No tardaron en identificar el cadáver. En la cartera ponía Wildgoose, luego Pascoe reconoció la cara y, por último, la burocracia manda, se le preguntó a Lorraine Wildgoose para que la cosa fuese oficial.
—¿Ha sido un suicidio? —preguntó ella después, casi despreocupadamente.
Como no se dejara él mismo sin sentido, se estrangulara y se enterrara después él solo, pensó Pascoe. Negó con la cabeza.
—No —dijo, y al ver que eso no provocaba ninguna reacción, añadió—: Creo que fue asesinado, señora Wildgoose. Pero eso no significa que él no pudiera ser el Estrangulador.
—¿De veras? —dijo ella como si nada—. Pues no veo por qué. —Luego, como si se esforzara por dar una respuesta más aceptable, agregó—: Pero me alegro por los niños.
—No creo que piense arrojarse a la hoguera de su marido —comentó Dalziel después que una agente de policía se la llevara al coche patrulla.
—Me parece que por dentro está destrozada —dijo Pascoe.
—Como mis tripas —dijo Dalziel, golpeándose el abdomen y eructando—. ¿No ha averiguado lo que estaba haciendo ayer, digamos entre medianoche y las cuatro de la mañana?
—Pues no. No creerá que… no, lo siento, señor. No se me ocurrió.
—Supongo que tiene razón. Le he dicho a esa agente que está con ella que investigue todo lo que pueda, que hable con los críos, en fin. Mejor asegurarse que lamentarlo después. Ella odiaba de verdad a ese cerdo, y parece bastante dura. Además, sería la mejor solución. Él es el Estrangulador, que vuelve a casa buscando solaz tras matar a la chica Valentine, la mujer se lo carga y luego le entierra. Fin del caso.
—¿Y quién telefonea al Evening Post el sábado por la tarde? —preguntó Pascoe.
—Vaya usted a saber. Puede que además de estrangulador fuera un bromista —dijo Dalziel—. Según el Gordo y el Flaco tenemos al menos cuatro voces grabadas, ¿no?
—Urquhart y Gladmann —dijo Pascoe—. Así es. Pero ayer por la tarde solamente el Estrangulador sabía que la chica estaba muerta.
—El Estrangulador pudo contarle su hazaña a cualquiera antes de ser asesinado también —apuntó Dalziel—. ¿Y qué dicen sus expertos sobre la voz que llamó ayer?
—Nada —respondió Pascoe, que había verificado que el sobre seguía en su mesa—. Se habrán ido los dos de fin de semana.
Dalziel se mofó de la gente que se marchaba de fin de semana, burla que incluía a Wield, quien tenía el día libre y se había marchado hacia el norte en su moto lo bastante temprano para evitar el largo brazo de Dalziel.
Wildgoose había quedado inconsciente de un solo golpe en la nuca, cosa de la suerte o la pericia. Luego había sido estrangulado. La única otra cosa de importancia era que había tenido relaciones sexuales poco antes de morir.
—Suponiendo que él no sea el asesino —dijo Pascoe en deferencia a lo que según él era una simple teoría provocativa por parte de Dalziel—, entonces es probable que después de dejar a la chica, el Estrangulador, que tal vez estaba esperando fuera, entra rápidamente en la casa y la mata. Y al salir se topa con Wildgoose que ha regresado por alguna razón.
—Para repetir —dijo Dalziel macabro.
—El Estrangulador mata a Wildgoose y se lleva el cadáver presumiblemente en un coche.
—Pero ¿por qué? —interrumpió Dalziel—. ¿Por qué no dejó el fiambre en la casa? Lo lógico habría sido acarrear sus entrañas hasta la cocina y largarse de allí en vez de exponerse a topar con alguien en el callejón.
Pascoe se sobresaltó interiormente. Dalziel estaba lleno de sorpresas. «Acarrear sus entrañas». A despecho de sus burlas, ¿habría estado él también estudiando a fondo Hamlet por si daba con alguna pista? Tal vez era una coincidencia.
—Quizá pensó que podía estropearle la escena —respondió Pascoe—. La chica pulcramente tendida en el sofá, tan decente. Casi piadosa.
—O quizá pretendía dejar una pista falsa —dijo Dalziel— y hacernos pensar que lo había hecho Wildgoose.
—Hay otra conexión, de todos modos —dijo Pascoe—. Me refiero a lo de enterrarlo en el centro de jardinería.
—Ya, pero ¿qué significa?
—Nos pagan para averiguarlo, señor —sentenció Pascoe.
Si así era, aquel domingo no se ganaron el salario.
Dave Lee seguía en el hospital, bastante recuperado para comprender que tal vez debía renunciar a sus alegatos de brutalidad para eludir las acusaciones de complicidad por parte de Dalziel. La Pritchard acompañó a las señora Lee durante las horas de visita y después hasta comisaría.
Dalziel, al toparse con ellas en el vestíbulo, declinó una audiencia privada, escuchó impaciente durante un par de minutos, y luego bramó:
—Usted haga lo que le dé la gana, señorita. Yo tengo cosas más importantes en que pensar. Asesinatos, por ejemplo. El Estrangulador, por ejemplo.
—No parece que en ese terreno le vaya muy bien —repuso fríamente la abogada.
—Desde luego —gruñó Dalziel—. Y una de las razones de que así sea es que su cliente, si es que David Lee lo es, estuvo en un tris de cazar a ese hombre in fraganti. Pero en vez de avisar a la policía, escondió el cuerpo. Y entorpeció la investigación. Y probablemente contribuyó de manera decisiva a que al menos un hombre y dos mujeres más hayan sido asesinados en los cinco últimos días. Dígaselo de mi parte, encanto. Y si no tiene ganas, ¡ya iré yo a gritárselo en la oreja hasta que se le salten los puntos!
—Bueno, no hace falta que se excite —dijo la señorita Pritchard.
—Usted no me excitaría ni en una isla desierta, encanto —replicó Dalziel.
—Eso ha sido muy poco diplomático —dijo Pascoe mientras se alejaban a paso rápido.
—Con esas no hay diplomacia que valga —masculló Dalziel—. Hágales pensar que es un cerdo machista, un racista y un torpe. De otra forma lo subestiman a uno y entonces se pasan de listas.
—Ah —dijo Pascoe, preguntándose qué extraña imagen de sí mismo guardaba Dalziel en lo más hondo de su ser.
Por lo demás fue un día de rutina. Hombres de paisano yendo de casa en casa en el pueblo de Shafton, verificando paraderos, tomando declaraciones; hileras de hombres de azul oscuro avanzando despacio por las franjas amarillas, rojas, rosas, blancas y naranjas del campo de rosas, agachándose para buscar como espigadores tras la cosecha; Pascoe repasando laboriosamente todas y cada una de las declaraciones a medida que iban llegando; Dalziel yendo de acá para allá con aire amenazador, como un tornado que se ve a lo lejos.
Finalmente encontraron al taxista que había llevado a Wildgoose y Andrea Valentine al Aero Club.
El hombre que se los había llevado de allí fue más fácil de localizar, pues sabían la empresa donde trabajaba. Había declarado que, tras darle Wildgoose las señas de Danby Row, habían cambiado de opinión pidiendo que los dejara en Bright Avenue, una calle perpendicular a Danby Row. Como por allí se llegaba al callejón que pasaba por detrás de la casa de la chica, se suponía que habían utilizado la entrada posterior a fin de no llamar la atención.
El primer taxista los había recogido en la dirección de Wildgoose hacia las diez menos cuarto. Ambos estaba colocados, pero el taxista la pareció que la que quería salir era la chica, se suponía que habían utilizado la entrada posterior a fin de no llamar la atención.
Dalziel insistió en investigar el supuesto paradero de todos los hombres implicados en el caso entre medianoche y las dos de la madrugada del sábado. Hizo incluso que el hombre que estaba de servicio en el hospital confirmara que David Lee y Ron Ludlam no abandonaron la cama aquella noche. Él personalmente se encargó de comprobar a Alistair Mulgan y Bernard Middlefield. El gerente del banco había visto la película de las doce. Su mujer se había ido a leer a la cama, había oído el televisor y podía confirmar que su marido se acostó tan pronto hubo terminado la película a la una y media.
—¿Era buena esa película? —dijo Dalziel.
Mulgan carraspeó y procedió a hacer un resumen de la trama. Dalziel no se inmutó. El filme había sido emitido ya un par de veces como mínimo. Pero, si bien Danby Row quedaba a un paso de allí, para llevar el cuerpo de Wildgoose al centro de jardinería habría hecho falta un vehículo y la señora Mulgan aseguraba que el coche no había abandonado el garaje, que estaba del otro lado del dormitorio.
La manera de abordar a Bernard Middlefield fue menos directa; Dalziel no lo veía como asesino, desde luego no del tipo descrito por el doctor Pottle. Pero era cliente del banco de Brenda Sorby, su fábrica estaba junto a la planta embotelladora de Eden Park donde había trabajado June McCarthy, y había estado en el Aero Club la noche del asesinato de Andrea. Así pues, Dalziel lo trató como un testigo y sólo sesgadamente le preguntó sobre sus movimientos aquella noche.
Resultó que se había quedado en el club al cerrar la discoteca. No se había fijado en si Wildgoose y la chica se marchaban, aunque sí se había despedido de Thelma Lacewing.
—¿Qué hora era? —preguntó Dalziel.
—Las once o las once y cuarto. No lo sé exactamente.
Middlefield fue aún más vago acerca de la hora de su partida. Había tomado un par de copas con Greenall mientras los empleados limpiaban el bar. Finalmente había decidido dar por terminada la fiesta. Había vuelto a su casa en coche, unos cinco kilómetros escasos, llegando a tiempo de ver con su esposa la última parte de la misma película que Mulgan conocía tan al dedillo.
Greenall, a quien Dalziel consultó después, sí fue más preciso. Era casi la una menos cuarto cuando Middlefield se fue a su casa.
—Me ofrecí a acompañarle —dijo Greenall—. Se encontraba bien, ya me entiende, pero llevaba encima una buena dosis de whisky de malta. Se ofendió un poquito, el hombre, y yo tuve que decir que era broma. De todos modos, vi que conducía sin problemas. Pensé que posiblemente llamaría más la atención por conducir tan despacio que por correr.
Bueno, un paseo de cinco kilómetros; diez minutos a lo sumo. Encajaba, pensó Dalziel no sin alivio. De haber habido alguna duda, el siguiente paso habría sido examinar el maletero del Jaguar del juez, lo cual habría significado enseñar sus cartas. A Dalziel le importaba un comino todo el mundo, pero sabía a quiénes quería como amigos.
A media tarde apareció Wield. Interrogado sobre esta inesperada dedicación al trabajo en su día libre, se encogió de hombros, dijo que había sabido lo de Wildgoose por la radio y que le pareció que lo mejor era venir a echar una mano.
—Qué existencia más miserable debe de tener ese pobre hombre —comentó el sargento Brady a los cuatro vientos—. No tiene otra cosa que hacer que venir aquí en domingo. ¡A ese le conviene tener una mujer miope!
Wield no lo oyó, y tampoco habría reaccionado de haberlo oído. Sus emociones para ese día se habían agotado con la tormentosa escena en el piso de Maurice en Newcastle. Habían invertido sus habituales papeles. Maurice, el más extrovertido y efervescente de los dos, se había hecho el frío. Sí, había alguien más, un joven muy interesante que trabajaba en el gabinete topográfico del ayuntamiento. A Wield le gustaría. Iba a venir a almorzar. ¿Por qué no se quedaba a tomar algo y así se lo presentaba?
Y Wield, el tranquilo, controlado e inescrutable Wield, había explotado de furia al borde de la histeria, lo que le sorprendió y asustó tanto a él mismo como a su amigo Maurice. Las dos horas que normalmente tardaba en volver desde Newcastle se prolongaron quince minutos. Luego estuvo un par de horas en su cuarto examinando las nuevas perspectivas de violencia que su experiencia de la mañana le había revelado. Y por último devolvió a la botella la medida de whisky que había tenido delante sin tocarla y se fue a trabajar.
Pero había poco que hacer, mera rutina, no había ninguna pista nueva.
Y cuando a las seis llegó Gladmann, radiante tras los dos días de vacaciones que había pasado con unos ricos y generosos amigos en su chalet de la costa, Pascoe le lanzó el sobre a las manos, dijo «¡Mierda!» y se marchó a su casa sintiéndose, como le dijo a Ellie, como si hubiera pasado el fin de semana en un largo y tedioso servicio religioso cuyo sermón hubiera empezado así: «Vano es para vosotros madrugar a levantaros, retiraros tarde, comer un pan de afanes».
La cosa seguía más o menos igual a la mañana siguiente. Para un policía los lunes por la mañana no son nada del otro mundo. Como mucho, aportan una sensación de alivio. La frecuencia de crímenes se dispara los fines de semana, muchos de ellos de escasa importancia, cierto, pero todos ocupan mucho tiempo. Pero aquel lunes, los sentimientos propios de un lunes por la mañana que los policías habían pasado por alto durante tanto tiempo parecían estar esperando a los que trabajaban en el caso del Estrangulador.
Los periódicos contenían comentarios, casi todos críticos. El editorial del Yorkshire Post se preguntaba si no sería hora de pedir ayuda a Scotland Yard. El doctor Pottle telefoneó a primera hora diciendo que le habían invitado a tomar parte en un programa de televisión y que quería saber lo que debía y no debía decir.
—¿Es que cree que sabe algo importante? —preguntó Dalziel con tono escéptico—. Entonces, ¿por qué coño no nos lo ha dicho?
Pascoe retiró la mano con que había cubierto el micrófono y dijo:
—El superintendente Dalziel opina que no ve motivo para no confiar en su discreción profesional, doctor.
—Gracias. A propósito, no sé si la prensa lo ha entendido bien. ¿Cree usted que el Estrangulador mató a Wildgoose para encubrir su último asesinato?
—Más o menos —dijo Pascoe—. ¿Concuerda eso con el perfil, según usted?
—Perfectamente —dijo Pottle—. El asesinato de las chicas puede adjudicárselo a sí mismo. Incluso una muerte aislada como tapadera. Pero el segundo abre la posibilidad de un tercero, luego un cuarto, y así sucesivamente. Si, como yo postulo, se trata de un hombre consciente, debe resultarle muy angustioso.
—¿Qué dice ese? —preguntó Dalziel cuando Pascoe colgó.
—Que al Estrangulador seguramente le ha sabido mal matar a Wildgoose.
—Vaya —dijo Dalziel.
A las diez sonó el teléfono.
Contestó Wield. Se le veía muy pálido aquella mañana y sus ojos mostraban sombras profundas.
—Para usted, señor —le dijo a Pascoe—. Es de las academias militares.
Una mujer muy amable, deshaciéndose en excusas, se presentó como capitana Casey.
—Lamento que este asunto no haya sido resuelto con más prontitud —dijo—. Pero como en la mayoría de servicios gubernamentales, es difícil encontrar otra cosa que bobos un viernes después de comer. Supongo que en la policía pasa lo mismo.
—Desde luego —dijo Pascoe—. ¿Qué puede decirme?
—Todo. O al menos todo lo que usted preguntó. Efectivamente, hubo un Peter Dinwoodie en la plantilla de la Escuela Devon. Dimitió en verano de 1973. Desde entonces ninguna de nuestras instituciones ha vuelto a contratarlo. Tampoco parece que haya tenido ningún empleo en el sector público. Telefoneé al ministerio para verificarlo. He pensado que le gustaría saberlo.
—Muy amable de su parte —dijo Pascoe.
—Así le compenso por la demora —dijo la capitana Casey—. Bien, me preguntó también si su esposa estuvo contratada en la misma escuela. Pues no, señor Pascoe. De hecho, según nuestras fichas, Dinwoodie estaba soltero la última vez que trabajó para nosotros.
—¿Soltero, dice? ¿No estaba casado?
—Es lo que quiero decir cuando utilizo la palabra soltero.
—¿Está segura?
—Lo están nuestras fichas.
—Bien, muchas gracias, capitana.
—Un momento —dijo ella—. También quería usted saber si un tal Mark Wildgoose había dado clases en Alemania. La respuesta es no. Por cierto, esta mañana he visto su apellido en el periódico. Asesinado. ¿Es que tiene algo que ver…?
—Gracias, capitana Casey —dijo Pascoe al punto—. Muchas gracias.
—Oh, de nada. Siempre que quiera, llámeme. Mientras sea antes del viernes a mediodía, claro. Adiós.
—¿Qué significa tanta charla? —preguntó Dalziel, que había observado a Pascoe hablar por teléfono.
—Más misterios.
Enterado del contenido de la llamada, Dalziel dijo:
—Sí, bueno. Él se casó después, cuando volvió a Gran Bretaña. ¿Y qué?
—Había una hija —dijo Pascoe—. Murió en accidente de coche a primeros de año. Tenía diecisiete años.
Esperó a que Dalziel contara con los dedos.
—Le sigo —dijo el gordo—. Pero ¿qué importa? Se casó con una viuda.
—No lo creo —dijo Pascoe—. Es algo que dijo ese viejo, Ted Agar. Me sorprendió entonces, pero no supe por qué. Creo que iré a verle otra vez, si a usted le parece bien, señor.
—Lo prefiero a tenerle por aquí diciendo cosas raras —afirmó Dalziel—. Pero cuando tenga la idea luminosa, me gustaría ser de los primeros en conocerla.
Como si lo hubieran encargado especialmente para la quincena ferial, el buen tiempo que había empezado a torcerse el día anterior estaba ya en las últimas. Seguía haciendo calor, pero por el este grandes nubarrones teñían el cielo de violeta tapando el sol, y mientras conducía por el ahora desierto Charter Park, unas gaviotas impulsadas tierra adentro por la aún lejana tormenta sobrevolaban con aire codicioso al trabajador municipal encargado de limpiar los escombros. Debía haber también un par de policías a punto por si se descubría algo de interés, pero Pascoe supuso que las gaviotas iban a tener mejor suerte.
Yendo hacia Shafton notó claramente la cercanía de la tormenta. El cielo estaba casi negro para cuando llegó al centro de jardinería. Tenía la dirección de Agar, pero al pasar por el Linden vio que si conjetura había sido acertada. Allá en los rosales había una solitaria figura con un azadón, reparando los desperfectos causados el día antes por la policía en misión de registro.
El viejo alzó la vista al aproximarse Pascoe pero sin hacer una pausa en su trabajo.
—Alguno de ustedes tiene los pies muy grandes —dijo Agar, hundiendo en la tierra una raíz suelta.
—Tenían que mirar —dijo Pascoe.
—Y que lo diga.
—Parece que va a llover —dijo Pascoe, sumándose al lento paso del otro.
—Nos vendrá bien, con este calor. Pero esas nubes parecen muy cargadas, y las plantas que no estén firmes se vendrán abajo fácilmente.
—Bien, no quiero entretenerle —dijo Pascoe—. Es que el viernes pasado cuando estuvimos hablando mencionó usted algo que no capté hasta más tarde. Dijo que la señora Dinwoodie se culpaba por haber dejado que su hija escapara a Escocia para casarse. Pero siendo viuda, la señora Dinwoodie únicamente era responsable de su hija mientras no fuera mayor de edad. Si accedió a la boda, ¿por qué tuvo la chica que irse a Escocia?
El anciano se detuvo un momento.
—¿Yo dije eso? Quizá no habría debido hacerlo. La chica, Alison, no era hija de Dinwoodie. Qué va, usaba su apellido, pero no era hija de él. Yo me enteré casi al final, cuando empezaron los problemas y les oí hablar un día. La señora Dinwoodie sabía que podía confiar en mí.
Pascoe puso una mano en el hombro del viejo y le hizo parar.
—Por favor, señor Agar. Cuénteme todo lo que sepa —dijo.
No era gran cosa. Poco después de morir Dinwoodie, Alison había conocido a un muchacho, un buen chico de sólo dieciocho años que había ido a hacer un cursillo de seis meses en el Instituto Agrícola de Yorkshire. Su relación se había intensificado después y probablemente a raíz de la muerte del padrastro, y se llegó a hablar de matrimonio. Pero entonces apareció en escena el verdadero padre de Alison. Siendo legalmente el tutor de la chica, en Inglaterra se requería su permiso para una boda entre menores de edad, y el hombre pareció negarse de plano a darlo. De modo que Mary Dinwoodie no puso reparos cuando su futuro yerno propuso llevarse a Alison a su Escocia natal y casarse allí con ella una vez la chica hubiera obtenido los necesarios papeles de residencia.
La señora Dinwoodie había ido a Escocia para la boda y de regreso a Yorkshire, tras la ceremonia, se encontró con la noticia de que el coche de los recién casados había patinado en la carretera unos treinta kilómetros después de partir de luna de miel y la pareja había muerto en el accidente.
—Como le dije, ella se marchó después. A casa de unos amigos, me dijo, pero yo supongo que se fue sola y no me habría sorprendido que se hubiera suicidado. Cuidé de esto lo mejor que supe. El banco me ayudó un poco a cuadrar las cuentas, y entonces he aquí que aparece ella el mes pasado dando la impresión de que podíamos empezar de nuevo. El resto ya lo sabe usted. Ojalá se hubiera quedado donde estaba, pobre mujer. Hasta habría sido mejor que se hubiera suicidado.
El cielo estaba totalmente cubierto de nubes y Pascoe notó las primeras gotas en la cara, goterones calientes que explotaban al contacto.
—Debería habérselo dicho antes a alguien, señor Agar.
—¿De veras? Pues no se me ocurrió. Una vez muerta ella, no parecía tener importancia.
—¿Cómo se llamaba él? El primer marido de la señora Dinwoodie, el padre de Alison.
—De eso no sé nada —dijo Agar—. Nada que no le haya contado a usted. Nada.
Una vez en comisaría, Pascoe vio con alivio que Dalziel se había ido. Sentía una especie de apremio interior que le hacía impacientarse ante la posibilidad de tener que dar explicaciones. Haciendo caso omiso de las miradas curiosas de Wield, fue a su propio despacho, cogió el teléfono y pidió que le pusieran con el servicio de academias militares de Londres.
Tardaron unos minutos en dar con la capitana Casey.
—Hola otra vez —dijo ella—. No esperaba oírle tan pronto.
—Yo tampoco. Oiga, esa escuela de Linden, la Devon: ¿tiene usted una lista completa de personal? Necesito saber si alguna persona más dimitió en 1973.
—Está de suerte. Todavía no he enviado el informe. Espere un segundo. Aquí está. ¿Los quiere todos?
—Sólo las dimisiones, de momento —dijo Pascoe.
Aparte de Dinwoodie había sólo otros dos, y solamente una mujer.
—¿Quiere que le pase la lista?
—No, gracias —dijo él—. Creo que con eso basta.
Colgó y rodeó con un círculo el nombre de la mujer. «Mary Greenall».
Luego cogió otra vez el teléfono.
—Con el Ministerio del Aire —dijo—. Quiero el departamento que lleva las fichas de personal.
A los veinte minutos salió de su despacho con la sensación de apremio más fuerte que nunca. Vio a Wield y le preguntó:
—¿Ha vuelto Dalziel?
—Todavía no —dijo el sargento.
—Maldita sea.
—¿Ha encontrado algo, señor? —preguntó Wield.
Pascoe dudó y luego dijo.
—Sí. Esto podría aclarar todo el maldito caso. Estoy casi seguro. Escuche, voy a salir. Dígale a Dalziel que estaré en el Aero Club. Nada más. En el Aero Club.
Era una estupidez. No había motivo para tanta precipitación, pero se sentía impulsado a ello. Quizá si se hubieran dado más prisa al principio y hubieran sido menos concienzudos…
Mientras cruzaba la puerta que daba al aparcamiento, casi chocó con Dicky Gladmann, ataviado con un reluciente impermeable de plástico.
—¡Hombre, hola! —dijo el lingüista—. He escuchado la cinta. Muy interesante.
—Bien —dijo Pascoe, subiéndose el cuello contra la lluvia—. Tengo un poco de prisa. Hablaremos en otro momento.
—Bueno, está todo por escrito —dijo Gladmann, sacando el sobre color de ante—. Ha sido de lo más interesante. No sé hasta qué punto podrá ser significativo…
—Se lo notificaré —dijo Pascoe, cogiendo el sobre y metiéndoselo en el bolsillo de la chaqueta—. Muchas gracias. Estaremos en contacto.
Salió corriendo y en el poco rato que tardó en meterse en el coche quedó empapado de arriba abajo. La luz era tan mala que hubo de encender los faros antes de arrancar. Por el retrovisor pudo ver a Gladmann con cara de pena en el umbral; por su impermeable de plástico y sus rasgos recordaba a alguien haciendo cola para entrar a un cine porno.
La tormenta estaba en su apogeo cuando llegó el viejo aeródromo. No hacía viento y la manga veleta pendía pesadamente de su mástil, amortiguada su fluorescencia por la lluvia torrencial. Relámpagos difusos parpadeaban entre cañones de nubes y los truenos estallaban como una barrera de artillería. Hoy no habría vuelos, y tampoco copas si había que juzgar por la ausencia de coches.
Eran casi las doce y media.
Aparcó cerca de la puerta del bar, entró a toda prisa, se percató de que se había dejado las luces encendidas, volvió a salir corriendo, las apagó y para cuando hubo hecho su segunda entrada estaba ya calado hasta los huesos.
—Pensaba que había cambiado de opinión —dijo Austin Greenall—. Bienvenido. Empezábamos a pensar que el tiempo nos había dejado sin un solo cliente.
Greenall estaba sentado en un taburete de la barra, detrás de la cual una camarera ordenaba botellas y vasos.
Mirándola a ella con toda la intención, Pascoe dijo:
—¿Podemos hablar, señor Greenall?
—Por supuesto —dijo el secretario—. Venga a mi despacho. ¿Le apetece un trago de camino? ¿No? De acuerdo. Es por aquí.
Condujo a Pascoe a un cuartucho sin ventilar provisto de un escritorio, un archivador y un par de sillas.
—Siéntese, inspector —dijo—. ¿De qué quiere que hablemos?
Pascoe tomó asiento.
—Podríamos empezar por su ex mujer, Mary Dinwoodie —dijo.
El teléfono empezó a sonar. Llamó trece veces. Ninguno de los dos hizo caso. Cuando dejó de sonar, el eco de la señal permaneció caso el mismo tiempo en el aire.
—Mi esposa, señor Pascoe —dijo Greenall—. Somos católicos. No hubo ningún divorcio.
Ambos suspiraron débilmente, más o menos aliviados y, como dándose cuenta de ello, intercambiaron tímidas sonrisas, complicidad que desapareció tal como había venido pero que pese a todo estableció un frágil vínculo entre ellos.
—Hablando de esposas, ¿es la suya la que finalmente le ha hecho venir? —dijo Greenall. Hablaba con tono jovial, pero con un timbre de tensión.
—¿Cómo dice?
—Cuando estuvo aquí la semana pasada, su mujer habló de la sesión de espiritismo. Tenía ideas muy raras al respecto. Pero yo vi la transcripción sobre la mesa y me dije que tal vez… Por eso tuve que…
El teléfono empezó a sonar otra vez. Greenall lo miró fijamente como si aquello fuera la señal del comienzo de algo.
Pascoe sacó el sobre que le había dado Gladmann. Como esperaba, dentro había la pequeña cinta de la última llamada del Estrangulador y el casete de la interrumpida sesión de Rosetta Stanhope. Había asimismo varios folios manuscritos por el lingüista con su letra tímidamente recargada.
Pascoe miró, seleccionó, leyó.
«La poca calidad de esta grabación hace difícil una transcripción precisa. Con todo, diría que es posible concretar el primer pasaje de la cinta de la manera siguiente:
»Era Greenall, Greenall, encima de mí, ahogándome. El agua, primero borboteando, y luego rugiendo e hirviendo…»[2].
El teléfono dejó de sonar.