25

Greenall dijo:

—Éramos bastante felices, no hasta el delirio, pero ¿cuándo ocurre eso pasados los primeros meses? Probablemente yo estaba más satisfecho que Mary. Bien, en cierto modo había llegado más lejos. Siempre que me sentía insatisfecho me bastaba con mirar atrás a cuando yo era un crío semianalfabeto que corría por las calles de Derby. Sabe Dios cómo conseguí obtener la cualificación necesaria para ingresar en la RAF en el nivel más bajo. Pero me fue bien. Aprendí muy rápido. Apenas diez años después de mi graduación, me había casado con Mary. Y naturalmente, por encima de todo, podía volar.

Greenall se sonrió como quien recuerda momentos de gloria. Pascoe dijo como si tal cosa:

—Qué interesante. ¿Se da cuenta de que no tiene por qué hablar? Podría usarse en su contra. Iré tomando nota, a menos que prefiera ponerlo usted mismo por escrito.

Era una versión bastante distendida del procedimiento correcto. Y tenía que hacer que Greenall firmase una declaración diciendo que le habían precavido y que aún así deseaba declarar y que otra persona le escribiera la declaración. Pero el instinto le decía a Pascoe que no debía arriesgarse a romper aquel estado de ánimo. Por un momento creyó haber ido demasiado lejos pero tras una breve pausa el hombre continuó como si Pascoe no hubiera hablado.

—Conocí a Mary estando en Chipre. Ella daba clases en la escuela militar. Fue un flechazo. Igualmente habríamos terminado casándonos, pero cuando ella descubrió que estaba embarazada, todo se precipitó. Tal vez el problema empezó allí. Las prisas no conducen a nada bueno. Eso lo sé ahora. Pero nació Alison y fuimos muy felices. Mucho. Pero cuando Alison tuvo edad de ir a la escuela, Mary se impacientó. Quiso ponerse otra vez a trabajar. No me gustaba la idea, y como yo tenía que ausentarme de vez en cuando por mi trabajo, la cosa no era nada fácil. Pero ella insistió y cuando tuvo que dejarlo por dos veces en cuatro o cinco años, cualquiera habría pensado que Mary era quien mantenía a la familia y yo que ganaba sólo para gastos menores. —Sacudió la cabeza ante lo increíble de la idea—. La segunda vez fue cuando me destinaron a Hannover. Mary llegó a sugerir que a efectos de escolarización, lo mejor sería que Alison y ella se quedaran un tiempo en Inglaterra. Yo no creí que ella estuviera pensando realmente en Alison. Total, Mary se fue. Pasados unos meses dio la impresión de que las cosas le iban mejor. Una de las maestras de la escuela británica de Linden enfermó gravemente. Mary era la persona idónea para el puesto. A partir de entonces las cosas se precipitaron. Habíamos peleado mucho. Ella había conseguido incluso poner a la niña en contra mía. Imagino que la culpa era a compartir. Pero últimamente todo parecía ir bien.

Greenall suspiró.

—¿Está seguro de que no quiere tomar nada? —preguntó de repente.

—No, gracias. Pero si a usted le apetece…

—No —dijo Greenall con énfasis—. Ella conoció a Dinwoodie allí, sabe. Era el subdirector de la escuela, o algo parecido. También estaba metido en un grupo teatral, y Mary no tardó en integrarse a él. A mí me preocupaba un poco que eso le ocupara tantas horas, pero no quería hacer de aguafiestas, las cosas parecían marchar bien. Así que no protesté mucho. Pero la gente decía cosas. No a mí, directamente. Pero uno aprende a interpretar un silencio, una entonación determinada. Empecé a colaborar con el grupo teatral. No podía hacerlo regularmente, pero pensé que si me ocupaba en algo, si les ayudaba con la iluminación o algo así… bueno, no sé lo que pensé. A Mary no le entusiasmó la idea, pero tampoco pareció importarle. Estaban ensayando para un festival de verano; Shakespeare. Los alemanes adoran a Shakespeare, a saber por qué. Como yo no quería parecer un ignorante, me puse a leer un poco por mi cuenta. Solamente representaban escenas sueltas. Mary y Dinwoodie hacían un fragmento de Hamlet, la escena en que él le dice a Gertrudis lo puta que ha sido y luego mata a Polonio detrás del telón. Leí la obra una docena de veces. Creo que me la sabía tan bien como cualquiera de aquellos malditos actores. Sólo quería impresionar, comprende. Yo no recelaba de nada. Si hubieran interpretado una escena de Romeo y Julieta, entonces tal vez sí, pero como Mary representaban el papel de madre de él, no parecía que hubiera de qué preocuparse. Qué estupidez, ¿no le parece?

Pascoe asintió con la cabeza, no muy seguro de a qué estaba dando su conformidad.

—No cometí ninguna imprudencia ni siquiera cuando los pillé in fraganti. Me dije que era una cosa esporádica, que pasaría enseguida. Naturalmente, ella no podía salir impune. Merecía un castigo. Eso se lo dejé bien claro. Pensé en mandar a la niña a un internado, aquí en Inglaterra. Pero entretanto, yo sólo quería disimular. Pensé en el revuelo que podía armarse entre los oficiales, me daba cuenta de que todo el trabajo que había estado haciendo en aquellos años pendía de un hilo y, en cualquier caso, estábamos casi a final de curso y yo sabía que a Dinwoodie se le acababa el contrato y que volvía a Gran Bretaña. De modo que dejé que las cosas siguieran su curso. Acabó el tercer trimestre. Y Dinwoodie se fue. Y entonces llegué a casa tras unos días de maniobras y me encontré con que Mary había desaparecido llevándose a Alison. A partir de ahí las cosas entraron en barrena.

Greenall empezó a dudar y a hacer largos silencios, a medida que proseguía su relato, pero Pascoe podía llenar esos huecos gracias a la larga conversación telefónica con un oficial de archivos de la RAF que se había mostrado muy solícito al serle mencionado el caso del Estrangulador.

Greenall había intentado disimular, fingiendo que su mujer y su hija habían regresado a Inglaterra de vacaciones, aunque estaba claro que ni en la escuela ni en la base nadie se lo creía. Él mismo había vuelto a Gran Bretaña con un permiso de quince días que a la postre fueron más cuando sus esfuerzos por encontrarlas resultaron vanos. Fue la primera etapa en el largo y penoso declive de su carrera. No todo sucedió a la vez. Hubo caídas y recuperaciones. Recibió una carta de su esposa en la que le explicaba sus motivos, con la idea de hacer las cosas de un modo civilizado. Se encontraron en un hotel de Londres para hablar de todo ello. La reunión terminó al darle él un bofetón.

No volvieron a verse durante un tiempo. Probablemente por una mezcla de razones religiosas y personales, Mary había decidido que desaparecer era mejor sistema que cualquiera previsto por la ley. Tal vez porque mediada la década de los setenta era muy difícil que un maestro expatriado intentara colarse de nuevo en el sistema educativo nacional, decidieron dejar la enseñanza y dedicarse al negocio del centro de jardinería. Lógicamente, si es que mantuvieron algún contacto con el mundillo de la RAF, los informes sobre el estado de Greenall no les habrían animado a hacerle saber su paradero. La bebida y una conducta cada vez más extraña habían tenido como primera consecuencia la pérdida del estatus de piloto y, tras un período de crisis, su destitución por motivos médicos.

Todo ello en un período de casi tres años.

—Un buen día —dijo Greenall— desperté y vi que había vuelto a la vida civil. Sin esposa, sin hija, sin carrera. Y sin volar. Tenía que empezar a recuperar esto último. ¿Comprende? Aquí abajo, incluso cuando estaba en la cresta de la ola, siempre tuve la sensación de que había algo, no sé, algo que tiraba de mi hacia mis orígenes. Allá arriba, sin embargo, todo era distinto. Aún lo es. Allá arriba yo era… soy…

—¿El rey del espacio infinito? —sugirió Pascoe.

—Exacto. El rey del espacio infinito. Así que hice un cursillo de instructor. Cosas básicas, en realidad. Sabía que nunca podría volver a la RAF, pero al menos eso me permitía elevarme del suelo. Y era un trabajo. Conseguí un empleo en un club de vuelo en Surrey. El doble de grande que esto. Me gustaba mucho, incluso el personal de tierra estaba muy bien.

Su discurso, haciéndose eco de su recuperación mental, volvía a fluir libremente. Pottle sabría explicarlo, pensó Pascoe. Y seguramente me aconsejaría prestar atención al momento en que se produzca una desconexión.

—¿Volvió a ver a su esposa durante ese tiempo?

—Ni la vi ni tuve noticias de ella —dijo Greenall—. Cuando me rehíce de la crisis empecé a buscar. Hice de detective. Usted ya sabe lo difícil que es eso. Fui a la dirección que constaba en esa única carta, pero era un internado y no sabían nada. Probé en los colegios locales, en el Ministerio de Educación. No podían o no querían ayudarme. Desde luego, no fue fácil.

—¿La policía? —sugirió Pascoe—. ¿Les preguntó a ellos?

—¿Para qué? —dijo Greenall, sorprendido—. No tenía nada que ver con la policía. Al final lo dejé estar. No es que me rindiera, entiéndalo. Sólo decidí sentarme a esperar. Sabía que de un modo u otro, algún día… y tenía razón. Fue en el periódico, sólo un párrafo. Un trágico accidente. Un hombre muere arrollado por un tractor en la feria agrícola. Peter Dinwoodie. Dejaba esposa, Mary; e hija, Alison. Pura casualidad. Pero más que eso. El periódico en que lo leí era de hacía meses. Yo había alquilado una casita de campo. Había un hogar. Usaba papel periódico para encender el fuego y durante el verano los papeles se fueron amontonando. Había perdido el recorte cuando lo vi a finales del verano. Pero una fría mañana de enero de este año estaba yo cortando papel para hacerlo servir de astillas cuando lo vi otra vez. ¿Pura casualidad? No lo creo.

»En esa ocasión fui mejor detective. Estuve dos semanas pensado en ello. Sólo tenía un fragmento de noticia. Feria agrícola. Así que me vine a Yorkshire e inicié las pesquisas a través de la prensa. Fue muy sencillo. Salían más detalles en el Yorkshire Post. Conseguí el pueblo y el nombre del centro de jardinería: Linden. Pero luego, al venirme aquí, hice un repaso de los números atrasados del vespertino local, y había una foto. Era Dinwoodie. Habría debido sentirme victorioso pero no fue así. Sentí asco. Estuve a punto de volver al sur en aquel mismo momento. Pero ya había llegado muy lejos… mucho… Esa noche fui al centro de jardinería. Mary estaba sola. Se sorprendió al verme, pero no demasiado. Estuvimos hablando. Le conté cómo me había ido, la tranquilicé diciendo que no le guardaba ningún rencor. Se hizo tarde. Alison no estaba. Mary me dijo que volviera al día siguiente, pero yo estaba preocupado. La chica apenas tenía diecisiete años, era una niña. No me gustó la idea de que estuviera por ahí a esas horas. Entonces oímos un coche. Miré por la ventana y vi a Alison en el asiento del acompañante. Ella y el conductor estaban muy apretujados, ya sabe, manoseándose de arriba abajo. Quise salir, pero Mary no me dejó. Al poco rato entró Alison. ¡Dios mío, qué cambio! Bueno, quiero decir que hacía seis años que no la veía, pero Alison seguía siendo mi niña, sólo una cría. ¡Pero la ropa que llevaba, el peinado, el maquillaje! Y además, en la mano izquierda, un anillo. Ella no reparó en mí al principio, estaba muy excitada, le enseñó el anillo a su madre diciendo que se había prometido.

»Yo tenía que decir algo. No quería estropear nuestro encuentro, pero tenía que decir algo. Ella estaba más sorprendida que Mary, apenas hablaba. Se alegraba de verme, supongo, pero me miraba de un modo acusador. Como si todo hubiera sido culpa mía. Era testaruda, como su madre. Dijo que quería casarse pronto. ¿Casarse? ¿Qué sabía ella de la vida? Era una niña. Explicó que aquel chico estaba haciendo un cursillo de agricultura. Se habían conocido en la feria donde Dinwoodie había resultado muerto. Qué ironía. Incluso muriéndose me hizo una mala pasada. El chico terminaría pronto y volvería a no sé qué pueblo de Escocia, y quería que Alison fuera con él. Yo dije que eso era absurdo. Legalmente ella era todavía mi hija. Yo tenía ciertos derechos. Ahora les dejan escoger cuando cumplen los dieciocho. Qué tontería, ¿no? Pero aún quedaba un año por delante, ¡y ya podía ir quitándose de la cabeza que yo le diera permiso para la boda!

Ella no lo necesitaba, pensó Pascoe. Ahora bastaba con el consentimiento de uno de los padres. ¿Por qué diantres no se molestaba la gente en saber cuáles eran las últimas novedades legales?

—Bien, discutimos, por supuesto —prosiguió Greenall—. Alison se fue muy enfadada. Mary, sin embargo, se mostró más juiciosa al respecto. Estuvimos hablando y al final me marché, contento de haber llegado a un entendimiento. Era demasiado pronto para hablar de reconciliación, pero al menos tenía la sensación de que nos entendíamos. ¡Qué equivocado estaba!

Pascoe escribía a toda velocidad en su bloc de notas, haciendo un esfuerzo supremo porque la letra fuera legible. Como sentencia el dicho, a hierro candente batir de repente. El hierro de esta declaración no iba a soportar fácilmente la demora de un mecanografiado cuidadoso. La firma de Greenall al pie de cada página escrita a mano iba a ser consideración prioritaria.

—No pude volver hasta quince días después, y total para pasar una sola noche. Alison no estaba. Mary dijo que estaba en casa de unos amigos, que tenía un compromiso. Yo lo acepté. ¿Por qué no? Cada cual tenía su propia vida, no éramos una familia. Pero yo confiaba en ello. Había visto un anuncio en un periódico. Buscaban un secretario/instructor en el Aero Club del pueblo. No se podía, no se puede, comparar con el trabajo que yo tenía en Surrey. El empleo parecía consistir más bien en ser el burro de carga, pero pensé que valía la pena probar. No le dije nada a Mary, pero envié mi currículum.

»La siguiente vez que fui, la casa estaba vacía. Había nevado mucho, no sé si se acuerda. Había más de un palmo de nieve. El centro de jardinería estaba cerrado, como es lógico, y en la casa no había nadie. Volví a Surrey pues no sabía qué hacer. Estaba preocupadísimo. No le había contado a nadie ni una palabra de esto, así que tampoco podía pedir consejo. Estuve como en sueños durante un par de días. Entonces sonó el teléfono. Yo le había dado mi número a Mary. Era ella. Lo supe antes de descolgar, y supe que eran malas noticias. Bueno, Mary casi me lo dijo con tono prosaico. Contra mi deseo y contra mis derechos, ella había animado a Alison a huir con su novio escocés. Se habían casado en Escocia. Y ahora estaban los dos muertos.

»No sé lo que le dije. No sé cuánto rato me estuvo escuchando. Ella tenía la culpa, eso lo sabía yo. Pero también me daba cuenta de hasta qué punto su vida había quedado destrozada. Y la muerte de Alison era lo peor que me había ocurrido a mí. Pero en cierto modo me llegaba como una especie de bendición, pues cuando pensaba en el desengaño que casarse tan joven le habría acarreado a la larga o, bien pensado, el mero hecho de casarse, entonces aquella muerte rápida y repentina… —Inspiró largamente—. Pensé de nuevo en Hamlet, por primera vez en seis años. Lo que las mujeres pueden ser, lo que ellas mismas se permiten ser, lo que hacen de nosotros… Intenté ponerme en contacto con Mary. Quería explicar, convencer, reconvenir, mostrarle lo que ella era, hacerla reconocer… bueno, quería todo eso. Pero ella no estaba. Y cuando me presenté otra vez, el centro de jardinería estaba hasta arriba de nieve y ella seguía sin aparecer.

»Entonces solicité este empleo. No me pregunte por qué. Supongo que para estar cerca. Para estar a punto. Empecé en marzo. No iba nunca a Shafton. Imaginaba que Mary podía tener miedo de verme. Si volvía y se enteraba de que alguien había estado preguntando por ella, quizá se vería impulsada a marcharse otra vez. Pero de vez en cuando yo telefoneaba a la casa por la tarde, sólo por ver si alguien contestaba. Nunca había nadie. Mientras tanto, me propuse poner este sitio en condiciones. El trabajo era duro, pero a mí no me asustaba el trabajar. Y me llevo bien con la gente. Me gusta la gente, señor Pascoe. Mucho. Por eso todo ha sido tan… difícil.

Se pasó una mano por la cara.

Pascoe dijo suavemente:

—¿Su mujer contestó finalmente al teléfono? ¿La volvió a ver antes de…?

—¿Antes de lo del Cheshire Cheese? No. Creo que ella llevaba aquí un par de semanas. Pero o no estaba en casa o no contestaba cuando yo llamaba. Así que fue bastante inesperado. Me gusta mantenerme en forma, señor Pascoe. Un paseo antes de acostarme y una carrerita a primera hora de la mañana, ese es mi régimen. No necesito dormir más de cinco horas, Yo habría sido útil en la Batalla de Inglaterra. Dios, ¡qué tiempos debieron ser aquellos!

»Recuerdo que hacía una noche serena. Decidí dar mi paseo un poco más temprano, y aún no era hora de cerrar cuando pasé junto al Cheshire Cheese. De pronto me vinieron ganas de tomar una cerveza y entré. Atisbé por la puerta para ver si había mucha gente y entonces la vi, a Mary. Un poco pálida, más delgada, pero con un vaso en la mano y riendo con un grupo de gente. No quise entrar. Fui hasta el aparcamiento y esperé. La gente empezaba a salir. Los coches se iban alejando. Pronto sólo quedaron unos pocos. Entonces salió Mary con otras personas. Se dijeron buenas noches en voz alta. Todos los demás se metieron en un coche y partieron. Mary se aproximó a un Mini aparcado bastante cerca de donde me encontraba. Por un momento el aparcamiento se vació de gente. La llamé cuando llegó a su coche. Mary dijo “¿Quién es?” sorprendida, no asustada. “Soy yo, Austin”, dije. Ella se acercó a los árboles del borde del aparcamiento. Me preguntó qué quería. “Sólo hablar”, dije. Alguien más salió del pub. La tomé de la mano y la conduje hacia la penumbra de los árboles. Ella no se resistió. Le dije: “Quiero que hablemos de nosotros. Y de Alison”. Y ella dijo, tan bajo que apenas pude oírla: “He pasado mucho miedo, he sido muy desdichada”, y se apoyó en mí. De alguna manera todo lo que pensaba decirle me pareció irrelevante. Como si ya no hubiera nada que decir».

Hizo otra pausa. Había hablado sin parar, pensó Pascoe, sin atisbo de la incoherencia que supuestamente debía aparecer a medida que se acercaba al momento culminante.

—Y entonces la mató —dijo Pascoe.

—Sí —respondió él con leve sorpresa, como si la pregunta fuese innecesaria—. Ella no merecía otra cosa. La aparté un poco del camino y la dejé de forma que su aspecto fuera apacible. No quería que nadie pudiera pensar que había sido salvajemente agredida o violada, ya me entiende.

—¿Y luego?

—Me fui andando a casa. Hacía una bonita noche, muy clara y apacible. Perfecta para volar, recuerdo que pensé. Vi unas luces de navegación moviéndose muy arriba. Un aparato grande y veloz. Envidié un poco al piloto, pero me sentí en paz conmigo mismo. Pensaba que todo había acabado, como es lógico.

—Pero no era así…

—Oh, no. Uno no se saca de encima una experiencia así de la noche a la mañana. Desde la muerte de Alison yo venía fijándome en las chicas; esperando el autobús en una mañana lluviosa, yendo a trabajar a una oficina llena de humo con hombres malhablados. Chicas tan jóvenes y desamparadas. Ya sabe a qué me refiero. Verlas me partía el corazón. Nosotros no las dejamos ser niñas el tiempo suficiente. Las obligamos a crecer, y cuando llegan allí no se encuentran nada y se ven obligadas a cambiar, a convertirse en… Bien, así me sentía yo. Había organizado la discoteca del club por las noches. En Surrey teníamos una y me acordé de que a los chavales les gustaba mucho, se lo pasaban muy bien. No había ningún riesgo, pese a lo que crea gente como ese carroza de Middlefield. Y representaba un buen ingreso de dinero. Necesitábamos todo el dinero del mundo si queríamos levantar este club. Yo tengo mis planes, inspector, muchos planes…

»En fin. Los días de discoteca venía una jovencita. La había visto un par de veces, no sabía su nombre pero estaba llena de vida. Un viernes por la noche la vi luciendo un anillo de compromiso. Su novio era militar, estaba destinado a Belfast. Iban a casarse en el próximo permiso de él. Imaginé la vida de casada con un soldado. Pensé en mí y en Mary. Y en Alison. Y sentí asco.

—¿Era June McCarthy?

—Sí. Eso lo supe después. La noche siguiente no apareció. Tuve que ir a trabajar.

—¿Usted lo sabía? ¿Lo planeó todo?

—No, qué va —dijo perplejo Greenall—. Fue una cosa del destino. Yo no había podido sacármela de la cabeza, pero lo ignoraba todo de ella. El domingo salí a correr como cada mañana. Eran poco más de las cinco. En verano es la mejor hora del día. Me sentía tan fuerte que llegué más lejos de lo habitual. Normalmente me limito al aeropuerto y al río, pero en domingo las calles están muy tranquilas, y es muy agradable correr por la acera para variar, Acabé en Pump Street. A decir verdad, creo que me perdí. Al pasar cerca de los huertos vi a una chica, de rodillas. Se cara me sonaba. Me acerqué. Ella tuvo un sobresalto al oír mi voz. Estaba cogiendo unas ramitas de menta para el asado que pensaba hacerle a su padre. Se le soltó la lengua al ver quién era yo, me explicó que estaban teniendo mucho trabajo en la planta embotelladora, turnos cada noche, pero que no le importaba pues estaba ahorrando para casarse. Yo ya la había reconocido, claro. La prometida del soldado. Parecía una niña de trece años, arrodillada junto a la menta. No pude soportar la idea. Malograrse tan joven… De modo que le di la paz que necesitaba.

—¿La mató? ¿La estranguló usted?

Greenall no dijo nada. No fue un silencio culpable ni angustiado, sino más bien contemplativo.

—Sí —dijo cuando Pascoe se disponía a insistir—. La maté. La estrangulé, La salvé.

—¿Pero de qué?

—Del desengaño, la decepción, la consternación. No sentí más que amor y piedad. Con la chica de la orilla fue lo mismo. Me había atendido a menudo en el banco desde que tengo este empleo. Sólo que esa tarde le vi el anillo. Ella vio que lo miraba y sonrió. Ufana, sabe usted. Una cría. Me dio asco pero le di la enhorabuena. Ella me lo agradeció. Yo me fui, pero sabía que la volvería a ver.

—¿Quiere decir que lo planeó?

—Oh, no. Nada de eso, aunque sí tuve la sensación de que había un plan. Ideado por otro. Verá, hacia las seis y media se acabó el trabajo, es lo que pasa en verano cuando buen tiempo. Al salir del trabajo, se van al club. Bueno, ¿quién puede culparlos? Fui a dar un paseo, crucé la cerca y me adentré en los eriales hasta llegar al camino que bordea el río. Hacía una tarde preciosa pero no vi a nadie. Queda un poco apartado y al final el camino te deja otra vez en la carretera, al lado del polígono industrial. Y por allí se llega hasta Millhill.

—Lo sé —dijo Pascoe impaciente.

—La chica estaba allí —dijo Greenall—. Alguien tuvo que planearlo. Estaba en la esquina donde giran los autobuses que pasan por el polígono. No había nadie más. Le dije hola. Vi que ella estaba enfadada. Me dijo que había ido a la peluquería después de trabajo y que al salir se le escapó el autobús y que como sabía que el siguiente tardaría veinticinco minutos decidió andar diez minutos y tomar el autobús del polígono. Pero lo había perdido por los pelos. El próximo no pasaba hasta dentro de media hora como mínimo. Dijo que tenía muchas compras que hacer en el centro. Deduje que los jueves los grandes comercios abren hasta las ocho, pero eran las siete menos cuarto. Me ofrecí a acompañarla. Le expliqué que habría que caminar hasta el Aero Club, pero que aun así podíamos estar en el centro antes que llegara el siguiente autobús. Ella dijo que de acuerdo y nos pusimos en camino.

»No paraba de hablar. Dijo que iba a tener una boda como Dios manda. Aquella tarde se había decidido por un traje de novia e iba a dejar una paga y señal. Había otras cosas que comprar. Ella no quería un noviazgo demasiado largo, dijo. Su padre le iba a dar mucho la lata. Él no lo comprendía.

»Yo sí lo comprendía. De pronto se detuvo, miró hacia lo alto y dijo: “¿Estos son sus planeadores? Qué bonitos. Son como pájaros enormes. Debe de ser estupendo volar, pero no creo que a Tommy le gustara. A él sólo le van los coches”. Fue entonces cuando me lancé a su cuello. Ella cayó de espaldas sin oponer resistencia; sólo me miraba como sorprendida. Pensé que moriría enseguida, pero cuando la solté, dio una sacudida y se retorció, como si tuviera una convulsión. Estábamos justo al borde del río y un momento después ella yacía en el agua. En ese instante oí voces de niños. Sabía que estábamos cerca del campamento y supuse que eran gitanos. Yo no quería dejarla allí, pero no podía hacer otra cosa. El cuerpo se había hundido en la corriente. Di media vuelta y me alejé.

—Debía suponer que oiría gritos inmediatamente —dijo Pascoe.

—Supongo que sí. La verdad es que no pensé en ello. Volví al club y seguí mi vida normal. Cuando al día siguiente leí en el Evening Post lo de la chica que habían encontrado en el canal, me quedé pasmado aunque no del todo sorprendido. Y me preocupó que la gente no pudiera entenderlo. De modo que telefoneé de nuevo al periódico.

—Eso le iba a preguntar. ¿Por qué les llamó la primera vez?

—Para dar una explicación, imagino —dijo Greenall—. Sólo para dejar claro que aquellas mujeres tenían cierto significado. Lo creí importante.

—¿Y Hamlet?

—Me pareció lo más apropiado. Se me ocurrió, sin más.

—¿Por qué no fue a hablar con los periodistas para contarles su historia?

—¡Eso habría significado entregarme! —exclamó Greenall—. No estaba maduro para eso.

—Ya, usted estaba decidido a que no le pillaran. Como podría testificar Pauline Stanhope, de estar viva.

—Sí —admitió Greenall—, sí. Ella. Y ese hombre, Wildgoose; todo sucedió tan deprisa… los dos… los pilotos estamos entrenados para tomar decisiones rápidas, pero después el tiempo no va tan rápido… no si uno piensa…

Su relato perdió una vez más su cadencia. Una vez más aparecieron los titubeos y la inseguridad. Pottle tenía razón. Fue aquí donde experimentó la culpa, aquí donde mató para protegerse a sí mismo en vez de, como afirmaba en su ofuscación, proteger a las chicas. Su excusa era la inmediatez de la necesidad. Había visto la transcripción de la cinta, había leído en el diario que la médium era Madame Rashid y que trabajaba en la feria de Charter Park. Había ido hasta allí sin ningún plan, entrado en la tienda de la adivina, preguntado a Pauline si ella era Madame Rashid y luego, tras propinarle un puñetazo en el estómago, la había matado. Pero su instinto de conservación le había vuelto un asesino astuto. Al ver el letrero de «Enseguida vuelvo», lo había puesto sobre la silla y esta frente a la entrada antes de quitar a la víctima y ponerse la falda, el chal y el pañuelo gitanos.

—También dejó a la chica como a las otras. E hizo una llamada —observó Pascoe.

—Sí, pensé que podía prestarse a confusiones… y sentí que debía decir algo… no estaba contento… y luego resultó que la chica no era quien yo pensaba… Dios. Aquello me puso enfermo.

—Pero no intentó nada contra la verdadera Madame Rashid después de eso, ¿verdad?

Greenall sacudió la cabeza indignado.

—No habría podido planearlo a sangre fría…

Esto le va a gustar a Dalziel, pensó Pascoe.

Greenall recobró un poco la compostura para hablar de Andrea Valentine, a quien había oído casualmente jactarse antes sus amigas de la discoteca que tan pronto Wildgoose se librara de su mujer, se casarían.

—¿Los siguió a Danby Row? —preguntó Pascoe.

—No. Estuve aquí ordenando cosas y fui más tarde. No tenía ningún plan. Sólo quería echar un vistazo.

—¿Y cómo supo a dónde ir?

—Yo mismo telefoneé para pedirles un taxi. Wildgoose me dio las señas.

Así de sencillo. No era raro que Greenall se sintiera un mero instrumento de una fuerza benévola y protectora. Debió sentir que alguien le allanaba constantemente el camino.

Había pasado en coche por la casa y, al dar la vuelta a la manzana, había divisado el callejón. Tras localizar la entrada posterior al número 73, se había colado por ella a tiempo de encontrarse con Wildgoose que salía. El hombre le había agarrado. Greenall negó haber tenido deseos de hacerle daño.

—Pero él había visto mi cara… estaba oscuro pero no del todo… Me di cuenta de que me había reconocido y tuve que… otra vez…

Pese a la angustia que le ocasionara esta muerte no prevista, nada le disuadió de renunciar a su propósito. Subió a la casa. En la cocina había luz. Llamó a la puerta de atrás. «¿Quién anda ahí?», preguntó la chica, pero estaba tan segura de que era Wildgoose volviendo por algún motivo que un «Soy yo» a media voz bastó para hacerle girar la llave.

—Y entonces la estranguló —dijo Pascoe—. Pero ¿por qué? Ella ya no podía casarse, ¿no? ¡Usted acababa de asesinar al hombre que iba a ser su marido!

Greenall se cubrió la cara con las manos.

—¿Acaso cree que no he pensado en eso? —dijo—. Pero tuve que matar al hombre, él me había reconocido. Tenía que matarlo.

Hablaba como buscando la aprobación del otro, o tal vez su absolución. Pascoe estaba dispuesto a darle una cosa o la otra siempre y cuando Greenall pusiera su firma al pie de cada página de la declaración.

—Sí, lo entiendo —dijo.

—¿De veras? ¿Lo entiende realmente? —preguntó Greenall.

—Sí. En serio. ¿Y se llevó el cadáver hasta el coche?

La suerte no la había abandonado. No se topó con nadie. La idea de enterrar a Wildgoose entre los rosales del centro de jardinería le había parecido un triunfo del razonamiento lógico. Había pasado por allí en coche varias veces desde la muerte de su esposa y había advertido que ya no estaba abierto. Era el sitio ideal.

—No quería que encontraran a Wildgoose. Pensé que podían culparle a él. Las cosas se estaban torciendo. Había demasiadas muertes, demasiadas muertes innecesarias. Pensé que si buscaban a Wildgoose yo tendría un poco de paz para reflexionar…

Pascoe miró al hombre bajo y frágil que le devolvía una mirada esperanzada.

—Creo que eso podría arreglarse —dijo con suavidad—. Lo que ahora me gustaría que hiciera es…

Alguien llamó a la puerta, que se abrió de golpe dando paso el sargento Wield.

—Señor Pascoe —empezó.

—Luego —dijo este, procurando sonar despreocupado e imperioso a la vez.

—Lo siento, señor, es que…

—¡He dicho que luego, sargento! —le espetó Pascoe, renunciando a parecer despreocupado.

Pero Wield siguió en su trece:

—Hemos intentado telefonear, señor, pero no contestaba nadie. Se trata de su mujer.

—¿Qué pasa con mi mujer? —repuso Pascoe, poniéndose en pie. Las facciones de Wield, según pudo notar con congoja, se habían ablandado hasta la ansiedad.

—Ha tenido que ir al hospital, señor. Llamaron poco después de que usted se fuera. Como le digo, hemos tratado de telefonearle aquí pero…

—¿Qué le ha pasado?

—No lo sé, señor. Pero como sabía lo preocupado que estaba usted, pensé que era mejor…

Pascoe miró al sargento y luego a Greenall, que estaba asomado a la ventana como si nada de aquello le afectara. Y tal vez era así. Tal vez… pero no era momento para cábalas. Y menos tratándose de Ellie… ¡Santo Dios!

—Disculpe, señor Greenall —dijo, y empujó a Wield hacia la puerta, cerrando al salir—. Escuche —dijo, poniendo el bloc en manos del sargento—. Es él. Está todo aquí. Haga que lo lea. Hasta la última coma. Eso lo primero. Desde luego, nada de presionarle. Nada de llevarle a comisaría. ¿Entendido?

—Sí, señor —dijo Wield—. ¿Y después?

—Haga que ponga su nombre ahí. Luego ya puede ponerle grilletes si quiere, a mí me da igual. Yo me largo.

—Espero que su señora está bien —dijo Wield, pero dudó que el inspector le hubiera oído.

Dio media vuelta despacio y abrió la puerta.

—Hola, señor Greenall —dijo.