Diecisiete

Cuando la mañana siguiente la enfermera de edad madura trajo el desayuno de Wentik, el hombre todavía dormía. La mujer apretó el botón de la pared y el sol inundó la habitación. Wentik abrió los ojos y vio la rama en flor al otro lado de la ventana. Flores rosas y puras.

La enfermera dejó la bandeja en la mesa y se fue rápidamente.

Wentik se quedó inmóvil dos minutos más, intentando restaurar el desvelo a su cuerpo. Sus músculos parecían desconectados de sus piernas. Las comodidades y vicios de la civilización ya le estaban minando la energía. La cárcel, con todo su rigor desagradable, había devuelto a sus movimientos un vigor desconocido para él desde la adolescencia.

Salió por fin de la cama y acercó la bandeja. Nada de ríñones hoy, comprobó. Un simple tazón de cereales, un huevo frito y café.

Cuando hubo terminado, se lavó y vistió, intentó devolver a las sábanas un aspecto de aseo y se sentó a la espera de los acontecimientos.

Karena había dicho que, por lo que ella sabía, lo iban a dar de alta por la mañana. El hospital estaba avergonzado por lo sucedido.

El reloj indicaba las diez y media, y Wentik estaba empezando a aburrirse otra vez, cuando se produjo un golpe en la puerta y la enfermera entró. Tras ella había un hombre alto que se dirigió hacia Wentik dando grandes zancadas y sin pensarlo demasiado.

—¡Doctor Wentik! ¡Cuánto lamento que le haya sucedido esto!

Wentik cogió la mano que se le brindaba y la estrechó. Observó al otro hombre.

Era de avanzada edad, probablemente a punto de cumplir los setenta, aunque todavía con un porte erguido y ojos claros e inteligentes. Estaba casi calvo, con restos de cabello blanco en las sienes. A pesar de que su semblante estaba arrugado, sus facciones eran sólidas y su piel de un saludable color sonrosado. Vestía ropa similar a la nueva de Wentik: cómoda, bien ajustada y de un color gris neutro. Encima de los hombros llevaba una brillante capa verde limón.

—No tengo el placer de conocerle —dijo Wentik.

—Jexon. Samuel Jexon.

Siguieron estrechándose la mano. La actitud del recién llegado era cordial, como si hubiera estado esperando para conocer a Wentik. Finalmente, Jexon dijo:

—Si prepara sus cosas, lo llevaré a su apartamento.

—Estoy listo para irme ya mismo.

—¿No lleva otra muda con usted?

—No, sólo la que me dio la enfermera. Mi otra ropa casi no puede vestirse en este momento…

—Pero creí que habría traído equipaje…

—Lo hice. Pero se perdió en el camino.

—Después veré que se podría hacer por usted. Tengo un avión afuera. Su piso está en el mismo edificio que mi despacho, y puedo hacer que algunos estudiantes encuentren algo de ropa para usted.

—¿Estudiantes?

—De la universidad.

Wentik recogió el libro de historia, y siguió a Jexon al pasillo. La enfermera rolliza lo miró un momento al pasar por la oficina, y Wentik detectó que el aspecto amistoso de la mujer el día anterior se había echado a perder. Casi como si ella hubiera descubierto en aquel momento que él no era el auténtico Musgrove y no necesitaba ya de sus cuidados y atenciones. La enfermera se sentía agraviada por su presencia.

Jexon recorrió el edificio con un inconfundible aire de autoridad, con Wentik tras sus pasos.

—¿No tengo camisa de fuerza en esta ocasión? —preguntó Wentik en tono irónico, en un momento dado.

—¿Quién le hizo eso? —dijo Jexon con una expresión de pesadumbre—. ¿Fue Musgrove?

—Creo que sí. Recibí un fuerte sedante, y vine embutido en una de esas camisas.

—Tendrá que aceptar mis excusas, doctor Wentik. Infórmeme de cualquier otro incidente similar. Yo he sido quien hizo que le trajeran aquí.

Salieron a la luz del día en la parte trasera del edificio, donde la ambulancia se había detenido dos noches antes. Sobre el cemento había un pequeño avión pintado de verde con una cabina alta y bulbosa agazapada de modo engorroso en lo alto de un estrecho fuselaje.

Wentik se detuvo bruscamente.

—Usted me trajo aquí —repitió.

—Exacto.

—Dígame sólo una cosa. ¿Porqué?

Jexon señaló el libro que Wentik sostenía.

—Si ha leído eso, ya conoce parte de la respuesta.

—No he aprendido mucho de este libro. Sólo que hubo una guerra.

—Hubo una guerra —dijo Jexon con un suave tono de eco burlón—. La guerra para acabar con todas las guerras, me temo. Solía ser un dicho irónico de su época, creo. Bien, iba en serio. No sólo hizo trizas medio mundo sino que además destruyó el espíritu del hombre. ¿Se da cuenta de que nos ha costado dos siglos llegar adonde estamos ahora? Es probable que todo le parezca extraño, pero ahora no tenemos muchas más cosas que las que ustedes tenían. Nos hemos puesto al día con usted, doctor Wentik. Eso es todo.

—Pero usted no me trajo aquí sólo a causa de una guerra…

—En parte, sí. —Jexon señaló el avión con la cabeza—. Vamos. Suba. Creo que entenderá el motivo cuando le explique unas cuantas cosas.

Subieron al avión y tomaron asiento. Jexon se colocó ante una serie de mandos que para el ojo inexperto de Wentik no parecían más complejos que los de un coche. La ambigüedad de la última afirmación de Jexon aún revoloteaba en su cabeza.

—¿Ha dicho que se han puesto al día conmigo? —preguntó. ¿En parte por causa de la guerra?

El hombre se echó a reír.

—No con usted personalmente. Con su sociedad. Estamos reconstruyendo una civilización aquí. Nuestro nivel tecnológico es prácticamente idéntico al de su época. En ciertos aspectos, en las ciencias sociales vamos por delante de ustedes, y en algunos aspectos técnicos. Pero en conjunto, la forma de vida aquí no es muy diferente de la suya.

Wentik se dio cuenta de que el avión había despegado mientras el otro hombre hablaba, y se hallaban ahora a seis metros del suelo y ascendiendo velozmente en un silencio total. Miró hacia abajo por la amplia cubierta de la cabina y vio la ciudad que se extendía por debajo. El día era despejado y cálido, el cielo un azul transparente. El aspecto general de la ciudad era de espacio. Abundaba en elevados edificios, construcciones de hormigón y metal sin grandes diferencias con las que Wentik estaba acostumbrado en su época. Pero no se apelotonaban una contra otra; estaban bien espaciadas con zonas verdes. Hacia las afueras de la ciudad, los edificios no eran tan altos, pero incluso en el corazón de ella el verdor natural de los árboles y arbustos era abundante.

—¿Le gusta? —preguntó Jexon.

Wentik asintió, pero añadió:

—No es como mi hogar.

—¿Dónde está?

—En Londres.

—Creía que era americano.

—No.

Wentik recorrió con la mirada la ciudad hasta las montañas que había a lo lejos. Era un lugar realmente bello, si se pasaba por alto el calor. En dirección opuesta vio el océano, el Atlántico Sur, como una franja plateada a lo largo del horizonte.

—Señor Jexon, si de verdad es usted la persona responsable de haberme traído aquí, entonces tendrá mucho que explicar

—Doctor Jexon —corrigió el otro hombre.

—Lo siento.

—Tenemos similares intereses, doctor Wentik. Ambos somos Científicos. Yo soy sociólogo. Me ocupo de los conceptos abstractos del pueblo, gobierno y movimiento. Y por lo que sé, usted es bioquímico investigador y se ocupa de compuestos y productos químicos. En ese aspecto, ambos somos racionalistas profesionales.

—Estoy de acuerdo con eso —dijo Wentik, precavidamente.

—En cuyo caso, su racionalismo debería indicarle que antes de que yo pueda explicarle algo, debo saber qué es lo que requiere explicación.

—¿Pretende decir que desconoce lo que me ha sucedido durante las últimas doce semanas?

—No. Lo único que sé es que algo que debió haberse conseguido en unos pocos días se acaba de conseguir ahora. Es decir, mi reunión con usted.

—¿No tiene idea del motivo del retraso?

—En absoluto.

De manera que Wentik le contó lo sucedido.

Allí, en el pequeño avión verde, navegando lentamente y sin que se hiciera evidente algún consumo de energía sobre una ciudad totalmente extraña para él, Wentik narró la secuencia entera de los hechos. Empezó en el momento que Astourde y Musgrove se dirigieron a él en la Concentración —al mencionar el nombre de Astourde, Jexon interpeló vivamente a Wentik—, contó el episodio de la cárcel y luego cómo había sido conducido al hospital. El único detalle que reservó deliberadamente para sí fue la aventura galante de la noche anterior.

Cuando acabó, Jexon dijo:

—¿Dice que ese hombre, Astourde, ha muerto?

—Fue una muerte accidental. Derramó gasolina de aviación y le prendió fuego antes de poder salir.

—¿Y había otros hombres con usted? ¿Tiene alguna noción sobre quiénes eran?

—No. Por lo que pude deducir, estuvieron en el ejército norteamericano en cierto momento. Pero eso no estaba muy claro.

—¿Dónde están ahora?

—Supongo que seguirán en la cárcel —replicó Wentik—. Tienen un helicóptero, y uno de ellos puede pilotarlo. Quizá se hayan ido ya.

—¿Puede contarme algo más de Astourde?

—No mucho. Lo único que sé es que trabajaba para un departamento gubernamental, y se suponía que debía investigar el distrito Planalto.

—Me intriga lo que ha dicho sobre ese interrogatorio —dijo Jexon—. ¿Tiene alguna idea de los motivos? Wentik meditó un instante.

—De nuevo, no con certeza. Creo que Astourde se ofuscó. Uno de los hombres lo dio a entender cuando dijo que Astourde me ‘culpaba’ de que todos estuvieran en la cárcel. Había explicado al resto de los hombres que yo los había llevado allí, por ejemplo. Aunque por lo que a mí concernía, estaba claro quién había traído a quién.

—Creo que puedo resolver ese punto —dijo Jexon.

Aferró fuertemente los controles y la nariz del avión se inclinó. El torrente de aire que acometía el aparato aumentó al instante, y Wentik notó que el avión se lanzaba decididamente hacia el suelo.

Después Wentik vio frente a ellos un gran edificio que se extendía por varias hectáreas de terreno. Aunque ahí tenía dificultades para distinguir un edificio nuevo de otro viejo, esa construcción daba la impresión de tener un desgaste de varios años en su faja de hormigón. El avión dio la vuelta al edificio, luego descendió en silencio hacia un pequeño prado donde varias máquinas similares estaban aparcadas. Cuando el aparato quedó inmóvil, Jexon se levantó.

—¿No piensa explicarme cómo funciona este aparato? —preguntó Wentik.

—Más tarde —se rió Jexon—. Es nuestra única gran contribución al mundo, no la mencionamos en una conversación así como así. Se lo explicaré esta tarde, junto con cualquier otra cosa que desee saber. Pero antes tengo que hacer un par de llamadas. No sabía que hubiera otras personas implicadas.

—Pero conocía a Musgrove…

—Oh, sí. Él es el personaje central, de hecho.

El hombre se alejó rápidamente, y Wentik se apresuró a seguirle en dirección al edificio.

Jexon se reunió con Wentik a primera hora de la tarde. Este pasó la mañana en su nuevo piso y el laboratorio anexo.

Tal como Jexon había dado a entender, el piso formaba parte de la universidad. Wentik disponía de una vivienda completa reservada para él, con todas las comodidades imaginables; entre ellas, un aparato de televisión para su diversión personal. Pero Wentik estaba más interesado en el laboratorio que, según le había dicho Jexon antes de marcharse, era para su uso exclusivo. Tenía toda la ayuda que deseara, tanto por parte de estudiantes como de expertos, y lo único que debía hacer era pedir. Examinó el laboratorio atentamente; tenía prácticamente todos los instrumentos que había usado en la Concentración.

Alrededor del mediodía, un estudiante le trajo comida y le entregó un vestuario completamente nuevo, mucho más de lo que Wentik hubiese podido imaginar que necesitaría. Aceptó cortésmente la ropa y la puso en uno de los tantos armarios del piso. Más tarde se cambió de ropa; se puso una indumentaria totalmente nueva.

A las dos en punto llegó Jexon.

Wentik estaba descansando en uno de los comodísimos sillones, difrutando el lujo del aire acondicionado. En el exterior, el calor estaba en su máximo diario, y una atmósfera de fatigante parsimonia abatía la ciudad.

Jexon se dirigió a una vitrina y llenó dos vasos, liberalmente adornados con hielo y mondaduras de fruta. Entregó una bebida a Wentik.

—Acabo de ver a Musgrove —dijo—. Está en el hospital, con el tratamiento que intentaban aplicarle a usted.

—Tiene suerte —dijo Wentik, pensando en las horas que había pasado con Karena la noche anterior. Y se preguntó si Musgrove estaría en condiciones de llevar tal tratamiento.

—De nuevo, sólo puedo disculparme por eso. Como la mayoría de otros detalles, supongo que ha sido por mi culpa. Dispuse que lo recogieran en el aeropuerto, y que Musgrove fuera llevado al hospital. Cuando el avión aterrizó la ambulancia estaba allí, pero no mi hombre. Como usted iba con camisa de fuerza, lo confundieron con Musgrove.

—¿Por qué no me buscó en el hospital?

—No teníamos razón para suponer que estuviera allí. Musgrove salió corriendo poco después de que usted se fuera… Esta mañana me dijo que intentaba escapar. Y yo supuse que usted se hallaba en alguna parte de la ciudad y que Musgrove estaba en el hospital. La realidad era todo lo contrario, por supuesto. En fin, ya está solucionado…

Wentik dio un sorbo a su bebida y le pareció deliciosa: un ponche dulce, refrescante, con un aroma inidentificable.

—Lo cierto es que no me preocupé —dijo, recordando otra vez a Karena—. Me sentó muy bien como descanso. ¿Cómo encontraron a Musgrove al final?

—En cuanto averiguamos que se hallaba en alguna parte de la ciudad, emitimos un llamamiento y apareció en menos de un cuarto de hora. Una patrulla de policía lo había retenido durante treinta y seis horas.

Wentik se extrañó un poco ante el enigma implícito en la última observación. Le asombró que una patrulla de policía retuviera a un hombre sin remitir el caso a una autoridad superior, pero lo dejó pasar. Lo más probable es que tuviera alguna explicación.

—En fin —continuó Jexon—. Ese ya no es el problema. La cuestión es que usted está aquí.

—Lo cual, supongo —dijo Wentik—, vuelve a llevarnos a mi pregunta: ¿Por qué estoy aquí?

Jexon sonrió.

—Para hacer una tarea. No muy fácil, o muy agradable, quizá, pero no obstante una tarea para la que usted es la única persona calificada.

—Y esa tarea es…

—Enmendar lo que usted ha hecho, doctor Wentik. Ayudarnos a recomponer la sociedad humana. Corregir un error. Llámelo como guste, pero ha de hacerse.

¿Qué ha de hacerse? —dijo en voz baja Wentik.

—El gas perturbador debe ser eliminado.

Jexon dio un largo trago a su bebida, y después contempló a Wentik en espera de una reacción.

Wentik hizo un gesto de indiferencia.

—¿A eso se refería Astourde? Afirmó que la razón de que yo estuviera aquí era mi trabajo.

—Exactamente. Usted creó el gas perturbador… Ahora debe destruirlo.

—¿Y si no lo hago? ¿Y si no puedo?

—Tendrá que hacerlo. Puedo ofrecerle razones muy buenas para hacerlo. Y de todas formas, cuando aprecie por sí mismo los efectos lesivos que el gas ejerce sobre nuestra sociedad, estoy convencido de que hará lo preciso. Si no lo hace… Bueno, la decisión es suya. Díganos lo que desea, y nuestros científicos y técnicos estarán obligados a considerarlo.

—No soy inhumano —dijo Wentik—, pero después de lo que ha pasado tendrá que darme motivos muy buenos de por qué debo hacer algo por ustedes.

—Creo que puedo dárselos. Pero ha de recordar un detalle antes de tomar una decisión: no habrá regreso a su época. Su mundo está muerto, y lo ha estado más de doscientos años.

Wentik lo miró con una expresión de vacío.

—Creo que puedo comprender eso —dijo con lentitud.

—¿Acepta usted, en consecuencia, la naturaleza de lo que hemos hecho con usted? ¿… que hemos puesto en práctica una especie de traslado a través del tiempo para traerlo aquí?

—Sí.

—Lo felicito.

—Doctor Jexon —dijo Wentik—. Quizá podríamos volver al punto principal. Usted iba a explicarme por qué debo trabajar para ustedes con ese gas perturbador.

—De acuerdo —dijo Jexon, acabó su vaso y se dirigió a la vitrina para servirse otro trago.

—Veo que ha leído nuestra historia doctrinaria —dijo Jexon, señalando el delgado libro que yacía en la mesa entre los dos hombres—. Ahí se habrá enterado de la guerra que tuvo lugar en 1989. Fue una guerra terrible, una guerra total y definitiva. En cuestión de semanas casi el noventa por ciento de la población mundial murió o quedó contaminada de modo fatal. Nosotros hemos reconstruido a partir de los restos de aquel holocausto.

»La guerra ha dejado su legado. No sólo naciones enteras han sido destruidas, ciudades arrasadas y razas aniquiladas por completo; existen además efectos secundarios que aún hoy, a doscientos años de aquello, todavía llevan al caos a nuestro mundo. Hay radiación. No tenemos medio de saber cuántas armas nucleares explotaron, o cuánta radiación fue liberada. Pero conocemos los efectos residuales, y si usted me acompañara a ciertas zonas del globo podría comprobarlo con sus propios ojos. ¿Se acuerda de los Estados Unidos? ¿Se acuerda de la nación más rica, más poderosa de la Tierra? Ni una sola persona vive ahí actualmente. Tiene el índice de radiación más elevado del mundo. Es probable que un día vuelva a intentarse colonizarla, pero aún no.

»Después están los gérmenes y microbios. Por fortuna sus efectos fueron efímeros y ahora no corremos riesgo alguno por lo que a ellos respecta. Pero puedo llevarlo al museo botánico y mostrarle mazorcas de maíz de más de un metro de largo, y frutas simples como manzanas y plátanos que crecen en árboles ordinarios, pero que envenenarían a cualquier hombre que las comiera. Y podría mostrarle fotografías de niños deformes de nacimiento. Podría ofrecerle evidencia de virus de cáncer, y todo tipo de subproductos procedentes de las bacterias lanzadas a la atmósfera durante la guerra. Lo que los mismos gérmenes ya no pueden hacernos, el producto de doscientos años de entrecruzamientos de poluciones y ambientes radiactivos lo está haciendo con los productos de los productos de estos gérmenes originales.

»Pero podemos acostumbrarnos a vivir con radiación y bacterias. Cada año que pasa reduce su potencia, y lo único que necesitamos para vencerlas es paciencia.

»No podemos vivir con los Disturbios, porque no han perdido su potencia con el paso del tiempo.

»En las etapas finales de la guerra las potencias rivales se desesperaron. Mientras el bombardeo continuaba y sin embargo todos los enemigos devolvían golpe por golpe, se emplearon distintos tipos de armas, muchos de ellos no comprobados. Uno de esos era lo que ahora denominamos gas perturbador. La composición química del gas aún no la conocemos exactamente. Pero una de las potencias, y tenemos motivos para creer que fue Estados Unidos, liberó miles de toneladas de ese gas en las atmósferas de sus rivales. Si el gas se hubiera comportado como cualquier otro gas, habría cumplido su función y se habría dispersado después. Pero éste no lo hizo. Había algo en su composición que sus utilizadores no previeron. En lugar de dispersarse, el gas se unía y conservaba buena parte de su potencia. Las nubes de gas empezaron a desplazarse en la atmósfera, a voluntad de los vientos prevalecientes.

—Leí sobre los Disturbios en el libro —dijo Wentik—. ¿Que fueron?

—Fueron lo que sucedió cuando los seres humanos respiraron el gas. Una comunidad cualquiera seguía su existencia cotidiana de la forma que prefería. Quizá la vida fuera incivilizada entonces, ¿pero qué otra cosa se podía esperar? Casi no existían comunicaciones. Poco a poco, las cosas empezaron a degenerar. Una pelea aquí, una violación allá, alguien que enfermaba físicamente en alguna otra parte. Al cabo de tres días la comunidad entera quedaba afectada y, según el estado normal de la vida allí, ocurría una entre varias cosas. Gente que vivía al día se agrupaba y mataba a los miembros más débiles de su comunidad. Un grupo de orientación religiosa emprendía prácticamente una locura de adoración. Una sociedad militante formaba bandas de vigilantes designados arbitrariamente y adoptaba una conducta violenta, asesina, y a menudo suicida, contra sus vecinos. Las circunstancias variaban según los casos, pero el resultado siempre era prácticamente el mismo: un Disturbio. Fue peor en las grandes ciudades, y menos grave en proporción directa al número de personas involucradas.

»Esto se produjo probablemente desde el final de la guerra en 1990 hasta 2085 ó 2090. Sólo en los últimos treinta años de ese período se dio una denominación al hecho.

»Durante la década de 2090, los Disturbios aminoraron de repente, y a partir de esa época empieza la Reforma. Las ciudades fueron repobladas y reconstruidas, desarrollamos nuestra tecnología y edificamos una sociedad que cierta gente de su época habría considerado prácticamente perfecta.

»Pero los Disturbios no han terminado. Por razones que desconocemos, el gas perturbador había variado su actividad. Ahora en vez de flotar al azar en torno al mundo, se agrupaba a una altura aproximada de mil metros sobre el nivel del mar, y permanecía allí. Que nosotros sepamos, sigue moviéndose alrededor del mundo. Pero por lo que concierne a los que estamos en Brasil, sólo las partes del país en las montañas o mesetas resultan afectadas.

—Partes como el distrito Planalto, supongo —dijo Wentik.

—Sí —convino Jexon—. Por lo general, esto no nos preocuparía, porque una parte sustancial de la economía brasileña se ha basado siempre en la región costera. Pero como tenemos una población que se expande, y puesto que las partes más elevadas de Brasil contienen los mayores depósitos minerales del mundo, necesitamos ser capaces de trabajar en dichas regiones. No sólo eso, sino que todavía sentimos los efectos del gas perturbador aquí abajo. Tres o cuatro veces al año, por lo general en primavera u otoño, estalla una tormenta tierra adentro y parte del gas vuela hasta aquí.

Jexon alzó su vaso en un brindis irónico.

—Y eso, doctor Wentik, es lo que deseamos que haga en nuestro favor. Usted inventó el gas, usted debe destruirlo.