Cuando Wentik se despertó la mañana siguiente, captó al instante un agudísimo chillido mecánico que subía y bajaba de manera monótona. Saltó de la litera, se puso los pantalones y salió al corredor.
Ahí el sonido era mucho más fuerte.
Atisbó por una ventana, los ojos entornados ante la primera luz matutina. Había una capa de nubes bajas en el cielo y, aunque el sol no era visible, ya se sentía su presencia. Wentik notó el primer indicio de sudor en las palmas de las manos.
Una fina neblina de humo rodeaba el helicóptero, y Wentik apenas logró distinguir la forma de una figura en el interior de la cabina.
Recorrió los pasillos hasta llegar a la escalera principal y bajó. Fue directamente a la cocina y se sirvió algo de comer. En todo ese tiempo no vio a nadie. Se lavó cara y manos bajo el grifo de agua fría y se secó con el basto material de la bata blanca. Cuando hubo terminado, se puso la bata y se dispuso a investigar la fuente del ruido.
Subió las escaleras hasta la planta baja y atravesó el pasillo central para llegar a una puerta que daba a un túnel, que al parecer iba de la puerta principal de la cárcel a un pequeño campo de ejercicios que había en el centro.
Había silencio ahora, y Wentik observó la enorme puerta, cerrada mediante un simple dispositivo de aldabas de madera. Alzó las dos barras, las soltó para que giraran hasta el suelo y empujó. Salió al aire libre.
El helicóptero estaba a cincuenta metros de distancia, su nariz de cara a Wentik. La cruz roja vertical con su fondo blanco resaltaba entre la monotonía de colores, alrededor. Un hombre se hallaba junto al aparato, la cabeza metida en una gran escotilla de inspección en el costado del fuselaje delantero.
Era Musgrove.
—¡Hey, Musgrove! —gritó Wentik.
El hombre miró sorprendido y lo vio. Se echó hacia atrás, bajó de golpe el panel de inspección y se precipitó hacia la escotilla de entrada. Desapareció de la vista dentro de la máquina y reapareció en la burbuja transparente de la cabina. Cayó pesadamente en uno de los asientos, estiró el brazo hacia el techo y bajó una palanca. Al instante el aullido mecánico sonó de nuevo, y el eje situado en la parte superior del aparato, carente de piezas rotoras, giró furiosamente. El propulsor estabilizador de la cola comenzó a dar vueltas. El ruido cobró más agudeza y el humo salió disparado por una línea de tubos de escape en la base del helicóptero.
Wentik llegó al aparato, subió y trepó hasta la cabina.
—¿Qué demonios está haciendo? —gritó a Musgrove.
El hombre miró por encima de su hombro, frenético, e intensificó la presión de su mano sobre la palanca del starter. La estridencia del motor prosiguió.
—¡Apártese! —contestó Musgrove—. ¡Estoy a punto de despegar!
—¡No! ¡Sin hélices no lo hará! —gritó Wentik—. ¡Por amor de Dios, suelte esa palanca!
El ruido en la cabina era ensordecedor.
Wentik estaba vagamente familiarizado con helicópteros de ese tipo. Durante uno de sus períodos de instrucción industrial varios años atrás, estuvo vinculado con una empresa británica que montaba aparatos similares bajo licencia. En cierta ocasión le habían mostrado uno, tal vez del mismo modelo, o una mejora de éste. La palanca que Musgrove sostenía era el starter del pistón auxiliar, aun cuando el helicóptero hubiera estado equipado con las hélices no habría podido despegar. La propulsión principal residía en las toberas de las aspas, abastecidas por un compresor principal alojado dentro del mismo aparato.
Wentik asió el brazo de Musgrove y tiró. El hombre se aferró con desesperación, hasta que Wentik clavó las uñas en sus bíceps. Cuando Musgrove soltó la palanca, el alarido del motor de arranque se apagó.
Musgrove se irguió y agarró el cuello de Wentik violentamente. Moviéndose con torpeza, su pie cayó contra la abierta puerta de un depósito y entró tambaleante en el compartimiento principal del aparato. Wentik se agachó detrás de Musgrove cuando éste caía y lo arrojó hacia la escotilla. Musgrove resbaló en el borde y cayó sobre los rastrojos, con la cabeza cerca de una de las ruedas.
Wentik se acuclilló en el margen de la escotilla y miró al otro. Cierto rasgo de su conducta violenta e irracional lo desconcertaba.
Musgrove se volvió y levantó la mirada hacia Wentik.
—He vuelto a sorprenderle, ¿no?
Wentik lo contempló meticulosamente.
—Creo que está enfermo, Musgrove.
—Bueno, es posible. Pero no es culpa mía, ¿no?
Se levantó y se alejó hacia la cárcel quitándose el polvo con idénticos movimientos a los que le viera emplear antes en el molino. De pronto echó a correr, y desapareció por la puerta de madera negra.
Wentik volvió a ponerse en el asiento del piloto y apoyó las manos en los controles principales. Observó la disposición de cuadrantes e instrumentos en el panel de mandos. Pese a que tenía licencia de piloto privado y había pilotado aviones ligeros durante varios años por esparcimiento, ninguno de esos controles tenía demasiada lógica para él. ¿Cuánto se tardaría en aprender a pilotar un aparato así?, se preguntó. Quizás entre los hombres del grupo hubiese algún piloto…
Por lo que él recordaba, ese tipo de helicópero se usaba para transporte de personal o como ambulancia aérea. Era rápido y fácil de maniobrar, pero de alcance relativamente corto. Su techo era bastante elevado, pero por encima de los tres mil quinientos metros su manejo resultaba molesto, según habían informado a Wentik.
Examinó los indicadores, y notó que los tanques estaban llenos. Era evidente que Musgrove conocía el aparato tanto como para poder reabastecerlo de combustible, pero sus empeños absurdos en pilotarlo sin rotores le resultaban imcomprensibles.
Mediante un método de tanteos, Wentik encontró el encendido y lo desconectó. Era tonto dejar que las baterías del circuito auxiliar se descargaran; ya habían sufrido suficiente abuso, y Wentik planeaba usar el aparato para huir de la cárcel en cuanto fuera posible.
Cerró la escotilla de golpe y volvió al edificio.
A últimas horas de la mañana, después de seguir errando por la cárcel y enterarse de que prácticamente todas las puertas interiores estaban abiertas, Wentik decidió efectuar una ruptura total con el ambiente del edificio, y paseó a solas por la llanura en dirección al poste de la colina cercana.
Todavía llevaba puesta la bata blanca, y mientras caminaba encontró un pequeño espejo en uno de los bolsillos, Contempló el reflejo de su rostro, advirtiendo sobresaltado que era la primera vez en varias semanas que lo hacía, y se miró con la actitud objetiva de un virtual extraño.
Su cabello se había hecho muy largo, y flotaba libremente sobre su cara. El pico de pelo sobre su frente, otrora prominente cuando decidió peinarse hacia atrás, había desaparecido bajo el nuevo margen y, para satisfacción de Wentik, la textura del pelo había mejorado mucho y tenía un color más claro.
Instintivamente, hizo ademán de recogerse el pelo pero se detuvo. Los rasgos de su cara, más bien huesudos, quedaban suavizados si dejaba flotar sus cabellos en desorden, lo cual le daba un aspecto juvenil.
En realidad, pensó Wentik mientras contemplaba su rostro, le convenía.
Este destello de vanidad mejoró su humor en gran medida.
Llegó a la base del poste, y notó que la tarde se ponía desagradablemente calurosa. El calor sin sol en cierto modo era más incómodo que el mismo sol. Además, amenazaba llover.
El poste apoyaba su base en una sola cavidad esférica. Cuatro cables de ramales retorcidos de poco más de medio centímetro de diámetro sujetaban el poste, pero debido a la pendiente de la colina en que había sido levantado, los dos cables más largos por llegar más abajo hacían una pronunciada comba. A lo largo del poste había una escalerilla, circundada cada pocos centímetros por un anillo metálico de sesenta centímetros de diámetro.
Wentik miró a su alrededor. Deseaba inspeccionar el terreno cercano y este método le había parecido ideal. Pero ahora que realmente podía llegar a experimentarlo, se sentía intimidado.
Observó la parte superior de la escalerilla, acobardado por la altura del poste. En la punta pudo distinguir una reducida plataforma rodeada por una baranda metálica. Al menos cuando llegara arriba tendría donde apoyarse… Abotonó su bata blanca para que no aleteara con la brisa y se dispuso a trepar.
Curiosamente, los primeros treinta peldaños fueron los peores. Wentik trepó a un ritmo constante, sin detenerse ni mirar más lejos del siguiente travesaño. No tenía aversión especial a las alturas, pero la experiencia era nueva para él. A través de la sensible piel de sus manos percibió la vibración del poste a cada paso que daba.
Cuando por fin alcanzó la cúspide del poste, Wentik se sentó en la plataforma con gran satisfacción. Se recostó en la barandilla y sintió el frescor de la brisa en su espalda.
Se quitó la bata blanca.
En cuanto hubo recobrado el aliento y se notó algo más fresco, se levantó y contempló la llanura.
La masa negra de la cárcel dominaba el panorama. Vista desde esa altura y distancia tenía un aspecto deforme y viejo, con las sucias paredes de hormigón reflejando la luz del cielo de manera tan monótona que a Wentik le pareció repulsiva. El techo era de madera, pintada o manchada de un color castaño oscuro desparejo. Aproximadamente cada veinte metros a lo largo del contorno del techo vio garitas de centinela abandonadas.
Wentik trató de distinguir el límite de la llanura hacia el sur, el distrito Planalto. E instintivamente la desolada inmensidad le hizo experimentar una sensación de reclusión mucho mayor de la que había llegado a sentir enjaulado en las celdas.
Una irremediable sensación de separación de la realidad lo invadió. No había salida. En todas direcciones, la misma perspectiva deprimente de llanura sin confines se presentaba ante él. Sólo al este parecía haber cierto cambio. Daba la impresión de que hacia allá crecía una vegetación más oscura, pero podía tratarse también de una ilusión causada por la sombra de las nubes. Estaba demasiado lejos para asegurarlo con certeza.
Wentik notó una ligera vibración en la plataforma, y se agarró a la pequeña baranda tubular que era lo único que había entre él y un vacío de sesenta metros. Miró hacia abajo por entre la malla metálica de la plataforma y vio una figura de uniforme gris que ascendía impetuosamente por la peligrosa escalerilla.
¿Astourde? ¿Para qué lo seguiría hasta ahí?
Su primer pensamiento fue que el interrogatorio iba a continuar. Después lo pensó mejor; la retirada de Astourde había sido total el día anterior. Ya no disponía del apoyo tácito o encubierto de sus hombres, y toda nueva acción que emprendiera sería por cuenta propia.
Wentik desechó el pensamiento.
Volvió a sentarse y se relajó sobre la baranda, en espera de que Astourde llegara.
Astourde salió del último travesaño y se sentó pesadamente junto a Wentik.
—Elias —dijo casi sin aliento—. Tenemos que hablar.
Wentik se estremeció. El intrigante énfasis que Astourde había puesto en aquel ‘Elias’ le resultó irritante. Miró al hombre.
—¿Qué quiere?
—Lo mismo que usted, supongo.
Astourde jadeaba, pero no hizo intento alguno de desabrocharse la túnica del uniforme.
—Ojalá no me hubiera seguido hasta aquí —dijo Wentik con tono mordaz—. No hay nada más que decir.
—Sí, hay algo. —Astourde metió la mano en la túnica y sacó una tira de papel transparente, ya arrugado y sucio. En el interior, el solitario cuadro de película de color seguía allí.
Astourde lo sostuvo sobre el borde de la plataforma, y lo soltó.
—Cosas como esa foto del jet. Razones de que estemos aquí. Qué vamos a hacer ahora. No estoy seguro —su mano volvió al bolsillo interior.
—¿Qué haremos para salir de este lugar? —preguntó Wentik.
—No lo sé. Está el helicóptero, supongo.
Wentik miró hacia el aparato, casi oculto por la masa de la cárcel. Dos hombres trabajaban en él cerca del rotor de la cola.
—Sorprendí a Musgrove esta mañana. Intentaba despegar en el aparato.
—¿En serio? —dijo Astourde, vivamente—. Le dije que no lo intentara.
—¿Por qué quitaron los rotores? —preguntó Wentik.
Astourde se estremeció, la mano oculta bajo la túnica.
—Creí que usted lo robaría.
—¿Así que sabía que yo podía pilotarlo?
—Sí.
Algo captó la atención de Wentik al observar el helicóptero. En algún punto de una de las paredes de la cárcel… Entornó los ojos en un esfuerzo por distinguir.
—Musgrove ha actuado de un modo extraño —dijo.
—Es posible.
Astourde se levantó, y se inclinó en la baranda de la plataforma, apartando la vista de la cárcel. Mientras estuvieron conversando, la capa nubosa había menguado y el sol daba ya todo su calor. La llanura brillaba tenuemente a causa de las corrientes térmicas.
Wentik se levantó también y contempló la cárcel.
Allá. Aproximadamente en el centro del muro vio una protuberancia de color claro. Con el brillo del sol, los monótonos colores de las paredes producían un efecto amortiguador en los ojos. Pero una vez identificada la protuberancia, Wentik la vio con bastante claridad. Era de un color amarillo claro, casi blanco. No tenía una forma identificable para Wentik, pero su presencia en el muro no parecía ser arbitraria. Con la curiosidad excitada, Wentik se preguntó qué podría ser, situada con manifiesta deliberación en una pared externa por otro lado lisa.
Tenía que haber alguna razón para la protuberancia, pero esa certeza no menguó la curiosidad del científico, que persistía. Cuando tuviera tiempo, quizás a lo largo del día, le echaría un vistazo más de cerca. Cogió el brazo de Astourde para llamar su atención al respecto, pero el individuo se resistió.
—Allá —dijo—. Mire la cabaña. Tuve que dormir ahí la última noche.
Wentik observó la construcción, y reparó con sorpresa en su aparente pequeñez. En la ocasión que estuvo dentro había percibido de un modo subjetivo que el laberinto de túneles internos era infinitamente grande. Entonces se había aterrorizado, pero al contemplarla ahora se sintió intrigado con la paradoja de su tamaño.
Sintió un remordimiento. Habían sido sus actos, al fin y al cabo, los que habían forzado a Astourde a meterse en la cabaña.
—En cuanto a salir de aquí… —dijo.
—Tengo algunos mapas, Elías —lo interrumpió Astourde—. Podríamos tratar de llegar a Pôrto Velho si usted quiere. O a la costa. ¿Qué le parece?
—No lo sé. Me gustaría ver los mapas.
—Hay algo más…
—¿Qué?
—No estoy seguro —dijo lentamente Astourde—. Es algo relacionado con el motivo por el que usted se halla aquí. Todo ha cambiado ahora.
—No comprendo.
—Después de lo sucedido ayer. Todo ese tiroteo, y cuando estaba solo en la cabaña… Empecé a ver las cosas desde su punto de vista. Después, cuando salí esta mañana, fue como si usted ya no existiera. —Astourde se agarró al aro metálico más cercano de la escalerilla y apoyó una pierna en el travesaño.
—¿Qué pretende decir, Astourde?
—Discutámoslo más tarde —bajó otro peldaño—. Hace demasiado calor aquí. Esperemos a que refresque. Venga a mi despacho esta noche.
Su cabeza desapareció de la escena. Wentik lo observó a través del suelo, tal como lo había visto ascender. Los movimientos del individuo eran lentos, meticulosos, como si un motor interno regulara su coordinación corporal.
Por el motivo que fuera, el período de encarcelamiento de Wentik parecía haber llegado a su final. Astourde lo trataba ahora con deferencia. Wentik imaginaba al hombre en otro ambiente, tal vez como un solícito jefe de cierto departamento gubernativo, supervisando al personal de pagos… Arrogante con sus subordinados, servil ante sus superiores. Pero su estancia allí había transcurrido, y acabado.
Wentik se preguntó dónde encajaba él en los nuevos planes de Astourde…, suponiendo que el hombre tuviera algún plan. Y volvió a recostarse en la baranda, notando la ligera vibración de la plataforma causada por el descenso de Astourde. Los rayos del sol daban en un lado de su cara, el otro estaba temperado por la brisa. Algo que casi resultaba agradable.
De vez en cuando su mirada erraba hacia el horizonte oriental. Wentik detenía su observación sobre la suave mancha de vegetación más oscura.