Catorce

Cuando Wentik recobró el conocimiento, su primer impulso fue de pánico. Se encontraba a oscuras, y un agudo ruido de gemido lo rodeaba incesantemente.

Intentó moverse, pero descubrió que todo su cuerpo estaba confinado en una pesada prenda que no le permitía más movimiento que una leve rotación lateral. Una máscara de goma cubría su nariz y boca y por ella se bombeaba aire frío, lo cual tendía a contrarrestar la oleada de claustrofobia que al principio se expandió en el interior de Wentik.

Su vuelta a la plena conciencia fue rápida y con escasos efectos secundarios. Sólo un ligero dolor a lo largo de la parte superior de la frente aún le evocaba el acre gas amarillo.

Al cabo de unos minutos se tranquilizó, y yació tranquilamente donde estaba. Aunque los acontecimientos estaban entonces fuera de su control, sintió de manera instintiva que no se encontraba en peligro inmediato alguno.

Después de veinte minutos, entró un hombre con un tazón de líquido caliente. Lo colocó en el suelo delante de Wentik y retrocedió hacia la puerta por la que había entrado.

Wentik se retorció con violencia, y trató de hablar a través de la máscara. El hombre lo miró, estiró el brazo fuera de la puerta, y se encendieron las luces. Wentik volvió los ojos al alimento de modo expresivo, e intentó otra vez pronunciar una palabra.

El individuo tiró de Wentik hasta ponerlo sentado, y manipuló algunas cuerdas que había detrás. Las manos de Wentik quedaron libres. Las miró, y notó que se hallaba dentro de una especie de camisa de fuerza. Después el hombre salió, y Wentik atrajo el tazón hacia sí y aflojó la máscara de goma que rodeaba sus labios. Estaba conectada, medíante dos tubos de goma flexible, a dos cilindros de gas que había en el suelo.

Wentik se quitó la máscara, respiró el aire de la sala, que le pareció perfectamente aceptable. Se preguntó por qué le habrían puesto la máscara.

La sopa estaba muy caliente y excesivamente sazonada. Al parecer, contenía una base de extracto de carne con una mezcla de legumbres desmenuzadas y pan. El sabor era raro y en absoluto agradable, pero Wentik la bebió enseguida y se sintió mejor cuando concluyó.

El hombre había dejado la puerta parcialmente abierta al salir de la cámara. Wentik se puso de pie y se acercó. Delante de él había otra sala, provista de dos literas e instalación de agua y cocina. Ahí, el ruido de gemido era menor.

En el centro del suelo estaba el ya familiar conjunto de cilindros de gas, y en una de las literas yacía Musgrove.

Wentik se acercó y lo contempló.

Estaba sujeto en una camisa de fuerza, y su boca y nariz se hallaban cubiertas por una máscara de goma. Musgrove miró a Wentik, sus ojos revelaban un interés pasivo.

Wentik hizo un ademán de retirar la máscara, pero justo en ese instante el primer hombre entró por una puerta en el extremo opuesto del cuarto.

—Váyase —dijo al instante.

Wentik lo miró.

—¿Por qué Musgrove está atado así? —preguntó.

—Por su propio bien. Ahora, váyase.

Wentik volvió a observar a Musgrove, después caminó lentamente hacia la cámara de la que había salido. Dejó la puerta abierta expresamente, y contempló al hombre que comprobaba las cintas de goma que sostenían la máscara a la cara de Musgrove. Cuando estuvo seguro de que Wentik no las había desordenado, regresó a la cámara más alejada.

Al abrirse y cerrarse la puerta, Wentik miró por ella y sus sospechas se confirmaron. Era la cabina de un avión.

Estaba en el jet de despegue y aterrizaje vertical. Lo que significaba que lo conducían a alguna parte. Y también a Musgrove, aunque de dónde había salido éste y cómo se había presentado en la cárcel con el piloto del avión era un misterio.

Durante esos breves instantes en que había visto a Musgrove junto al helicóptero, el individuo había dado la impresión de actuar conjuntamente con el otro. Pero ahora era un prisionero con camisa de fuerza, como el mismo Wentik.

Se produjo un cambio casi imperceptible en el tono del gemido, tan sutil que apenas lo hubo detectado, Wentik dudó de su percepción. Supuso que detrás de la pared trasera de la cámara se encontraban los motores. Resultaba sorprendente la cantidad de espacio que había dentro de la nave, teniendo en cuenta el tamaño aparente visto desde fuera.

Una voz crepitó en un altavoz oculto.

—Listos para aterrizar. Tomen precauciones de seguridad.

Wentik miró a su alrededor, y vio una corta hilera de cinturones dobles que colgaban de la pared. Se acercó, metió los brazos en uno de los juegos, y notó que automáticamente lo estrechaban por los hombros. Afirmó las piernas en el suelo, inseguro en cuanto al amortiguamiento que precisaba para oponerse a los rigores del aterrizaje.

Casi al momento volvió a variar el tono de los motores, y el ruido afluyó procedente del compartimiento. La parte frontal de la nave se alzó, y Wentik sintió una especie de caída en picado, al parecer mientras el avión ejecutaba una maniobra similar a la realizada al detenerse delante del helicóptero. El estómago del científico sufrió sacudidas al notar el descenso del aparato, y Wentik comprendió la necesidad de que todo el mundo a bordo estuviera atado. El avión cayó en picado otras dos veces, y a continuación Wentik escuchó una serie de ruidos: los motores, que adoptaban otro tono distinto, más áspero, y un sonido de matraqueo, de roedura, como las cadenas del ancla de un barco.

Al cabo de tres minutos hubo un movimiento de costado, el ruido del avión menguó de repente y el de los motores fue desapareciendo hasta hacerse inaudible.

Wentik se quedó donde estaba, incierto sobre qué debía hacer. Desató las correas de los brazos e intentó quitarse la pesada prenda que rodeaba su cuerpo. Pese a que sus dedos estaban libres, la rigidez del material le impedía mover los brazos por la espalda como no fuera con cierto ángulo, y por mucho que se esforzó no logró desasirse de los tirantes. Pugnó durante cinco minutos, después abandonó la tarea.

El continuo silencio en el resto del avión lo sorprendió. ¿Por qué los hombres no llegaban a buscarle? Después de aguardar varios minutos más, Wentik volvió a entrar en la cámara contigua. Musgrove seguía allí, yacente, los ojos cerrados.

Wentik se acercó al otro hombre, y apartó la máscara de goma de su cara. Los ojos de Musgrove se abrieron.

—¡Wentik! —gritó.

—¿Se encuentra bien? —el semblante de Musgrove estaba recubierto de una viscosa mezcla de sudor y mugre.

Cerró los ojos y los abrió otra vez.

—Estoy perfectamente bien. ¿Hemos aterrizado?

—Sí. ¿Dónde estamos, Musgrove?

—No lo sé. Escuche —el hombre se sentó y cogió el brazo de Wentik—, tiene que sacarme de aquí. Sólo los conduje hasta usted porque me vi obligado a hacerlo. Deberíamos huir juntos.

Wentik lo miró con aire de incertidumbre. Había llegado a desconfiar de la cordura de Musgrove por razones patentes.

A Wentik lo turbó advertir que la gente que lo había amordazado también había puesto la camisa de fuerza a Musgrove.

—Averigüemos dónde estamos antes de intentar escapar —dijo.

Pasó junto al otro y llegó al extremo de la cámara. Ahí la puerta estaba cerrada, y Wentik la abrió muy despacio. La cabina estaba desierta.

El sol brillaba a través de una de las grandes pantallas de los costados, y caía sobre hileras de indicadores e instrumentos. Había dos asientos acojinados junto a cada una de las pantallas y controles de vuelo. Wentik examinó brevemente los instrumentos, sin que pudiera encontrarles demasiado significado.

En el suelo de la cabina había un gran escotillón metálico, que había sido abierto. Una corta escalerilla llevaba a tierra. Wentik se arrodilló pese a la embarazosa camisa de fuerza y trató de comprobar si había alguien cerca, mas no había nadie en los alrededores.

Erguido de nuevo, contempló las pantallas y vio que la nave había aterrizado en una extensión de cemento. Otros aviones de diversos tamaños se hallaban en las cercanías. Volvió al escotillón y bajó la escalerilla.

El sol descendía sobre colinas en el horizonte, en la neblina de luz anaranjada y roja que indicaba un ambiente industrial. En cuestión de minutos sería de noche. Wentik contempló el aeropuerto con la intención de poner cierto orden en el cúmulo de formas y colores nada familiares.

Había veinte o treinta aviones esparcidos por el aeropuerto que, dada su aparente densidad de tráfico, era sorprendentemente pequeño. Suponiendo que todos los aviones emplearan despegue vertical, tal cosa explicaría naturalmente esa anomalía. Decenas de personas se movían en torno al avión, pero ninguna de ellas prestaba atención a Wentik.

A medio kilómetro había un elevado edificio terminal, y en su fachada se leía:

SAO PAULO.

De modo que estaba allí. Una de las mayores ciudades de Brasil, por lo que recordaba. Por milésima vez, o algo así, Wentik ansió que sus conocimientos acerca de Brasil fueran mayores.

Mientras miraba a su alrededor preguntándose qué debería hacer, un vehículo apareció sobre el cemento, se detuvo a pocos metros de distancia y dos hombres se apearon.

Se acercaron a Wentik.

—¿Acaba de llegar en ése? —preguntó uno de ellos, señalando el avión con un gesto de cabeza.

—Sí —respondió Wentik.

—Bien. Suba.

Se volvieron hacia el vehículo, y Wentik los siguió al tiempo que observaba el coche con gran curiosidad. Delante había dos asientos para el conductor y su acompañante, y en la parte de atrás había un sofá acolchado que obviamente podía servir como asiento o como cama. Todo el vehículo era descubierto.

—¿Quieren que suba en eso?

—Como prefiera. No parece estar demasiado enfermo. No tendrá que tenderse.

—¿Qué es esto? ¿Una ambulancia?

—Exacto. Podemos cubrirla, si lo prefiere.

El hombre accionó un interruptor de la parte delantera del vehículo, y al momento la totalidad de la porción trasera se vio rodeada de un capullo oval azul claro que pareció materializarse a partir de las moléculas del aire. Wentik puso la mano en la cubierta. Era blanda.

Subió a la parte trasera y se sentó, tal como el hombre había sugerido, en el lado de la litera. Podía ver a través del capullo con bastante claridad. El propósito de la envoltura era evidente: ofrecer intimidad a los que la precisaban, y con todo permitir ver el exterior a quienquiera que fuese dentro.

El vehículo se puso en marcha, sin sonido alguno de motor. Mientras rodaban hacia el costado del edificio terminal, un jet del extremo opuesto del aeropuerto hizo funcionar su motor, y la extensión entera quedó sumergida en un torrente de sonido. El avión despegó en cuestión de segundos en un ascenso vertical al cielo, con una ensordecedora explosión.

Cuando el ambiente se hubo tranquilizado de nuevo ya se encontraban fuera del aeropuerto, desplazándose por una estrecha calle. Wentik había notado una extraña sensación desde que había salido del avión, y entonces la identificó.

Gente.

Por primera vez en semanas estaba rodeado de más personas de las que podía contar. Incluso en la Concentración había estado en una comunidad cerrada, restringida, donde cada cara era tan familiar como el resto. Ahora veía miles de seres humanos, vestidos en multitud de colores distintos. Allí había muchedumbres que se empujaban en estrechas aceras, niños que cruzaban velozmente la calle delante del tráfico. Y mujeres.

Wentik se dio cuenta del tiempo que había transcurrido sin ver una mujer.

La ambulancia se vio obligada a reducir la marcha por la calle, conforme el gentío desbordaba las aceras. Estaban pasando por una especie de mercado, con puestos abiertos que contenían frutas y hortalizas, pan, vino, objetos inidentificables de metal reluciente y plástico llenos de colorido. Los dependientes de los puestos estaban cerrando sus comercios, trasladando los artículos a camiones cercanos. La noche estaba próxima.

En los muros de los edificios letreros brillantes e iluminados destellaban en la creciente sombra. Mirando la calle en la dirección que llevaban, por encima de las cabezas de los hombres que había delante del vehículo, Wentik vio la calle como una senda entre una selva de colorido. Sus ojos, largo tiempo acostumbrados a la simple desolación de la cárcel y la llanura, y separados de la luz y la oscuridad, no vieron los letreros como destellos de luz individuales, sino como parte de un calidoscopio general.

Pero al observar algunos de los letreros, su extrañeza fue inmediatamente manifiesta.

Ahí un letrero mostraba un manojo de flores, allá un rostro. Un dibujo más que simplificado de unas tijeras, la cara de una mujer, un libro abierto. En ninguna parte vio una sola palabra.

Poco a poco, la calle se ensanchó y la ambulancia aceleró. Los edificios formaban conjuntos compactos y asumían un sentido del diseño más placentero. El sol se había escondido, dejando un amplio abanico de color degradual en el cielo. Las luces iban apareciendo en los edificios y Wentik, que experimentaba una renovada sensación de encarcelamiento en la envoltura de la ambulancia, se sintió desolado y apartado de las personas de la ciudad. La gente cumplía con sus rutinas habituales: vivir, descansar, amar y hacer el amor. Pero él no formaba parte de la rutina; un intruso con camisa de fuerza conducido discretamente por calles oscurecidas hacia un destino desconocido.

Los edificios empezaron a arracimarse de nuevo, y la ambulancia disminuyó un poco la marcha. Los letreros de colores ya no se veían. El vehículo dejó la calle principal y siguió una ruta sinuosa entre calle secundarias donde se alzaban grandes bloques en el cielo del atardecer, las ventanas radiantes de luz.

Wentik miró a su alrededor con interés, subjetivamente todavía a sólo minutos de la cárcel.

De repente el vehículo frenó, y dio la vuelta para entrar en el patio de un gran edificio. Brillantes lámparas de arco aparecieron mientras se dirigían a la parte trasera, y la luz los inundó al detenerse. Los dos hombres saltaron del coche al instante y la luz dio la impresión de hacerse aún más resplandeciente. Entonces Wentik se dio cuenta de que el capullo azul protector había desaparecido. Bajó, y cada uno de los hombres lo cogió de un brazo, asiéndolo firmemente por las correas cosidas en el tejido de la camisa detrás de los tríceps.

Indefenso, Wentik fue impulsado hacia arriba por un tramo de escaleras, y llegaron a un vestíbulo embaldosado donde las pisadas resonaban fuertemente.

Antes de que tuviera oportunidad de asimilar la escena del vestíbulo —una mirada helada a una multitud de personas, algunas de pie, otras sentadas, todas, al parecer, esperando—, Wentik estaba fuera, y en un pasillo.

A medio corredor fue empujado a un ascensor, y llevado cada vez más arriba. El científico contó los pisos, y su cuenta paró en el séptimo.

Lo condujeron por otro corredor, a través de una serie de habitaciones y a otro pasillo. Al final de este último abrieron una puerta, y le hicieron entrar.

Uno de los hombres deslizó una lengüeta, y la camisa de fuerza cayó hacia adelante. Wentik contrajo los músculos de los hombros de un modo instintivo, y se volvió. Miró a los hombres.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

Uno de los individuos sacó un raído trozo de cartón de un bolsillo y lo leyó.

—Se encuentra en Sao Paulo —dijo con monotonía—. Esto es un hospital. Póngase cómodo, duerma tanto como le sea posible, y haga lo que le pide el personal médico. Habrá una enfermera para cuidarle dentro de un instante —el hombre devolvió el cartón al bolsillo y se dirigió hacia la puerta en compañía del otro.

—Y no intente salir —dijo el segundo individuo. Nunca lo conseguiría.

La puerta se cerró, y Wentik escuchó el clic de la cerradura. Los hombres se alejaron por el corredor.

Examinó la habitación.

Estaba iluminada, y agradablemente decorada. Había una cama —con sábanas, observó Wentik al instante—, una serie de libros, un lavabo con jabón y toallas, un armario, un escritorio y una silla y ropa de recambio extendida para él en la cama.

En comparación con lo que se había acostumbrado en las semanas, aquello era un lujo. Diez minutos después, una vez lavado y mudado con la ropa nueva que le habían dejado —una camisa gris muy ajustada, unos pantalones sin costuras, sueltos y también grises—, notó que las paredes de la habitación estaban acolchadas con fíbra flexible.