Seis

—Su nombre, doctor Wentik. Déme su nombre —la voz de Astourde era insistente.

En lo alto del cielo, en algún lugar muy por encima del pequeño cuadrado de hierba, un jet rugió. Detrás de la cabeza de Astourde, lejos, sobre el horizonte, una pequeña colina se elevaba sobre el nivel de la llanura. En el centro de la ladera, Wentik distinguió un poste metálico que ascendía a una altura de cien metros por encima de la llanura.

Volvió a mirar la mano que brotaba de la mesa.

Estaba hecha a la perfección, como una escultura griega en piel y carne. Tenía el tamaño normal de una mano humana, pálida a la luz del sol, pero no exangüe. Diminutos pelos rubios reflejaban el sol en su dorso. Ocho centímetros de muñeca eran visibles antes de que el brazo desapareciera en la tabla de la mesa, se fundiera en la madera granulosa y con oscuras manchas.

De un modo increíble, los dedos de la mano empezaron a tamborilear, como el gesto de un hombre al que se hace aguardar para darle un encargo.

—¡Su nombre!

Wentik respiró.

—Me llamo Elías Wentik.

La mano cesó en su tamborileo, y descansó sobre la mesa.

—Ha cometido un crimen. ¿Cuál es?

—Yo…

Wentik vaciló. Su primer instinto fue pensar: Pero no hay crimen alguno. Soy inocente… Pero él y Astourde habían pasado por esto docenas de veces. De poco servía una protesta de inocencia.

La mano lo estaba señalando otra vez.

—No he cometido ningún crimen, como usted sabe perfectamente…

La mano se movió. Apuntaba directamente al corazón de Wentik sin cesar.

Astourde estampó su mano derecha contra la tabla de la mesa y empezó a levantarse. Wentik notó que sus sienes latían intensamente.

—¿Ningún crimen, doctor Wentik? ¡Su culpabilidad no admite dudas, y sin embargo no ha cometido crímenes! ¡Ahora la verdad!

En el centro de la mesa, la mano arraigada se puso a apuñalar el aire dirigida hacia Wentik.

—Compréndalo —dijo Astourde, que se sentó de nuevo—, no tengo duda alguna de que usted es culpable. Lo único que exijo es una admisión de su parte.

Wentik asintió.

—Empecemos otra vez desde el principio —dijo Astourde, con un tono de triunfo en su voz—. ¿Qué hacía usted en la Concentración?

Wentik no le hizo caso. Estaba fascinado por la mano. Parecía actuar con total independencia, desconectada de cualquier control externo obvio. El impacto psicológico que producía había sido soslayado, de manera muy irónica, por Astourde. Ahora, el interés de Wentik era el propio de un científico, de un ingeniero. ¿Cómo funcionaba aquello?

Echó atrás la silla y se agachó apoyado en manos y rodillas. La hierba era cálida al tacto, y provocó un vivo destello de recuerdos de los tiempos en que él y su esposa habían estado tumbados en el césped de la universidad durante horas enteras en su último curso. El recuerdo cesó en segundos: formaba parte del mundo ahora perdido para Wentik.

Se arrastró bajo la mesa y examinó la parte inferior de la cubierta. Era completamente plana, no ofrecía pista alguna respecto al mecanismo de la mano. Las piernas de Astourde, que sobresalían bajo la mesa, estaban muy separadas y cubiertas con unos pantalones militares que sentaban muy mal al hombre. Arriba, cerca de la entrepierna de Astourde, Wentik vio una pequeña brecha en la costura, deshecha por la tensión de su gesto.

Se arrastró para volver a salir, y se quedó detrás de Astourde. El individuo estaba inmóvil, apenas daba la impresión de respirar. En la mesa, la mano continuaba apuñalando el aire en dirección a la vacía silla del científico.

Los hombres que estaban junto a los árboles lo observaban con sumo cuidado. Dos de ellos escribían rápidamente sobre una tablilla sujetapapeles, y otro sostenía una especie de cronómetro.

A manera de experimento, Wentik se alejó de la mesa, paralelamente al elevado muro del edificio. Al borde del césped había una angosta franja de tierra pelada frente a la hilera de árboles. Al adentrarse bajo dos de las enormes hayas, Wentik notó que había molestado a una colonia de hormigas. Miles de diminutos insectos corrían sin rumbo fijo tras su paso.

Al otro lado de los árboles empezaba el rastrojal, extendido hasta donde la vista le alcanzaba. Una vez libre de la sombra de los árboles advirtió al momento todo el calor del sol. No había sombra en ninguna parte, y al avanzar entre los espinosos montones de rastrojos, Wentik admitió que no habría escapatoria para él por la interminable llanura.

Se volvió y se sentó, de cara al prado. Los hombres de batas blancas habían abandonado la comodidad de la sombra y se dirigían lentamente hacia Wentik a través del rastrojal. La única expresión que Wentik pudo detectar en sus rostros fue de ligera preocupación.

Tal vez no debió haberlos molestado.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, Wentik se alegró al descubrir que el rayo de luz no estaba en servicio. Se quedó en la litera una hora, gozando del relativo lujo de estar tranquilo, y volviendo a la plena conciencia de su situación. Y ello pese a la dureza de la litera, que era poco más que unas planchas de madera cubiertas con una delgada capa de espuma de caucho o plástico. Todavía usaba la solitaria manta que traía al entrar en el distrito Planalto, pero se las había arreglado para encontrar algunas sábanas viejas de tela muy tosca que utilizaba como almohada. Las pertenencias de la maleta que había estado en el camión no aparecieron nunca. Al parecer, los hombres habían abandonado el camión, puesto que no vio rastros del vehículo desde su llegada a la cárcel.

Cuando por fin llegó al corredor, descubrió que no había guardianes a la vista por ninguna parte. Durante veinte minutos vagó por los pasillos vacíos, y quedó intrigado al averiguar que el número de puertas abiertas era mucho mayor que el que había visto desde hacía largo tiempo. ¿Quién era el responsable de esto?, se preguntó. En cuanto hubo determinado que prácticamente la mitad de la cárcel no estaba restringida bajó al sótano y abrió una lata de comida. Sin gusto, muy ternilloso, el alimento lo asqueó. Pero no había otra cosa. Había llegado a acostumbrarse a ese tipo de comida.

Cuando terminó, volvió a subir a la planta, curioso por comprobar qué nuevo truco tenía reservado para él Astourde.

El hombre estaba otra vez sentado tranquilamente a la mesa, su rostro intolerante tan inexpresivo como siempre.

—Siéntese, doctor Wentik —dijo en cuanto lo vio.

Wentik fue hasta la mesa y notó que la mano seguía brotando de su centro. Estaba inmóvil, los dedos descansaban relajados en la superficie de la mesa.

Al llegar, Wentik se detuvo y miró alrededor. Le pareció que ambos, Astourde y él, estaban solos. No había señales de los otros hombres.

El día anterior, el abrupto cambio de ambiente hizo que las impresiones de Wentik sobre el jardín sufrieran una distorsión. De los confines agobiantes y opresivos de su celda y los tétricos y mal iluminados corredores, al sol brillante y los colores del césped. Había ciertos rasgos de un sueño en las impresiones que aún guardaba del día anterior, pese a todos sus intentos por racionalizarlas.

Por eso, antes de sentarse a la mesa, miró alrededor. Todo estaba como antes: la hierba del prado, el muro de la cárcel formando un lado del jardín y las hayas los otros tres, y la llanura ondulada que se extendía hasta el horizonte. Hacia allá la cabaña de madera que contenía el laberinto, y en las cercanías, el campo de minas.

Sólo Astourde sentado a la mesa, y la mano que continuaba brotando.

Wentik tomó asiento.

Contempló la mano y pensó: Me llamo Clive Astourde.

Astourde, sentado frente a él, observó su concentración y se removió en la silla. La mano tembló ligeramente, luego lo señaló.

¿Coincidencia?

Wentik siguió pensando: Soy un hombre libre. Ningún cambio, la mano continuaba señalando a Astourde.

Soy un prisionero y me llamo Elías Wentik, de Londres, Inglaterra.

Astourde, que ahora se agitaba intranquilo, como si supiera que ya no tenía tanto control sobre Wentik como antes, tocó nerviosamente el borde de la mesa con los dedos. Al hacerlo, la mano se inclinó y volvió a su primera posición.

El día anterior Wentik había creído que el movimiento de la mano estaba relacionado de algún modo con sus pensamientos. Pero la explicación más probable era que Astourde podía manipularla de alguna forma.

Astourde se aclaró la garganta.

—¿Para quién trabaja, doctor Wentik?

Wentik contempló la mano. Pensó: Soy un científico civil, y la mano permaneció estacionaria.

—Soy capitán de la Infantería de Marina de los Estados Unidos —dijo suavemente.

Astourde dio la impresión de estar perplejo. La mano señaló a Wentik, luego se relajó. A continuación volvió a señalarlo.

—¿Qué…

Astourde se detuvo, después hizo un nuevo intento:

—¿Qué hacía en la Concentración?

—Era un prisionero —dijo Wentik.

—¿Cuál es su nacionalidad?

—No lo sé.

¿Quién soy yo?

Wentik miró fijamente al hombre.

—Usted es mi interrogador.

La mano se puso a dar puñaladas al aire en su dirección, y Astourde se puso de pie.

—¿Su interrogador? ¿Eso soy?

Apartó la silla a un lado con aire desdeñoso y se dirigió hacia la pared de la cárcel donde había sido colocada su caja de madera. Se subió encima y miró el prado.

De detrás de los árboles que delimitaban el césped surgieron los otros hombres. Sin hacer caso de Wentik, que se había quedado sentado a la mesa observando la maniobra con fascinación, marcharon en dirección a Astourde y lo rodearon en desordenado montón.

Wentik se echó a reír, y volvió a la celda sin que nadie lo advirtiera.

En los días que siguieron la vida de Wentik se centró más o menos en torno a la mano y en el ilusorio efecto psicológico que producía. Sus primeras sensaciones de moderada curiosidad y tímida aceptación no tardaron en dar paso a un activo interés académico por el mecanismo de la mano. Varias veces se arrastró bajo la mesa durante las sesiones de interrogatorio, pero no fue capaz de llegar a comprender el funcionamiento de modo satisfactorio. Finalmente, se vio forzado a aceptar que la mano no era un invento de Astourde (ni de alguno de los hombres, realmente), sino que Astourde y sus hombres se habían encontrado con la mano al ocupar la cárcel.

Aceptado esto, la curiosidad de Wentik disminuyó y se preocupó más por el comportamiento irracional de Astourde. Sus motivaciones le resultaban totalmente oscuras a Wentik, que tan sólo podía devanarse los sesos respecto a la inconsistencia de las reacciones del individuo. En las ocasiones que Wentik trataba de superarlo en el manejo de la mano de la mesa, la expresión de Astourde se volvía preocupada, y casi parecía un hombre acosado. Pero cuando Wentik se mostraba menos agresivo en sus réplicas, Astourde tomaba la iniciativa y lo bombardeaba con preguntas y preguntas y preguntas. En cierta ocasión, cuando estaban en la etapa en que los interrogatorios se habían vuelto tan fastidiosos como al principio, Astourde se puso en pie y comenzó a vociferar. La mano señalaba rígidamente desde el centro. A continuación, Wentik se sintió francamente asustado, y cuando los hombres de batas blancas empezaron a cercarlo a una inadvertida señal de Astourde, Wentik se había retirado rápidamente a la seguridad relativa de su celda.

Así provisto de una aceptable y útil teoría sobre la naturaleza de la mano, pero con un conocimiento creciente de la imprevisible conducta de Astourde, Wentik se encontró con que los sueños que todavía le preocupaban empezaron a debilitarse, y al cabo de unos cuantos días dejaron de producirse.

Trece días después de haber encontrado la mano de la mesa, cuando paseaba por el corredor en busca de un improvisado desayuno en la cocina, Wentik notó que las ventanas que daban a la llanura habían sido desprovistas de las persianas.

Fuera de la cárcel, el helicóptero seguía estacionado. Pero las piezas rotoras, advirtió Wentik, habían sido finalmente quitadas y no se las veía por ninguna parte.

Al llegar al prado, Wentik no fue derecho hacia la mesa, sino que caminó hacia los otros hombres, que parecieron sorprendidos de que él los abordara directamente. Varios de ellos retrocedieron o se desplazaron hacia los lados, buscando la protección de los árboles.

Wentik fue hacia el más próximo, un hombre de cabello negro corto con la cabeza llena de caspa que lo miró con aprensión.

—¿Quién es usted? —dijo directamente Wentik.

—¿Yo? Soy Johns. Cabo Alien Johns, señor —señaló a los otros—. Y esos son Wilkes, Mesker, Wallis…

Wentik se alejó de su interlocutor, circundó al grupo y fue poniéndose detrás de cada uno de ellos. Ociosamente, recogió una de las tablillas sujetapapeles que yacían en el suelo. La hoja de papel había sido dividida en dos amplios márgenes, con el encabezamiento REACTIVO y PROGRESIVO. Había varias ecuaciones minúsculas garabateadas en la hoja sin hacer caso alguno de las columnas, como hechas en un momento de distracción. En la parte inferior, en la columna PROGRESIVO, alguien había escrito:

Astourde

Wentik

Astourde

Musgrove (?)

El tercer nombre estaba subrayado con un trazo muy grueso.

El hombre que se llamaba Johns dijo de repente:

—¿Por qué no deja de oponerle resistencia, señor?

Wentik, que todavía rumiaba el significado de las notas, contestó distraídamente:

—¿A quién? ¿A Astourde?

—Claro. Todos podremos regresar entonces.

Wentik, sin entender nada, se apartó del grupo y caminó hacia la esquina más cercana del prado. Se sentó al abrigo de una de las hayas y estudió los jeroglíficos de la tablilla. Johns lo siguió y se acuclilló a su lado. De pronto una ardilla saltó por el prado y por encima de sus cabezas. Los dos hombres se sorprendieron.

El chillido del animal flotó en el confinado espacio.

Wentik miró la mesa del césped, en la que Astourde seguía sentado. El hombre contemplaba inexpresivo la mano del centro.

—¿Qué espera conseguir Astourde con sus preguntas? —dijo Wentik—. Son las mismas, una y otra vez. Ya ni siquiera importa como yo las conteste…

Johns lo miró de un modo penetrante.

—Tal vez sea culpa del interrogador más que de las preguntas.

—¿Y eso significa…?

El hombre se levantó y se alejó.

—No lo sé —apretujó la mano en el bolsillo de su bata blanca, y rio para sus adentros—. Se supone que tenemos que copiar todas sus respuestas y entregarlas a Musgrove. Solíamos hacer chistes por la noche, sobre lo que Musgrove hace con las respuestas.

—¿Musgrove? —preguntó Wentik con repentino interés—. ¿Dónde está?

—En una de las celdas, creo.

—¿Cree?

—No lo he visto últimamente. Creo que sigue aquí. Ya no nos molestamos en llevarles nuestras notas.

Johns dejó a Wentik con la tablilla en las manos y siguió alejándose. El científico volvió a examinar las notas pero no pudo extraerles nada que tuviera algún sentido para él. Finalmente la dejó caer al suelo y observó a los otros hombres.

Johns se había reunido con el grupo, y algunos de los individuos miraban a Wentik con indiferencia, como si fuera de importancia secundaria con respecto a algo que aún estaba por suceder.

Astourde estaba solo ante la mesa en el centro del prado.

Pacientemente, Wentik tomó asiento bajo su árbol a esperar lo que iba a ocurrir. El sol era ardiente de nuevo, provocaba fluctuaciones en el horizonte, pero hacia el sudoeste las nubes ensombrecían el cielo.

Nadie se movía, aunque de vez en cuando Wentik observaba a alguien que pasaba junto a la ventana del bloque de la cárcel. El silencio era intenso, roto una sola vez por un jet que atravesó el cielo a gran altura y con gran velocidad.

Con un impulso repentino, Wentik se puso en pie de un brinco y salió a la carretera por el prado en dirección a la cárcel. Alguien acababa de pasar junto a la ventana cerca de la puerta de madera de pino.

Abrió la puerta de una patada, y encontró a un sorprendido guardián que paseaba lentamente por el pasillo. Saltó sobre la espalda del guardián y dobló el brazo en torno al cuello del hombre en una presa estrangulante. El guardián alzó los brazos en un intento de defensa propia, pero Wentik lo tenía cogido en una llave irresistible.

Echó al suelo al guardián.

Satisfecho de que el hombre no pudiera zafarse, Wentik alivió ligeramente su presa para que pudiera hablar.

—¿Cómo se llama? —dijo al oído del guardián.

—Adams, señor. No me agarre así. No puedo respirar.

—Muy bien. Pero quiero información. ¿Qué demonios es esto?

—Estamos en el distrito Planalto.

—¿A qué se refiere? Sea concreto —apretó de nuevo a su presa. El guardián se retorció antes de obedecer y contestar:

—Estamos en Brasil. Fui enviado aquí. ¡No me culpe! Fue Astourde…

Wentik aumentó la presión, y el hombre quedó inmóvil, suspendido en los brazos de Wentik, con la boca abierta para poder respirar. Aprovechándose de que el individuo ya no se debatía, Wentik lo arrastró hasta la celda más próxima y lo tumbó en la litera.

—Ahora explíquese lentamente.

El guardián recuperó el aliento y empezó a hablar. Él era sólo un soldado raso, dijo. Habían tenido problemas con él en su unidad de Alemania Occidental, cierta riña por una mujer, y lo habían asignado a una unidad especial de las Filipinas. Después lo mandaron a Río de Janeiro con Astourde por vía aérea y lo llevaron a la cárcel. Por lo que él sabía era una especie de castigo. Nadie se lo había explicado. Él se limitaba a hacer lo que le ordenaban. No se trataba…

Wentik lo soltó y regresó al prado. El sol, ya cercano al cenit, le hizo daño en los ojos con su resplandor. Se quedó junto a la puerta y examinó el cuadrado de hierba.

Pensó en Musgrove, en alguna celda de la cárcel. Y en Astourde, atado severamente a la rutina del interrogatorio. Y pensó en el resto de los hombres: los vigilantes y los que llevaban batas blancas. Todos parecían cumplir con una rutina tan absurda para ellos como lo era para Wentik.

Cuando no hay escapatoria posible de una prisión, ¿quiénes son los prisioneros?

Se acercó a la mesa.

Astourde seguía en su silla. Al acercarse Wentik alzó la mirada.

—Siéntese, doctor Wentik —dijo.

En lugar de eso, Wentik siguió caminando alrededor de la mesa. En el centro, la mano reposaba ociosamente, apuntando en la dirección general de la vacía silla del científico. Observando un instante los árboles, vio que los hombres estaban alerta, como si los movimientos de Wentik fueran de gran interés otra vez. De repente, Wentik agarró la mesa y la hizo dar medio giro de manera que la mano quedara señalando a Astourde.

—¿Por qué estoy aquí, Astourde? ¡Dígamelo!

Dio un salto hasta quedar frente al hombre, agitando un puño amenazador. En el centro de la mesa, la mano había cobrado una brusca rigidez y estaba señalando.

Astourde cayó hacia atrás con la silla y rodó por la hierba. Trató de escabullirse serpeando, pero Wentik, todavía asiendo el borde de la mesa, la hizo girar de nuevo de modo que la puntería de la mano siguiera a Astourde. La mano se puso a dar pinchazos al aire.

—¡No la apunte hacia mí! —gritó Astourde.

Se arrastró hacia el grupo de hombres. Wentik soltó la mesa y corrió tras él. Lo cogió y tiró de él hasta ponerlo en pie.

—¿Por qué ha estado interrogándome? —exigió saber. Astourde lo miró fijamente.

—¡Para sacarle la verdad! Pero eso ya ha terminado.

Se liberó de Wentik, corrió entre el racimo de hombres y se metió en la llanura. Sin aflojar el paso, corrió hasta llegar a la cabaña y desapareció en su interior.

El hombre llamado Johns se acercó a Wentik.

—Debió haber hecho eso mucho antes.

Se acercó a la mesa y la puso bien. En el centro del mueble, la mano seguía dando pinchazos a ciegas.

—Astourde confía demasiado en este artilugio. —Johns deslizó los dedos por el borde de la mesa, vaciló en un punto concreto, y la mano volvió a relajarse—. Cuando controlaba esto creía que era el dueño de la situación.

—Pero me culpa de algo que no comprendo —dijo Wentik.

—Nos dijo que usted nos trajo aquí.

—No. Él es el responsable de que todos estén aquí.

Johns se puso a desabrochar su bata blanca.

—Fue algo que dijo Musgrove. Sobre sus investigaciones en la Concentración, o lo que fuera.

—¿Mi trabajo? —dijo Wentik, incrédulo.

—No sé nada de eso.

Johns se alejó de Wentik hacia la cabaña, quitándose la bata blanca y cogiendo un rifle de entre un montón que había al borde del césped. Wentik lo siguió, reparando en que Johns vestía el uniforme de los guardianes bajo la bata. Los otros también se habían quitado las batas e iban por el rastrojal.

Wentik se dirigió a la pila de batas desechadas y cogió una.

—¿Puedo ponerme esto? —preguntó.

No hubo respuesta, por lo que se echó la bata por encima de los hombros y deslizó los brazos por las mangas. En el suelo descubrió una tablilla sujetapapeles y también la cogió. El papel estaba en blanco.

Estuvo sentado una hora a la sombra de los árboles, contemplando la inmóvil faz de la cárcel.

Al acabar la hora los hombres que permanecían en torno a la cabaña lanzaron gritos de gozo y varios cartuchos de fogueo resonaron en el aire. De vez en cuando, uno de los hombres chillaba, la voz apagada por las delgadas paredes de la choza.

Mucho más tarde, en medio del constante calor del largo atardecer, Wentik encontró un rifle y varios cartuchos de fogueo junto a uno de los árboles y cruzó la llanura para unirse a los que estaban en la cabaña.