Michael Conrad se asustó un poco, cuando el sábado a medio día encontró a un policía esperándole frente a su tienda. Grande fue su alivio al comprender que la presencia del agente no implicaba un atraco ni tenía que ver con los tres litros de coñac que acababa de entrar de contrabando a su vuelta de Corfú.
Pero su turbación al enterarse de la muerte de Brenda Sorby fue honda y genuina. NO había oído las noticias antes de su partida el viernes anterior y en él era cuestión de puntillo no leer periódicos ingleses mientras estaba en el extranjero.
Sí, la conocía bien. A menudo le atendía ella en el banco. Sí, la había visto el jueves a la hora de comer, antes de cerrar la joyería. Había ido a recoger y pagar un anillo de oro, de caballero. Sin duda el anillo que estaba sobre la mesa del superintendente. Y el reloj también. Un regalo para su novio. Un reloj bonito para su precio, y le había hecho un buen descuento porque ella le caía muy bien. Su anillo de compromiso, sí, lo había examinado. No era una piedra cara y en cuanto al engarce, bueno, a él le habría dado vergüenza vender una cosa así pero no era cosa suya empeñar la felicidad de una joven, así pues le había dicho que era una alianza perfecta y luego la acompañó hasta la puerta y le dijo adiós.
No volvió a verla.
Con lágrimas en los ojos, Conrad hubo de sonarse la nariz antes de poder firmar su declaración.
—Estupendo —dijo Dalziel, frotándose las manos—. Ahora, por Lee. Peter, deberíamos ponerle a hacer rondas otra vez. No sabe lo guapo que está de uniforme.
Pascoe había sido provisto de una camisa azul y un pantalón de uniforme mientras su ropa se secaba. Acababa de huir de una sala vecina que la esposa de Lee, cuatro de sus hijos, Silvester Herne, dos agentes femeninas y la señorita Pritchard habían convertido en un manicomio.
—Ya no recordaba cómo pica este maldito pantalón —dijo—. Mire, no sé si acabo de entenderlos. Se lanzan pullas unos a otros en anglocaló cada vez que creo llegar a alguna parte, pero le haré un resumen…
Dalziel se llevó un dedazo a sus gruesos labios.
—Luego —dijo—. Lee nos lo dirá todo o yo personalmente le arranco los puntos. Esa Pritchard sigue ahí dentro, ¿verdad?
Pascoe asintió.
—Bien. Haremos entrar a Wield y le diremos que sea un poco agresivo con la mujer y los chavales. Así tendremos ocupada a la Pritchard mientras vamos de visita al hospital.
Antes de llegar allí, Pascoe dijo:
—No creo que lo hiciera él, señor.
Dalziel le instó a callar de nuevo pero con suficiente buen humor para hacer pensar a Pascoe que coincidían en sus conclusiones, hasta que estuvieron junto a la cama de Lee y el gordo le soltó sin preámbulos:
—Lee, hemos venido a acusarle de asesinato.
—¿Se ha vuelto majara? ¿Quién dice que yo he matado a alguien? —preguntó el paciente.
—Nadie —admitió Dalziel—. Su esposa, hijos, amigos, nadie nos ha dicho una palabra. Pero va a necesitar que alguien hable, y mucho, en su favor para sacarle del aprieto. Podemos demostrar que el dinero, el reloj y el anillo estaban en el bolso de Brenda Sorby cuando salió del banco aquella noche. Y luego fueron a parar a su caravana, muchacho. Por eso sabemos que la mató usted. No necesitamos nada más.
Lee se rebulló en su cama.
—Mire, jefe —dijo—, si le cuento lo que realmente pasó, ¿velará usted por mí? ¿Eh?
Dalziel le agarró por la solapa del pijama y lo levantó unos centímetros de la almohada.
—Escuche, Lee —dijo con saña—, sé lo que realmente pasó. Usted mató a Brenda. Y si quiere que alguien crea lo contrario, será mejor que abra la boca y que lo que diga fluya como la miel.
Una enfermera se detuvo en la puerta, contemplando al escena.
—Sólo le estoy arreglando la almohada —le aseguró Dalziel—. Listo, Dave. ¿Está mejor así? Estupendo. Váyase, encanto. Esto es privado.
La enfermera se fue.
—Yo no la maté —dijo Lee—. Ya estaba muerta.
—Si piensa inventarse una historia, al menos empiece como es debido —dijo Dalziel con hastío. En la habitación había una butaca. El gordo se dejó caer en ella mientras Pascoe tomaba asiento en una silla con su libreta preparada.
—Fueron los chavales —dijo Lee—. Ellos la vieron primero.
Había sido a eso de las siete. Lee había tenido que ir a hacer sus necesidades junto a la cerca cuando sus cuatro hijos que habían bajado al río para bañarse llegaron corriendo, muy excitados, y gritando que había una mujer en el agua.
Lee había ido a investigar. En efecto, allí estaba Brenda Sorby, flotando boca arriba. Lee la sacó del río e intentó lo poco que sabía sobre respiración artificial, pero fue inútil. Entonces reparó en las marcas del cuello y comprendió que no se trataba de un simple accidente.
Envió a su hijo mayor a buscar a Silvester Herne, con órdenes estrictas de no hablar con nadie más. Herne, como Pascoe había sospechado, no era tanto el líder del campamento como su sagaz consejero, el hombre que sabía arreglar las cosas. Lee volvió a mirar en el agua y vio el bolso de la joven. Lo había rescatado del río y estaba abriéndolo cuando llegó Herne. Descubrieron el reloj, el anillo y el fajo de billetes.
Eso fue lo que hizo inclinar la balanza.
El primer consejo de Herne fue arrojar de nuevo a la joven al río. Puesto que era paya, que la buscaran los payos. A los gitanos en general y a Lee en particular no les haría ningún bien verse mezclados en eso. Claro que devolviendo el cadáver al río tampoco iba a solucionar nada. Siglos de experiencia han enseñado a los gitanos que la proximidad significa culpa.
Así, pensándolo mejor, Herne había sugerido que lo mejor sería arrojarla en otra parte, más lejos. Por el bien de todos. De esa manera, además, podían quedarse con el dinero, el reloj y el anillo en completa impunidad.
Lee había acercado su camión a la cerca y entre él y Herne habían cargado el cuerpo. Los niños estaban atemorizados con todas las supersticiones típicas del folclore gitano. Lee había ido en el camión hasta la feria donde tenía que trabajar aquella noche.
Su intención había sido esperar a que anocheciera, lo que sucedía tarde a primeros de julio, y luego arrojar el cuerpo al río más allá de Charter Park. Pero al desatarse la tormenta y ver que la feria quedaba vacía, Herne había propuesto dorar un poco la píldora transportando el cadáver a la otra orilla y lanzándolo al canal. Esto servía para alejarlo del río que, después de todo, pasaba cerca del campamento, y quizá también para postergar su hallazgo, pues el canal era más profundo y cenagoso.
Eso proporcionaba también un buen número de sospechosos entre la gente del canal que, a juicio de Herne, eran capaces de cualquier crimen conocido por el hombre y de algunos conocidos sólo por los peces.
Y eso es lo que habían hecho. Los candados de las barcas del canal no habían sido problema para Herne, quien en el relato de Lee aparecía cada vez más como la fuerza oculta tras los acontecimientos. Sólo cuando se planteó la cuestión del dinero decidió Lee hacerse valer. Él lo había encontrado, y él lo pondría a buen recaudo hasta que llegara el momento oportuno de repartirlo.
—Hombre, menos mal —dijo Dalziel—. Herne no lo habría encontrado escondido en un sitio tan fácil de descubrir.
—Entonces ¿le cree?
—¿Por qué no?
Estaban por el pasillo, frente a la habitación de Lee. El cirujano, victorioso tras su sesión matutina de golf, había aparecido momentos antes y Dalziel, tras una breve prueba de fuerza, había abandonado la lucha, reconociendo que sólo un tonto o un héroe retaba a un especialista en su propio terreno.
—Aún no hemos podido averiguar lo que sucedió el miércoles, cuando Lee desapareció con Rosetta Stanhope —dijo Pascoe.
—Muy sencillo. Él leyó, si es que sabe leer, o le contaron lo que decían los periódicos sobre el mensaje de las estrellas…
—Que resultó bastante exacto —observó Pascoe.
—… y fue a verificarlo con Pauline por la mañana; usted dijo que le vio charlando con ella. Y como Lee es un pagano supersticioso como el resto de la tribu, y supuso que los espíritus no tardarían en concretar la hora y el lugar del crimen y los subsiguientes viajes del cadáver, Lee fue a ver a Rosetta.
El especialista salió de la habitación con un grupo de interno, saludó a Dalziel con la cabeza y siguió su camino.
—Qué arrogancia —comentó Pascoe.
—A ese cabrón lo encontrarán borracho en su Daimler un día de estos y entonces me dirá «¡Hola, Andy!» —dijo Dalziel en plan filosófico—. Vamos a lo nuestro.
El pronóstico del superintendente sobre los movimientos de Lee el miércoles resultó más que preciso. Rosetta Stanhope llegó oliendo todavía a humo. Según su versión de la historia, quedaba claro que había tenido lugar una forma menor de secuestro en el sentido de que Lee la había invitado a subir al camión cuando ella salía de su piso y de camino al norte le había contado con muchos circunloquios su implicación en el caso Sorby. Al principio ella creía que le estaba confesando un asesinato y eso la había hecho mantenerse callada. Por último habían acabado en un campamento gitano próximo a Teesdale donde la presencia de ciertos parientes de edad avanzada y ciertos problemas mecánicos en el camión la habían persuadido de quedarse a pasar la noche. Luego había telefoneado a su piso —no se preocupó mucho al principio al no poder hablar con Pauline—, lo probó más tarde, empezó a inquietarse y despertó a la mañana siguiente enterándose de la muerte de su sobrina por la radio.
Su lealtad hacia Lee le había impedido utilizar sus dones para ayudar a la policía como había prometido a Pascoe, pero ahora que se sabía la verdad sobre Brenda Sorby, repetía su propuesta con toda vehemencia.
Dalziel se encogió de hombros al oírlo por boca de Pascoe.
—Si quiere darle moneda de plata a esa gitana, es asunto suyo, muchacho. Pero que no salga en los periódicos. ¡Y no se le ocurra incluirlo en su lista de gastos!
Absueltos de su juramento de silencio por su padre, quien ahora esperaba ansioso que hablaran en favor suyo, los niños habían charlado alegremente con Wield. El sargento lubricó sus cuerdas vocales con tarta de nata y gaseosa de la cantina. Había oído moverse a alguien por entre los sauces de la orilla un momento antes de encontrar a la señora. Instados a dar más detalles, le habían dicho a Wield, el cual se había convertido en el favorito de los niños, que si quería que afirmaran haber visto cualquier cosa —grande, pequeña, rubia, morena, hombre o mono—, por ellos no había problema. La señora Lee y la señorita Pritchard estuvieron presentes durante el interrogatorio, la primera indiferente ahora que los hombres habían dado su aprobación y la segunda alerta a cualquier indicio de coacción policial. Finalmente Wield la señaló y preguntó a los niños si la persona en cuestión se parecía a aquella mujer.
—Sí —afirmó el mayor de ellos tras un largo análisis—. Creo que fue ella, señor.
—No —repuso el benjamín, entusiasmado con aquel juego de imaginación—. ¡Ella es la señora que estaba en el agua!
Y se puso a sollozar de pánico, que rápidamente se contagió a los demás y no pudo ser solucionado hasta que la Pritchard salió a regañadientes de la habitación.
Silvester Herne respaldó también la historia de Lee con ligeras modificaciones que restringían su papel al del inocentón envuelto en aquello por un sentido equivocado de la lealtad.
Y por último el forense, con esa perspicacia que es la base de toda ciencia que se precie de serlo, confirmó que lo descrito por Lee se ajustaba a lo que él había escrito en su informe técnico e incluso llegó a sugerir que estaban tan implicados por sus hallazgos que no entendían cómo la policía podía haberlos pasado por alto.
—¿Adónde nos lleva todo esto? —preguntó Wield.
—A la mierda —dijo Dalziel.
—No —arguyó Pascoe—. Hemos avanzado mucho, creo. Ahora sabemos con exactitud dónde y cuándo fue asesinada Brenda Sorby. Alguien la estranguló en la orilla de ese río y se disponía a dejarla como a sus otras víctimas cuando oyó llegar a los niños. De modo que arrojó el cuerpo de la chica, que no estaba del todo muerta, al agua y se largó. Pregunta: ¿obligó a Brenda a ir con él? Respuesta: difícilmente, el ataque final debió ser tan inesperado que ella no tuvo tiempo de gritar, de lo contrario los niños la habrían oído. Conclusión: ella conocía al hombre y confiaba en él.
—Pregunta —dijo Wield—. Aunque le conociera y confiara en él, ¿qué hacían paseando junto al río si ella tenía que hacer unas compras antes de reunirse con Tommy Maggs?
—La respuesta es obvia, sargento —dijo Dalziel.
—Ni hablar —protestó Pascoe—. Ella no parecía una chica infiel. Y acababa de prometerse a Tommy; le había comprado un anillo y un reloj.
—¿Quién dice que el reloj era para Tommy? —preguntó cínicamente Dalziel—. No sería la primera chica que tiene dos historias al mismo tiempo; uno de su misma edad y otro un poco más maduro, más exótico, quizá.
—¿Quiere decir por ejemplo y gitano alto y guapo, señor? —dijo Wield.
—¿Por qué no? —repuso Dalziel.
Pascoe emitió un ruido de desacuerdo que Ellie le había enseñado a hacer.
—No empiece otra vez con Lee. ¿Tan astuto es ese gitano?
—Habría sido un golpe muy inteligente —admitió Dalziel—. Me refiero a la doble coartada. Y esos diablos son muy astutos, Peter. Les viene de nacimiento. Además, si no Lee, hay muchos otros en su tribu. Cuando llega la quincena de la feria hay tantos aretes de oro que se podría sostener con ellos el telón del mismísimo Gran Teatro.
—No —dijo Pascoe—. Yo no lo veo así. Esa chica era diferente.
—Está bien —dijo Dalziel—. Si echar un polvo salvaje es la razón más probable para estar junto al río en una noche de verano, y si piensa que ella era demasiado virtuosa para echar una cana al aire, ¿qué pasa con el inquilino legal?
—¿Se refiere a Maggs, señor? —dijo Wield, incrédulo.
—Por qué no. ¿Es que alguien le ha preguntado qué hizo exactamente entre las seis y las siete de esa tarde?
—¡No! —protestó Pascoe—. Me resultaría más fácil creer que lo hizo Lee.
—Prejuicios raciales —dijo Dalziel pagado de sí mismo.
—Es algo más que eso —replicó Pascoe sonriendo—. Algunos de mis mejores amigos son de Yorkshire. Pero si bien estoy de acuerdo en que hay una relación personal, creo que no debemos confundir esto con un motivo personal. Ahora bien, Tommy o un amante secreto podrían haber tenido muy buenos motivos para asesinar a Brenda (celos, o el temor de ser descubiertos, por ejemplo), pero no son motivos para el Estrangulador.
—A ver, diga qué motivo podría tener el Estrangulador —quiso saber Dalziel—. ¿Qué dice ese acróbata, cómo coño se llama, Potty?
—Pottle —dijo Pascoe—, o algo así. Pero no motivo personal, al menos en el sentido estricto de la palabra. Ya sabe a qué me refiero, señor.
—¿De veras?
—Claro. Recuerdo que usted afirmó rotundamente que Brenda era una víctima del Estrangulador a pesar de que fue hallada en el agua; del mismo modo, usted tenía dudas acerca de Pauline Stanhope pese a que ella fue encontrada de la manera clásica.
—Puedo cambiar de parecer, ¿no? —dijo Dalziel—. Uno se harta de tener razón toda la vida.
—Debe de ser doloroso —dijo Pascoe, tratando de no reaccionar a la sonrisa que Wield esbozó a espaldas del superintendente. Prosiguió—: Me pregunto si estaba usted pensando lo mismo que yo. Puede que David Lee no fuese el único que se inquietó cuando Rosetta Stanhope dio casi en el blanco. Puede que alguien fuese a la feria para hacer callar a Madame Rashid pero no supiera que Pauline no era Rosetta.
—Puede, puede —dijo irritado Dalziel—. Pero ¿quién iba a preocuparse tanto por toda esta mistificación sino un gitano ignorante? A ver, ¿qué decía la crónica del periódico?
El ofensivo diario fue sacado a la palestra.
—Cielo azul, sol dorado, grandes aves, caras morenas —enumeró Dalziel—. Esto parece un folleto turístico.
—Es lo que yo pensé —dijo Pascoe.
—Entonces no hay nada que temer —refunfuñó Dalziel—. ¿Eso lo dijo Duxbury, la vecina esa? Sí, aquí la mencionan. Ella asegura que era la voz de la chica.
—La madre pensó lo mismo —dijo Pascoe—. Claro que era un momento de histeria.
—Ya. Y supongo que Wield estaba partiéndose de risa —gruñó Dalziel mirando al sargento.
—Quizá yo habría tenido que dejárselo escuchar a ese par de lingüistas —dijo Pascoe.
—¿Para qué? A la mierda los expertos —proclamó Dalziel—. ¿En qué nos han ayudado hasta ahora? ¿Eh?
—Han analizado las llamadas telefónicas. ¿Y si grabásemos la voz de todos los implicados en el caso y se las pasáramos para que las comparen? —propuso Pascoe.
—Eso implica que usted confía en ese par de mentecatos y que esas llamadas. De todos modos, no podría presentarse como prueba.
—Lo sé, pero creo que vale la pena intentarlo —insistió Pascoe.
Dalziel, que seguía poniendo cara de escepticismo, consultó su reloj.
—¡Las dos pasadas! —dijo—. Y todavía no he comido. Peter, creo que por hoy ya no podemos hacer más. ¿Por qué no se larga a casita y descansa como le tocaba? Se lo ha ganado.
—Oh no —dijo Pascoe—. El trato era que tendría libre el viernes y el sábado que viene. Como intente cambiar eso, le aseguro que Ellie le arrancará el brazo de cuajo. De todas formas, voy a telefonear a casa, a ver cómo sigue.
Pero el teléfono sonó antes de que él lo tocara. Pascoe contestó.
—Para usted —dijo, pasándoselo a Dalziel.
—Yo no intento cambiar nada —dijo Dalziel dolido—. Sólo decía que podía tomarse también esta tarde libre, pero como veo que no quiere… ¡Diga! —bramó por el auricular del que una vocecita había estado saliendo inadvertida mientras hablaba con Pascoe.
—¡Caray! —dijo la voz—. Por qué no abre la ventana y pasamos del teléfono.
—¿Quién es? —preguntó Dalziel.
—Sammy Locke, del Evening News. ¿Cómo va todo?
—Lento —dijo Dalziel receloso—. ¿Qué ha sabido usted?
—Bueno, uno de nuestros colaboradores ha llamado avisándonos de extrañas actividades con los gitanos. Redadas policiales, brutalidad, injerencia en ritos funerarios tradicionales…
—¿Qué? ¿Y quién diablos dice esto? Como lo publique se queda usted sin oler ni un solo crimen más en toda la ciudad —le advirtió Dalziel.
—Ya lo veremos —dijo Locke displicente—. ¿Y no ha pasado nada más?
—No. Por qué. ¿Debería?
—Usted sabrá. Escuche esto.
Hubo un clic, pausa, y luego una voz fatigada dijo:
—«¡Dios mío! Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y considerarme rey del espacio infinito, si no fuera porque tengo malos sueños». Es todo —dijo Sammy Locke—. Quizá debería usted empezar a buscar un cadáver.