Quince

Una hora más tarde Wentik estaba tumbado en la cama, escuchando la suave música que llegaba a través de un altavoz oculto sobre la puerta, y contemplando una película de niños que jugaban felices en una pradera bajo cielos azules. En un curioso paralelo entre esa situación y los primeros días de cárcel, el vago interrogatorio por que acababa de pasar lo había dejado en un estado de moderada confusión.

Un joven doctor lo había visitado, y las preguntas que había formulado fueron prácticamente absurdas para Wentik. Y al parecer, las respuestas que dio tenían un significado igualmente pobre para el doctor.

Siguió un examen médico superficial, y le dejaron en paz.

Aparentemente se trataba de un caso de identidad equívoca, por lo que Wentik sabía. El doctor pensaba que él era otra persona, aunque no estaba claro quién, precisamente. Parte del examen comprendió sencillos tests de asociación, y las respuestas de Wentik sorprendieron claramente al médico.

Al final del examen, Wentik dijo:

—¿Por qué he sido conducido aquí?

—Para rehabilitación de trastornos.

—¿Cuánto dura eso?

—Hasta que usted se recupere —dijo el doctor—. Llame a la enfermera si desea algo. Lo veré otra vez por la mañana.

Cuando el médico salió, la puerta no fue cerrada de nuevo, y Wentik la abrió un poco. Afuera, en el corredor, habían colocado un escritorio y levantado un tabique temporal, convirtiendo de ese modo el extremo del pasillo en una habitación externa a disposición de Wentik. Sentada ante el escritorio, la enfermera vestida con uniforme blanco intercambiaba algunas palabras con el doctor, que se había detenido para tal efecto. Aunque forzó al máximo su oído, Wentik fue incapaz de distinguir la mayor parte de lo que decían.

Pero escuchó que el médico hizo una vez mención del nombre de Musgrove.

Cuando el doctor se fue, Wentik permaneció unos instantes contemplando a la enfermera en su trabajo. Desconocedora de la mirada escrutadora del científico, la mujer tenía la cabeza inclinada sobre lo que escribía. Era joven, y a los ojos de Wentik, por largo tiempo privados de rasgos femeninos, notablemente atractiva. Por fin, comprendiendo que no hacía ningún bien a su estado de ánimo, Wentik cerró la puerta en silencio, y volvió a la cama.

Al cabo de algunos minutos, las luces se oscurecieron automáticamente y empezó la película.

Era enteramente inocua; al parecer, una especie de documental de absoluta simplicidad: amplias playas blancas con oleaje oscilante, elevadas montañas en un manto de árboles verde oscuro y bordeado de nubes blancas, caras de hombres y mujeres, niños jugando, animales comiendo, chimeneas de fábricas despidiendo humo.

Y mientras tanto, la insípida música brotaba incesantemente por el altavoz de la habitación.

Al cabo de una hora de película las luces se encendieron de nuevo, la música cesó y la puerta se abrió.

La enfermera entró.

—¿Querrá hacer el favor de desnudarse, señor Musgrove?

—¿Musgrove?

—Sí. Y le traeré una bebida antes de que se vaya a dormir. La enfermera salió antes de que Wentik pudiera preguntar nada

Ella le había llamado Musgrove. ¿Quién pensarían que era él? Reflexionó, y se dio cuenta de que desde el momento en que bajó del avión de despegue y aterrizaje vertical no había hablado con nadie como no fuera con los hombres de la ambulancia. Si éstos habían recibido instrucciones de recoger a un hombre del avión —y tanto él como Musgrove vestían ropa similar, incluso la misma camisa de fuerza— entonces pudo haberse producido fácilmente una confusión de identidad.

En cuyo caso, él estaba recibiendo un tratamiento evidentemente pensado para un hombre en el estado de Musgrove, y no en su condición. Si bien resultaba confortante de inmediato, el hecho le ofrecía una nueva y profunda percepción del individuo.

Cuando la enfermera regresó con una jarra de té caliente, Wentik le dijo:

—¿Quién cree que soy, señorita enfermera?

La mujer dejó la bebida y arregló las sábanas.

—Ahora métase dentro esa bebida y váyase a dormir, señor Musgrove.

—No ha respondido a mi pregunta.

La enfermera le sonrió, y el corazón de Wentik se aceleró.

—Duerma. El doctor lo verá por la mañana.

La enfermera se dirigió hacia la puerta y volvió a marcharse. Wentik sacó las piernas de las sábanas y, haciendo uso de su reciente descubrimiento de que la puerta podía ser abierta sin ruido, fijó la mirada en la mujer. ¡Santo cielo! ¡Era muy bonita…!

La enfermera alzó los ojos y sonrió.

—Dije que a dormir, señor Musgrove.

Wentik cerró la puerta apresuradamente.

Parecía que ya no importaba quién creía la enfermera que él fuera. Volvió a la cama, bebió el té en cuanto estuvo suficientemente frío, y al cabo de unos minutos se durmió.

El raciocinio forma parte del pensamiento humano, y es el único atributo que distingue a la especie de los otros primates. En cualquier serie de circunstancias dadas, un hombre puede usar la información a que tiene acceso para elaborar una hipótesis que en ese momento o con posterioridad puede establecer como factible o no. El hombre en su condición de individuo ha logrado experimentar con él mismo; usando su ambiente conocido como primer postulado, ha desarrollado poco a poco su proceso de racionalización para inventar la sociedad, el arte y la cultura.

Y la guerra, los millones de personas muertas en las guerras, el prejuicio y el odio.

Intimidad a un hombre, sometedlo a la inanición, congeladlo o quemadlo… Si ese hombre sabe quién es, dónde está y qué le ocurre, mantendrá su facultad de raciocinio. Pero privadlo de todo eso, y se convierte en algo menos que humano.

Tal como había ido acostumbrándose en la cárcel, Wentik se despertó temprano la mañana siguiente, y se quedó en la cama pugnando por racionalizar su situación.

Sabía qué le había sucedido, pero no sabía el porqué. Sabía que una mano mecánica brotaba de la cubierta de una mesa, pero no sabía cómo. Podía aceptar la presencia de una computadora en un edificio fuera de uso, pero ¿cuál era su función precisa? Podía comprender un generador de campo que de algún modo evocaba una especie de cataclismo temporal, pero no era capaz de explicarse la razón.

Y podía comprender un caso de identidad confundida, pero no veía un modo de salir de ahí.

Wentik optó por el raciocinio, pero el raciocinio estaba comenzando a rechazarle.

Llevaba una hora despierto cuando la enfermera se presentó para atenderlo. Se volvió para mirarla cuando entró, después vio que la mujer guapa había quedado evidentemente libre de servicio para ser reemplazada por una mujer rolliza de cara rechoncha y edad madura.

—Buenos días, señor Musgrove —dijo alegremente—. ¿Qué le gustaría para desayunar?

Desayunar. Wentik había olvidado la existencia de tal concepto. Comer era comer y no tenía nombres.

—Eh…, sólo café, por favor —dijo inseguro.

—¿Nada más?

—No. Es decir, a menos que tuvieran fruta… La enfermera volvió a sonreír. Naturalmente. Veré qué puedo encontrar. La mujer tocó un botón de una pared, y una parte del muro giró como las tablillas de una persiana veneciana. El sol invadió la habitación y Wentik entornó los ojos ante la inesperada fluencia de luz.

La enfermera salió hacia la oficina exterior, y Wentik saltó rápidamente de la cama, se lavó a toda prisa y se vistió su nueva ropa.

Entró en el despacho exterior y encontró una llave en la puerta, la cogió y se la metió en el bolsillo. A su izquierda tenía un escritorio con varios papeles esparcidos, encima, un reloj, una pluma y un lápiz y un libro de texto. Cogió el libro. El título era: Psicoterapéutíca revisada de Netchik.

A través del vidrio de la parte superior del tabique vio el pasillo en toda su longitud. Estaba desierto. Se acercó a la otra puerta y dio vuelta al tirador.

La puerta estaba cerrada con llave.

Pese a que la sacudió fuertemente, no cedió. Frustrado, volvió a su habitación y se sentó en la cama.

Mientras aguardaba el desayuno se acercó a la estantería y examinó los títulos que había allí. Con escasas excepciones, parecían ser novelas de poca monta. Sacó unas cuantas. La primera era una aventura romántica que, de acuerdo con el discreto comentario de la cubierta, describía la historia profesional de una joven azafata de un avión transcontinental. Otra era un «intrépido documento sobre la depravación» en un barrio pobre de Río. Las cejas de Wentik se alzaron; un tema muy fuerte, considerando que se trataba de la biblioteca de una habitación de hospital. Un tercer libro que curioseó era una aventura que se desarrollaba en la «nueva frontera del Amazonas».

Al final de la hilera había un libro delgado titulado: Brasil: Concisa historia social.

Wentik lo sacó y abrió. En la guarda, el sello editorial rezaba: «Luíz de Sequeira S. A., Sao Paulo 2178.»

En ese mismo momento volvió la enfermera con una gran bandeja. La puso en la mesa, y sacó una tapa metálica de un plato. Debajo, riñones fritos y arroz hervido esperaban la consideración de Wentik. Había una gran cafetera cerca del plato y una fuente con naranjas, mandarinas y plátanos. La enfermera levantó la fuente y la puso a un lado. Los ojos de Wentik se abrieron de verdad a continuación. Detrás de la fuente había estado oculto un plato de fresas frescas.

—¿De dónde diablos las ha sacado? —preguntó, incrédulo.

—Es un producto local. ¿Le apatecería un mango?

Wentik meditó.

—Sí. Nunca he probado uno.

La enfermera vio el libro que Wentik sostenía.

—Bien, me alegra que haya empezado a leer. Tiene que acabar con todos antes de que le dejemos salir —añadió socarronamente.

—¿Todos?

La mujer asintió.

—Forma parte del procedimiento.

—¿Dónde está el médico, como tema de interés?

—Vendrá a verlo esta mañana. En cosa de dos horas —dio golpecitos con el dedo en el borde del plato—. Sus ríñones van a enfriarse.

Salió por la puerta y la cerró detrás. Wentik observó su marcha. Ciertamente era más afable que la enfermera guapa, pero él sabía a cuál de las dos prefería tener cerca. Se preguntó a qué hora volvería al trabajo la otra.

Se sentó a la mesa, acercó el plato de ríñones, tomó un buen bocado y abrió el libro. Mientras comía, empezó a ojearlo rápidamente.

El libro no era mucho más que un ensayo extenso. Se iniciaba con el descubrimiento de la ‘isla’ de Santa Cruz por Pedro Alvares Cabral en 1500, al principio de la gran época de colonialismo portugués. La historia proseguía con nuevos descubrimientos, conforme los portugueses iban comprendiendo lentamente la magnitud de sus nuevas posesiones. Wentik fue dando rápidos saltos por esa parte del libro, despreocupado de algo que, para él, era historia común.

Leyó sobre la caída del dominio colonial y el establecimiento del imperio brasileño, y entonces la sociedad de Brasil comenzó a adoptar su carácter personal.

Las regiones agrícolas del nordeste, seminómadas y que existían sobre una frágil base de trabajo esclavista; las tentativas de conquistar y explotar el extraordinario erial amazónico; el descubrimiento de materias primas como vastos depósitos de cuarzo, cinc, carbón, hierro y oro, y la fundación del complejo industrial a lo largo de las riberas del sudeste; el crecimiento de los establecimientos cafeteros en el sur y el surgimiento de los magnates del caucho en el norte. Y también leyó sobre el gradual dominio del aborigen, y la afluencia de emigrantes de todo el mundo: Japón, Europa, Australia, India, Turquía y Norteamérica. Cómo escasas familias, que representaban menos del uno por ciento de la nación, poseían más de la mitad de la riqueza. Y cuando cayó el imperio y se formó la república brasileña, cómo aumentaron los problemas sociales: enfermedades, pobreza y crimen. Poco a poco la república se fue deslizando a manos de los militares hasta la última parte del siglo XX, las décadas de 1960 y 1970, cuando la ley marcial era la única ley vigente.

Todo esto era vagamente familiar para Wentik. No había estudiado antes específicamente la historia de Brasil, pero fragmentos de noticias goteaban en su conocimiento a través de los medios masivos como la televisión y los periódicos.

Brasil, largo tiempo uno de los países más estables de Sudamérica, había ido cayendo en la dictadura militar desde el inicio del siglo XX.

Wentik volvió la página.

El siguiente capítulo estaba encabezado: «La reforma de la postguerra.» Wentik repasó dos veces la lectura antes de que las palabras cobraran un sentido.

Tomó algunos bocados más de comida y continuó.

En tres escuetos párrafos, Wentik se enteró de la tercera guerra mundial.

Empleando un inglés preciso y austero, el anónimo escritor relataba una serie de incidentes que para él eran anticuada y fría historia, pero que para Wentik representaban algo similar a una revelación divina. El autor se refería a 1989 como si apenas hubiera existido, sin embargo para Wentik era algo actual. Recordaba la fecha en que había salido de la Concentración: el 19 de mayo de 1989. Desde entonces habían transcurrido apenas unas cuantas semanas subjetivas.

En julio de 1989, según el escritor, la primera fase de la guerra se produjo cuando la sociedad cubana post-revolucionaria invadió la punta sudeste de los Estados Unidos. El propósito de la guerra no aparecía expuesto en el texto, pero Wentik recordaba haber leído en alguna parte sobre el malhumor político cada vez más exacerbado entre ambos países. Durante ocho increíbles días, la minúscula fuerza cubana, prácticamente en su totalidad, había combatido y logrado abrirse paso quinientos kilómetros de la península de Florida. Cabo Cañaveral había caído, y el centro espacial quedó destruido. Finalmente, en un contraataque masivo en el que los norteamericanos emplearon cuanto tipo de armamento disponían, la fuerza invasora resultó aniquilada. La primera invasión a los Estados Unidos había sido lanzada… Y rechazada.

La represalias inevitables llegaron una semana más tarde, y las ciudades de La Habana y Manzanillo fueron bombardeadas con bombas H.

En cuestión de días el clima diplomático internacional se deterioró, y el bloque comunista declaró la guerra a los Estados Unidos. Al final de ese año, la guerra terminó. El libro era exasperantemente vago en cuanto a detalles… Las fases reales de la guerra no estaban descritas, sólo los resultados.

Siguió un período que el historiador denominaba Los Años de la Tregua, aunque Wentik supuso que se trataba de un eufemismo en lugar de caos.

En 2043 un equipo de reconocimiento aéreo recibió el encargo del gobierno australiano de inspeccionar las partes del mundo con las que no habían estado en comunicación. El informe del equipo fue dado a conocer en 2055.

Casi todo el norte del continente americano había resultado arrasado por el bombardeo nuclear. Buena parte de Europa occidental, lo mismo, aunque zonas de España y Portugal habían escapado al bombardeo y la radiación atmosférica se mantuvo baja. La mayoría de las ciudades comunistas fueron destruidas, pero había grandes áreas de Rusia indemnes. La India y el Medio Oriente se habían salvado prácticamente del bombardeo, pero fue el hambre y la sequía, no la precipitación radiactiva, lo que produjo enormes daños a la población. África estaba ligeramente afectada, mas había retrocedido a la violencia intertribal: la anarquía negra era la norma. Australia, enormemente arruinada por el bombardeo, iba recobrándose y reconstruyendo sus ciudades, aunque la moral de la población estaba quebrantada.

Sólo América del Sur salió ilesa del bombardeo, y sufrió muy poco por la radiación.

Pero entonces, decía el escritor, los Disturbios empezaron. De ese mal, América del Sur no se salvó.

A su manera, los Disturbios causaron al mundo un daño peor que el bombardeo. Las ciudades fueron destrozadas, las guerras fulguraron por cuestiones triviales, ideologías enteras se desmoronaron. Allí no había eufemismos, el autor describía al detalle todos y cada uno de los principales efectos de los Disturbios. Gran parte del tema no interesaban a Wentik: nombres que desconocía, lugares ajenos a él…

Sucediera lo que sucediera, fuera cual fuese la causa de los Disturbios, estaba bien claro que el escritor trataba el asunto con suma gravedad.

Entonces llegó la era de la Reforma.

En los últimos años del siglo XXI los Disturbios perdieron buena parte de su efecto, y el orden social fue restaurado. De nuevo, América del Sur, y Brasil en particular, mostró más celeridad para la recuperación. El continente entero se reagrupó en una masiva reasignación de tierra y recursos. Durante los Disturbios Brasil dio acogida a una inmigración que se componía de toda persona capaz de llegar al país, por lo que la nación se transformó en una coctelera de razas. Así que fue dividiéndose en nuevas naciones con sus propios intereses, y con sus representantes que exigían y obtenían la autodeterminación.

El cambio tardó casi treinta años en concluir, y cuando se lo consideró resuelto vieron que daba resultado. Y así había seguido desde entonces.

Los brasileños nativos se establecieron fundamentalmente en el extremo nordeste, revirtiendo a los terrenos de cultivo que habían labrado antes de la llegada de los portugueses. Existía una comunidad numerosa y vocinglera, que se había establecido en Manaus y sus alrededores, la nueva Tierra Prometida, una región fronteriza de río, pantanos y selva tropical. Y en el sur, con la reconstruida Sao Paulo como centro, se había congregado la inmigración de habla inglesa.

En la práctica, señalaba el autor, las condiciones de vida y trabajo eran efectivamente distintas de los amplios niveles normales que lo anterior podría implicar. Sólo en Sao Paulo existía un predominio de estirpe caucasiana. En la mayoría de las ciudades, desde Porto Alegre en el sur a Belém en el norte, había la mezcla de razas típicamente brasileña, gratamente independientes unas de otras, mas todas respetuosas de los derechos de las demás.

Y todos los estados se respetaban. Brasil se hallaba ahora demasiado densamente poblado y era simplemente demasiado grande en el aspecto físico para un gobierno centralizado efectivo. Al establecerse la autodeterminación, eso mismo era precisamente lo que se lograba. Toda comunidad poseía fronteras definidas, y dentro de ellas el gobierno local ejercía a su gusto.

La última parte del libro era un extenso plan ideológico que abarcaba programas y planes intensivos de producción de alimentos y el aumento planificado de la natalidad en los años venideros, la expansión gradual en zonas del globo hasta entonces inhabitadas y por fin, el establecimiento de la unidad mundial.

Wentik cerró el libro, y advirtió que aparte de unos cuantos bocados no había comido su desayuno. Acabó con los restantes trozos de carne pese a que estaban fríos, y se sirvió una taza de café. Bebió. Acababa de servirse una segunda taza cuando la enfermera se presentó.

—¿Ha terminado, señor Musgrove?

—Quisiera quedarme con algunas piezas de fruta. ¿Puedo…?

—Naturalmente.

La mujer levantó la bandeja, dejó las fresas en la mesa y se dirigió hacia la puerta.

—¿Cuándo termina su turno, enfermera? —preguntó Wentik.

—Hacemos tres turnos de ocho horas cada uno. Yo estaré hasta las cuatro de la tarde. Después, la enfermera Dawson me sustituirá.

—Entiendo. Gracias.

La enfermera salió y cerró la puerta. Wentik empezó a probar las fresas.

Sus pensamientos volvieron a lo que había leído, en un esfuerzo por asimilarlo. Que el mundo que él había conocido y en el que él había vivido ya no existiera era algo difícil de captar. Particularmente si se tenía en cuenta que la naturaleza de la destrucción de ese mundo estaba relatada en forma concisa, sumaria, como si formara parte del conocimientos común. La guerra nuclear era una posibilidad de la que todo el mundo era consciente en la época de Wentik, pero resultaba inconcebible en la práctica. Podía comprender el tipo de destrucción gradual, donde un ejército iría desmantelando sistemáticamente el país de otro, o lo bombardearía, o lo invadiría de un modo vandálico. Pero una serie de explosiones nucleares a escala mundial, capaz de matar a millones de personas en segundos, era algo que ninguna mente podía imaginar por completo.

Con todo…, es lo que había sucedido, al parecer. A menos que todo lo que Wentik estaba experimentando fuera una especie de ilusión espantosa, el científico se hallaba en una ciudad llamada Sao Paulo en un año numerado como el 2189.

Sintió un frío interno.

Jean había muerto. Y los niños.

Europa occidental destruida, decía el libro. Lo cogió y buscó la página: «… con la excepción de la punta suroeste de la península ibérica, Europa occidental y central fue devastada en la segunda ola de bombardeos nucleares…»

Ni una sola fecha. Ni una maldita fecha en el libro.

Wentik examinó la estantería que contenía el resto de la biblioteca, pero no encontró ninguno que pudiera contener una referencia de la guerra. Volvió a la mesa y tomó asiento.

La pura desolación de su estado lo sobrecogió en ese instante. Si el día anterior había descubierto que era capaz de aceptar que se hallaban en una época futura, ahora captaba su horrendo aislamiento. Aunque pudiera regresar a su propia época, no le serviría de nada. La guerra era una certidumbre histórica. Igual que la muerte de su familia.

Apoyó los codos en la mesa e inclinó la cabeza hacia adelante, de manera que las palmas apretaran sus ojos. Enseguida sintió la amarga calidez de las lágrimas resbalando por la parte interna de sus antebrazos.