Hay dos obsesiones comunes a todos los hombres, presentes en proporciones variables. Una es la búsqueda del amor, y la otra la búsqueda de la verdad.
No existe sustituto a ninguna de ambas, aunque el amor puede ser suplido temporariamente por la experiencia física del sexo. No hay ninguna verdad sosegante.
Wentik estaba despierto, el brazo derecho en torno a los hombros de la mujer que dormía junto a él. La noche era cálida, y pese a que eran las primeras horas de la mañana, la ciudad vibraba alrededor del científico. No había horas tranquilas en Sao Paulo, la población entera amoldada a un tipo de turno voluntario que permitía que el funcionamiento de la ciudad prosiguiera veinticuatro horas al día.
En la oscuridad, Wentik miraba fijamente el techo, con opresivas imágenes de los primeros años de su matrimonio amenazando con vencerlo. Por primera vez desde que empezara su separación forzada de Jean, se esparció en un confortante remanso de sentimiento. El recuerdo de los rasgos físicos de su mujer —frente amplia, brazos pecosos, senos pequeños y tiernos, risa fácil— llegó vivamente a Wentik a través de los meses. Tales son los objetos del recuerdo: no sutilidades de carácter principales o importantes, sino superficialidades cuya presencia, relacionada con incidentes recordados, conforman una identidad evocada. Su vida con Jean había sido agradable; no podía describirla mejor. Ella significaba mucho para él, y los dos habían conocido un tipo de felicidad que no podía ser descrito a terceros: estaban satisfechos, y quizá satisfechos de ellos mismos. Pero nadie importaba. Si amor era lo que él había compartido con Jean, entonces su lascivia hacia Karena había rebajado ese amor a un hecho de un momento.
Pero el amor volvía.
Del mismo modo, lo que Jexon le había dicho aquella tarde había calmado temporalmente su indagación sobre lo que le estaba ocurriendo. Pero ahora, en la paz de la soledad, Wentik observaba una gran ausencia de verdad.
El gas perturbador, la misteriosa sustancia por la que lo habían traído allí para que la destruyera, no podía ser suyo.
El trabajo que había estado haciendo, con toda certeza, conduciría finalmente a una sustancia cuyo efecto sobre el cerebro humano sería similar al descrito por Jexon.
Pero él no había terminado.
Astourde y Musgrove interrumpieron su investigación al alejarlo de su trabajo antes de concluirlo.
La muchacha en sus brazos se agitó en sueños, y apoyó la cabeza con más firmeza en el hueco del brazo del científico. Wentik apretó a Karena, su mano cayendo a lo largo del pecho de la mujer y cerrándose con suavidad sobre uno de sus senos.
¿En ese caso quién…? ¿Quién había continuado el trabajo en su ausencia? Sólo N’Goko disponía de sus notas.
Wentik se irguió bruscamente. Abu N’Goko.
Impaciente por la lentitud del progreso de la investigación, impaciente por ensayar la sustancia con voluntarios humanos, impaciente…
—¡N’Goko! —dijo en voz alta.
Y la mujer volvió a caer en los almohadones, enfurruñándose en la oscuridad antes del disturbio.