Era la historia de siempre.
La chica había sido estrangulada y sus extremidades y rasgos faciales dispuestos de manera que ocultaran la violencia de su muerte. La había matado entre las doce y las dos de la madrugada.
La única diferencia era que la chica había tenido relaciones sexuales poco antes de morir. No había señales de violación.
En una caja de zapatos oculta en su armario encontraron lo que parecían los restos de la cosecha de cáñamo indio de Wildgoose.
Por toda la casa había huellas dactilares de él, o al menos huellas que concordaban con las encontradas en su piso. Pero esos eran los únicos vestigios del hombre.
Pascoe fue a ver a Lorraine Wildgoose.
—¿Qué ha pasado? —dijo ella.
Pascoe trató de salvar la pregunta, pero como ella insistió, tuvo que decírselo.
—Y ahora querrá registrar la casa —dijo ella— para asegurarse de que no le estoy ocultando. ¡Santo cielo!
Sintiéndose como un tonto, Pascoe registró la casa. Por suerte los niños no estaban.
—No parece muy sorprendida. Ni conmocionada —comentó.
—¿Qué quiere usted, hipocresía? —preguntó ella con rabia—. ¿No fui yo quien le puso sobre aviso?
—De momento sólo son conjeturas —se apresuró a decir Pascoe—. Sólo queremos hablar con él.
—¿Por qué conjeturas?
—Está bien, todo parece apuntar a su marido, pero antes hemos de hablar con él. Si se pone en contacto con usted, ¿hará el favor de avisarnos?
—Si puedo, le aplastaré la cabeza a ese cerdo y se la serviré personalmente —dijo ella.
Pascoe la miró con inquietud. ¿Estaría bien dejarla sola?
—¿No podría ir a alguna parte? Con sus padres, tal vez. Usted y los niños —sugirió.
—¿Irme? ¿Por qué?
—Lo digo por sus hijos. En cuanto la prensa se entere, tendrá aquí una jauría. Y son tan delicados como los lobos.
—Estoy curada de espantos, señor Pascoe —dijo ella.
—Pero sus hijos puede que no.
—Tal vez tenga razón —dijo ella, más sosegada—. Gracias por el consejo.
—Si se marcha, déjenos una dirección. Adiós, señora Wildgoose.
Se alegró de marcharse, pero no tanto cuando volvió a Danby Road y se encontró con que los Valentine habían vuelto de sus vacaciones. Aparentemente frágiles al principio, empezaron a encolerizarse y a hablar como si la policía fuera la culpable del crimen y no la que lo investigaba. Se llamó a unos vecinos para que calmaran al matrimonio, vecinos que habían sido ya interrogados y no habían oído nada extraño la noche anterior, aunque una mujer creía haber oído un susurro en el jardín cuando fue a llamar a su gato poco después de medianoche.
La misma mujer había visto a Wildgoose en la casa un par de veces, pero sólo por el día y sin quedarse lo suficiente para que pudiera pasar algo. El pecado, pensaba evidentemente, requería su tiempo.
Así pues, Wildgoose había sido muy discreto, un rasgo muy juicioso en un hombre de su profesión. Los Valentine, más sosegados ahora, afirmaron conocerle únicamente como uno de los profesores de Andrea. La sugerencia de que hubiera podido tener una aventura con su hija pareció sorprenderles casi tanto como el asesinato.
Pascoe se escapó para llamar a Ellie. Ya eran las seis y se olía que la noche iba a ser muy larga.
Hubo una preocupante demora antes de que Ellie contestara el teléfono, pero ella le aseguró que sólo estaba tomando el sol en el jardín.
—Antes la gente alquilaba avionetas con la esperanza de ver mi cuerpo desnudo desde el cielo —dijo ella burlándose de sí misma—. Ahora utilizan el radar para no chocar con él. ¿Qué tal te va, cariño?
Pascoe no tenía ganas de enturbiarle el buen humor, pero no podía evitar que escuchara las noticias por la radio.
—Oh, Peter —dijo ella al oírlo—. ¿Cuántos años dices que tenía? Por Dios. ¿Y estás seguro de que el culpable es Mark Wildgoose?
—De momento es el primero en la lista.
—Pobre Lorraine. Tengo que llamarla.
—No agotes tu compasión. Acabo de estar con ella. Está con eso del «ya te lo decía yo».
—De alguna manera tiene que disimular. Escucha, Peter, no sé si ya lo habrás descubierto o si te sirve de algo, pero puedo decirte dónde estuvo anoche Mark Wildgoose. Y seguramente esa pobre chica también.
—¿En serio? Adelante, Sherlock.
—Fue Thelma. Hoy ha estado en casa. Estábamos hablando de Lorraine y me dijo que anoche había visto a su marido en la discoteca del Aero Club. Los viernes y sábados por la noche organizan una.
—¿Thelma va a discotecas? —dijo Pascoe, incrédulo.
—¿Por qué no? Bueno, en realidad no es que vaya. Últimamente ha habido problemas, se decía que chicos menores de dieciocho compraban droga dura y esas cosas. Pues bien, el juez Middlefield, debes conocerle, pertenece al comité del club y se encargó de llevar a cabo una investigación. Thelma se enteró de esto y, como no le cae muy bien el tal Middlefield, decidió presentarse allí para aportar una visión objetiva a las conclusiones del juez.
—¡Objetiva! —soltó Pascoe—. ¿Y Wildgoose?
—Thelma le vio más tarde. No parecía haber ido allí a bailar. De hecho, ella dijo que tenía mal aspecto. Claro que rodeado de quinceañeras de su propia escuela, ¿cómo culparle?
—Podía haberse quedado en casa con un buen libro. En fin, gracias, cielo. Tendríamos que haber ido al club antes o después, pero esto nos ahorra una caminata. Oye, no sé cuándo llegaré. Si estás cansada, no me esperes levantada. ¿Seguro que te encuentras bien?
—Que sí —dijo ella irritada—. Ten cuidado, Peter. No pegues a nadie que no pegara yo.
—Ja, ja. Hasta luego.
Los técnicos habían acabado ya con la casa de Danby Row y pronto quedó sumida en el silencio de la pena. Era un alivio estar de vuelta en la ajetreada comisaría de policía.
Dalziel había puesto en movimiento a toda la maquinaria nacional para la persecución. Estaciones de autobús y tren, empresas de taxis y coches de alquiler, estaban siendo comprobadas a fondo, lo mismo que hoteles y casas de huéspedes. Se enviaron descripciones a los medios de comunicación y, pese a que el pasaporte de Wildgoose, con sus visados correspondientes para su futuro viaje a Asia, fue encontrado en su piso, puertos y aeropuertos fueron también alertados.
—¿Está seguro de que es el hombre que buscamos? —preguntó Pascoe.
—Lo que estoy seguro es que quiero hablar con él —dijo Dalziel, eructando—. Joder, son más de las ocho y no he podido comer como Dios manda. ¿Por qué no iba a ser él?
—No sé. Sólo que, bueno, está lo del sexo. Quiero decir, en los otros casos no había…
—En los otros casos no mató a la que se estaba follando —le interrumpió Dalziel—. Vale, no es de esa clase de asesinos. Estrangular y joder no suelen ir juntos. Pero esa no es razón para suponer que no le guste hacerlo. Quiero decir, con esta chica tenía un lío y con las otras no.
—Entonces, ¿por qué matarla en ese momento?
—Coño, Peter, ¡si sabe un momento mejor, dígamelo!
—Está lo del anillo —intervino Wield.
—¿El anillo?
—Sí, señor. Ella llevaba puesto el anillo. Pascoe dice que el doctor Pottle dijo que…
—¡Al carajo Pottle! —bramó Dalziel—. ¿Qué coño tiene que ver el anillo? Mire, encontremos a ese cabrón para que nos dé unas cuantas respuestas.
—No se lo tome a mal —dijo Pascoe mientras Dalziel se alejaba.
—Será que el jefe no lo ve muy claro —dijo Wield.
—En cambio, tiene razón en lo del anillo. Si Wildgoose se lo regaló a la chica, ¡no tenía sentido matarla porque lo llevara puesto!
—Y si realmente se lo regaló él, entonces obró con un poco de anticipación, ¿verdad? —añadió Wield.
—Seguramente lo averiguaremos en el Aero Club —dijo Pascoe—. ¡Preece! Venga. Quiero llevarle a una discoteca.
Como explicó de camino, sus razones para haber escogido a Preece eran que este podía pasar por un adolescente disoluto en la penumbra y con luz estroboscópica detrás. A la postre, tales consideraciones resultaron innecesarias. Como Pascoe sabía, esta joven generación que supuestamente le tenía más miedo y desconfianza a la policía que cualquier otra lo demostraba de una manera ciertamente muy extraña. Aunque aún era temprano el Aero Club estaba repleto de gente y las cortinas echadas de modo que el último sol no pudiera interferir en las virguerías electrónicas del interior, mientras todo el local vibraba con un ritmo machacón. Una vez identificados como «la poli», se vieron rodeados por un tropel de entusiastas testigos potenciales.
—Sargento, usted y Preece ajusten las cuentas a ese grupo, yo me voy con los de mi edad —dijo Pascoe.
—Por mí, estupendo —respondió Preece, disfrutando de la presión de un par de senos quinceañeros cuya plenitud daba fe de las ventajas del programa sanitario del gobierno.
Los que Pascoe había calificado como «los de mi edad» consistían en Bernard Middlefield, Thelma Lacewing y Austin Greenall, el secretario. A juzgar por su aspecto parecían mucho más afligidos que cualquiera de los coetáneos de la chica asesinada. Los dos primeros habían oído la noticia por la radio, conscientes de la importancia de su propio paradero durante la víspera, y habían ido de nuevo al club por motivos que aún no estaba claros.
—¿Conoce a Mark Wildgoose, señor? —le preguntó Pascoe a Middlefield.
—No. Pero me fijé en él. Al ser mayor que los demás, se hacía notar. Pregunté quién era.
—Y usted, ¿le conoce? —La pregunta era para Greenall.
—No —dijo el secretario—. Era la primera vez que le veía por aquí. Pero Thelma, la señorita Lacewing, sí le conocía.
—Soy amiga de su esposa. Usted ya debe saberlo —dijo Thelma Lacewing.
—Por supuesto. ¿Notó que su comportamiento fuera inusual? —preguntó Pascoe.
—¿Qué significa «inusual» en un sitio así? —preguntó Middlefield—. Pienso proponer a la comisión que acabe de una vez con la discoteca. ¡Se supone que esto es un club de aviación, no una guardería para maníacos sexuales!
—La mayoría de los padres son miembros del club, y sus hijos lo son en potencia. Eso les permite a ustedes servir ginebra mala el resto de la semana —soltó la mujer.
—El hombre era un poco raro —dijo Greenall—. A veces viene gente un poco mayor. Suelen ser hombres que tratan de demostrar que ellos son tan buenos como cualquier jovencito. Wildgoose apenas bailó. Llegaron tarde. Tuve la impresión de que había sido idea de la chica, e imagino que a él le sorprendió la gente que había aquí. Oí a un par de chavales llamándole «señor». Debían de ser alumnos suyos.
—¿Y el anillo?
—¿Qué anillo?
—La chica llevaba un anillo de prometida. Grande, con una piedra roja.
—Pues yo no me fijé —dijo Greenall—. Disculpe. Creo que el barman está un poco nervioso. Voy en su ayuda.
—¡Bah! —dijo Middlefield—. Inspector, ¡un día de estos debería traer usted a su brigada y registrar a esos jovenzuelos!
—Tal vez lo haga, señor —dijo Pascoe—. Usted ya sabe que cualquier irregularidad podría significar la revocación de la licencia del club.
—Yo me fijé en el anillo —intervino Thelma Lacewing—. Parecía de fantasía. Vi que ella lo enseñaba a un grupo de chicas.
—¿La acompañaba Wildgoose en ese momento?
—No. Él estaba en la barra. No parecía querer saber nada.
Lo que Pascoe dedujo una vez hubo hablado con Preece y el sargento Wield confirmó la impresión de Thelma Lacewing.
Andrea Valentine venía insinuando a sus compañeros que había conquistado a Wildgoose. Posteriormente había empezado a hablar de una relación permanente a partir de que los Wildgoose se separaran. La noche anterior ella se había propuesto demostrar en público que estaban muy unidos y que la suya iba a ser una relación duradera.
—Sí, bueno —le había dicho a Preece una chica—. Yo pensé que lo estaba probando, digamos. El anillo podía habérselo comprado ella, ¿no? Y Wildgoose no parecía muy contento, la verdad.
—A lo mejor la mató por eso —sugirió otra chica.
—Claro —dijo la primera con los ojos brillantes, pegándose a Preece—. Oiga, ¿fue por eso que la mató? ¿Y cómo lo hizo? ¿Qué le hizo él?
Preece optó por la retirada.
Antes de abandonar el Aero Club, Pascoe se llevó a Thelma Lacewing aparte y le preguntó:
—¿Por qué vino aquí anoche?
—Otra mujer estrangulada. Probablemente este es el último sitio donde fue vista con vida. ¿Adónde podía ir, si no, Peter? Ojalá le hubiera dicho yo algo a ese Wildgoose. Quizá si lo hubiera hecho…
—Olvídelo —dijo Pascoe—. Ya tiene usted suficientes problemas para cargar con más. Por cierto, gracias por ir a ver a Ellie. Necesita compañía, y yo ahora mismo estoy muy liado.
—Ella también —dijo Lacewing—. Ella también.
A medianoche no había aún señales de Wildgoose, y en comisaría habían agotado los chistes sobre su apellido[1].
—Vamos a dejarlo —dijo Dalziel con aire cansado—. Tarde o temprano aparecerá. Apuesto lo que sea a que le encuentran por la mañana.
Nadie le hizo caso, por suerte para ellos, pues el que hubiera aceptado la apuesta habría perdido su dinero.
Tampoco es que Dalziel acertara precisamente en la diana. Vieron a Wildgoose, en efecto, pero no en la forma que su predicción había dado a entender.
Ted Agar llegó en bicicleta al Centro de Jardinería Linden a primera hora del domingo. El rocío centelleaba aún en las hileras de rosales y las campanas de la iglesia no había anunciado todavía a los hombres buenos de Shafton que era la hora de cumplir con sus obligaciones festivas: lavar el coche, cortar el césped, etcétera.
A Agar le pagaban para que mantuviera el sitio en orden durante media jornada cinco días a la semana, pero a él le gustaba echar un vistazo sobre todo los fines de semana, cuando los clientes potenciales, viendo que el centro estaba cerrado, no tenían escrúpulos en meter un par de rosales jóvenes en el maletero antes de partir. El día anterior, sábado, había estado ocupado en ver cómo Yorkshire conseguía empatar un partido del campeonato por condados. Hoy, sin embargo, sólo televisaban un partido y Agar creyó que si Dios hubiera querido crear el críquet un día determinado, habría descansado el martes en vez de esperar a que finalizase la semana.
Mientras apoyaba la bicicleta contra la pared, sus ojos escrutaban ya la plantación. Estaba tan familiarizado con la silueta de cada hilera de rosales que al momento se dio cuenta de que alguien había andado allí.
No es que hubiera una brecha, pero hacia la mitad, donde el bermellón anaranjado de sus Superstar corría paralelo al albaricoque moteado de sus Sutter’s Gold, algo estaba mal, la ringlera no estaba como siempre.
Tal vez habían sido los perros. Pero estos no volvían a poner la tierra en su sitio después de enterrar un hueso. Y tampoco esparcían tierra de manera uniforme y cuidadosa entre las hileras de rosales como si eliminaran la tierra sobrante.
Cuatro Superstars diferían con respecto a sus vecinas, un poco torcidas. Un poco levantadas.
Agar empujó la tierra con el azadón que había cogido instintivamente del colgadizo de junto a la casa. Vio una cosa pequeña y blanca junto a la unión de uno de los macizos. Parecía el extremo de un retoño recién podado.
Se agachó para mirar mejor. Tocó.
Era un dedo meñique.
Retrocedió lentamente unos pasos, dio media vuelta y se apresuró renqueando hacia la casa.