Nueve

Ambos hombres regresaron a la cárcel en silencio. La noche había caído mientras Wentik estaba dentro del laberinto, y en ese momento el ambiente era frío.

Llegaron al edificio de la prisión y Wentik dejó que Astourde fuera en cabeza por las estrechas escaleras que llevaban a su despacho; la habitación donde había tenido lugar el interrogatorio en las sesiones anteriores.

En la puerta, Astourde se detuvo.

—¿Le apetecería comer algo, Elías? —dijo—. He preparado un plato para usted.

Wentik, que experimentaba un creciente apetito, dijo:

—¿Dónde está?

—Aquí dentro.

Astourde empujó la puerta y la sostuvo para que Wentik entrara, pero de ese modo, el confuso gesto de su brazo obstruyó en parte la entrada.

Wentik entró.

La sala estaba a oscuras, con excepción del escritorio con su pequeña lámpara. El halo de luz caía más abundantemente sobre una dura silla de madera al lado de la mesa. En la penumbra, de pie y apartados de la mesa, había varios hombres de Astourde, cubiertos con sus correspondientes batas blancas.

Detrás de Wentik, Astourde cerró la puerta con suavidad y echó llave.

Wentik se volvió para encararse con el otro, que permanecía con las manos a la espalda. Sus hombros, que en las últimas veinticuatro horas habían estado caídos, entonces se irguieron.

El uniforme gris volvía a tener un aspecto militar en lugar de ser una prenda incómoda y mal acabada.

El efluvio de amenaza, que tanta influencia había ejercido sobre Wentik en su primera época de cárcel, estaba otra vez allí.

—Siéntese, doctor Wentik —dijo tranquilamente Astourde—. Todavía no hemos terminado con usted.

Wentik paseó la mirada por la habitación. La escena parecía parte de una mala película policial norteamericana. Tras la sofisticación mecánica del laberinto, la noción de Astourde sobre intimidación psicológica, despojada de su factor sorpresa, tenía la sutileza de una tira cómica. No obstante, Wentik ya estaba cansado de esos juegos. La dependencia de Astourde en el escenario y el ambiente se iba haciendo más y más transparente.

Y la cuestión de su autoridad sobre Wentik ya se había resuelto. Era preciso más que esto para intimidar al científico. Wentik miró a Astourde sin expresión.

—No.

Wentik notó una creciente tensión en la sala cuando pronunció la palabra. Los hombres de batas blancas, una troupe de comparsa, observaban a Astourde como si aguardaran instrucciones.

El hombrecillo caminó pomposamente hasta el escritorio y tomó asiento con gran ceremonia para dar la impresión de que los otros hombres esperaban su voluntad. Abrió la boca para decir algo.

—¡Fuera! ¡Todos ustedes! —dijo Wentik. Astourde se puso en pie de un salto.

—¡Quietos ahí!

Lanzó una mirada de furia a Wentik.

—¡Siéntese! —bramó, como si el tono sustituyera autoridad. Su semblante se llenó de manchas bajo la insuficiente luz de la lámpara.

Wentik paseó tranquilamente hasta la puerta e hizo girar la llave que Astourde, por descuido, había olvidado en la cerradura. Abrió, y vuelto hacia los hombres, dijo con voz firme:

—Desentiéndanse de ese individuo. No tiene autoridad sobre ustedes. Salgan ahora mismo.

El hombre más cercano a Wentik hizo un gesto de indiferencia y salió sin más. Los otros miraron a Astourde, luego a Wentik, y avanzaron hacia la puerta.

Wentik los observó atentamente conforme desfilaban delante de él. Se preguntaba dónde estaría Musgrove.

Cuando el último hombre estuvo en el pasillo, Wentik cerró la puerta, echó llave y se la metió en el bolsillo.

—Olvídese de ellos, Astourde —dijo—. íbamos a tener una charla esta noche, ¿lo recuerda? —tanteó la pared y encontró un interruptor. Las luces se encendieron en un panel de vidrio situado en el techo. Al contemplar la habitación pudo comprender que era la primera vez que estaba allí sin la opresiva sensación de encarcelamiento.

Astourde parpadeó.

—Yo… Lo siento, Elías —dijo.

—¿No había dicho que tenía algo de comer? —preguntó Wentik. La escenita lo había dejado sorprendentemente impasible, y su hambre volvió a ser tan aguda como antes.

El hombre del uniforme gris (de nuevo un fardo de ropa chabacana) abrió un cajón del escritorio y sacó una bandeja cubierta por un trapo al cual retiró: había un plato de estofado.

—Sírvase usted mismo —dijo, apocado.

Astourde se levantó después de apagar la lámpara del escritorio. Recorrió la habitación, con las manos caídas y oscilantes sobre los muebles.

Wentik se sentó ante el escritorio, y se acercó el plato. Aún estaba caliente, sin duda preparado poco antes de que él llegara a la habitación. Lo miró indiscriminadamente como quien no ha comido desde hace semanas, y comprobó con gran sorpresa que evidentemente había sido preparado con cuidado. Los ingredientes —carne acompañada de guisantes, zanahorias y patatas— seguramente procedían de latas, pero los gruesos trozos mostraban bastante buen aspecto… Llenó un tenedor y comió ansiosamente.

Mientras tanto contemplaba la habitación con curiosidad. La veía con el mismo interés que al resto de secciones del edificio. Estaba asombrosamente bien amueblada, en comparación con todas las demás partes de la cárcel. A más del escritorio y dos sillas, había un alto aparador de madera en el rincón. Estaba cerrado, pero el candado que clausuraba la puerta pendía abierto de la sujeción. La ventana tenía cortinas de un material suave y de color castaño. Había varios archivadores a lo largo de la pared detrás del asiento de Astourde, y una fotografía en un marco colgado en el muro.

Wentik examinó la foto con curiosidad.

Era de la cárcel. Había sido tomada frente al edificio, donde en ese momento estaba el helicóptero. Había guardias en todas las garitas a lo largo del techo, pero estaban desarmados, al parecer. Encima de todas las garitas ondeaba una bandera. Delante de la cárcel una disciplinada tropa de hombres uniformados guardaba formación en un cuadrado perfecto. Ante ellos, en un estrado, se hallaba otro hombre con uniforme de alto rango y a ambos lados de él había ayudantes.

Otras veces que Wentik había estado en la habitación, la fotografía no estaba allí. Astourde debió de haberla ocultado, y ahora empezaba a comprender el porqué.

La escena de la fotografía era notablemente similar a la que Wentik había observado el día de su llegada a la cárcel, Con Astourde intentando adiestrar a sus hombres sin saber que el científico lo observaba. Wentik comprendió que si hubiera logrado atormentar ese punto débil de Astourde oportunamente —el hombre se había mostrado claramente embarazado al respecto— su interrogatorio quizá no habría comenzado nunca.

De pronto, Astourde habló como si se hubiera inmiscuido en los pensamientos de Wentik:

—Lamento eso.

—Ya se ha disculpado.

—Lo sé. Pero de verdad lo lamento. Era absurdo.

Wentik giró en redondo para mirar al hombre que estaba a su espalda, de cara a una parte lisa de la pared.

—¿Cuál era la idea?

—No lo sé con seguridad —replicó Astourde—. Creía que daría resultado otra vez.

—¿El interrogatorio? —Sí.

—No dio resultado antes… Astourde se volvió rápidamente.

—¡Oh, sí, sí que dio resultado!

Wentik masticó más estofado y pensó en el tema durante un rato. Necesitaba conocer más detalles sobre las motivaciones de Astourde antes de progresar. Acabó con el resto de comida, y dejó a un lado el plato de cartón.

—Estoy preparado —dijo.

Astourde se encaminó hacia el escritorio y encendió nuevamente la lámpara. Wentik pudo comprender de pronto lo dependiente que era el otro de los aparatos, cómo todos sus movimientos se centraban en torno a algún objeto en particular, cualquiera que fuere. Privado de esos objetos, quedaba indefenso.

La luz de la lámpara iluminó buena parte del escritorio. Astourde se sentó al otro lado, su cara iluminada por el reflejo de la superficie de la mesa, lo cual le daba un raro aspecto.

—¿Qué desea saber?

—Todo —dijo Wentik.

—Ni yo mismo sé demasiado —dijo Astourde, en un tono que contenía un leve aviso de capacidad.

—No lo dudo, pero quiero saber tanto como usted,

—De acuerdo.

Wentik levantó la mano izquierda y contó con los dedos.

—Primero quiero saber para quién trabaja usted. Segundo, por qué me trajeron a este lugar, y con qué autoridad. Tercero, qué es este lugar y cuándo vamos a regresar.

—¿Eso es todo?

—Por el momento…

Astourde aseguró los pies en una riostra del escritorio, y se echó hacia atrás de manera que su silla quedó en un ángulo precario. Wentik no cesaba de observarlo. El y Musgrove… ¿Por qué actuaban así? Wentik aún tenía que ver realizar a uno de los dos siquiera un acto racional o lógico, pese a que la conducta de ambos era siempre de extrema simplicidad… en la superficie. Otro detalle que lo preocupaba era la falta de consistencia de los dos hombres; ni una sola cosa parecía llegar a buen fin. Y tal vez el factor más preocupante de todos: su relación personal con Astourde, que mantenía un inestable equilibrio entre agresividad y pasividad.

Mientras aguardaba que Astourde ofreciera alguna réplica (el hombre miraba fijamente las separadas luces del techo con una ridicula actitud de abstracción) Wentik se acordó de repente de un hombre que en cierta ocasión trabajó a sus órdenes en la empresa química donde había iniciado su labor en los Estados Unidos. Ese individuo había aterrorizado a sus subordinados desde el momento en que hubo llegado, pero cuando Wentik acabó por no hacerle caso, el cambio de su carácter para mostrarse obsequioso había resultado casi humorístico.

—Elias, ¿quiere que le explique cosas que soy incapaz de explicar?

—¿A qué se refiere?

—He actuado siguiendo órdenes. Estaban escritas y selladas, y yo tuve que destruirlas poco antes de conocerlo a usted.

—Dijo que trabajaba para el gobierno. ¿Pertenece al ejército?

—No.

—Sin embargo viste uniforme, y tiene hombres que al parecer están a sus órdenes.

—Era parte de la idea. Creí que un uniforme sería más influyente. Así que, si bien podría decirse que soy civil, trabajamos en dependencia administrativa del Pentágono.

—¿… trabajamos?

—El comité. No estoy solo.

—Deduje buena parte de eso por mí mismo —en lugar de iluminarle, las observaciones de Astourde empezaban a confundir a Wentik—. ¿Quién está en ese comité?

—Fundamentalmente científicos del gobierno —dijo Astourde—. Un par de generales del ejército y la fuerza aérea. Se inició como una operación militar, pero después el gobierno se enteró y la centralizó en Washington.

—Prosiga.

—El primer conocimiento que alguien tuvo de la existencia del distrito Planalto —dijo Astourde— data de ocho meses atrás. Una pequeña expedición sismológica se presentó aquí para montar un dispositivo de inspección automática. La expedición entera desapareció, y no se ha sabido nada del grupo desde entonces. Después de algunas semanas se envió un segundo equipo para investigar, y también sus miembros desaparecieron. Nada de esto fue dado a conocer debido a que en Brasil operan agentes comunistas. A continuación se envió un helicóptero del ejército, y también desapareció sin dejar rastros.

—Después de esto, se envió un equipo investigador adecuadamente equipado, que facilitaba informes horarios a un campamento base cerca de Pôrto Velho. Al cabo de tres semanas de investigación se toparon con lo que ahora conocemos como distrito Planalto.

—Donde estamos nosotros actualmente —concluyó Wentik.

Astourde asintió.

—En aquella época no se sabía —prosiguió Astourde— que había un factor externo implicado. Una vasta llanura desprovista de árboles en el centro del Mato Grosso es algo muy sorprendente. El hecho de que fuera perfectamente circular, casi hasta el último milímetro, es muy distinto. La conclusión inmediata, dicho sea de paso, fue que se trataba de un campo de tiro construido en secreto por una potencia extranjera. Hasta que no se intenta actuar aquí, no se sabe cómo pueden ser las comunicaciones.

—Lo que ahora sabemos es que el distrito está creado artificialmente por cierto generador de desplazamiento de campo. También está involucrado un alternador direccional que conecta el campo, de tal modo que, aunque es posible entrar simplemente andando, es imposible salir por idéntico medio. Esto se comprobó estroboscópicamente, y se averiguó que el campo vibra a cien ciclos por segundo.

—Musgrove me informó que era artificial —dijo Wentik.

Astourde lo miró fijamente.

—¿Musgrove?

—Él me trajo aquí, Astourde. ¿Lo ha olvidado?

—No, no. No estaba seguro de cuánto le había contado.

Lo que Musgrove me dijo es que no creía que tú conocieras el campo, pensó Wentik mientras observaba al otro hombre reparando de nuevo en lo mucho que había cambiado en el poco tiempo que se conocían.

—Aquí fue cuando intervine yo —continuó Astourde—. Yo formaba parte del personal de uno de los equipos. Habíamos observado el distrito durante un período de tres semanas, y de pronto se localizó a un hombre que erraba en el interior. Sus movimientos eran irregulares, como inseguro de la dirección y necesitado de una orientación. Por fin se detuvo a trescientos metros de nosotros. Nos habíamos trasladado al perímetro para seguirle los pasos. El tipo pasó varias horas levantando algunos letreros de madera que traía. Parecía desconocer totalmente nuestra presencia.

—¿Por qué no llamaron su atención? —preguntó Wentik.

—¿Cree que no lo intentamos? Le gritamos, encendimos focos, incluso hicimos disparos al aire con los rifles… Pero por alguna razón extraña el sonido no servía.

—¿Qué ponía en los letreros?

Astourde abrió un cajón del escritorio y extrajo un block de papel unido con una espiral metálica, que abrió ante él.

—Había siete letreros en total y decían así. En el primero el individuo había escrito: Me llamo Pat Brander, ejército norteamericano. No sé donde estoy, o qué ha sucedido. El segundo decía: Hay otros hombres conmigo pero no sé dónde están ahora. Llevo seis días solo.

—¿Cómo había hecho esos letreros? —interrumpió Wentik. Astourde se encogió de hombros.

—Trozos de madera vieja, imagino. Hay muchos por aquí. Lo único que podíamos saber a esa distancia es que él tenía tablas en las que había pintado los mensajes.

Wentik asintió. Astourde volvió a mirar su cuaderno de notas y continuó.

—El tercer letrero decía: No intenten seguirme. No puedo huir. El cuarto: Entré por algún lugar cercano. Si leen esto, no me sigan. El quinto: Aquí hay un hombre que se ha vuelto loco. Tengo pesadillas todas las noches. Dos hombres se han suicidado.

Astourde hizo una pausa.

—Cuando el hombre escribió esto era evidente que sufría los síntomas de miedo y confusión que, por alguna determinada razón, atacan a toda persona que entra en el distrito Planalto. Todos mis hombres los han sufrido, y parece que no podemos hacer nada al respecto.

—¿Dice que todo el mundo sufre esos síntomas? —preguntó Wentik.

—¿Pretende decir que usted no?

—Nada de eso. Tuve algunos sueños muy vividos durante una semana más o menos, pero nada más.

—Creíamos que no. Musgrove me lo indicó.

—¿Qué había en los otros letreros? —preguntó Wentik.

—El sexto decía: Esto sólo puede estar en algún lugar del futuro. He visto un avión muy extraño, y alguien encontró un libro. No estoy loco ahora. El último letrero decía: Todo mi amor para Angie.

Astourde cerró el block y lo guardó en el cajón. Miró a Wentik.

—Esta es toda la información que yo, o cualquier otra persona, tenía antes de que usted llegara hasta aquí.

Wentik se levantó. En ese momento pensaba que la relación entre Astourde y él estaba totalmente invertida, entonces. El proceso se había iniciado el día anterior, cuando él reaccionó violentamente en contra del interrogatorio, y se consumaba en el silencio expectante con que Astourde aguardaba ahora, como si esperara la opinión de Wentik.

Se acercó a la ventana, y observó la negrura de la noche en la llanura. Ya había estado sentado varias veces en esa habitación, contemplando el horizonte y preguntándose dónde diablos se hallaba realmente y si lo que Musgrove le había explicado había estado cerca o no de ser una representación auténtica de los hechos. Lo que supo aquel día que Musgrove y él salieron de la jungla y cruzaron cierta línea divisoria incomprensible e irreversible, en esencia era poco más o menos lo que Astourde acababa de contarle. Pero ahora había una diferencia importante: podía pensar y actuar por iniciativa propia, y la información de que disponía contenía más significado.

Pero la llanura se extendía bajo su mirada, oscura y misteriosa.

—Se está preguntando cómo me vi metido en esto —dijo Astourde.

—En parte —dijo Wentik, que ya no sentía curiosidad.

—Me gustaría contarle todo lo que ha sucedido entre entonces y ahora. Desgraciadamente —y su voz reflejó el tono de sus pensamientos—, fui sometido a un intenso interrogatorio sobre lo que había visto, igual que el resto de los hombres. Las fotografías que tomamos entonces, las declaraciones juradas de todos los que presenciaron lo que ocurrió cuando el avión aterrizó en las cercanías… Esto es lo que cambió las cosas.

—Pronto me encontré con un informe sobre su trabajo y traté el asunto con el subcomité. Me facilitaron un presupuesto para actuar, un plazo para obtener resultados y vía libre para hacerle abandonar su trabajo.

Wentik estaba de pie de espaldas a la ventana, y contempló al hombrecillo que estaba sentado ante el escritorio. Representaba el poder administrativo del gobierno, pero su cadena de responsabilidad llevaba a un oscuro subcomité de algún lugar de Washington cuyos orígenes habían sido olvidados, y cuya atención estaría dirigida a otra parte, muy probablemente. Sin embargo este sistema le había otorgado a Astourde libertad de acción con Wentik.

Y además, ¿qué demonios tenía que ver su trabajo con esto?

—Tengo la impresión de que el problema crucial se reduce a lo siguiente —dijo—. Usted se refiere una y otra vez a mi trabajo, como si eso lo explicara todo.

—Bueno…, ¿no es así?

—No veo la razón.

—Usted publicó un artículo sobre la reacción química del cerebro.

—Exacto.

—Y la hipótesis de que el funcionamiento normal del cerebro podía ser suplantado por medios artificiales, bien temporal o bien permanentemente, con drogas.

—Eso fue mientras yo estaba aún en la Genex Corporation de Minneápolis. Como resultado de ese artículo obtuve una beca gubernamental para investigación, y me trasladaron a la Antártida.

—Y también como resultado —añadió Astourde— se encuentra aquí ahora. Me pareció que si era cierto lo que había dicho aquel tipo, Brander, por muy increíble que resultara, podría explicar buena parte del misterio físico que envuelve la región. Junto con lo que descubrimos a partir de las pruebas estroboscópicas, eso me indicó que el distrito Planalto era una zona de tierra desplazada artificialmente al futuro de alguna forma. O más posiblemente, o más probablemente, aún, un trozo de terreno del futuro que existe en el presente.

—Si tal fuera el caso, entonces ese futuro sería tan real como nuestro presente hasta el último detalle, y consecuencia, por muy remota que fuera, de lo que está sucediendo ahora.

—Musgrove ha dicho algo parecido —dijo Wentik.

—Sí. Pero la diferencia es que el mismo Musgrove no sabe nada de los cambios mentales que tienen lugar al entrar en el distrito. Se trata de mi conjetura personal; no he hablado de esto con nadie excepto con usted. Fue Brander, al referirse dos veces a la locura, el que me hizo pensar así. El asunto me confundió hasta que leí su trabajo.

—Hasta entonces yo no podía explicar lo que había visto mejor que cualquier otra persona. Pero su trabajo fue el eslabón. De repente supuse que si varios hombres se volvían esquizofrénicos simultáneamente, entonces era probable que existiera alguna explicación externa del fenómeno.

—¿… como un producto químico o droga?

—Sí. Precisamente. Algo como lo que usted tenía entre manos en la Antártida.

Wentik volvió al escritorio y apoyó firmemente las manos en el borde. Acercó su rostro al de Astourde.

—Fantástico —dijo broncamente—. Y usted está aquí, y yo estoy aquí, y otra docena de hombres están aquí… Y ninguno de nosotros puede regresar. ¿Sabía que iba a pasar esto?

Astourde sacudió la cabeza tristemente.

—No, Elías.

Se puso en pie y se encaminó hacia la puerta. Se volvió y miró a Wentik. Cierto rasgo de su expresión recordó a Wentik los últimos momentos del interrogatorio en el pasado. La sensación de derrota se cernía en su porte como espesas capas de carne.

—¿Quiere abrir la puerta, por favor? —dijo.

Wentik sacó la llave de su bolsillo y obedeció. Astourde salió al corredor.

—Espere aquí —dijo—. Le traeré los mapas.

Astourde desapareció en el corto pasillo, y Wentik volvió al escritorio. Se sentó, sintiendo de nuevo todo el peso de la debilidad de su situación. Esa noche sólo había sabido una cosa realmente nueva para él: que Astourde y los demás estaban sometidos a períodos de locura intermitente. Recordó otra vez su primer día en el distrito, cuando Musgrove había corrido frenéticamente hasta el molino… Al menos ahora había una explicación parcial para eso. Además, el comportamiento general de los otros hombres podía explicarse en términos de inconsecuencia irracional.

También podía comprender mejor a Astourde. Potencialmente era ahora un caso clásico de mente criminal, paranoico incipiente, capaz de cualquier arco irracional.

¿Pero por qué él, Wentik, era inmune a lo que estaba pasando?

Su único pensamiento era que las pocas veces que había ingenrido minúsculas cantidades de drogas había sido capaz de desarrollar una resistencia personal al medicamento. Pero todo esto confirmaba la teoría de Astourde: que en cierto modo la atmósfera de este lugar del futuro estaba sembrada de drogas que él mismo había creado.

¿Qué había ocurrido? Su trabajo había sido patrocinado directamente por el gobierno con fines pacíficos, y por lo que él sabía no tenía aplicación militar. ¿Pero podrá ser que una versión corrupta y sutil de su droga estuviera usándose como arma?

Wentik meneó la cabeza, y se levantó otra vez. Se acercó a la ventana. Fuera, alguien había encendido varias lámparas de arco y un brillante flujo luminoso cubría el terreno delante de la cárcel. Con el resplandor se veía claramente el helicóptero verde oscuro. Una figura estaba dentro del aparato, haciendo algo indeterminado.

De repente el hombre llegó a la escotilla y saltó al suelo. Era Astourde, y llevaba un objeto que parecía un bidón.

Mientras Wentik lo observaba, el hombre corrió hacia la cárcel. Al cabo de algunos instantes, las luces se apagaron.

¿Qué demonios estaba haciendo Astourde?, se preguntó Wentik.

Caminó de nuevo hasta el escritorio, y se apoyó en el borde. Un poco después, Astourde entró en el despacho con el bidón en la mano derecha. En la izquierda sostenía un rifle automático.

Dejó el bidón en el suelo y pasó el rifle a su mano derecha. El seguro del arma se deslizó con un sonido muy claro.

—Muy bien, doctor Wentik. Coja el bidón —dijo Astourde.

—¿Qué está haciendo, Astourde? No haga más ridiculeces.

—Sé lo que hago. ¡Coja el bidón!

Wentik avanzó hacia Astourde, quien retrocedió ligeramente. Era imposible abalanzarse sobre el rifle. El científico se agachó y recogió el bidón. Pesaba, estaba casi lleno de combustible para el helicóptero.

—Ahora baje por la escalera.

Astourde señaló el corredor con la punta del arma y Wentik cruzó la puerta.

Los dos hombres caminaron lentamente por la cárcel, el mismo recorrido que habían hecho una hora antes al regresar de la cabaña. A indicación de Astourde, Wentik se encaminó hacia la entrada trasera de la cárcel. No se tropezaron con nadie en el camino.

Ante la puerta de madera de pino, el científico se detuvo. Astourde lo pinchó en la espalda con el rifle.

—¡Afuera, doctor Wentik!

Astourde lo siguió al cruzar la puerta y entrar en el prado. El ambiente estaba tan oscuro como la destrucción, el cielo cubierto con una capa uniforme de nubes bajas y espesas que no admitían luz.

Wentik recordó la linterna de su bolsillo, y calculó si podría sacarla por sorpresa en la oscuridad y derribar a Astourde. Pero antes de terminar de considerar esa idea un rayo de luz lo circundó. El otro se había provisto de una linterna.

Astourde indicó el camino con el rayo de luz.

—¡Por ahí!

Los dos hombres se adentraron en la ensombrecida llanura.