Tres

Wentik yacía en la cama de su hotel y escuchaba los sonidos de las primeras horas de la mañana de la ciudad de Pôrto Velho. El bochornoso calor ya se extendía a lo largo de las orillas del río Madeira a un kilómetro de distancia. En la plaza de abajo, un pesado motor diesel marchaba en vacío continuamente con un vacilante sonido obstinado.

En la última quincena Wentik había estado allí aguardando la llegada por vía aérea del equipamiento procedente de la costa.

Astourde había desaparecido. El hombre discordaba en el calor de la ciudad con su grueso uniforme gris. Llevó a Wentik en un taxi hasta el hotel y, sin más, lo dejó.

Una hora después, Musgrove se había presentado. Único contacto de Wentik en Pôrto Velho, rara vez se apartaba de su lado. Sabía poco, al parecer, y hablaba menos aún. A cualquier parte que fuera Wentik, Musgrove lo seguía. El científico empezó a sentir las primeras y desagradables impresiones de no estar totalmente libre.

Su mayor molestia en Pôrto Velho era la falta de información. Todo lo que sabía era que Astourde y Musgrove parecían trabajar para el gobierno estadounidense, poseían la fotografía de un avión desconocido y estaban pidiendo y comprando varias toneladas de equipo como tiendas y alimentos. A tal desasosiego más bien abstracto, y el consecuente aburrimiento de haraganear sin motivo en una población fluvial sudamericana, había que sumarle las ligeras impresiones de desorientación que estaba experimentando.

Aparte de esto, sus días en Pôrto Velho transcurrían con bastante comodidad. Musgrove era el peor tipo de compañero (nunca ofrecía información voluntariamente y pocas veces la daba cuando se le requería) pero la habitación del hotel era aceptable y la libertad personal de Wentik, relativamente grande. Sólo al preguntar a Musgrove cuándo volvería a Washington, el individuo reveló un rasgo amenazante.

—Usted no irá allá —dijo, sin mirar directamente a Wentik—. Nunca. Ni Astourde.

El día posterior a su llegada, Wentik escribió una carta al senador McDonald, que era presidente del Subcomité de Apropiaciones Investigativas que había llevado los asuntos de la Concentración. Declaró con exactitud lo que le había sucedido y pidió una explicación. Escribió todo lo que sabía sobre Astourde y Musgrove (que no era mucho) y manifestó al senador que se estaban preparando para un viaje cuyo destino desconocía. Terminó con una solicitud urgente de respuesta inmediata.

Se las arregló para echar la carta en una plaza pública sin que Musgrove lo advirtiera, y con este logro se sintió más seguro al instante.

Sólo más tarde, cuando los días iban pasando y la respuesta no llegaba, volvieron sus recelos.

Wentik oyó que el motor diesel en la plaza de abajo de repente aceleró y después quedó en silencio tras un relincho.

Bruscamente, con su acostumbrado desprecio por la intimidad, Musgrove entró a trompicones en la habitación. Se acercó a la cama y contempló fijamente a Wentik a través de la mosquitera.

—Nos vamos —dijo con sequedad—. Aquí hay una maleta para sus cosas. Meta lo menos que pueda y luego baje a la calle. Lo estamos esperando.

Wentik se vistió con rapidez y, al mirar por la ventana, vio que Musgrove hablaba con un grupo de una veintena de hombres. Iban vestidos de color gris, como Musgrove, sin insignia alguna, no obstante lo cual el atuendo tenía el aspecto inconfundible de un uniforme. Cualquiera que fuese el objetivo de las ropas, eran totalmente inadecuadas para el clima.

Mientras Wentik observaba, los hombres cargaron algunas cajas en un autocamión diesel de elevados laterales.

Wentik bajó a la calle y se reunió con los otros. Los hombres, que obviamente lo veían por primera vez, lo examinaron con franca curiosidad. Musgrove les dijo algo incoherente y todos subieron a la parte trasera del camión con el equipo. Musgrove miró agriamente a Wentik.

—¿Está listo? —preguntó.

Wentik asintió y entonces ambos subieron a la cabina frontal, donde el conductor ya estaba sentado.

Wentik se encontró en medio de la cabina entre Musgrove y el conductor, sentado en la envoltura interior del motor, con las piernas a horcajadas sobre la caja de cambios. Musgrove encendió un cigarrillo envuelto en papel negro y el humo, que olía a demonios, flotó hacia el rostro de Wentik.

El conductor apoyó el codo en el marco de la ventanilla abierta mientras se deslizaban lentamente por las polvorientas calles. Sólo eran las ocho en punto de la mañana.

Se detuvieron a la orilla del río y Musgrove entró en la oficina de la compañía de transbordadores. En cuestión de minutos, el motor del anticuado aerodeslizador fue puesto en marcha y eran transportados por el río hacia la deshabitada ribera meridional. Allí, la rampa que se alzaba desde el agua conducía a una desierta carretera abierta entre la jungla. Mientras el camión se alejaba, el transbordador osciló graciosamente en una nube de rocío blanco al volver a cruzar el río en dirección a la ciudad.

La carretera se dirigía al sur de Pôrto Velho, en una negra línea recta a lo largo de la llanura.

—¿A dónde lleva esta carretera? —preguntó Wentik.

—A Bolivia —respondió secamente Musgrove—. No la seguiremos mucho trecho.

Fueron cincuenta kilómetros los que recorrieron por ella, y después, por órdenes de Musgrove, el conductor giró a la izquierda para tomar una senda de grava de dirección única. Al instante, la marcha se hizo más arriesgada.

De vez en cuando atravesaban pequeños pueblos, donde niños semidesnudos corrían hacia el lateral de la calle y agitaban las manos. Incluso ahora, cerca ya de 1990, pensó Wentik, todavía existían lugares de la tierra donde un autocamión mecanizado era una novedad.

El día se hizo más caluroso y el aire que entraba por las ventanillas laterales no servía para aliviar el malestar creciente en la cabina. Hacia el mediodía se detuvieron para comer y beber un poco y luego prosiguieron su camino. Wentik fue comprendiendo de que se estaban alejando de la relativamente civilizada llanura en torno a Pôrto Velho y adentrándose en las estribaciones de la elevada meseta que formaba parte del Mato Grosso.

Al atardecer, Musgrove (que había pasado buena parte del caluroso día en un silencio caviloso) metió la mano en su bolsillo y entregó a Wentik un trozo de papel varias veces doblado. Estaba sucio, y exhibía las marcas de varias huellas dactilares.

Wentik abrió el papel y empezó a leerlo.

Elias Wentik:

Es probable que se sienta desconcertado en cuanto a la naturaleza de su viaje y la relación que pudiera tener con la fotografía que le mostré. Sólo puedo decirle que tenga paciencia por el momento. Buena parte de nuestro supuesto conocimiento sobre el distrito de Planalto es tremendamente especulativa, y buena parte de su índole se explica por sí misma. La máquina de aquella fotografía procede del distrito de Planalto, yo mismo tomé la foto en una visita anterior. Aparte de esto… Usted mismo lo descubrirá cuando entre en el distrito.

No se alarme por el comportamiento de Musgrove. Puede parecer un poco irracional a veces, pero no le hará daño alguno. Además, le he encargado de que su tránsito no tenga problemas, por lo que le hago responsable a usted mismo de llegar sano y salvo.

Su atento servidor,

C. Astourde.

—¿Lo ha leído? —preguntó Wentik, alzando el papel.

Musgrove se echó a reír.

—Sí. Astourde lo había metido en un sobre cerrado al principio, creyendo que no lo abriría.

Wentik contempló de nuevo el trozo de papel. La desagradable formalidad de la última frase se grabó en su mente durante toda la noche. Había algo ridículo en el contexto, como si Astourde reconociera una creciente sumisión a las circunstancias por parte de Wentik.

Junto a él, Musgrove soltó una risita, que se sumó a los presentimientos de Wentik.

—¿A dónde vamos? —dijo repentinamente Wentik a Musgrove mientras estaban acuclillados a la luz de las lámparas de aceite suspendidas de las ramas por encima de sus cabezas. Los otros hombres habían partido en el camión hacia la cercana población de Sao Sebastiao después de montar las tiendas y volver a comer un poco. Musgrove estaba recostado en el tronco de un árbol, y escuchaba ociosamente la música que surgía de una vieja radio portátil que tenía a su lado.

—A Planalto —respondió.

—¿Está allá Astourde?

—Estará cuando lleguemos. Va en helicóptero.

Wentik sacó la carta del bolsillo y volvió a mirarla por décima vez ese día.

—¿Qué es el distrito de Planalto? —preguntó—. ¿Una especie de base del gobierno?

Musgrove sonrió con aire enigmático.

—Digamos que sí —contestó—. La única gente que encontrará allá estará trabajando para el gobierno.

—¿Y el avión?

—Astourde tomó esa fotografía la primera vez que vio el distrito. Pero ya podrá averiguar más al respecto…

Wentik se quedó pensativo por un momento. A su alrededor, los ruidos de la oscura jungla brasileña recorrían su aterradora gama. En lo alto de los árboles, voces animales gemían, apagándose y creciendo, con un sonido extrañamente humano. No había nada parecido en la memoria de Wentik: un ulular constante de chillidos fantasmagóricos carentes de fuente. Musgrove le había explicado que los animales eran inofensivos. En la jungla había muchísimos seres arborícolas; especialmente monos, arañas y perezosos. En esa parte del mundo jamás se ve a los animales, sólo se los oye.

Wentik miró a su acompañante, la cara oculta a causa de las lámparas de los árboles, poco eficaces para exámenes detallados. La expresión de Musgrove era vacía, como la de un hombre reacio a divulgar más información de la que debe.

—¿Qué significa distrito Planalto? —preguntó Wentik.

—Es una región del Mato Grosso. Significa altiplano.

—¿Que tiene de especial?

—Ya lo verá —dijo Musgrove—. Es una parte del mundo donde es posible ver en una dirección, pero no en la otra. Un lugar al que se puede entrar, pero no salir.

Wentik se levantó y sin querer golpeó una de las lámparas. Las sombras giraron alrededor de los dos hombres en el claro. Agarrándose a una de las ramas bajas, Wentik quedó en posición descollante por encima de Musgrove.

—No lo entiendo.

Musgrove lo miró sin perturbarse y se puso a liar uno de sus cigarrillos de papel negro.

—Ya lo verá —repitió—, cuando lleguemos allá.

Súbitamente irritado, Wentik se alejó hacia su tienda. Musgrove se había mostrado reacio a cooperar e incomunicativo desde que lo conoció; pero ahora estaba siendo deliberadamente enigmático.

Siguieron adelante con el camión tres días más, subían y subían, y a medida que avanzaban encontraban peores condiciones de conducción.

La primera noche de Wentik bajo la lona había sido una experiencia de pesadilla. La jungla bullía de insectos y animales, y los chillidos no habían cesado hasta la madrugada. La cara del científico estaba moteada e hinchada por culpa de las picaduras de los insectos y las perneras de sus pantalones ya estaban deshilacliadas por la puntiaguda y densa maleza que había en todas partes.

Musgrove se deleitó señalando la fauna autóctona más horrenda. En una ocasión cruzaron una charca pululante de ranas de quince centímetros, y más. El paso del camión molestó a los reptiles, que soltaron un estruendo de gruñidos cuya magnitud y carácter repentino asombró a Wentik. Una columna de hormigas sauba cruzaba la senda, y Musgrove ordenó al conductor que parara para observarla. Cuando el río de insectos alcanzó su máxima anchura, Musgrove hizo un gesto con la cabeza y el camión arrancó, aplastando a las hormigas de tres centímetros con un crujido claramente audible. Después del paso de los hombres, la columna prosiguió, invariable, su marcha.

El segundo día la senda iba paralela a la uniforme orilla de un río amplio y amarillo. El bosque tropical que habían encontrado en las estribaciones montañosas ahora daba paso a una densa jungla tropical, y el cielo rara vez era visible por encima. Llovía sin parar durante horas todos los días; una lluvia cálida y turbia que sólo incrementaba la humedad general de la jungla y poco o nada hacía por bajar la temperatura. Todo era un verde mojado, sofocante. Los mismos árboles parecían piezas vaciadas, como si no creciera madera en sus troncos. Por todas partes, lianas parásitas se desparramaban a lo largo de ramas y troncos, como si quisieran arrastrar la jungla hacia el suelo inundado de humus en que crecía. En varios sitios, los bejucos habían crecido en la senda o caído en ella, y los hombres tuvieron que abrir camino con los afiladísimos machetes. Periquitos de brillantes colores volaban de árbol en árbol, un deslumbrante estallido de movimiento que parecía ajeno en aquellos entornos monocromos.

Los hombres de la parte trasera del camión fueron turnándose en la conducción, pero Musgrove y Wentik permanecieron siempre en la cabina. El calor era intolerable. Wentik no llevaba otra muda, por lo que su ropa quedó empapada de sudor desde el primer día desde que salieron de Pôrto Velho.

La senda se había convertido en algo que no era más que un camino aplanado y lodoso entre los árboles. El camión bamboleaba constantemente de un lado a otro a través de baches cubiertos de fango, y la incesante oscilación dentro de la cabina resultaba extremadamente desagradable para Wentik, montado de un modo precario en la caliente envoltura del motor.

Musgrove cayó de nuevo en el silencio la tarde del segundo día, cuando percibió la irritación que le había causado antes a Wentik. Maldijo una que otra vez la oscilación de la cabina, pero aparte de eso no dijo casi nada.

Sólo en una ocasión desde la primera noche se planteó el tema del distrito Planalto. Entonces Wentik había preguntado:

—¿Cuándo llegaremos allá?

Musgrove meditó lentamente su respuesta, de manera misteriosa, antes de decir con su irónico tono enigmático:

—Eso está bien.

Sin darle importancia, Wentik desistió y no dijo nada más.

El tercer día se toparon con los restos de un camión militar estadounidense, que yacía con las ruedas del lado izquierdo en una charca de agua estancada no lejos del camino.

El conductor del camión de Musgrove frenó a prudente distancia de los restos y los tres hombres de la cabina salieron. No había rastros de ninguna persona en las cercanías.

Subieron a la parte trasera del camión volcado y descubrieron allí un generador de compresión diesel y diversas herramientas para excavar; desde maquinaria hidráulica hasta palas y picos. Musgrove observó el camión sin inmutarse, y garabateó en un cuaderno de notas el número apuntado con pintura blanca en el estribo de la izquierda. Y volvieron al camión que los transportaba.

Antes de meterse en la cabina, Musgrove subió a la parte trasera. Wentik escuchó el gruñido de un generador manual del tipo usado en transmisores de radio de corto alcance.

Musgrove volvió a la cabina cinco minutos más tarde, y la vacilante marcha por la jungla continuó como antes.

Aquella tarde, tras varios kilómetros de extremada dificultad, con el motor y la caja de cambios rugiendo al marchar en propulsión total en primera velocidad, Musgrove, de repente, señaló un punto a la izquierda de la cabina y gritó al conductor:

—¡Ahí! ¡Aparca ahí!

El conductor frenó al instante y el camión se paró bruscamente. Los hombres de la parte trasera bajaron al suelo, con un aspecto de suciedad y cansancio después de lo que debió de haber sido una prolongada prueba de fuego en el encajonado compartimiento trasero del vehículo. Descargaron varias cajas pequeñas del camión y se las repartieron. Wentik recibió dos rifles para que llevara él y una cantimplora de agua tibia. Musgrove cargó con un enorme talego de lona que contenía mantas.

Agobiados y sudando con profusión, todos los hombres se pusieron en marcha a través de la jungla.

—¡Alto! —la voz de Musgrove les hizo detenerse. Sin aparentar embarazo por lo abultado de su carga, Musgrove se adelantó varios metros a los demás. Luego se quedó con los brazos separados, perfilado contra la brillantez que había por delante.

Se volvió y llamó a Wentik.

—¡Venga aquí!

Wentik dio los dos rifles al hombre más cercano y avanzó.

Musgrove se volvió cuando Wentik llegó a su altura, y miró a los otros hombres. Parecía indeciso respecto a qué hacer.

—Creo que será mejor que volváis al camión —dijo por fin—. Abriros camino por el perímetro hasta esta noche y por la mañana os reunís con nosotros en la cárcel. El mapa de referencia está en la carpeta.

Lanzó una brújula al hombre que había sido el último conductor del camión, después hizo un gesto a Wentik y los dos emprendieron la marcha.

Avanzaron varios cientos de metros, con la luz brillando lentamente delante de ellos. Wentik, curioso por ver cuál sería la fuente de luz, tuvo dificultades para mantener el paso de Musgrove que, pese a la acostumbrada maraña de maleza, se movía con seguridad y rapidez.

Después llegaron al borde de la selva, y se quedaron contemplando una extensa llanura. El sol brillaba con intensidad sobre rastrojos cortados a raíz, y dañaba los ojos de los hombres.

La fotografía…

Aquella foto en color que tenía Astourde había sido tomada ahí. En el centro de una de las junglas más densas del mundo, una llanura de rastrojos arrasados que se extendía más allá del horizonte.

Wentik miró hacia un lado, a los árboles, y advirtió lo abrupto del trazo de la línea que delimitaba árboles y rastrojos.

—¿Qué demonios es este lugar? —preguntó a Musgrove.

El otro lo miró burlonamente.

—Lo que usted estaba esperando. El distrito Planalto. Vamos.

Salieron juntos de la jungla y caminaron por la llanura doscientos años hacia el futuro.