—Entonces, ¿ese es el veredicto?
—Sí —dijo el presidente del jurado.
El juez asintió con la cabeza y se volvió hacia la persona que ocupaba el banquillo.
—Austin Frederick Greenall —empezó.
Fuera el sol brillaba aún en un cielo despejado pero ya no era la naranja ardiente del pleno verano sino el limón pálido del otoño. Las hojas secas de los plátanos municipales alfombraban la escalinata del juzgado cuando Pascoe salió del edificio y contempló melancólico la casa consistorial del otro lado de la calle.
Wield salió detrás de él.
—Lo siento, señor —dijo.
—No es culpa suya, sargento —dijo Pascoe—. Aunque él hubiera firmado la declaración, probablemente la habrían desechado por inadmisible.
—De todos modos…
—Abogados, ¡me cago en ellos! —proclamó Dalziel.
Pascoe se giró. El gordo parecía emerger de una batalla campal. En cierto modo, así era.
—He hablado con ese fiscal de pacotilla. Le he dicho que será mejor que se dedique a criar vacas.
—¿Y qué le ha dicho él?
—Me ha amenazado con hacerme un parte. Yo le he dicho que si presenta alguna queja, lo más probable es que me asciendan.
—Todo eran pruebas indiciarias, señor —repuso Pascoe—. Si uno lo analiza bien, no había testimonios realmente concluyentes.
—Yo creo que era suficiente —dijo Dalziel—. Y a ese cabrón le habría hecho papilla si hubiésemos conseguido otro aplazamiento.
Pascoe y Wield se miraron.
Habían transcurrido cuatro meses. Dalziel había echado mano de todas las tácticas retardatorias de manual. El acusado había sido devuelto a prisión antes de ser instruido el auto de confinamiento. Se habían impuesto ciertas restricciones, no tanto para ocultar horrores que ningún oído humano merecía el castigo de escuchar dos veces cuando (como dijo cínicamente Wield) para ocultar al público en general lo baladí del caso. Por fortuna (o no), los jueces encargados de interrogar se dejan influenciar por la policía, sobre todo cuando se trata de crímenes como los del Estrangulador, y Greenall había sido remitido al tribunal para ser procesado al cabo de ocho semanas conforme a la ley. Se habían logrado dos aplazamientos, pero los jueces también se impacientan y ante la amenaza de un recurso de hábeas corpus por parte del abogado defensor, el juicio había seguido adelante.
Los cargos se limitaban a un homicidio premeditado en la persona de Mary Greenall, conocida también como Mary Dinwoodie. Ahí era donde los fiscales se sentían más fuertes. Podían probar el móvil y la oportunidad. Podía señalar la crisis nerviosa de Greenall, podían sacar mucho partido de su extraña conducta al no presentarse después de la muerte. Podían hacer muchas cosas salvo demostrar que estaba junto al Cheshire Cheese la noche del crimen.
La defensa cuestionó la admisibilidad de las pruebas médicas, alegó que Greenall había desempeñado un empleo responsable en su vida civil durante más de tres años sin levantar el menor comentario adverso, e intentó explicar su silencio tras el asesinato de su esposa haciendo que su cliente admitiera que estaba consternado y anonadado por la noticia y que en cualquier caso carecía de motivos para creer que la policía no descubriría rápidamente su conexión con la víctima. «Greenall sobreestimó la eficiencia de la policía, pero esa culpa debemos achacarla a los agentes encargados de la investigación, y no a mi cliente», dijo serenamente el abogado defensor.
El fiscal había tratado desesperadamente de presentar pruebas de los lingüistas. Gladmann se había puesto su mejor traje («El que estaba manchado de caviar Beluga», dijo Pascoe) pero sus esperanzas e alcanzar la fama quedaron en nada.
La primera llamada telefónica no había sido hecha hasta después de morir June McCarthy, argumentó la defensa. Las primeras conversaciones grabadas no había sido hechas hasta después de la muerte de Pauline Stanhope. Probar que alguna de aquellas cuatro voces era la misma que la primera sería difícil. Pero eso era ajeno al caso, según ellos. Su cliente no estaba acusado de ninguno de los asesinatos posteriores. En efecto, aunque estos tenían cierta conexión razonable en el sentido de que en todos ellos estaba implicada una mujer, el asesinato de Mary Greenall o Dinwoodie debía ser tomado como algo independiente, a menos que la policía tuviera pruebas concretas de que existía una conexión.
La disposición del cadáver, sugirió el fiscal.
Cae por su propio peso, replicó la defensa, y podía explicarse en términos de una sencilla imitación. El caso del Cheshire Cheese, a fin de cuentas, había recibido mucha publicidad.
El juez ante el cual había sido presentado dicho argumento en ausencia de un jurado estuvo de acuerdo con la defensa. Se preguntó si debería hacer ya su discurso de censura acerca de la pérdida de tiempo que eso significaba para el tribunal o guardárselo para después de la absolución que él ya preveía. Al final no llegó a pronunciar el discurso. Esas cosas solía citarlas la prensa con gran regocijo si el individuo salía libre del proceso y luego lo encontraban estrangulando a otra chica. Había que ser muy precavido. A los jueces no se les otorgaba el respeto que antaño, ni siquiera en las necrológicas.
En realidad, le sorprendió que el jurado tardara tanto tiempo. Cinco horas. El fiscal había empezado a abrigar esperanzas. Pero entonces había vuelto a entrar, doce hombres buenos y justos, y Austin Greenall los había mirado ni retadora ni cobardemente, y asentido con la cabeza en callada aquiescencia al oír la palabra «Inocente».
—Ahí está —dijo Wield.
Greenall salió al pálido sol rodeado de periodistas pero avanzando sin prisas y sin pausas, sereno como el ojo del huracán. Dirigió la mirada hacia el grupo de policías que había en la escalinata pero no se detuvo. Pascoe captó las palabras «volver al trabajo» y luego su frágil y pulcra figura se perdió de vista.
Uno de los reporteros se separó del grupo al pasar y dijo:
—¿Algún comentario, superintendente?
Pascoe se apresuró a decir:
—Sin comentarios.
—¿Cómo va la caza del Estrangulador? —preguntó el reportero—. ¿Es cierto que han pedido ayuda a Scotland Yard? ¿O volvemos a lo de la bola de cristal?
—Es lo mismo —gruñó Dalziel—. Ninguna de las dos cosas funciona a menos que uno pague con moneda de plata.
—¿Puedo citarle textualmente, señor? —sonrió el periodista.
—¿Citar qué? —dijo Pascoe—. ¿Es que alguien ha dicho algo? Lárguese, Beaverbrook.
—Les encanta —dijo Dalziel al alejarse el periodista—. Les encanta vernos hacer el imbécil. Hijos de puta.
—No lo haremos tanto si Greenall vuelve a las andadas —dijo Pascoe.
—¿Lo cree probable, señor? —preguntó Wield.
—Pottle dice que el móvil es único en su experiencia. Greenall reaccionó ante la idea de que una muchacha pudiera malograrse en el matrimonio impulsado por la visión del anillo de compromiso. Es muy posible, dice Pottle, que haber estado en la cárcel durante este tiempo le haya servido como cura al darle tiempo para reflexionar y hacer las paces consigo mismo.
—En chirona no creo que viera a muchas chicas con anillo de compromiso —dijo Dalziel.
—Si lo hace de nuevo, puede que su conciencia lo registre y esté dispuesto a confesar otra vez —apuntó Wield.
—Pottle cree que no —dijo Pascoe—. Si quiso confesar fue por causa de las muertes innecesarias, esto es, las motivadas por el mero instinto de conservación. Fue una confesión en el sentido religioso del término. Recuerden que Greenall es católico. Pottle dice que yo fui el sacerdote, pero que resulté un sacerdote espurio. Los curas de verdad no se escabullen del confesonario y encargan al sacristán que termine el trabajo. Así pues, se acabó la confesión.
—Al cuerno Pottle —dijo Dalziel—. Yo sólo sé una cosa: a partir de ahora ese cabrón no podrá rascarse la nariz sin que yo me entere.
—¿Qué?
—Lo que oye. Ahora mismo Preece le está vigilando.
—Pero él conoce a Preece —dijo Pascoe.
—Dentro de poco nos va a conocer a todos —dijo Dalziel.
—Nos acusará de hostigamiento —protestó Pascoe.
—¿Usted cree? —Dalziel le miró con curiosidad—. Eso le molesta, ¿verdad?
—Hay muchas cosas que me molestan —dijo Pascoe.
—Le diré algo, Peter. —Dalziel se puso serio—. Cuando empecé en esto, era nosotros contra ellos, sus armas eran la brutalidad y el engaño y el me importa una mierda, y nuestra arma era la ley. Ahora su arma es también la ley, ¿no se ha dado cuenta? Así que pienso utilizar todo cuanto esté en mi mano.
—¿Aunque sea algo que ellos han desechado utilizar? —preguntó Pascoe.
—Hasta la mierda de perro, si hace falta —dijo Dalziel—. Me largo. Si veo salir a esos leguleyos cogidos del brazo y tan amigos, soy capaz de aplastarles las pelucas a los dos.
Pascoe y el sargento Wield vieron cómo el gordo bajaba pesadamente la escalera.
—No parece contento —dijo Wield.
—Yo tampoco lo estoy —dijo Pascoe—. Pero qué diablos.
—Señor Pascoe —dijo una voz de mujer.
Se giraron. Rosetta Stanhope estaba un peldaño más arriba de ellos.
—Hola —dijo Pascoe—. La he visto en la sala. Ya conoce al sargento Wield, me parece.
—Sí —dijo ella—. Hemos estado hablando.
—Debería irme —dijo Wield—. Le veré luego, señor. Adiós, señora Stanhope.
—Un hombre muy agradable —dijo la mujer al marcharse el sargento—. Creo que últimamente ha sido muy desdichado.
—¿De veras? —preguntó Pascoe. La felicidad y la infelicidad parecían estados ajenos a Wield.
—¿No lo había notado? No, él es de los que esconden los sentimientos. Pero creo que volverá a ser feliz. Usted sí que tiene motivos para estar contento, inspector, por lo que me ha contado él. Enhorabuena.
Pascoe le devolvió la sonrisa y de pronto sintió una oleada de placer que ahuyentó todo el desaliento causado por el proceso.
—Sí —dijo—. Gracias. Fue la semana pasada. Ellie, así se llama mi esposa, estuvo mucho tiempo enferma. Creíamos que iba a perderlo. Tuvo que estar varias semanas hospitalizada. Y el bebé llegó con dos semanas de antelación. La niña no pesó mucho, pero ahora está muy bien. Quiero decir que se encuentra perfectamente.
—¿Y su esposa?
—También. Pronto se repondrá. Para ella ha sido muy duro. Mucho.
Pascoe frunció el entrecejo y Rosetta Stanhope le puso una delgada mano en el brazo.
—No se preocupe —dijo—. Todo irá bien. Lo presiento.
—Ya. Bueno, gracias —dijo Pascoe—. ¿Y usted cómo está? Oiga, lo siento. Quiero decir, tantos esfuerzos para nada.
—No se preocupe —repitió ella con una sonrisa—. Eso también se arreglará. Lo presiento. Todo irá como Pauline habría deseado. El otro día fui a ver a Dave.
—¿A Lee? ¿Cómo está? Creo que saldrá a primeros del año próximo si se porta bien. Hubiera podido evitar la condicional si no llega a ser por sus antecedentes.
—Sí, se portó usted muy bien con él al final. Puede que su jefe también tenga su corazoncito, ¿eh? Es lo que le dije a Dave cuando me pidió que le echara una maldición.
—¿A Dalziel? —dijo Pascoe divertido.
—A todos ustedes, pero especialmente a Dalziel —dijo Rosetta Stanhope, nada divertida.
—No lo habrá usted hecho ¿verdad?
—Ya tienen suficientes problemas como para que les caigan maldiciones.
—De todos modos, gracias. —Pascoe sonrió.
Esta vez ella le devolvió la sonrisa. Estaba muy guapa con su chaquetón de tweed y sus elegantes zapatos de cordones.
—Lleva razón en no tener miedo de una pobre vieja normal y corriente como yo —dijo—. Pero no olvide que debajo de este atuendo soy gitana de pura cepa. He estado lejos mucho tiempo pero no se puede estar lejos eternamente.
—No me diga que está pensando en volver.
—¿Quiere decir terminar mis días chupando de una vieja pipa para ahuyentar las moscas? Pues no sería mala opción cuando vuelva la primavera y los árboles estén verdes otra vez. Al menos allí sería alguien. Aquí, en cambio… Echo de menos a Pauline, señor Pascoe. Ella consiguió que no le añorara a él y ahora ha muerto. Los echo de menos a los dos.
—Lo siento —dijo él con impotencia—. Por todo.
—Bah, todo se arreglará —repuso Rosetta Stanhope—. Ya hay quien se ocupe de ello. Déme la fecha y la hora de nacimiento de su pequeña, se me hace el favor. Para el horóscopo. Estoy segura de que le saldrá bien. Todo va a ir bien, lo presiento. Todo.
—Sí —dijo Pascoe.