túnel estrecho y por el tramo de escaleras hasta el primer piso de la cárcel.
Mientras recorrían el corredor, pasando la celda que Wentik había habitado al comienzo, el científico dijo:
—¿Ha estado alguna vez aquí?
—Una vez. Hace varios años, poco después de que fuera clausurada —observó las celdas por las que pasaban—. Comprendo que Musgrove se contaminara, ahora que estoy aquí. Todo parece absolutamente normal. Uno se siente tentado a quitarse la máscara.
—Depende del punto de vista, supongo —dijo Wentik—. Yo encuentro sobrecogedora la atmósfera de la cárcel.
—No comprendo el motivo.
—Usted no ha estado nunca como prisionero.
El otro no dijo nada a esto, y siguieron andando. Al llegar a la estrecha escalera que llevaba al viejo despacho de Astourde, Wentik se puso delante otra vez. Tuvo el impulso de subir los escalones de dos en dos, pero Jexon, agobiado por los cilindros y los años, ascendía con más serenidad. Mientras atravesaban el segundo pasillo hacia la celda donde estaba la máquina, Wentik preguntó:
—Cuando encuentre a N’Goko, ¿dónde me recogerán?
—Aquí en la cárcel.
—¿Y cómo he de volver al distrito Planalto?
—Se lo explicaré en un momento. Tiene el dinero que le entregué. Gaste todo lo que tenga que gastar para regresar con N’Goko. Es probable que yo no esté aquí, pero me aseguraré de que esté uno de los del avión.
Wentik asintió, luego se sobresaltó un poco cuando una punzada de dolor perforó sus sienes.
Jexon había dicho: «… aparecen dolores de cabeza o migrañas…»
Meneó la cabeza rápidamente. Se trataba de la sensación opresiva que la cárcel inducía en él. Nada más.
Llegaron a la celda, y Jexon empujó la puerta con un esfuerzo cuando la base chirrió sobre el suelo de cemento. Extendió la mano, encendió la luz, y los dos hombres entraron.
Jexon estaba inclinado sobre el interruptor de la parte trasera de la máquina que estaba dispuesto en el canal de tres posiciones.
—Es éste —dijo—. El punto crucial de todo el funcionamiento, aquí en una palanca.
—Estuve examinándola —dijo Wentik—. ¿Para qué sirve?
—Controla el tipo de campo que se genera. No puedo explicarle cómo funciona la máquina, pese a que me lo explicaron una vez. Eso no me preocupa… Estoy más interesado en su utilidad. En esencia, el generador tiene cuatro estados: tres tipos de conexión, por decirlo así, y un tipo de desconexión. Ahora está en desconexión.
Wentik observó que el pequeño interruptor se hallaba en la posición neutral de la estrella de tres puntas, exactamente igual que como lo había encontrado antes, y tal como lo había dejado.
—En su posición actual —explicó Jexon—, está completamente desconectada. O lo que es igual, la máquina no genera ningún tipo de campo. Si empujo la palanca hacia arriba —así lo hizo, y el panel marcado ‘AA’ se iluminó al lado—, el campo queda conectado. En caso de que saliéramos al borde del campo, veríamos la jungla que existe en su época, 1989. Podríamos adentrarnos en ella, y volver otra vez. En otras palabras, un área aislada auténtica de nuestra época actual existe en la suya. Cuando Musgrove fue enviado a buscarlo y traerlo, puso el campo en este estado.
—Pero es distinto que cuando yo llegué aquí. En cuanto Musgrove y yo cruzamos el límite miré hacia atrás. La selva había desaparecido.
Jexon manifestó su acuerdo con un gesto de cabeza.
—Se trata de un dispositivo de seguridad construido en la máquina. Compréndalo, si el campo se dejara en su estado de doble dirección, imagínese el problema que causaría a la gente que entrara en él por casualidad… Si el campo se dejara en su estado ‘AA’, cualquier persona que se adentrara por accidente vería exactamente lo contrario que usted vio. Penetraría en el rastrojal, daría la vuelta y encontraría una jungla impenetrable a su espalda. Retrocedería para investigar, ¡y habría vuelto a su presente, doctor Wentik!
—Creo que comprendo —dijo Wentik.
—Por eso, cuando el campo se deja en generación por más de un tiempo determinado…, tiempo que se ajusta en esa escala de ahí. —Jexon señaló uno de los diales a su izquierda—, la palanca baja automáticamente aquí, al estado ‘A’.
Movió la palanca hacia abajo y a la derecha. El panel correspondiente se iluminó.
—Ahora el campo permite el tránsito sólo en una dirección: es decir, de su presente al nuestro. Por lo que a nosotros concierne, esto es perfecto. Prácticamente nada ha sido cambiado. Una vez aquí en nuestro presente podemos entrar y salir del campo a voluntad. Pero desde el punto de vista de una persona de 1989, las cosas son un poco distintas.
—Hay este inexplicable círculo de rastrojos de diez kilómetros en medio de la selva brasileña. Creíamos que eso no importaría mucho, ya que no previmos que hubiera demasiado movimiento aquí en su época, doctor, pero al parecer estábamos en un error. Además, no se esperaba que Musgrove tardara mucho tiempo en traerle, reduciendo así de manera considerable las posibilidades de que alguna persona entrara. Aconteció que Musgrove tardó varios meses, y en ese tiempo varias personas entraron. Imagine lo que debió parecer el lugar a esos individuos… Un círculo de rastrojos en el centro de la selva; no más entrar en el círculo, y la selva se esfuma; y si uno intenta salir, no sucede nada. No existe comunicación entre una y otra existencia.
—Astourde me habló de un tipo que había entrado en el campo por accidente, regresado al punto de entrada aproximado, y escrito enormes carteles de advertencia con la intención de evitar que nadie más lo siguiera.
—¿Tiene alguna idea de cómo se llamaba? —preguntó Jexon.
Wentik meditó un instante.
—Brandon, creo. O Brander. No estoy seguro.
—Probablemente es Brander. Un hombre de gran iniciativa. Fue uno de los primeros en recuperarse, según el médico con que hablé ayer. Aceptó tranquilamente lo sucedido, y ha echado raíces.
Wentik asintió abstraídamente. Una de las víctimas inocentes del curso de los acontecimientos, ahora fuera del control de todos ellos.
—El tercer estado —prosiguió Jexon— es el que denominamos ‘BB’. Se trata del campo selectivo.
Accionó el interruptor, y de inmediato se produjo el ruido de silbido agudo que Wentik había oído al descubrir la máquina.
—¿Qué es ese ruido? —dijo.
Jexon abrió la placa de inspección y tiró delicadamente del tramo de cable.
—Esto —dijo—. Lo que oye es el ruido echo por el aire entre los dos terminales que es transmitido hacia atrás, hacia su presente. El campo selectivo es simplemente eso: todo lo que hay entre los dos terminales es transmitido.
—¿Y dónde reaparece?
—En este mismo punto. Pero hace dos siglos.
Jexon devolvió la palanca a la posición central.
—Entonces, ¿cómo lo haremos? —preguntó Wentik.
—He estado meditando un poco sobre el tema —replicó Jexon—. Creo que la mejor forma es ésta: lo enviaremos a 1989 usando el campo selectivo. Será transmitido al instante, y sin pérdida del conocimiento, pero no hay garantía de dónde estará usted cuando emerja en su época. Es de suponer que en algún lugar de la selva, pero de todos modos tiene que enfrentarse a eso. ¿Le parece bien?
Wentik asintió lentamente.
—En cuanto vuelva felizmente a su época, y le daremos el tiempo adecuado para que se aleje de la vecindad del campo, variaremos el interruptor a la posición ‘AA’. Eso significa que cuando haya encontrado a N’Goko, lo único que precisará hacer es traerlo directamente al distrito Planalto y llegar a la cárcel. Aquí habrá un avión esperándolos.
—¿No podría el avión recogernos en la Concentración? —preguntó Wentik.
—No —respondió Jexon, sacudiendo la cabeza con un gesto de irritación—. Eso sería impracticable. Ya se ha invertido demasiado tiempo en esto tal como está. Tengo que continuar mi trabajo. Tendrá que apañárselas solo.
—Wentik lo miró fijamente un momento, pero no dijo nada. ¿Era una pista de los motivos de Jexon…, que su trabajo personal estaba por encima de cualquier otra cosa?
—Muy bien —dijo por fin—. Lo comprendo.
—Pero hay un detalle que debe respetar del modo más estricto. Y ese detalle es que no debe arriesgarse a ir a Norteamérica. Incluso zonas del norte de Brasil y Venezuela recibieron contaminación radiactiva directa en el curso de la guerra. En la época en que usted volverá, dispositivos nucleares estarán estallando en ese momento en otras partes del mundo. Queremos que regrese a trabajar con nosotros, aunque no pueda llegar a la Concentración.
No hay problema, pensó Wentik. De todas maneras no me espera nada ahora… Europa occidental y central fue devastada en la segunda oleada de bombardeos…
—Voy a la Concentración —dijo a Jexon, con tono de paciencia—, encuentro a N’Goko, lo traigo aquí.
—Perfecto. Bien, ¿alguna otra cosa?
—Sólo que tengo un dolor de cabeza penetrante.
Jexon lo miró vivamente.
—¿Desde hace cuánto tiempo lo tiene?
—Más o menos desde que llegamos a la cárcel.
—Parece como si usted hubiera estado expuesto al gas perturbador…
—No es eso, estoy convencido.
Jexon parecía lleno de dudas.
—No lo sé. Recuerde lo que sucedió a Musgrove. Será mejor que se ponga en marcha… Déme el brazo.
Wentik extendió un brazo, y Jexon asió la muñeca y comprimió la carne hasta que la piel quedó muy apretada contra el hueso. A continuación cogió ambos extremos del cable, y los ciñó a la piel.
—Esto le producirá un dolor momentáneo —dijo, y clavó las dos puntas en el lugar adecuado. Wentik respingó.
El científico alzó los ojos y vio el semblante del hombre medio iluminado por la luz de la bombilla al otro lado de la máquina.
—Adiós por el momento, doctor Wentik.
Y bajó la palanca.
Wentik se sumergió en la oscuridad. Todo lo que le rodeaba era negro como el carbón. Cayó sobre algo duro que lo dejó sin aliento, y a un palmo de distancia un animal grande y pesado abrió la boca y chilló frente a su cara.