La luz cayó sobre sus ojos cerrados, y Wentik los abrió. Al instante volvió a cerrarlos, pero ya era demasiado tarde.
Yacía en su celda, y la oscuridad era total. Pero por encima de la puerta metálica había un aparato que había proporcionado a Wentik largas horas de especulación respecto a su mecanismo y finalidad.
El efecto del aparato era muy sencillo. Consistía en una fuente luminosa de alta potencia que proyectaba un delgado rayo de luz en la celda. Ese rayo estaba guiado hacia uno de los ojos de Wentik por los vigilantes que había afuera, en el corredor, pero a partir de entonces podía seguir automáticamente al hombre a cualquier lugar que fuera. En los reducidos límites de la celda no había muchos lugares a donde pudiera trasladarse.
La única forma posible de apartar el rayo de sus ojos era volver la cabeza y mirar la pared opuesta. Si hacía eso, la música empezaba a bramar por un gran altavoz situado en lo alto de una de las paredes restantes. La música era rápida, fuerte y disonante, como si dos composiciones excepcionalmente broncas y de tonalidades alejadas estuvieran sonando simultáneamente.
Cuando Wentik se volvía de nuevo hacia el rayo de luz, la música continuaba hasta que el rayo se fijaba otra vez en él.
Wentik alternaba las dos incomodidades, a veces sufriendo gustosamente la baraúnda musical para descansar los ojos un rato, en otras ocasiones buscando y mirando el rayo, para apartarse del aterrador sonido.
Cerrar los párpados no desconectaba el rayo, pero permitía cierto alivio. Tras un largo proceso de experimentos, Wentik había descubierto que sentarse en la dura tarima de su lecho y hacer frente a la pared opuesta, de modo que el rayo cayera a lo largo del puente de su nariz y sobre su ojo derecho, era el máximo acomodo. La molestia del rayo quedaba minimizada, mas lo que fuera que Wentik disparaba al volver completamente la cabeza, no hacía que la música estallara.
Estaba en la celda un promedio de doce horas diarias, y el rayo se hallaba desconectado la mitad de ese tiempo. De vez en cuando, los vigilantes conectaban el mecanismo mientras él dormía (como habían hecho esa mañana) y Wentik se despertaba, bien por culpa del persistente deslumbramiento del rayo, bien por la música cuando él se daba la vuelta estando dormido para evitar la luz.
Con un reflejo que por ahora era ya casi automático, Wentik sacó las piernas del lecho, se sentó y volvió la cabeza a un lado. Los guardianes, obviamente conocedores de esta maniobra, habían concentrado el rayo sobre el ojo izquierdo de Wentik.
¡Maldición! Apartó la cabeza de la luz, y respingó cuando la música aulló en la minúscula celda de muros metálicos. Volvió a mirar la luz e hizo que el rayo cayera sobre su ojo derecho. Entonces, con sumo cuidado, se volvió y encaró de nuevo la pared. La música cesó.
Tanteó por debajo de la litera, sacó el pote de metal y orinó en posición de sentado. La celda ya empezaba a apestar. Tendría que cambiarlo pronto. Quizás hoy.
Había un ruido grave, de registro bajo, al otro lado de la puerta: las voces de los vigilantes que permanecían fuera de la celda de Wentik durante la noche entera. Wentik prestó atención. Los hombres hablaron durante quince segundos, luego los escuchó caminar por el corredor, alejándose. Volvía a estar libre por otro día.
Pero se estremeció. En parte por el frío…, y en parte ante la alternativa de tener que soportar un día más errando sin motivo a lo largo de los pasillos de la cárcel. Se estaba aletargando en sus movimientos, indolente en su reflexión. La mortífera rutina de la vida en la cárcel se había fijado rápidamente, y aún con más celeridad estaba empezando a hacerle romper con sus viejas normas de conducta. La única variación en la rutina de que disponía eran las entrevistas con Astourde, las que ya estaban también estableciendo una norma propia.
Desde el principio, la cárcel lo había desorientado.
Al llegar en compañía de Musgrove, le había sorprendido la aridez de diseño y colorido de la cárcel: un enorme cubo negro y gris que se alzaba abandonado en la solitaria llanura barrida por el viento. En la parte frontal estaba aparcado un helicóptero militar, pintado de verde oscuro con una cruz roja y blanca en su proa.
—Dé la vuelta hasta la parte de atrás —había dicho Musgrove, echándose a correr y desapareciendo en el interior del edificio.
Llevado por la curiosidad, Wentik caminó alrededor de la construcción, todavía aferrando su cantimplora de agua casi vacía.
En la parte trasera de la cárcel halló un pequeño prado rodeado de árboles, y ahí encontró a Astourde. El hombre estaba intentando adiestrar a los otros de pie sobre una caja. Igual que ejército de una ópera bufa, los hombres marchaban con una terrible falta de disciplina. Chocaban unos con otros, perdían el paso, movían los brazos a la ventura… Su aspecto era ridículo. Astourde les gritaba de modo incoherente, maldiciendo y escupiendo sus órdenes con un alocamiento que en nada hacía que la confusión se redujera. Los hombres marcharon intensamente de un lado a otro durante casi media hora, mientras Wentik los contemplaba muy divertido.
Después, los hombres, perdido el interés como por acuerdo, desistieron. Uno de ellos ofreció cigarrillos y todos se alejaron de Astourde en dirección al bloque de la cárcel.
Wentik caminó lentamente hacia donde estaba Astourde encima de la caja, solo en el centro del prado. Astourde miró al científico, irritado por haber sido observado en situación desventajosa.
—Gentuza indisciplinada —murmuró—. Ya que está aquí, podría buscarse una celda. No son demasiado incómodas.
Bajó de la caja y se alejó, dejando solo a Wentik con la manta plegada en un brazo y la cantimplora en la otra mano. Y a partir de entonces, las condiciones en que Wentik siguió su existencia fueron deteriorándose más y más constantemente.
Las cosas empezaron muy despacio. Eligió una celda en un pasillo del primer piso. Aunque no había ventanas en ninguna de las celdas, desde el pasillo se divisaba la parte de llanura por la que Wentik había andado. Justo por debajo de las ventanas estaba el helicóptero, y sobre el horizonte podía distinguir la forma negra del molino de viento, empequeñecido por la distancia. A veces el horizonte se oscurecía por la neblina vaporosa, e igualmente la visibilidad se reducía a cuestión de escasos metros cuando las lluvias cubrían la llanura.
No volvió a ver a Astourde durante varios días. Erró por la cárcel en las horas de luz diurna, y pronto llegó a conocerla en profundidad. Por lo que sabía, el edificio estaba casi completamente vacío. Mientras paseaba iba encontrando varias puertas que estaban cerradas; algunas habían sido clausuradas, el resto de ellas podía ser franqueado. Fue obvio para él, después de cierto tiempo, que había una pequeña porción de cárcel que jamás vería, allí era donde probablemente Astourde, Musgrove y los otros hombres tenían sus cuarteles.
Poco a poco se fue dando cuenta de que las zonas por él atravesadas se volvían cada vez más pequeñas. Más puertas cerradas con llave. Finalmente, hacia el undécimo día de su llegada, se encontró confinado a pasear en el corredor que se extendía junto a su celda.
Otra cosa que le pareció alarmante, aunque de modo considerablemente más sutil, fue un repentino aumento de su actividad soñadora. Todas las noches experimentaba varios sueños de impresionante claridad. Algunos eran líricos y algunos horribles, pero todos estaban relacionados con sus experiencias recientes. Astourde aparecía a menudo en esos sueños, igual que Musgrove. Su esposa e hijos aparecieron en otro sueño, perseguidos por un grupo de hombres en el interior de un edificio descomunal. En otro sueño, él y Astourde estaban uno frente al otro, con rifles, disparando tranquilamente al contrincante y sin embargo jamás alcanzándose. Wentik, que nunca había sido un hombre de recordación precisa de sus sueños, consideró de gran interés este acceso primero, pero después, como motivo de preocupación.
Con mucha lentitud, la frecuencia de los sueños empezó a disminuir, hasta que, al cabo de quince días, sólo experimentaba un sueño por noche que pudiera recordar con todo detalle.
Un día, Wentik quedó intrigado al ver que algunos de los hombres trabajaban con el helicóptero. Cinco de ellos estaban haciendo algo con las hélices de rotación horizontal, pero al principio no alcanzaba a percibir claramente qué era lo que hacían. El helicóptero era del tipo con turbinas de extremos giratorios. Al parecer los hombres estaban intentando quitar los rotores, pero evidentemente no tenían idea de cómo proceder. Durante tres días buscaron una solución al respecto gritándose entre ellos. Wentik los contempló muy divertido desde las ventanas de su pasillo.
Luego, una mañana, Wentik descubrió que la noche anterior habían atornillado persianas de acero fijas en las ventanas de toda la longitud del corredor, y esa pequeña distracción le fue arrebatada.
Paso a paso sus minúsculos privilegios fueron limitándosele. Al principio le permitían recoger sus comidas en la tosca cocina del sótano, pero después de que lo hubieron confinado en el pasillo, el alimento le fue llevado dos veces al día. Y cada vez, la porción era más pequeña. Después de una semana en la cárcel, Wentik se acostumbró a que el hambre fuera parte de su vida normal. Le permitían afeitarse con máquina eléctrica pero sin espejo, y le daban agua para lavarse cada tres días. No había regulación artificial de temperatura en el edificio, y durante el día las celdas y el pasillo resultaban sofocantes. Por la noche la temperatura descendía bruscamente y a Wentik le era difícil dormir.
Con la constante falta de contacto con otros que no fueran los guardianes (que al parecer habían recibido instrucciones de no hablar con él), las reacciones menguantes y las incomodidades constantes de la cárcel, Wentik vio que su resistencia empezaba a debilitarse. Sentía que su voluntad personal se iba despellejando capa por capa, y se daba cuenta de que la inclemencia del medio y las privaciones a que le forzaban podrían quebrar el conjunto de su identidad, si ésa era la intención de Astourde. Porque el hombre había tomado el papel de un perseguidor oculto, cuya misma ausencia representaba una intimidación.
El decimoséptimo día, Wentik fue despertado groseramente por dos vigilantes que irrumpieron en su celda y que prácticamente lo arrastraron por el corredor.
Insensibles a sus protestas, los guardianes tiraron de Wentik para bajar algunos toscos escalones de piedra y lo sacaron al aire libre. A trescientos metros de la cárcel había una cabaña de ruda construcción, con todos los hombres, salvo Astourde y Musgrove, afuera y armados con rifles. Wentik fue arrojado adentro a través de una puerta, y se encontró en oscuridad total.
Durante horas se arrastró por el interior de la choza. Descubrió que se trataba al parecer de una construcción basada en un interminable laberinto de túneles de techo bajo, mientras oía que afuera los hombres disparaban cartuchos de fogueo al aire. Cuando por fin encontró una salida, otra vez fue arrojado dentro.
Al acabar el segundo período de encierro Wentik fue arrastrado otra vez hasta su celda y abandonado allí.
Al día siguiente volvieron a sacarlo de la cárcel, pero esta vez lo llevaron a una porción de terreno desnudo a cierta distancia de la cabaña. Ahí le entregaron un largo bastón metálico y una careta de soldador, y le dijeron que hiciera explotar cinco minas terrestres diseminadas en las inmediaciones.
Los guardianes permanecieron en torno al perímetro y cargaron sus rifles con cartuchos. Wentik, todavía muy estremecido por su experiencia en la choza el día anterior, obedeció con vacilaciones.
Le costó una hora descubrir la primera mina. Actuó metódica y pacientemente, pinchando el suelo con el bastón, muy nervioso, y después dando un paso adelante. Al explotar la mina, un gran chorro de tierra y guijarros manó hacia lo alto con un rugido que mareó a Wentik con su brusquedad. Arrojado hacia atrás por la explosión y ensordecido por ella, aunque también ileso, el científico tuvo dificultades para recobrar el equilibrio antes de proseguir.
Pasó una hora y media antes de que encontrara la segunda mina. Cuando el chorro de llamas y tierra hizo erupción, a sólo dos metros de distancia, Wentik cayó de espaldas con el corazón desbocado y la respiración desgarrándole la garganta.
Las dos minas siguientes aparecieron con bastante rapidez una tras otra, y por entonces ya había logrado controlarse.
La quinta mina… Durante tres horas más pinchó y aguijó el suelo, y cada minuto que pasaba anticipaba que la inminente explosión sería más terrible.
Una fuerte lluvia cayó mientras rebuscaba, y convirtió el terreno en un barro pegajoso que se aferraba a los zapatos de Wentik. Su búsqueda se hizo desesperada y actuó con más celeridad, sabiendo que sería cuestión de suerte si hacía detonar la mina con el bastón o con los pies.
En ese momento uno de los guardianes atravesó el barro y cogió la careta de soldador. Sólo había cuatro minas, dijo. La quinta no estaba ahí.
El día siguiente, decimonoveno desde su llegada, Wentik volvió a ver a Astourde.
Dejado a solas, el científico pasó parte de la mañana errando por el pasillo de su celda. Intentaba ajustar lo que le estaba ocurriendo a una cierta apariencia de lógica. Se había topado con una puerta que antes había encontrado cerrada, había descubierto una escalera que ascendía detrás de la puerta, y encontrado una habitación en el piso siguiente.
En el interior, Astourde estaba sentado ante un escritorio. Y el interrogatorio había comenzado.
Aquella noche, el rayo-lápiz de luz y la música espantosa fueron usados por primera vez. Pese a que Wentik había cambiado de celda dos veces desde entonces, o bien el dispositivo era trasladado para seguirle, o formaba parte del equipamiento de todas las celdas.
Se había preguntado con frecuencia por qué el rayo de luz era capaz de seguir sus ojos con tanta precisión, y mientras permanecía sentado con el rayo cayendo sobre el puente de su nariz, la única explicación que podía ofrecerse era que de alguna manera la fuente demostraba sensibilidad a los reflejos de su retina, aunque la precisión con que el rayo lo seguía le hizo dudar incluso de eso.
Y ahora se enfrentaba a la usual opción diaria. Las incomodidades de la celda o el aburrimiento del corredor. Eligió lo último, tal como había hecho durante casi treinta días.
Se levantó de la litera y dio los dos pasos hasta la puerta, con el rayo de luz en fiel persecusión de su ojo derecho. Empujó la puerta para abrirla y sacó la cabeza. No había rastros de los guardianes. Miró a un lado y otro del pasillo; la luz del sol perfilaba brillantes cuadrados en torno a las ventanas cerradas.
Caminó por el corredor, probando los cierres de las persianas como era usual. Para él tendría un gran significado poder mirar por las ventanas de nuevo. Pero estaban aseguradas, como siempre.
Al pasar junto a la puerta que conducía a las escaleras y al despacho de Astourde, Wentik tiró mentalmente la moneda como todos los días. ¿Aburrimiento en el pasillo o interrogatorio? Quizás Astourde ya estuviera arriba. Solía estar ahí temprano, sabedor de que Wentik acabaría por preferir hasta el interrogatorio a la soledad.
Lo que hacía tan marginal la elección era que el mismo interrogatorio constituía una parodia. En una absurda tentativa de intimidar a Wentik, Astourde había amueblado la sala con sillas de madera muy duras y lámparas brillantes, y poseía una diversidad de dispositivos hipnóticos cuyo uso correcto era evidente que desconocía. Lo que todavía resultaba más ridículo era que el fin obvio del interrogatorio era más bien impresionar que asustar a Wentik, como si el mismo Astourde estuviera inseguro del poder que allí ostentaba. El único gesto verdaderamente amilanante era la presencia de un guardia armado en la sala, pero en las diversas ocasiones en que Wentik se había cansado de la compañía de Astourde y abandonado la habitación, el guardia no había hecho nada para detenerlo.
Llegó al extremo del corredor y empujó las barras metálicas de la puerta que había ahí. Estaba cerrada. Dio media vuelta y retrocedió por el pasillo, pasando junto a su celda, hasta la primera esquina de la cárcel. Entre esta esquina y la siguiente, la del nordeste de la cárcel, había tres puertas. Llegó a la primera y estaba abierta. Igual que las otras dos.
Fue hasta la esquina, la dobló, y se encontró mirando el tramo de escalones de piedra con el que sus espinillas habían trabado un conocimiento tan profundo el día que lo arrastraron hasta la choza.
Bajó los escalones con mucho cuidado, y se detuvo en la parte inferior. A su izquierda había una puerta de madera de pino, sin pestillo y abierta. Igual que las ventanas del corredor, su contorno se hallaba delineado por cuatro deslumbrantes líneas de luz solar.
Wentik hizo una pausa.
¿Se trataba de una salida de la cárcel? No parecía que hubiera nadie alrededor, pero examinó el pasaje en que se hallaba en ese momento, casi esperando ver a dos de los hombres de Astourde aguardando en las sombras.
El día anterior, durante la breve sesión de interrogatorio, Astourde se había mostrado nervioso y frustrado. Las preguntas habían sido más inútiles y reiteradas que nunca, y Wentik se había ido al cabo de unos pocos minutos. Desde entonces no había visto a nadie excepto a los dos guardianes que le habían traído comida por la tarde.
Volvió a observar la puerta, y apretó la palma de la mano contra ella. La madera era cálida y la presión de su mano la movía fácilmente. Empujó y avanzó.
La luz era cegadora.
Wentik, deslumbrado por el brillo de la luz tras tantos días en los sombríos corredores, estornudó seca y dolorosamente y cayó de rodillas.
—Levántese, doctor Wentik. Tengo algunas preguntas que hacerle.
Wentik alzó los ojos hacia Astourde, de pie ante él, la cabeza aureolada por la luz solar. Los ojos de Wentik derramaban lágrimas, y estornudó de nuevo.
Astourde miró a un grupo de hombres que permanecían a cierta distancia vestidos con batas blancas, y los llamó por señas.
Cuando los hombres se acercaron, Astourde se apartó y Wentik observó los alrededores con sus ojos lacrimosos. Se encontraba agazapado en el borde de un pequeño prado rodeado por altas hayas. Lo recordó como el prado donde había visto a Astourde por primera vez al llegar a la cárcel. Entonces no había reparado demasiado en la disposición, pero ahora lo que más le sorprendía era lo inadecuado de su presencia allí.
El cielo era de un azul resplandeciente, y el sol era blanco y ardiente. Alargadas y delicadas estelas de vapor dividían el azul, pero no había otras nubes. La sombra de Wentik en la hierba estaba claramente impresa por el nítido sol.
Ardillas aladas chillaban y planeaban de un árbol en otro, y un enjambre de insectos revoloteaba bajo una rama de uno de los árboles mayores. En el centro del prado había una mesa de madera con dos sillas situadas en lados opuestos.
Wentik miró a su espalda, y vio la elevada faz de hormigón de la cárcel. La puerta por la que había salido vacilantemente se había cerrado, y un rostro le contemplaba tras una ventana cubierta de polvo a poca distancia de la salida.
Los dos hombres de bata blanca lo asieron por los brazos y lo arrastraron por el césped hacia la mesa. Caminaron con celeridad, sin permitirle volver a ponerse de pie. Le extrañó que vistieran batas blancas, y supuso que podía tratarse de científicos que realizaran algún tipo de prueba con él.
Astourde ya estaba sentado en una de las sillas, y los dos hombres echaron a Wentik en la otra; una silla con asiento de bejucos que se combó desagradablemente con el peso de Wentik.
Los dos hombres lo dejaron ahí y fueron a reunirse con los otros. Wentik los observó. Se hallaban a la sombra de uno de los árboles y cuando los dos primeros llegaron, todo el grupo se echó a reír en voz alta.
Wentik se irguió y se reclinó en la silla, casi hasta provocar el derrumbe. El sol resplandecía, y hacía mucho calor. Había insectos por todas partes, y el chillido de las ardillas resultaba fastidioso.
Y al otro lado de la mesa estaba sentado Astourde, tan paciente como siempre.
La razón volvió a Wentik con un escalofrío que momentáneamente alejó el calor del sol. Seguía siendo un prisionero, al fin y al cabo. Y lo iban a interrogar. (¿Acaso una diversión sutil para desorientarlo más?) Quizá con su infatigable inocencia estuviera formando lo que Astourde consideraría como un sólido bloque contra el interrogatorio anterior.
—Dígame su nombre, doctor Wentik —dijo Astourde.
Las mismas preguntas sin sentido de siempre. Astourde le miraba fija, imperturbablemente, y sonreía. Wentik devolvió la mirada al otro lado de la mesa.
Astourde vestía su uniforme completamente gris. Sus dos manos descansaban en la mesa. Su sonrisa se hizo más amplia, y una sensación de horror remeció a Wentik.
Había tres manos sobre la mesa.
Fijo la mirada…, y la sonrisa de Astourde aumentó aún más; los científicos se rieron y una ardilla chilló.
Una mano estaba brotando en el centro de la mesa. No descansaba en el mueble, como las de Astourde, sino que brotaba. Wentik reparó en el lugar donde se unía con la lisa madera.
La mano lo señalaba a él.