A Pascoe no le gustó lo que estaba haciendo.
Le parecía que Dalziel se estaba obsesionando con Lee.
—Pero si no hay pruebas —protestó—. De acuerdo, es lógico que se le pida una explicación respecto al dinero, el anillo y el reloj. Pero sigue sin haber una relación definitiva con Brenda Sorby.
—Michael Conrad, el joyero, nos la proporcionará —dijo Dalziel, seguro de sí mismo—. Regresa esta tarde del soleado Mediterráneo.
—Entonces ¿por qué no esperamos?
—¿Es que tiene otros planes? —preguntó Dalziel.
Cortar el césped y luego refrescarme con una cerveza, pensó Pascoe.
—¿Qué me dice de Wildgoose? ¿No deberíamos hablar con él? —preguntó.
—No está en casa —dijo Dalziel—. Envíe allí a Preece a primera hora. La leche, el periódico, pero Wildgoose no. Estará encamado con esa moza que usted mencionó. Andrea Valentine. Supongo que podríamos allanar el piso.
—¿Qué?
—Usted dice que Wildgoose podría haber dejado allí su chocolate de reserva para tenerlo a buen recaudo.
Sospechoso de posesión de droga. Sería fácil conseguir un mandamiento.
—Pero… —empezó a protestar Pascoe, mas Dalziel le interrumpió asintiendo con la cabeza.
—Tiene razón, muchacho. No se pueden hacer las cosas de este modo. La chica está sola, los padres lejos, eso nos daría mala fama. Y queremos echarle el guante a Andrea mientras Wildgoose no esté presente para soplarle lo que ha de decir. Si ella tiene el hachís, eso podría darnos pie para forzarla a que cante lo que sabe sobre su novio.
Dalziel se frotó sus manos como hojas de papel de esmeril.
—¿Y qué espera encontrar registrando el campamento gitano? —preguntó Pascoe.
—¡Supongo que suficientes objetos robados como para meter en chirona a toda la tribu! —dijo el gordo—. No lo sé, Peter. Pero seguro que sale algo. Quizá piezas del rompecabezas que se nos escaparon cuando los otros crímenes. Por cierto, esa guarra de Pritchard, la abogada, ha podido hablar finalmente con la mujer de Lee. Anoche la tuvimos en el hospital más o menos bajo custodia, ya me entiende. Pero no hay ningún motivo para retenerla y la Pritchard está armando un buen escándalo. En cuanto la mujer de Lee regrese al campamento, cualquier posible prueba desaparecerá al instante, de eso puede estar seguro.
—Y quiere que yo registre la caravana como hizo usted. Pero ahora oficialmente.
—¡No! —rugió Dalziel—. ¡Todo el maldito campamento!
—¡No puede hacer eso! ¡Es una provocación! Esa gente también tiene sus derechos. ¡Es como registrar todo un barrio porque sospecha que el inquilino de una casa puede ser el criminal! ¡Con lo que tenemos, nunca logrará que un juez le firme una orden de ámbito tan general!
Dalziel sonrió y hundió la mano en su bolsillo.
—Depende del juez que uno escoja. Bernard Middlefield no se lo pensó dos veces —dijo, sacando el documento como un conejo de prestidigitador.
—¿Usted no va a venir, señor? —preguntó Pascoe al ver que le entregaba el papel.
—¿Yo? Creo que no, Peter —dijo Dalziel con mojigatería—. Tiene usted razón. Aunque sean gitanos, tienen todo el derecho a la consideración de la justicia. Usted es la persona idónea para ver que todo se haga como es debido. Yo estoy un poco anticuado, supongo. Pero no tanto como para no saber cuándo quedarme en segundo plano y dejar que alguien más joven y liberal haga el trabajo.
¡Maldito tunante!, pensó Pascoe.
Al salir del despacho, el gordo sonreía y asentía con la cabeza como si estuviera de acuerdo.
Pascoe creía en la máxima de que si uno ha de hacer algo, lo mejor es hacerlo bien. En un registro lo básico es la sorpresa.
Por ese motivo había ideado la estratagema de dividir a su equipo, enviando cuatro hombres a la entrada del campamento por el polígono industrial mientras él y otros dos iban al aparcamiento del Aero Club, donde Wield les estaba esperando.
Con él estaba un hombre rubio con cara de perplejidad que le fue presentado como Austin Greenall, secretario del club. Greenall y Wield observaban la parte del viejo aeródromo donde estaban acampados los gitanos. Más allá de la valla se veía una hoguera. Sus llamas eran poco más que una vibración violácea del aire a la luz del sol, pero un penacho de humo negro se elevaba desde el fuego en dirección al club.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pascoe.
—A lo mejor tiene frío, señor —sugirió el sargento, en mangas de camisa.
—¿Hay peligro? —le dijo Pascoe a Greenall, viendo que más allá del humo cinco o seis planeadores surcaban lentamente el cielo.
—No, no hay para tanto —dijo Greenall—. Hasta puede ser de utilidad. Sirve para ver la dirección y la fuerza del viento.
—Así pues, ¿no ha habido quejas?
—¿Quiere que me queje? —preguntó Greenall mirando a Pascoe—. Quiero decir, ¿necesita una excusa para entrar ahí?
—No serán necesarias —intervino Wield—, siempre y cuando haya un mandato judicial.
—Lo hay —dijo Pascoe. Habló por su transmisor de radio—: Preece, ¿están listos? De acuerdo. Esperen a vernos pasar la cerca y luego avancen.
—¿Acaso espera que alguien se escape? —preguntó Wield mientras echaban a andar por la hierba.
—La verdad es que no —dijo Pascoe—. Pero si alguien lo hiciera, no quiero que Dalziel me pregunte por qué no lo había pensado antes.
De hecho, si alguien hubiera querido escapar habría tenido tiempo de sobra. La valla de estacas estaba tan bien reparada que los policías hubieron de pasar por encima, cosa peligrosa y nada digna que pronto llamó la atención del grupo de gitanos que observaban en pie a cierta distancia del insoportable calor de la hoguera, que parecía centrada en un poste de madera que descollaba entre las llamas como la pira de un mártir.
—Es la tienda —dijo Pascoe, y su conjetura fue confirmada por la aparición entre los espectadores de Rosetta Stanhope.
Su aspecto era totalmente gitano con una falda acampanada, una blusa roja y azul y el pelo recogido en la nuca mediante un gran pañuelo amarillo y verde. Tenía la frente manchada de ceniza, aunque Pascoe no acertaba a adivinar si por accidente o por necesidades del ritual.
—Señora Stanhope —dijo—, lamento si interrumpimos alguna ceremonia…
—Descuide —dijo ella—. Pauline tendrá un entierro perfectamente anglicano. Eso es sólo una purificación, más que nada en mi propio beneficio. Para la mayoría de estas personas, ella era sólo una paya que no merecía ni que uno se sacara el sombrero.
—Pero veo que le están ayudando —dijo él—. Se llevaron la tienda.
Ella sonrió lúgubremente.
—Cuando una chovihani te pregunta la hora, tú le compras un reloj. ¿Ha venido a traerme la ropa con que murió Pauline?
—Lo siento. Todavía no la han encontrado —dijo Pascoe.
—Pues habría que quemar esas prendas, es importante.
—No me sorprendería que ya las hubieran quemado —dijo Pascoe.
—¿De veras? Espero que esté en lo cierto. ¿Qué hace aquí, entonces?
—¿Hay alguien que haga de jefe del campamento?
Rosetta Stanhope se acercó al grupo principal y habló con ellos. Se acercó luego un hombre bajo y obeso que podía tener entre cincuenta y setenta años.
Fue presentado como Silvester Herne.
—¿En qué puedo servirle, amigo? —le preguntó a Pascoe.
Este le miró de arriba abajo, no muy seguro de que pudiera ser el jefe. No parecía un rey gitano ni por asomo. Daba la impresión de que lo habían seleccionado por su posible labia o su astucia. Bueno, allá ellos.
En pocas palabras, Pascoe explicó que él y su hombres querían echar un vistazo al campamento y hablar con la gente que allí vivía. Tenía un mandamiento que les autorizaba a entrar en cualquiera de las caravanas para efectuar un registro, pero ello no sería necesario.
Herne se rascó la nariz.
—¿Busca algo en especial, amigo?
—Estoy trabajando en el caso del Estrangulador, señor Herne. Busco cualquier cosa que arroje un poco de luz sobre el caso. Lo demás no me interesa. Dígaselo a su gente.
—Bien —dijo Herne, volviendo con los otros.
—¿Procurando que no se alboroten, inspector? —dijo Rosetta Stanhope.
—Para eso me pagan —dijo Pascoe—. Una cosa, señora Stanhope: si alguno de ellos supiera algo sobre el Estrangulador, ¿cree que se lo callaría? Por lealtad, quiero decir.
—Tal vez. Pero quizá yo no sea la persona adecuada para responder a eso. Soy de su sangre, ¿lo recuerda?
—Ya lo sé. También sé que hace sólo unos días usted me ofreció su ayuda, pero desde entonces la veo mucho menos dispuesta.
Había un momento para la sutileza y un momento para presiones.
—Mi sobrina murió en el ínterin —dijo bruscamente ella—. ¿Ya lo ha olvidado?
—No. Pero yo pensaba que eso habría aumentado sus ganas de colaborar —respondió él casi con la misma aspereza—. ¿Sabía que David Lee ha tenido problemas?
—Sé que está en el hospital —dijo Rosetta—. Me lo dijo su señora.
—¿Está aquí?
La señorita Pritchard debía de haber actuado con más rapidez de la prevista por Dalziel. Eso no prometía nada bueno cara al registro.
—Allá, señor —dijo Wield.
Pascoe vio a una mujer delgada y no mal parecida con un cardenal en la mejilla izquierda, acuclillada entre un grupo de niños gitanos. La mujer se irguió y los niños echaron a correr lanzando gritos, a lo que otros se separaron del grupo más numeroso que estaba en torno al fuego y empezaron a perseguirles. Pascoe miró en derredor tratando de orientarse. Hacia el sur estaba el Aero Club, al noroeste la carretera nacional y más allá el polígono industrial Avro; al nordeste estaba el suburbio de Millhill, mientras que hacia el este debía de quedar el río, invisible tras un trecho de tierra poblada de sotos como cincuenta metros fuera del límite del campo de aviación. Hacia allá se dirigían los niños. Pascoe los envidió. La combinación de sol y fuego le estaba haciendo sudar.
—Manos a la obra —le dijo a Wield.
Wield asintió y organizó a sus hombres con flemática eficacia. Era una buena persona, pensó Pascoe y se preguntó como otras veces por qué Wield se había quedado en sargento.
Los gitanos parecían indiferentes al registro aunque no tanto para que no hubiera al menos un miembro de cada familia presente mientras las caravanas eran inspeccionadas por turnos.
Silvester Herne volvió finalmente adonde estaba Pascoe para brindarle su ayuda de una manera tan solícita que rayaba la parodia.
Era inútil, pensó el inspector. Dalziel había tenido mucha suerte al pillar por sorpresa a los Lee y porque en estos quehaceres era un hombre sin escrúpulos. No, esa afirmación escondía demasiado rencor. Dalziel, como todos los buenos policías, se trabajaba su propia suerte y no temía perseguirla por más incierta que fuese la dirección a que pudiera conducirle.
Se encontraba ahora muy cerca de la señora Lee, que estaba cruzada de brazos y con una sonrisa de cinismo en sus labios.
Pascoe se presentó.
—Pues no parece muy distinto de los otros maleantes que han estado hablando conmigo —dijo ella, mirándole con fingida admiración—. Al menos es guapo. ¡De lo que es capaz la policía!
—Me alegro de que su marido esté fuera de peligro —dijo Pascoe.
Ella le miró con indiferencia.
—Por desgracia —continuó Pascoe—, sigue metido en líos. A menos que pueda explicar cómo llegaron a sus manos ese dinero, el reloj y el anillo.
—¿Qué dinero? ¿Qué reloj y qué anillo? —preguntó ella.
Pascoe suspiró.
—Escuche, aquí no puede oírnos nadie —dijo—. Dave no es lo que se dice un buen marido, ¿verdad? Quiero decir, a una mujer guapa como usted no debe gustarle mucho que le peguen. Déme un solo indicio, algo, y podremos librarla de él durante un temporada. No ha de preocuparse por el dinero. Mujer casada con hijos y un marido en chirona, probablemente sacará más de la seguridad social que lo que Dave gana en una semana. Nosotros nos ocuparíamos de que todos los papeles estén en regla. ¡Hoy en día nadie debe sufrir!
La mujer no respondió sino que miró hacia lo lejos. Pascoe giró la cabeza y vio a Rosetta Stanhope hablando con una mujer que no parecía gitana.
—¿Qué pasa? —preguntó Pascoe—. ¿Le da miedo la señora Stanhope? ¿Por qué es una chovihani?
—¿Chovihani, ella? —bufó la mujer—. Bah, si no es más que una didikoi. Esa vive tan pancha en su casita y espera que la tratemos como si fuera nómada después de cincuenta años. ¡Si hasta huele como una paya!
Pascoe adivinó que la insultaba por ser mestiza, pero no estaba nada convencido de aquel arrebato de temerario desdén. Le parecía que detrás había más resentimiento que auténtico desprecio.
—¿Señora Lee?
Pascoe se volvió y gimió interiormente al reconocer a la mujer que se les había acercado. Era la abogada Pritchard. Lo último que necesitaba en ese momento era un antagonista legal observando cómo hacía su trabajo.
—No tiene por qué hablar con este hombre, señora Lee —dijo Pritchard con reminiscencias de clase alta—. En realidad no tiene que responder a ninguna pregunta si no dispone de un asesor legal.
—¿El Colegio de Abogados no tenía un convenio prohibiendo la solicitación de clientes? —se preguntó él en voz alta.
—Usted es Pascoe, ¿verdad? —dijo ella—. He oído hablar de usted. Si proteger a mujeres contra la policía significa buscarse clientes entonces lo haré. Y si el colegio pone alguna objeción, entonces que les den por culo.
—La licencia es suya —dijo Pascoe—. Disculpe.
Fue a decir a Wield y sus hombres que se dieran prisa con el registro para que estuviese listo antes de que la Pritchard fijara en ellos su atención. Wield dijo que media hora y Pascoe, señalando a Pritchard, dijo que se iba a dar un paseo al río y que si la abogada empezaba a meter las narices, fuera recibida con la clásica incomprensión del subordinado y remitida a él. Para cuando consiguiera dar con él, el asunto estaría probablemente concluido.
Fue fácil encontrar el agujero de salida en la cerca que limitaba el campamento. Los pies de los niños habían abierto un claro sendero a través de la misma. Doblando los alambres hacia atrás, Pascoe se coló y al poco rato estaba lejos de los gitanos. Podía oír los juegos de los niños —gritos de placer, de excitación, de denuesto y de miedo acompañados por mucho chapoteo de agua—. Abriéndose paso por entre un grupo de prietos sauces cabrunos, Pascoe alcanzó la orilla.
Como río no era gran cosa, menos de veinte metros en el punto más ancho, aunque el propietario del extenso campo de nabos que había en la otra orilla debía de estar contento teniendo esa barrera entre él y el campamento. ¿Cuántos nabos podía llevarse un niño nadando?, se preguntó Pascoe.
Se sentó en la orilla donde el agua se había comido con avidez una medialuna de tierra, formando una escueta bahía con una charca honda de agua remansada. Los niños estaban jugando un poco más arriba, demasiado absortos para reparar en Pascoe. Él los observaba con placer, deleitándose en sus gráciles movimientos, sus ágiles cuerpos morenos, su inmaculado espíritu animal, y trató de recordar la última vez en que había sido capaz de tan absoluta sumersión en el gozo de presente. Bueno, sin contar el sexo; aunque incluso en la gran galopada del sexo había con demasiada frecuencia ese pequeño esclavo aferrado a la trasera de la cuadriga susurrándole al oído: «Recuerda que tú eres tú».
Dos niños se apartaron del grupo y corrieron margen abajo para estudiar las charca más arriba de la cual estaba Pascoe. Eran lo bastante pequeños para ir desnudos —los gitanos tienen ideas muy rígidas sobre la exposición carnal— y se instaban el uno al otro a zambullirse.
Uno de ellos alzó la vista, vio a Pascoe y le dijo algo al otro. Pascoe les sonrió y, convencidos de que era inofensivo, los niños reanudaron su discusión hasta que otro niño, mayor que ellos, los vio desde el río, nadó de espaldas y les gritó con enfado. Pascoe captó la palabra mokadi varias veces. Sabía que en caló significaba lo tabú o lo impuro, y al principio supuso, no sin dolor, que la expresión aludía a él mismo.
Pero al ver a los dos niños desnudos supo que no era así. No era de él sino de la orilla de lo que se estaban apartando con cara de incertidumbre y turbación. Su retirada les llevó más cerca de Pascoe, y él aprovechó para hablarles:
—Hola —les dijo—. ¿Qué ocurre? ¿No os gusta nadar? ¡Esto es para el que se lance mejor de cabeza!
Pascoe enseñó una moneda de cincuenta peniques que rieló al sol.
Los niños hablaron excitados y luego corrieron a la orilla, algo más arriba.
—No. Aquí —ordenó Pascoe, señalando a la charca.
Ellos negaron con la cabeza.
—Bueno, de acuerdo —dijo Pascoe, levantándose y yendo hacia ellos. Se acuclilló al lado de ellos—. ¿Por qué esa charca es mokadi? —preguntó—. Es un buen sitio para bañarse. ¿Por qué es mokadi?
Hablaba sosteniendo en alto la moneda. El niño más pequeño dio un paso atrás, giró sobre los talones y corrió hacia sus amigos. Parecía que el otro le iba a imitar.
Instintivamente, Pascoe alargó la mano y le sujetó del brazo.
—¿No quieres el dinero? —preguntó.
Notó que algo se movía detrás de él.
—Chikli muskro! —gritó una voz furiosa—. ¡Maricón de mierda!
Pascoe levantó la vista. Era la señora Lee, seguida de la señorita Pritchard y el sargento Wield. Pascoe soltó al niño y empezó a incorporarse, pero aún estaba medio en cuclillas y en inestable equilibrio cuando la gitana le golpeó. No fue realmente un golpe, sino un mero empujón con los dos brazos. Pero fue suficiente para que se balanceara al bordo del río, y bastó otro ligero toque para mandarlo al agua.
El agua era verde y profunda junto a la orilla. Al salir vio las cabezas de los niños asomándose a la margen para contemplar el fascinante espectáculo. Pascoe se agarró a la orilla pero sus dedos resbalaban en la tierra húmeda y volvió a sumergirse en el agua.
Al emerger de nuevo, flotó boca arriba. Las caras morenas seguían allí, abiertos los ojos como platos. Y más arriba, en el azul cielo estival, cerniéndose como grandes pájaros de presa, negras cruces en la aureola del sol, vio los planeadores.
El agua le empapaba la ropa, tirando de él hacia abajo. Pero no estaba en peligro. Wield le tenía agarrado con fuerza. Y mientras lo sacaban boqueando de la charca mokadi, se vio mirando a Rosetta Stanhope y preguntándose cuál sería la reacción de un juez inglés si se presentaba una testigo por poderes, una testigo muerta, en un juicio por asesinato.