27

Austin Greenall fue directamente al Aero Club al salir de la sala de justicia, pero la noticia de su absolución llegó antes que él. Bernard Middlefield había asistido al juicio sin que después ningún periodista o abogado demorara su partida.

Atardecía y las sombras eran alargadas. El único planeador en activo empezaba a aproximarse, pero en el club había una docena de socios que habían conseguido organizarse sus respectivos trabajos para disfrutar de un vuelo a primera hora de la tarde. Quizá no fuera coincidencia que entre ellos estuviesen los otros tres miembros de la comisión aparte de Middlefield. Había quórum.

Al entrar Greenall se hizo el silencio, y luego alguien dijo: «Felicidades, Austin». A eso siguió una serie de comentarios de apoyo tan efímeros como poco sinceros.

Middlefield dijo:

—¿Podemos ir al despacho?

—Claro —dijo Greenall—. Vayan.

—No, quiero decir con usted —explicó Middlefield al borde de la exasperación—. Hemos celebrado una reunión de la comisión…

—Habrá sido muy breve, supongo.

—No ahora. A principios de esta semana. Teníamos que tomar decisiones.

—¿Alguna medida de prevención por si yo salía absuelto?

—Lo único que queremos es averiguar sus intenciones.

—Pues verá, primero volar un poco. Para despejar la cabeza y estirar los músculos. Roger, Peter. ¿Me echáis una mano?

—Es un poco tarde, Austin —protestó el primero de los aludidos, Roger Minstrel, quien como ayudante de Greenall había estado llevando el club él solo en los últimos meses.

—Yo le ayudaré —dijo Thelma Lacewing desde el umbral. Estaba muy atractiva con botas, pantalón de pana rosa y un fino anorak azul claro—. Veo que aquí es difícil conseguir ayudantes. Pensaba que iba a chocar con el pueblo cuando aterricé hace un rato.

—Lo siento, Thelma —se disculpó Minstrel—. Estaba fuera mirándola, de veras, pero… —Se quedó sin palabras.

—Pero ha entrado para sumarse a la fiesta de bienvenida —concluyó Lacewing—. Será mejor que se dé prisa, Austin. Las luces se están apagando en Yorkshire. Empezando por aquí, como de costumbre.

—Sí —dijo Greenall yendo hacia la puerta—. ¿Roger?

—De acuerdo, pero que conste que es tarde —dijo Minstrel.

—¡Hablaremos luego! —les gritó Middlefield cuando salían, tratando de reafirmar su autoridad.

Minstrel y Lacewing situaron el planeador en posición de despegue y Greenall, una vez preparado, se dirigió hacia el torno de remolque.

El piloto trepó a la cabina y se ajustó las correas de seguridad.

—Veo que le han absuelto —dijo la mujer.

Él asintió.

—¿Qué tal se siente? —preguntó ella.

—No estoy muy seguro —dijo él.

—¿La policía todavía piensa que es culpable?

—No lo sé. Es mejor que se lo pregunte a su amiga.

—¿Ellie Pascoe? —dijo Lacewing, frunciendo el entrecejo—. Ha tenido, tiene todavía, cosas importantes en que pensar. Pero ¿usted qué cree?

—¿De si soy culpable? —dijo él esbozando una sonrisa—. Todavía no lo tengo claro.

—Yo de usted intentaría aclararme antes de aterrizar —dijo ella—. Por el bien de todos.

Lacewing fue hasta el extremo del ala y la levantó del suelo. Minstrel recibió la señal. El motor del torno cobró vida y el planeador empezó a moverse.

Fue un despegue perfecto. La inactividad forzosa no había menoscabado la pericia de Greenall. Una vez liberado del cable de remolque, el planeador se elevó a medida que el piloto se valía del viento para deslizarse sobre el polígono industrial.

¿Por qué había escogido el planeador?, se preguntó. Con el Cub habría llegado más lejos y más alto, y con mayor control. Pero luego se dio cuenta de que sabía por qué. En la pequeña avioneta siempre era consciente de lo que antaño había sido la sensación de tener en las manos toda la velocidad y la potencia que un hombre pueda soñar. El rey del espacio infinito. Volar en el planeador no le traía esas cosas a la memoria. Era distinto, no se trataba de dominar un reino mediante la conquista, sino más bien de la aceptación como ciudadano por una suerte de proceso de naturalización. Ciudadano del espacio infinito. No sonaba igual, pero en ese momento la experiencia le aportaba una paz que necesitaba desesperadamente.

¿Qué planes tenía?, le había interpelado Middlefield.

¿Qué pensaba acerca de su culpabilidad o su inocencia?, le había preguntado Thelma Lacewing.

Preguntas estúpidas. Culpa, inocencia, futuro; uno no decidía estas cosas, ni siquiera era útil reflexionar sobre ellas. Se había sentido culpable, cierto, ¿por qué si no había hablado tanto con ese Pascoe? Pero al hablar, la culpa había ido menguando hasta el punto de que cuando entró aquel sargento con cara de ayudante del verdugo, la culpa ya había desaparecido del todo.

La culpa podía volver, sí, aunque no lo había hecho desde entonces. Y aun en el caso de que volviera, ahora sabía por experiencia que también la inocencia podía volver. Que el futuro se preocupara de sí mismo. Todo estaba escrito. Él lo sabía.

A Pascoe no se lo había contado todo. Al colarse en la tienda de Madame Rashid en Charter Park no había matado a la chica enseguida. Le había hecho leerle la mano. Ella se la había examinado y después de decir unas cuantas perogrulladas se había quedado en silencio, le habría apartado la mano y se había llevado la suya a la boca. Entonces él la había golpeado muy fuerte en el estómago y la había matado. Ella había visto lo que iba a pasar, estaba seguro, Y lo que iba a pasar tenía que pasar. Ahí sí había sentido culpa y también después, pero aún, cuando mató a Wildgoose. Pero Wildgoose era malo, un corruptor de menores. Ahora lo veía claro. No tenía que sentirse culpable por eso.

El vuelo le estaba sentando bien, como había previsto. Se sentía ya a punto para regresar a la tierra, listo para ocupar de nuevo su sitio y hacer lo que hubiera que hacer.

Miró hacia abajo para orientarse. Aquí arriba aún había luz pero la altura cambiaba mucho las cosas. A ras de suelo el sol estaba cayendo por el horizonte, pero para un ciudadano del espacio infinito eso carecía de importancia. Bajó sobre el aeródromo en un largo descenso con viento suave en la cola, y viró disponiéndose a tomar tierra. Para su sorpresa, comprobó que aún estaba bastante alto. Quizá había perdido un poco de práctica, después de todo. Para compensar la altitud y tranquilizarse sobre su pericia, aplicó el freno aerodinámico y se deslizó en lateral para perder altura hasta que le pareció estar haciendo un aproximación desde el ángulo óptimo.

Ahora estaba lo bastante bajo para esquivar el sol, y la semioscuridad del anochecer se hizo patente a sus pies, pero no de modo preocupante. Estaba bajando paralelo a la valla de estacas que el ayuntamiento había levantado para que los gitanos no entrasen en el aeródromo. A su derecha podía ver el club con claridad. El mástil de la bandera, blanquísimo y con sus nueve metros de altura, le dio un estupendo punto de referencia para redondear su giro, pese a que la superficie del suelo no se veía nada bien. La tierra corría debajo suyo a toda velocidad, vaga y sombría. Y también las sombras eran desiguales. Algunas parecían estar cruzando su línea de aproximación, y parecían incluso dotadas de forma y volumen.

—¡Dios! —musitó de pronto, viendo de qué se trataba.

Caballos —que no sombras—, toda una maldita manada de ponis que serpenteaban a sus pies con bruscos cambios de dirección, como si el sonido de su descenso los hubiera enloquecido.

La cerca debía de estar otra vez rota. Aquellos condenados estaban por todas partes. Greenall gritó, sabiendo que no podían oírle y que de haberle oído tampoco habría servido de nada; pero siguió gritando. Y los ponis seguían corriendo como locos allá abajo. ¡Santo cielo! Iba casi a cincuenta nudos y no conseguían adelantarlos.

Había tomado una decisión. Seguir adelante con el aterrizaje normal y esperar que los puñeteros se quitaran de en medio… o hacer un aterrizaje largo. Visualizó lo que había detrás de aquel tramo de la cerca, justo enfrente de él. Era un terreno quebrado. Algunas matas de aulaga, muy tupidas. Y luego el cinturón de árboles más allá del cual corría el río.

Una zona peligrosa aún con buena visibilidad. Pero con aquella cerrazón, una catástrofe segura.

De modo que lo mejor era aterrizar como había previsto. No tenía velocidad suficiente para ganar altura que le permitiese ejecutar un giro y tomar otra línea de aproximación lejos de la manada. Sólo el novato más imbécil lo habría intentado, sólo un tonto, un idiota.

Sin embargo, era eso lo que sus manos y pies estaban tratando de hacer. Procuró mantener el planeador recto y plano; los animales no eran tontos, seguro que se apartarían.

Y, de repente, lo había conseguido. Se sintió más tranquilo y se asomó por el plexiglás. Ahora parecía haber más luz. Todo estaba envuelto en claridad. Pero ya no podía ver a los ponis.

Entonces supo lo que estaba pasando.

Cuando Dalziel y Pascoe llegaron al aeródromo, la ambulancia se había ido ya y los nerviosos miembros del club intercambiaban opiniones en el bar del local. Preece, que había ido a recibirlos al aparcamiento, estaba también nervioso y con ganas de tener audiencia.

—Yo lo vi —dijo—. Estaba sentado en el coche, esperando. Vi cómo se aproximaba para aterrizar. Todo parecía en orden, pero él siguió adelante sin hacer el menor intento de tomar tierra o reducir velocidad. Pasó de largo y se estrelló en la cerca. No me lo podía creer. ¡Estaba allí mirando y no me lo podía creer!

—¿Muerto? —dijo Dalziel.

—Desde luego. Fui el primero en llegar allí. Menudo estropicio. Me pareció que se había roto el cuello. Llamé a una ambulancia, pero igual hubiera podido llamar al camión de la basura.

—Vamos a echar un vistazo —dijo Dalziel.

Los tres policías llegaron andando hasta el lugar del accidente. El planeador había chocado con la alambrada de la cerca, dado la vuelta de campana y aterrizado panza arriba con la consiguiente rotura de metales y fibra de vidrio.

Y huesos.

—¿Usted qué opina? —preguntó Dalziel—. ¿Suicidio?

—Fue directamente contra la cerca —repitió Preece—. No intentó esquivarla.

—Está bien, muchacho —dijo Dalziel—. ¿Qué piensa usted, Peter?

—¿Qué quiere decir, conciencia culpable? Una teoría que tendrá éxito entre la mitad del gran público británico.

—¿Y la otra mitad?

—Hombre inocente impulsado a medidas extremas por un acusación falsa y el acoso policial.

—Sí, pero ¿usted qué piensa?

Pascoe siguió andando hasta que en la penumbra pudo ver la hilera de estacas que formaba con la valla una línea perpendicular.

—Los gitanos se han marchado —dijo, mirando hacia el terreno vacío que se extendía más allá.

—Ya. Gracias a Dios, nos hemos librado de ellos hasta el año que viene —dijo Dalziel—. Cuántas veces tendré que preguntárselo, hombre. ¿Qué opina usted?

—Opino que es triste y misterioso —respondió Pascoe—. Nada más. Una pena y un enigma. Como la vida misma.

—¡Caray! —exclamó Dalziel.