La mañana siguiente Wentik partió en el helicóptero hacia Pôrto Velho. Con él y el piloto iba Johns. Los tres hombres tomaron asiento apretujados en la cabina cubierta de perspex, y como el sol daba directamente sobre ellos, se quitaron las chaquetas y quedaron únicamente con la camisa puesta.
El piloto, Robbins, había elevado el aparato a seiscientos metros, rodeado la cárcel y después, a indicación de Wentik, volado en dirección noroeste hacia Pôrto Velho.
La llanura, debajo, ofrecía el mismo aspecto monótono desde el aire que desde el suelo; un rastrojal muerto, falto de vida.
—¿Qué distancia hemos recorrido? —gritó Wentik a Robbins por encima del estruendo.
El piloto se encogió de hombros.
—Unos cinco kilómetros, señor —dijo Johns.
Wentik asintió y miró en la dirección que llevaban. Desde esa altura el alcance de la visibilidad era de varios kilómetros, probablemente, con la salvedad de que aquel día había muchas calinas a causa del calor.
Un nuevo pensamiento sobrecogió a Wentik, y se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. Supuesto que una gran zona de la jungla hubiera sido despejada, ¿ejercería esto un efecto climático a largo plazo? Por lo que él recordaba, esa parte de Brasil era una de las regiones más húmedas del mundo. Sin embargo la lluvia en la cárcel era esporádica, a veces por la noche, o bien a primeras horas de la mañana. (Antes de despegar aquella mañana, habían tenido que aguardar una hora antes de partir.) Por lo general el cielo estaba despejado y azul, el sol ardiente, la mayor parte del día. ¿Acaso la ausencia de vegetación selvática importaba en la formación de nubes, y de ahí en la lluvia?
En segundo lugar, la mera tarea física de despejar una zona de jungla de ese tamaño estaba fuera de la concepción de Wentik.
Y a medida que el vuelo avanzaba sobre la llanura que no ofrecía indicio alguno de revertir a su condición normal, tanto más daba la impresión de que el destino no iba a ser el que se habían propuesto.
Johns tocó el brazo de Wentik, y señaló hacia abajo a través del perspex. Vagamente veladas por la calina aparecían cuatro construcciones cúbicas de color negro. Wentik estiró el cuello pero no distinguió un solo rasgo que indicara la índole de tales construcciones.
—¿Qué son? —gritó.
—No tengo idea —replicó Johns.
El piloto siguió el vuelo. Wentik miraba abajo ansiosamente.
—¿Quiere que aterrice, señor? —inquirió el piloto.
—No. Siga adelante. Pero baje el aparato a ciento cincuenta metros.
El piloto obedeció, y Wentik contempló los objetos mientras descendían. Desde aquella elevación resultaba muy difícil estimar correctamente el tamaño. No obstante, Wentik lo evaluó entre cinco y diez metros de ancho por unos quince de largo. ¿Estarían relacionados de algún modo con la creación del distrito Planalto?
Siguieron volando de manera regular, con la temperatura de la cabina en lento ascenso. El calor ya se estaba volviendo francamente desagradable, pese a que llevaban todas las aberturas y portillas abiertas. El calor del motor, montado en el compartimiento detrás del asiento de Wentik, No hacía nada para que las condiciones en la cabina mejoraran.
De pronto la superficie del terreno cambió marcadamente. Aparecieron arbustos, y la hierba de la sabana, reducida a rastrojos en cualquier otro punto, crecía lujuriosa y desenfrenadamente debajo de los viajeros. Los árboles se mostraban a intervalos, y la maleza se hizo densa y enmarañada.
Siguieron volando otros diez minutos y la arboleda fue espesándose gradualmente hasta ser una jungla genuina. Wentik la miró con un sentimiento de indiferente gratitud. Siendo hostil como era, la jungla representaba para él un contacto con la normalidad que necesitaba urgentemente.
—¿A qué distancia estamos de la cárcel ahora? —preguntó a Johns, que examinaba el mapa que Wentik le había dado.
—Poco más de seiscientos kilómetros —dijo.
—¿Cuál es el radio de acción del helicóptero?
—Llegaremos ahí —dijo el piloto.
Wentik asintió. Volvió a observar la jungla. El bosque tropical brasileño tendría probablemente el mismo aspecto en cualquier lugar que hubiera por delante. Entonces…, ¿se hallaban ya en lo que conocían como el presente? ¿O seguían todavía en la época del distrito Planalto? No había forma de saberlo.
—Ascienda —pidió Wentik al piloto.
Robbins lo miró con expresión de asombro. Johns también lo miró.
—¿Ascender, señor?
—Exacto. Tan alto como este aparato permita. Tenemos suficiente combustible.
Obedientemente, el piloto tiró de la barra de mando, y el ruido del compresor aumentó. El aparato empezó a subir sin esfuerzo, con una pérdida de velocidad que de pronto Wentik consideró vivificante. Se recostó en el asiento, y contempló el suelo. El detalle de la vegetación empezó a desvanecerse con la calina, y formó una alfombra uniforme de color verde oscuro.
Mientras el aparato subía, Wentik recordó un incidente de su juventud, cuando pasó dos semanas de vacaciones planeando en la llanura de Kent. Se había elevado en compañía de un piloto experto en un moderno planeador de competición, para comprobar personalmente la diferencia entre eso y el vuelo a motor al que estaba más acostumbrado. Volaron toda la tarde sobre pueblos, campos y carreteras de la campiña. En un momento dado encontraron un muro térmico sobre un campo recientemente arado que destellaba al sol, y ascendieron suave y silenciosamente en una espiral cada vez más amplia hasta tres mil metros. La paz de aquel primer vuelo prolongado, y su efecto de libertad del ruido de la vida de Londres, quedó en el recuerdo de Wentik durante muchos años después, y ahora pensaba en ello de nuevo mientras ascendía en un aparato incómodo y ruidoso, sobre un paisaje extraño y ominoso.
—¿Para qué quiere hacer esto? —le dijo Johns, rompiendo su ensueño.
Wentik lo miró, pero no dijo nada.
En realidad no tenía idea de la razón que había tras de su orden. En todo caso, se trataba de la impresión subconsciente de que si conseguían ascender tan alto y tan lejos, y quizá tan deprisa como pudieran, lograrían de algún modo escalar la barrera invisible que circundaba con bastante amplitud la cárcel. Esta barrera lo mantenía apartado de su familia y su trabajo, de la civilización y, lo que tal vez más sutilmente echaba de menos, su propia época. Porque ahora estaba experimentando, mucho más que nunca, la convicción de que lo que su intelecto había tratado de racionalizar con insistencia durante dos semanas, y que ahora todo su cuerpo sentía, era un hecho.
Se hallaba en alguna parte del futuro.
Y era éste el único modo que le permitiría ver una ruta de regreso. Si el enfoque racional era defectuoso, el procedimiento tenía que ser irracional. Sube al cielo y consigue algo. Pues sino, quédate en tierra y consigue… nada.
—¡Estamos pasando de tres mil metros, señor! —gritó el piloto.
—Eso bastará —dijo Wentik.
Era una buena altura para volar.
Una vez más el vehículo aéreo siguió un curso recto. Wentik observó agudamente a través de la portilla de perspex.
A su lado, Johns parecía aburrido y distraído. El piloto estaba alerta, las manos descansando ligeramente sobre los mandos.
Wentik observaba la superficie del terreno. Llevaban en el aire casi media hora, y en ese tiempo no había visto rastros de habitación humana. Desde esa altura no era posible distinguir detalle alguno en la jungla, sin embargo Wentik mantenía la mirada hacia abajo con la esperanza de encontrar un poblado donde aterrizar.
Se produjo un súbito rugido, y el helicóptero osciló en su vuelo.
Las manos del piloto se aferraron a los mandos, y el eufórico zumbido del motor estalló en un gruñido de potencia, pero pronto se moderó. El aparato se estabilizó.
Wentik observó el cielo. ¿Qué había pasado?
El rugido se produjo de nuevo, esta vez venía de abajo.
Un avión de reacción volaba velozmente debajo de ellos, ladeándose bruscamente a la derecha y acelerando con fuerza. Wentik vio la brillante estocada de los quemadores auxiliares en la descarga del chorro. Pero el avión se había desplazado a demasiada velocidad como para haber podido identificarlo. Ya estaba fuera de la vista.
—¿Lo ha reconocido? —gritó Johns, que se había echado hacia adelante con el rostro alerta.
—No. Era demasiado rápido.
En ese preciso momento el jet apareció delante, y emprendió un rumbo de colisión directamente hacia ellos. Robbins mantuvo estabilizado el helicóptero, y el jet descendió por debajo del aparato en el último instante.
—¡… el muy bastardo! —maldijo Johns—. ¿Qué es?
—Creo que es un jet como el que fotografió Astourde —dijo Wentik.
El avión había virado de nuevo y volaba hacia ellos a babor. Se produjo un brillante destello, y algo estalló justo frente al helicóptero. La explosión estremeció a los tres hombres, y atravesaron la nube de humo negro antes de que tuvieran oportunidad de evitarla.
El antiquísimo aviso. Inequívoco en su significado. Alto.
—Creo que quiere que nos paremos.
—De acuerdo.
El piloto levantó la nariz del aparato, y ajustó la velocidad del motor hasta que cesaron de avanzar.
—¿Ahora, qué…? —murmuró Johns.
—Aguardar y observar.
Wentik miró a su alrededor intentando vislumbrar el jet, pero el avión se había alejado a toda velocidad otra vez y no pudo verlo en ninguna parte. El piloto mantuvo estabilizado el helicóptero.
—¡Ahí está! ¡Justo delante! —dijo Johns.
Wentik vio el jet de pronto como una partícula de luz dorada. Venía otra vez directamente hacia ellos, siguiendo un curso de colisión.
—Mantenga firme el aparato —dijo a Robbins.
Al parecer, el avión se movía con más lentitud que antes. A cien metros del helicóptero su proa se alzó, y hubo una rociada de gases de escape surgentes de un grupo de eyectores para despegue y aterrizaje vertical montados en su panza. Deslizándose con un curioso movimiento entró en pérdida y se detuvo delante del helicóptero, y quedó suspendido a no más de seis metros de la cabina.
Al observar al piloto, Wentik notó que el individuo sudaba. Johns había cerrado los ojos.
—¿Qué hago ahora, señor? —dijo Robbins.
—Esté listo para actuar deprisa —dijo Wentik—. Pero siga así mientras tanto.
El avión de despegue y aterrizaje vertical se movía lentamente de un lado a otro delante de ellos, el ruido de sus motores hacía que la cubierta de la cabina resonara y vibrara. Tal como Wentik había visto en la fotografía que Astourde le mostrara, el jet no tenía una cabina propiamente tal, aparte de los paneles de vidrio dispuestos al mismo nivel en los laterales de la sección frontal del fuselaje. Detrás de todos los paneles Wentik pudo distinguir vagamente la figura de un hombre.
De manera casi imperceptible, el avión se fue acercando y su movimiento de oscilación se volvió más pronunciado. Wentik se extrañó. Era como si los hombres que hubiera dentro trataran de transmitir algún mensaje.
Examinó atentamente el aparato que se acercaba hacia ellos arrastrándose. Estaba pintado de un blanco brillante, con las alas-delta de ángulo diédrico negativo pulidas en un acabado sumamente metálico. En conjunto era inmenso, probablemente de doce o quince metros de largo. Sus alas eran cortas y gruesas, con una envergadura de no más de tres metros en cada lado, aunque se extendían tres cuartas partes de la longitud del fuselaje. Al parecer no había superficies móviles en las alas, pero aparte de eso la forma general era típica.
Uno de los hombres del avión sostenía un micrófono u otro aparato de similar finalidad, y hablaba ante él. Tan cercanos estaban ya los dos vehículos que Wentik podía ver con claridad el movimiento de los labios del individuo. Buscó referencias en el costado de la nave, pero no encontró nada que pareciera tener especial relevancia. Bajo el borde delantero de una de las alas había un conjunto de letras, pero el ángulo le impedía descifrarlo. En la parte interna de la otra ala las letras TNZ habían sido estarcidas en caracteres negros y destacados, y varios paneles a lo largo de la sección delantera del fuselaje tenían pintados algo que parecía instrucciones, mas de nuevo Wentik fue incapaz de distinguir qué decían.
El aparato no contenía armamento visible, aunque tanques laterales que semejaban gruesos proyectiles blancos estaban suspendidos cerca del fuselaje.
La nariz del avión de despegue y aterrizaje vertical se hallaba a menos de tres metros del helicóptero cuando se echó hacia atrás velozmente, y al llegar a una distancia de diez metros volvió a avanzar, balanceándose como antes delante de los tres hombres. Luego retrocedió, y repitió la maniobra.
De repente, Wentik comprendió qué pretendían comunicar los ocupantes del avión.
—¡Creo que quieren que regresemos! —gritó a Robbins en medio del doble estruendo de los motores.
—¿Qué? ¿Volver a la cárcel? —preguntó Johns.
—Me temo que sea eso.
—Pero si les obedecemos no tendremos suficiente combustible para llegar a Pôrto Velho en otra ocasión.
—No creo que la decisión recaiga ya sobre nosotros.
Robbins hizo girar la barra de mando, y el helicóptero descendió hacia la derecha. El piloto maniobró para un amplio viraje de ciento ochenta grados, mientras el jet mantenía su posición por encima y detrás del helicóptero.
Una vez iniciado el largo y tambaleante descenso hacia la llanura y la cárcel, el jet siguió al helicóptero a una distancia discreta.
Robbins hizo aterrizar el helicóptero junto a la entrada principal de la cárcel. Era mediodía.
Al cabo de tres minutos, el avión de despegue y aterrizaje vertical aterrizó a veinte metros de distancia, en tanto que Wentik y los otros dos se sentaban en el rastrojal a la sombra del helicóptero.
Dos individuos que portaban caretas e intrincados cilindros de gas se acercaron trabajosamente. Se detuvieron y contemplaron a los tres hombres.
El más alto de los dos levantó su careta.
—Es ése —dijo, señalando a Wentik.
El otro individuo avanzó con rapidez, sosteniendo una especie de tubo metálico. Antes de que pudiera hacer un solo movimiento para resistirse, Wentik recibió un repentino chorro de vapor amarillo disparado por la mano del hombre. El gas era amargo, y el científico inhaló un poco antes de alcanzar a contener la respiración. Una ola de calor brotó de su nuca, dio la vuelta y llegó a su cara y ojos. Mientras su conciencia desaparecía rápidamente, Wentik se encontró mirando irresistiblemente el rostro risueño y sarcástico del individuo que se había quitado la careta.
Era Musgrove.