Dieciocho

Wentik acabó su bebida y volvió a llenar el vaso. Entretanto, meditaba en lo que Jexon le había contado. El principal problema era la aceptación de que el gas perturbador había sido realmente obra suya. Lo que había dicho Astourde antes en esencia era lo mismo, pero no le había sonado convincente.

—¿Cómo es que me relacionan con esto? —preguntó.

—Encontramos algunos archivos viejos cuando Washington fue investigada. Todo lo que sobrevivió a la guerra fue trasladado a Sao Paulo para su examen, y a su debido tiempo encontramos una referencia a su trabajo.

—Pero mi trabajo se relacionaba con los condicionamientos mentales, no con la guerra…

—Para muchos brasileños es lo mismo —dijo Jexon.

—En absoluto. La forma en que se ha empleado este gas perturbador, tal como usted lo ha descrito, parece haber sido concebido como un arma contra los civiles.

—¿No es acaso lo mismo que cualquier tipo de condicionamiento?

—Tal vez.

Wentik caviló un rato. Recordó haber leído las teorías de Pavlov y luego haber descubierto cómo las habían aplicado en tiempos de Josef Stalin en la Unión Soviética. Todo ello formaba parte del abismo permanente entre la teoría y la práctica, entre la fría luz clínica de una mesa de investigación y el calor cegador de una sala de interrogatorio. Un científico puede desarrollar un principio y crear algo que termina siendo usado con fines totalmente aborrecibles para quien lo creó. Pavlov no fue un tirano de la ciencia doctrinaria, aunque sus métodos terminaran empleándose en tal sentido.

Y ahora Wentik tenía que enfrentarse a la posibilidad de que le hubiera sucedido lo mismo.

—¿Podría explicarme qué era lo que se pretendía con su trabajo? —preguntó Jexon.

—Creí que usted lo sabía…

—Al parecer, usted duda de que su trabajo y nuestros Disturbios puedan tener alguna relación. Si me explica exactamente lo que usted hacía, le describiré el proceso psicológico que tiene lugar en un sujeto, y quizá comprenderá a qué me refiero.

—De acuerdo.

Wentik empezó a relajarse. La conducta incisiva del otro actuaba como complemento directo de sus sentimientos más bien negativos.

Con la mayor brevedad que pudo describió sus tentativas de buscar un atajo a la obra de Pavlov, y los diversos procesos que había seguido. Habló de las ratas a Jexon, y de cómo su trabajo había sido interrumpido en la época que lo trasladaron a Brasil.

—¿Administró la sustancia a algún hombre? —preguntó Jexon.

Wentik negó con la cabeza.

—Yo tomé dosis muy moderadas, pero no permití que la droga fuera ensayada en otra persona. Con las cantidades que yo ingerí, los efectos eran minúsculos.

—¿Y…?

—Y nada. No pasó de ahí.

—No comprendo.

—Debería comprenderlo. Entonces fue cuando los amigos Astourde y Musgrove se presentaron. Tuve que abandonar el trabajo y marchar con ellos. Por lo que sé, ésa es la situación ahora.

—Le aseguro que no es así —dijo Jexon—. La información que tenemos en nuestros archivos es que su trabajo fue completado y que el compuesto se convirtió en un gas que ahora denominamos gas perturbador.

—Su información es errónea. Nunca terminé.

Jexon se encogió de hombros. Luego dijo:

—Le explicaré en detalle los efectos del gas. El primer síntoma siempre es un acusado aumento de la incidencia y vividez de los sueños. Después surgen dolores de cabeza o migrañas.

»A partir de ahí, los síntomas tienden a variar de un individuo a otro. El único detalle común es un relieve sutil del carácter. Si uno es algo irascible por naturaleza, entonces la tendencia a irritarse o malhumorarse crece. Otra persona de carácter retraído, por ejemplo, se volverá cada vez más negativa, hasta llegar a aborrecer el contacto.

»Todo esto sucede si no existen estímulos externos. En la práctica, como es lógico, los humanos son gregarios de forma inherente y obran de modo recíproco. Es posible que una persona en soledad jamás note los cambios psicológicos que tienen lugar en su interior. Dos personas incluso podrían seguir su vida durante semanas sin que se produzca ningún cambio básico, siempre que las dos fueran parte de una relación sólida y compatible. Pero consideremos cualquier número superior a éste, y seguirá un rápido declive general hacia la manía.

—Creo que comprendo el porqué —dijo Wentik—. Si tal como usted afirma, el gas perturbador es concepción mía, entonces la reacción se explicaría de modo bastante lógico. La sustancia abre la mente a una nueva creencia que, sin estímulo consciente, nunca cobra cuerpo. El proceso hasta ese punto es el equivalente de las técnicas de shock de Pavlov, pero en un sentido químico o metabólico. Sin el estímulo, el inconsciente recurre a sí mismo en busca de excitación y se exagera. Pero si existe una interacción entre personas, hay un bombardeo constante de estímulos casuales que derivan en manifestaciones de conducta irracional.

Jexon expresó su asentimiento con la cabeza.

—Ha llegado en diez segundos a la conclusión que a nosotros nos costó casi esos tantos años alcanzar. Pero esperábamos que llegara a ella. ¿No lo convence eso, como me convence a mí, de que se trata de su sustancia?

—Me temo que sí —dijo Wentik.

—He visto a Musgrove esta mañana —dijo Jexon al cabo de unos instantes—, y estoy en condiciones de recomponer una secuencia de lo sucedido cuando usted llegó a Brasil.

—¿Se refiere a lo de la cárcel?

Jexon asintió.

—No está demasiado claro. Musgrove se encuentra muy confundido respecto a buena parte del caso. Pero me ha ayudado a dar cierto sentido a lo que usted me explicó, y he recompuesto lo demás.

»Pero antes que nada, usted tenía curiosidad por la fuente energética de nuestras máquinas. Se denomina Poder Directo, o Direct Power en inglés. Tal como le di a entender esta mañana, ésa es la principal contribución tecnológica de Brasil. En su forma más simple se la puede describir como electricidad transmitida, aunque en la práctica me aseguran que es mucho más complicado. No entiendo de estas cosas. Lo único que usted precisa saber al respecto es que sometida a determinados modelos de tensión, la corriente eléctrica adopta una forma capaz de ser radiada, de manera muy parecida a las ondas hertzianas. Ello hace que la energía sea enormemente más flexible, y mucho más conveniente. En la práctica no existe límite al número de dispositivos que pueden ser gobernados con el Poder Directo en cualquier momento, siempre que se hallen dentro del alcance del transmisor.

»El descubrimiento del Poder Directo fue, como la mayoría de avances científicos notables, inesperado y accidental. Y abrió ante nosotros varias nuevas líneas de investigación. Una de ellas condujo a la creación del campo de desplazamiento.

—Va demasiado deprisa —dijo Wentik—. ¿Es el Poder Directo lo que impulsa sus aviones?

—Sí, y todo lo que hay en este piso, y en el hospital. Y en la cárcel.

—Entonces, ¿por qué el avión de despegue y aterrizaje vertical que me recogió estaba equipado con turbinas ordinarias?

—Porque el Poder Directo debe transmitirse. Todo lo que actúa fuera del campo efectivo debe llevar consigo su propia energía.

—Continúe.

—Estaba diciendo que esto condujo al descubrimiento del campo de desplazamiento. Usted lo llamaría viaje en el tiempo, supongo, pero no es tan fácil como eso. El campo que se genera actúa como disruptor sobre parte del campo temporal que existe en equilibrio con el espacio normal. De nuevo, la matemática de esto se halla ligeramente fuera de mi alcance…, pero el efecto es muy sencillo. El transmisor, y toda persona o cosa dentro de su radio de acción, es trasladado en el tiempo. La cuantía del viaje no es determinable, o al menos no lo es por el momento. El lapso cubierto por el generador es de algo menos de doscientos años, aunque me aseguran que se produce una leve distorsión ocasional.

»El tiempo subjetivo transcurrido, en consecuencia, es el mismo. Un hombre puede viajar al pasado desde aquí, y emerger durante la última mitad de 1989. Puede pasar seis meses allí, y a la vuelta descubrir que han pasado seis meses aquí.

—¿Cómo me vi envuelto en esto? —dijo Wentik, más para sus adentros que para el otro hombre. Un humor melancólico se había fijado en él. Quizá fuera la bebida.

Jexon lo miró, y por un momento Wentik creyó captar un destello de simpatía en su expresión.

—Sucedió —dijo Jexon— que aproximadamente al mismo tiempo que los primeros experimentos con el campo de desplazamiento se estaban realizando, nos topamos con la referencia de su trabajo. Se sugirió entonces que alguien retrocediera en el tiempo para pedirle a usted que viniera y corrigiera el daño que había causado sin saberlo, pero costó varios años que el progreso del tiempo transcurrido nos llevara a una fecha doscientos años después de una época en la que pudiéramos rastrearlo. En cuanto supimos dónde se hallaba (los únicos datos que teníamos afirmaban que usted había empezado a trabajar para la Genex Chemical Corporation en octubre de 1988), enviamos un hombre a buscarlo. Ese hombre fue Musgrove.

Wentik alzó los ojos vivamente.

—¿Musgrove trabaja para ustedes? Creía que tenía alguna relación con Astourde.

—No, Musgrove lleva varios años como ayudante mío. Ha hecho un gran trabajo de recopilación de datos esenciales sobre los efectos del gas perturbador en nuestra sociedad, y yo pensé que sería el hombre ideal para la tarea.

—Pero él nunca me contó esto —dijo Wentik.

—No… Hubo varios factores que yo no consideré. El primero fue el extremado efecto que el gas perturbador causó en Musgrove, y el segundo fue su encuentro con Astourde.

»Musgrove salió de Sao Paulo hace diez meses. Sus instrucciones eran simples: volver a 1988 mediante el uso del campo de desplazamiento, abordar al doctor Wentik y explicarle lo ocurrido, y volver aquí con él. Entonces usted tendría la opción, cuando hubiera completado su trabajo, de quedarse aquí o regresar a su época. Nuestra esperanza y convicción era que usted se quedaría, cuando lo que iba a ser su futuro inmediato, es decir, la guerra inminente, le fuera revelado.

»Sin embargo, las cosas empezaron a ir mal.

»Musgrove voló hasta la cárcel del distrito Planalto con un generador de campo de desplazamiento. El traslado tenía que hacerse desde allí porque el generador sólo iba a funcionar en regiones donde existiera poca ondulación superficial y un mínimo de árboles y maleza. Además, por obvias razones sociales, el área debía estar deshabitada. Zonas así son bastante escasas en Brasil, como usted seguramente pensará.

»El generador de campo, que para el caso también estaba capacitado para servir de transmisor de Poder Directo, fue instalado según el plan, y el piloto del avión regresó a Sao Paulo.

»Durante este tiempo Musgrove quedó expuesto accidentalmente al gas perturbador. Tal como usted ha observado, el gas es particularmente denso en el distrito Planalto. A partir de ese momento, la conducta de Musgrove siguió una pauta azarosa. Debió usar correctamente el campo de desplazamiento, y volvió a la cárcel y sus cercanías en 1988. Sus instrucciones a partir de ahí eran ir a la Genex Corporation de Minneápolis. Pero en lugar de eso fue a Washington, donde apareció algunos meses después. Desconozco lo que le sucedió en el intertanto. Esta mañana, cuando hablé con él, todo era muy confuso. Sólo puedo suponer que erró algún tiempo por la jungla antes de encontrar una avanzada de la civilización, desde la que se dirigió a Norteamérica.

»En Washington conoció a Astourde.

»Ahora, trate de imaginar cómo estaban estos dos hombres en el momento de conocerse. Normalmente, Musgrove es un hombre estable. Pero los efectos del gas perturbador duran varias semanas. Durante un período considerable había estado solo en un ambiente selvático de suma incomodidad. Es lógico suponer que cuando conoció a Astourde, Musgrove sufría esquizofrenia aguda.

»Y a su vez Astourde, por su relato, da la impresión de que padecía paranoia. Era poco atractivo en lo físico, tenía un trabajo nada atrayente en Washington y es probable que fuera impopular entre sus colegas. Su matrimonio estaba acabando. Una persona así suele sufrir los delirios que constituyen la raíz del comportamiento paranoico, y Astourde no podía ser una excepción.

»Ya había estado envuelto en la investigación del gobierno estadounidense sobre nuestro campo de desplazamiento, agazapado toscamente en medio de la jungla brasileña, e inevitablemente Musgrove se había puesto en contacto con él.

»Astourde era un ego pomposo y altanero, y el pobre Musgrove, que todavía padecía los efectos del gas perturbador, cayó claramente bajo su influencia.

»A partir de entonces se desarrolló el espectáculo de Astourde.

—Cuando los conocí —dijo Wentik—, me impresionó Musgrove pero Astourde dominaba. Imagino el porqué de ello.

—La siguiente parte de la historia le es conocida —dijo Jexon—. Astourde hizo uso de su influencia y organizó el equivalente de un ejército particular. Al llevarlo a usted a la cárcel creyó que podría investigar el fenómeno que le habían encargado explicar, y al mismo tiempo la misión de Musgrove, en la forma superficial que se le había explicado, sería cumplida.

»Entonces un tercer factor imprevisto hizo aparición. Es decir, el efecto del gas perturbador en Astourde y los demás hombres.

»Astourde creía que tenía cierto poder sobre usted; el síndrome del Disturbio tradujo esto a certidumbre y comenzó con el interrogatorio. Los mismos hombres creyeron estar al mando de Astourde, y se convirtieron en sus virtuales esclavos. Astourde, convencido de que usted estaba detrás de todo el asunto de algún modo, lo culpó del nuevo apuro e intentó incitar sentimientos contrarios a usted en los hombres. Musgrove, desesperadamente confundido, se retiró a las celdas.

»En medio de todo esto, usted conservó la cordura y la razón, pero desorientado por lo que sucedía, sólo atinaba a observar.

—Astourde sabía —dijo Wentik— que todo el mundo menos yo experimentaba lo que él denominaba fantasías violentas.

—Al parecer usted es inmune al gas perturbador. ¿Tiene alguna noción del porqué?

—No, realmente —dijo Wentik—. Sólo que las cantidades que ingerí en la Concentración pueden haber robustecido mi resistencia al gas. ¿Encuentran casos de inmunidad al gas en gente expuesta a él en más de una ocasión?

Jexon negó con la cabeza.

—No hay un solo antecedente. Si existiera alguna protección encontraríamos un medio de usarla.

—Yo me inyectaba —observó Wentik.

—¿Sí?

—Podría ser importante —dijo Wentik.

—¿Sería capaz de reproducir la sustancia aquí en el laboratorio?

—Espero que sí. Lleva su tiempo, sin embargo.

—No importa —dijo Jexon—. En fin, por razones que no puedo determinar, Musgrove abandonó repentinamente la cárcel a pie e hizo lo que se suponía debía hacer primero: pedir ayuda por radio. Hay varias casetas de vigilancia no usadas, y todas tienen un equipo de onda corta. Un avión fue enviado para recogerlo, y hace cuatro días regresó a Sao Paulo. Sin usted.

—Hace cuatro días yo continuaba en la cárcel.

—Naturalmente. No me di cuenta del estado de Musgrove, y cuando él dijo que lo había llevado a la cárcel y que usted seguía allí, lo hice volver al momento. Recuérdelo, yo había estado esperando diez meses sin noticias o explicación. Por fortuna, los dos tripulantes del avión debieron comprender lo que pasaba al llegar a la cárcel, y pusieron camisas de fuerza a ambos, Musgrove y usted. Es la norma empleada en los casos de personas afectadas por el Disturbio.

—Todavía queda una cosa que no comprendo completamente —dijo Wentik—. Y esa cosa es la cárcel. ¿Qué hace la cárcel allí, cuando es sabido que el gas perturbador ejerce un efecto tan profundo sobre la gente?

—Otro legado del pasado —replicó Jexon—. Hace varios años, los científicos abordaron el problema de despejar la cuenca del Amazonas. Ahí no se podía hacer nada mientras la jungla lo cubriera todo. El terreno resultaba tan difícil de trabajar que es prácticamente imposible despejarlo mediante métodos convencionales. Por tal razón se hicieron innovaciones con los métodos. Hoy día, el trabajo de despejar la jungla en la región de Manaus se hace mediante procesos de rociada desde el aire. Los árboles, de tipos tan diversos que jamás podrían ser explotados industrialmente, son envenenados desde el aire y se deja que se pudran. En menos de seis meses alcanzan un estado de decadencia que permite reducirlos a pasta de madera sobre el terreno, y se los emplea como combustible industrial barato o bien como humus del terreno en zonas del país dotadas de una tierra menos fértil.

»Estos procesos fueron iniciados en la parte de la jungla que ahora denominamos distrito Planalto. De vez en cuando sobrevolamos esa zona y volvemos a rociarla, para mantener bajo el rastrojal.

»Pero hace cien años, mientras los Disturbios se hallaban en su apogeo y sus causas no eran bien conocidas, se precisó una nueva prisión, y el distrito Planalto pareció ser un lugar ideal para ello. Alejada y prácticamente a prueba de huidas, la cárcel fue considerada en su tiempo como un modelo de técnica terapéutica correctiva aplicada. Hoy día, sabemos más sobre los efectos del gas perturbador, y la cárcel ha estado cerrada durante años.

Wentik guardó silencio, recordando las celdas y corredores vacíos, y las puertas cerradas con llave.

—¿Hay alguna otra cosa que desee saber? —preguntó Jexon.

Wentik pensó un instante. Después dijo:

—¿Qué ha sucedido a los hombres que por accidente entraron en el distrito Planalto? Astourde me aseguró que varios habían desaparecido, y obtuvo una fotografía del avión de ustedes cuando estaba recogiendo a uno de los hombres. ¿Y qué me dice de los hombres de Astourde que aún siguen en la cárcel?

—Serán recogidos mañana. Efectuamos vuelos regulares por las regiones afectadas por el gas perturbador. Hay gente que se adentra de vez en cuando, y tiene dificultades de salir de nuevo. El distrito Planalto, debido a que ha sido despejado, es una de las regiones que patrullamos con regularidad. Si los hombres de la época de usted han entrado accidentalmente, los llevamos al hospital y se les da un tratamiento de rehabilitación. —Jexon dejó de hablar, sacó un bolígrafo del bolsillo y garabateó algo en una hoja de papel—. También me ocuparé de esto. Es probable que sigan en el hospital, porque a los médicos tal vez les haya parecido que son casos pertinaces. Estos hombres pueden haber mantenido sus relatos, y los médicos estarán pensando que se aferran a sus delirios.

El rostro de Jexon se hizo sombrío de repente.

—Este asunto está empezando a tener consecuencias graves —dijo.

—Pero ¿qué les sucederá ahora? —preguntó Wentik, comprendiendo el motivo de la seriedad de Jexon. Los hombres eran víctimas accidentales del proceso de hechos, y quedarían profundamente afectados por lo que les había estado sucediendo.

Jexon tenía un aspecto de total desesperación.

—Supongo que se les tendrá que ofrecer las mismas alternativas que a usted. Quedarse aquí y trabajar para el bien de la comunidad, o ser devueltos a su época.

—Creo que puedo hablar por ellos —dijo Wentik—. Aun cuando no conozco a ninguno. Querrán ser devueltos.

Jexon sacudió la cabeza.

—Lo dudo. ¿Sabe qué día es hoy?

—¿Mi día o el suyo?

—El día al que usted ha estado orientado de manera inconsciente todo el tiempo que lleva aquí. 1989.

—Algún día de agosto, supongo.

—Es el 5 de agosto.

—¿Eso es significativo?

—No por sí mismo. Pero se está librando una guerra en ese momento. ¿Recuerda haber leído sobre la invasión de Florida por parte de Cuba? Eso fue el 14 de julio de 1989. La contienda acabó el 22 de julio. El día 28, La Habana fue bombardeada en represalia. El 29 otra ciudad cubana, Manzanillo, fue destruida.

»Ayer, doctor Wentik, mientras usted se hallaba en la habitación del hospital, el presidente de los Estados Unidos, rechazó las exigencias del Presidium soviético. Rusia había exigido una repatriación inmediata de todos los ciudadanos cubanos a una zona neutral del territorio continental de los Estados Unidos más una garantía inequívoca de avance hacia gobierno socialista en el país en el curso de una década.

»Hoy, mientras estamos sentados en esta cómoda habitación, hombres de su época están dando los primeros pasos hacia la destrucción mutua. La flota rusa del Mediterráneo será destruida esta tarde. Al anochecer, las primeras armas nucleares estarán explotando en territorio americano.

—¿No hay duda sobre esto? —preguntó Wentik.

—Ninguna, en absoluto.

Jexon se puso de pie, y se vistió la capa verde.

—Será mejor que me vaya al hospital y ver cómo están los otros hombres. Mientras tanto, tal vez le gustará leer esto.

Sacó un libro delgado, similar al de historia, de un bolsillo, y lo ofreció a Wentik.

—Es uno de mis libros, y quizá le ayude a aclimatarse en nuestra sociedad un poco más aprisa.

Wentik lo cogió, y lo colocó distraídamente en la mesa cerca del otro libro. Cuando Jexon llegó a la puerta, lo llamó.

—¡Doctor Jexon!

—¿Sí?

—Quisiera pedirle un pequeño favor en el hospital. Hay una enfermera…

Jexon sonrió.

—No siga. Diré la palabra justa. Ella lo encontrará.

Y se fue. Wentik volvió a sentarse, y extendió su mano hacia el libro.