22

Curiosamente, un mensaje sin cadáver pareció estimular más a Dalziel que un mensaje con cadáver.

—¿Tiene ya a esos lingüistas? —le preguntó a Pascoe por tercera vez.

—He enviado coches y he dicho a los muchachos que nos los traigan tan pronto lleguen a casa. Pero en realidad, lo único que pondrán decirnos es si esa voz es alguna de las otras cuatro. Yo creo que es A).

—Y yo también —dijo Wield—. Aunque es difícil asegurarlo. No acaba de sonar del todo igual. Parece menos seguro de sí mismo, ¿verdad? Descontento, quizá.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Dalziel—. ¡Ahora está descontento! Esperen a que esto salga en la prensa. Nos darán un buen palo, y como yo no gocé de las ventajas de la educación en internado, no me gustan los castigos.

—El sargento tiene razón, señor. He mandado traer también al doctor Pottle, para ver qué opina él —dijo Pascoe.

Dalziel encogió los hombros —Atlas mostrando cierto desasosiego—, lo que daba a entender la opinión que le merecía Pottle.

El sargento Brady entró en la habitación. Había estado investigando las listas de personas desaparecidas. Las noches de fin de semana siempre daban una buena cosecha de jóvenes que no volvían a sus casas.

—Siete chicas —dijo Brady—. Tres aparecieron muy tarde, aunque con cara de satisfacción. Otras dos han regresado también, sólo que los padres no se molestaron en comunicárnoslo. Quedan dos. Da la impresión de que se han largado a Londres. Antecedentes clásicos, como dice Pascoe.

—De todos modos, siga con ellas —ordenó Dalziel, añadiendo al marcharse el sargento—: Demonios, Peter, ¿qué le ha hecho a Brady? ¡Antecedentes clásicos!

Como si le hubiera oído, el sargento volvió para anunciar que el doctor Pottle había llegado.

—¿No podría largarse a jugar al golf? —murmuró Dalziel.

De hecho, fuera cual fuese la actividad preferida de Pottle los sábados por la tarde, parecía muy contento de que algo le hubiera alejado de ella. El doctor cogió la cinta y se la llevó a una sala contigua para oírla varias veces.

—¿No hay cadáver? —dijo al terminar la audición.

—No. ¿Le parece que vamos a tener uno? —preguntó Dalziel.

—Es difícil afirmarlo. Pero tanto si es su hombre como si no, lo claro es que está muy agitado. Si suponemos que es el A) de las cintas anteriores, el cambio es manifiesto.

—Eso pensamos nosotros —dijo Wield—. Como si estuviera descontento.

Pottle miró aprobatoriamente al sargento.

—Tiene usted buen oído —dijo.

Wield carraspeó. Pascoe, que empezaba a ser un apasionado estudioso de la wieldología, lo anotó mentalmente como el equivalente a un arrebato de placer.

—La última vez sonaba pesaroso pero resuelto, como si estuviera haciendo algo por dolorosa necesidad —prosiguió Pottle.

—¿Quiere decir: esto me duele tanto como les duele a ustedes? —preguntó Dalziel—. En el colegio había un viejo cabrón que te decía eso mientras te zurraba.

—En parte sí. Casi como si algo le moviera a compasión —dijo el doctor—. Como anoté en mi informe, se trata sólo de impresiones, aunque respaldadas, creo, por el tratamiento dado a sus víctimas y el tono y contenido de las llamadas telefónicas. Ahora bien, yo aquí veo dos cambios bien definidos. Su voz suena más angustiada, ya no hay aquel poderío de antes. Y las palabras que dice se refieren a él, no a su víctima. «¡Dios mío!, Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y considerarme rey del espacio infinito, sino fuera porque tengo malos sueños». Yo diría que empieza a serle muy difícil vivir consigo mismo.

—¿Debería reflejarse esto en su conducta? —preguntó Pascoe.

—Pero ¿es más peligroso que antes o menos? —dijo Dalziel.

—No puedo responderle —contestó Pottle.

Dalziel hinchó los mofletes de manera expresiva y metiéndose la mano por la cintura empezó a rascarse la tripa.

—Una cosa más —dijo Pascoe—. Supongamos que su último asesinato, es decir, el último del que tenemos noticia, hubiera sido motivado no por lo que le esté removiendo las entrañas, sino por el simple deseo de no ser atrapado. ¿Cómo le afectaría esto?

Pottle encendió un cigarrillo con la punta del que aún estaba fumando.

—¿Es una hipótesis o sabe usted algo? —preguntó.

—Es una conjetura culta —contestó Pascoe.

—En ese caso, mi propia conjetura es que su supervivencia podría ser suficiente justificación para quitarle la vida a otro. A menos que sea un acto realmente único y definitivo.

—En otras palabras, que podría hacerlo con la determinación de que después de esta no hubiera más muertes.

—Exacto.

—¿Y si luego descubriera que iba a ver más muerte, que el impulso seguía ahí dentro…?

—Veo adónde quiere ir a parar, señor Pascoe. Sí, esto explicaría el cambio de tono en el mensaje. Si ha vuelto a matar motivado por ese impulso, ahora sabe que puede sentir la tentación de matar otra vez para sobrevivir. Y eso le resulta duro de aceptar.

—Eh, un momento —intervino Dalziel—. Si mató a la chica en la feria, sólo para protegerse a sí mismo, entonces es la llamada que siguió a ese asesinato la que debería estar llena de ese descontento que sus hiperestésico oídos captan.

—Oh, no —dijo Pottle—. Su motivación debió de ser suficiente como para justificarse a sí mismo. Por consiguiente, su meticulosidad a la hora de buscarse una tapadera hubo de ser máxima.

—¿Tapadera?

—En efecto. Dejando a la chica como la dejó y haciendo la llamada telefónica en el mismo tono que antes, estaba tratando de engañarles para que continuaran la persecución de un estrangulador sin móvil.

—Que es lo que usted insinuó desde un principio, señor —le recordó Pascoe.

—Sí, ya sé —murmuró Dalziel—. Pero yo siempre recelo de mis buenas ideas cuando los tíos listos empiezan a respaldarlas. Bueno, doctor, gracias. Nos ha sido de gran ayuda.

Pottle cerró su libreta con gran brusquedad que el polvo escapó de sus manos cual humo de incensario. A fin de cuentas, es el sumo sacerdote de nuestra sociedad, pensó Pascoe. El impío Dalziel se había marchado ya.

—No le caen bien los tíos listos —murmuró Pottle—. Pero ¿acaso a él se le puede llamar listo?

—Bueno, sabe distinguir un halcón de una sierra —dijo Pascoe—. ¿Alguna otra idea sobre por qué Hamlet, doctor?

—La clave está en la primera víctima —dijo Pottle yendo hacia la puerta—. Si ella hubiera sido un poco mayor y se hubiera a casar tras la muerte de su esposo y hubiera tenido un hijo que era un adolescente a sus treinta y cinco años…

—Tenía una hija que murió —dijo Pascoe.

—Eso es interesante. Pero necesitará usted otros poderes aparte de los míos para demostrar semejante conexión, inspector. Buenos días.

—Inspector Pascoe —bramó Dalziel en cuanto se hubo marchado el psiquiatra.

Pascoe se acercó a la mesa ante la que estaba sentado el gordo, contemplando con desagrado la superficie repleta de papeles.

—Hay demasiada gente por aquí —dijo de mal humor—. Esto parece un burdel a la hora de cerrar.

—Menudo burdel —dijo Pascoe—. La chica que todos estamos esperando está muerta.

—Lo creeré cuando lo vea —repuso Dalziel—. Mientras tanto, hay cosas que hacer. Esta noche se clausura la feria, de modo que voy enviar allí unos muchachos, no sea que alguien recuerde algo a última hora o aparezca alguna cosa. Otra cosa estoy harto de todos los sabihondos que se creen con derecho a opinar sobre las cintas. Vamos a exprimirlos. Quiero que se grabe la voz de todos los hombres implicados en el caso. Voluntaria o involuntariamente, me da lo mismo. El sargento Wield es un hacha con el micrófono, ¿verdad, sargento? Entonces veremos si estos expertos cabrones son capaces de decir si alguno de ellos fue el de la llamada. ¿Está claro?

Miró a Pascoe como retándole a que le recordara que esto mismo se lo había sugerido él hacía apenas una hora.

—Excelente idea, señor —dijo Pascoe—. Yo me ocupo de Wildgoose. Quiero hablar otra vez con ese fulano.

—Y yo iré hacerlo con Mulgan —dijo el sargento Wield, que había estado examinando el informe de los lingüistas.

—Hablando de Mulgan, ¿había algo interesante en esa lista de transacciones de las Sorby? —preguntó Dalziel.

—Lo había olvidado por completo —reconoció Wield—. Con todo el lío del campamento…

Dalziel gruñó y echó un vistazo a la lista. Como cerraban a mediodía, buena parte de los comerciante locales había ido a hacer sus ingresos a primera hora de la tarde, incluido el joyero Conrad. Vio también que se había hecho un depósito en la cuenta del Aero Club y se había retirado una elevada suma de la cuenta de Middlefield Electronic.

Frunció el entrecejo.

—Ella llevaba el anillo de prometida ese día, ¿verdad? —dijo.

Pascoe y Wield se miraron.

—Creo que sí —dijo Wield—. ¿Por qué lo dice, señor?

—Por nada. Al final acabaré tan chiflado como todos ustedes. Bien, lárguense los dos a trabajar un poco.

Antes de irse de la comisaría, Pascoe metió en un sobre una copia de la última cinta para que se la entregaran a Gladmann o Urquhart si aparecían antes de su regreso. Luego, pensándolo mejor, metió también el casete de Rosetta Stanhope con la transcripción de Wield y una nota con la vaga pregunta: «¿Qué opinan de esto?».

Wildgoose no había recogido aún la leche ni el periódico. Pascoe pensó en allanar la casa pero lo disuadió la presencia de un vecino, un joven peludo con aspecto de tísico, quien le dijo que había oído salir a Wildgoose la noche anterior pero no le había visto volver. Renunciando a sus intenciones ilícitas por la presencia del joven, que no por su información, Pascoe se marchó.

Pensó ir a ver al Lorraine Wildgoose, pero como era poco probable que el marido estuviera allí le pareció preferible no alimentar la obsesión de la mujer.

No, el mejor movimiento parecía ir a ver a la chica, a Andrea Valentine. Preece había deducido que los padres volvían aquel fin de semana, de modo que Wildgoose se podía estar en casa de la chica aprovechando la ocasión. Subió al coche y se dirigió a Danby Row.

Divisó la casa y pasó por delante a marcha lenta. No se apreciaban señales de vida. Allí también estaba la botella de leche, lo que significaba que los padres no habían regresado aún y que la feliz pareja, si es que estaba adentro, debía estar procurándose felicidad el uno al otro.

Torció al final de la calle y volvió. Dalziel, se dijo, no habría pasado de largo la primera vez. Una chica jodiendo con su profesor, adulto y casado… sus padres tenían derecho a saberlo. La blandura de Pascoe no estaba haciendo bien a nadie, y menos aún a la chica.

Hasta cierto punto, tenía que reconocer que así era. Teóricamente, si sospechaba que Wildgoose había dejado los restos de su cosecha de cánnabis en Danby Road, habría tenido que irrumpir allí el día anterior, registrar la casa de arriba abajo y acusar a la chica de posesión de drogas de modo que ella, para salvarse, se hubiera visto forzada a admitir que había sido testigo de que Wildgoose cultiva y distribuía droga, una acusación más grave.

Eso habría debido hacer. Pero no lo había hecho. Bueno, se dijo, no te pongas nervioso. Llamó al timbre. Era imposible ser policía y no quebrantar las normas. Y según se mirara, su blandura para con el cánnabis tal vez compensaba la prontitud con que algunos colegas suyos arreglaban las cosas a base de puñetazos.

También aquí contestaba nadie. Como no quería llamar la atención del vecino, rodeó la casa. En la parte delantera sólo había visto un rectángulo enladrillado como un nostálgico magnolio en mitad del mismo. Sin embargo, en la parte de atrás había un extenso jardín, impenetrable debido a la profusión de arbustos, que se extendía hasta un muro con una puerta que presumiblemente debía dar a una callejón.

Pascoe llamó a la puerta de atrás. Al no obtener respuesta, probó con el tirador. La puerta se abrió rechinando.

Entró en una anticuada cocina; fregadero de mármol, hornillo de carbón, una polea colgando del techo, azulejos por todas partes. No había duda de que los Valentine no gastaban el dinero en mejoras para la casa. Si la actitud de los padres era como la casa, les daría un ataque cuando supieran en qué había estado metida su hija.

—¡Hola! —llamó Pascoe abriendo una puerta interior—. ¿Hay alguien?

Su voz resonó por el hueco de la escalera, tenebrosa como su pintura marrón y su papel aterciopelado verde oscuro.

—¡Hola! —exclamó otra vez, ahora más flojo, sin esperar respuesta.

Sin embargo, notaba que había alguien o algo en la casa, y de pronto empezó a sentir pánico. Se puso a pensar en Wield en la tienda de la adivina. Lo que había encontrado allí le había pillado totalmente por sorpresa. Pero el terror anticipado es quizá incluso peor.

Extrañamente, no lo fue. Fue como un anticlímax, casi un consuelo. Pascoe abrió otra puerta. Daba a una sala de estar en sombras. Allí, en un raído sofá, yacía Andrea Valentine, medio cubierta por una toalla. Sus pies con sandalias estaban juntos y sus manos cruzadas sobre el pecho. En el tercer dedo de su mano izquierda brillaba una piedra roja montada en un aro de plata.

Pascoe tocó la mano. Bastante fría. Miró la cara sofocada y supo las lamentaciones y autoacusaciones que aquella visión estaba removiendo en su interior.

No era momento para eso.

Salió de la casa por donde había entrado y habló rápida y apremiantemente por la radio de su coche.

Luego volvió dentro a esperar.