Declaración de Thomas Arthur Maggs efectuada en la jefatura central de policía de Mid-Yorkshire en presencia del sargento de detectives V. K. Wield.
Siento haber causado tantos problemas. No era mi intención pero creo que no podía hacer otra cosa. Yo estaba muy afectado y Ron dijo que le metería en un lío de órdago si contaba la verdad pero es lo que yo habría hecho si el vigilante no hubiera muerto. Quiero que atrapen al que mató a Brenda aunque lo que le hagan no sea suficiente. Pero yo no quería ir a la cárcel, y menos por asesinato que es lo que me van a colgar aunque yo nunca he tocado a nadie. Fue Ron. Ya sé que es lo mismo porque yo estaba allí con él, pero fue Ron y no yo el que lo hizo.
De hecho la idea fue de él. Brenda tenía que encontrarse conmigo en el Bay Tree a las ocho pero no se presentó. A mí no me sorprendió puesto que la noche anterior habíamos reñido. Fue sobre hasta dónde podíamos llegar ahora que estábamos prometidos. Nos habíamos prometido y yo pensaba que podíamos hacerlo, bueno, quiero decir llegar hasta el final ya que teníamos fecha para casarnos, pero ella no quería. Y al ver que no se presentaba, pensé que seguía enfadada por la discusión.
Ron estaba allí. Estuvimos bebiendo hasta cerca de las nueve. Había mucha gente y yo estaba un poco harto de tener que estar de pie así que fuimos a dar una vuelta en coche para ver si encontrábamos alguna distracción. Ron tenía una botella de whisky y pensamos que quizá encontraríamos una de repuso para irnos de viaje. Miramos en un par de sitios pero no había gran cosa y acabamos aparcados frente al depósito de Spinks tomando un trago cuando Ron dijo que por qué no lo hacíamos. Y lo hicimos. La cosa fue divertida hasta que llegó el vigilante nocturno. Fue facilísimo entrar y habíamos encontrado una caja llena de transistores de bolsillo cuando el viejo apareció en la puerta con una linterna en la mano. Ron le golpeó y echamos a correr. Sólo teníamos un par de transistores por cabeza pero daba igual porque como ya he dicho sólo nos estábamos divirtiendo un poco.
Pero al averiarse el coche de camino a casa, empezamos a preocuparnos. Ron se metió todos los transistores por dentro de la cazadora y se largó con ellos por si alguien empezaba a hacer preguntas. Los polis llegaron a los pocos minutos y yo les dije que había salido con mi novia y que ella había vuelto andando a su casa cuando el coche se averió. Me hicieron una prueba de alcoholemia y después un análisis de sangre, de modo que seguí mintiendo sobre todo al saber que había averiguado lo del robo al depósito y que el vigilante estaba gravemente herido.
A la mañana siguiente traté de llamar a Brenda al banco para hacer las paces con ella, pero no estaba allí. Y cuando la policía se presentó más tarde en el taller y me dijeron que había desaparecido, me puse muy nervioso. Ron dijo que me ciñera a mi historia. Sería estúpido revelar algo que nos inculpara y luego descubrir que Brenda se había largado de pura rabieta. Aunque yo no lo creía así. No era de esa clase de chicas. Cuando vinieron a decirme que la habían encontrado, creí que me iba a morir. No sabía qué hacer. Quiero decir que mi cabeza no pensaba. Sólo tenía ganas de hacerme un ovillo. Ron me dijo que no abriera la boca porque para entonces el vigilante estaba en estado crítico. Pero de todos modos yo no podía pensar en otra cosa que en Brenda.
Entonces murió el vigilante, yo ya estaba un poco mejor y meditando sobre qué podía hacer. Pero cuando murió, todo volvió a ser un infierno. Cogí el coche y llegué hasta Watford Gap, luego tuve una avería. Estuve tomando un té y pensando en hacer autostop hasta Londres. Pero al final crucé la autopista y conseguí que me llevaran de nuevo hacia el norte. Desde entonces he estado viviendo con Ron en casa de su hermana. No supe qué hacer tras la pelea pero Janey dijo que no me preocupara, que Ron se lo tenía bien merecido y que todo había acabado. Entonces Mr. Wield, o sea el sargento Wield, fue a casa de Janey y yo pude entender que venía a por nosotros y decidí que lo mejor era huir otra vez.
Estoy muy apenado por todo esto, siento que el vigilante haya muerto y ojalá no fuera así pero quiero hacer todo cuanto pueda para ayudar a la policía a atrapar al asesino de Brenda, sea quien sea.
—El jurado va a llorar a moco tendido con la historia —dijo Dalziel.
—Me sabe mal por el chico —dijo quedamente Wield.
—Eso es mala señal, sargento. Ya le veo poniendo sellos a las felicitaciones de Navidad.
Dalziel bostezó. Eran las ocho y media del sábado por la mañana. Después que Maggs hubiera hecho su declaración la noche anterior, Dalziel había hablado con él durante casi dos horas, haciéndole repetir las cosas una y otra vez. Su instinto le decía que había que ahondar rápidamente en las nuevas dimensiones que la declaración había planteado, pero al final decidió consultarlo con la almohada, empleando como somnífero media botella de whisky escocés.
Ahora se estaba desperezando, listo ya para pasar a la acción.
David Lee había pasado una buena noche. Pero para Dalziel era mejor noticia aún la confirmación del diagnóstico del hospital, una úlcera perforada cuyo estado difícilmente podía haber empeorado un puñetazo en el estómago. Ludlam también se recuperaba. Se había negado a decir nada tras la declaración de Maggs y el médico había insistido en que el interrogatorio fuera aplazado hasta la mañana. Pero Frankie Pickersgill sí había hablado, hasta que llegó Janey y se puso histérica.
—Seguro que lo entenderá, sargento —prosiguió Dalziel.
Wield, que lo había entendido tan pronto Tommy empezó a hablar, se dispuso a reírse interiormente con el análisis del grueso policía.
—No hemos sabido nada de Brenda desde que se fue del banco, eso es lo que hay que entender. No nos preocupó mientras creímos que se había reunido con Tommy a las ocho y media. Pero ahora es diferente. Estamos otra vez como al principio. Todos los que tiene algo que ver en este caso tendrán que ser investigados de nuevo. Al principio sólo les preguntamos qué estaban haciendo a las once de esa noche; ¡pues ahora quiero saber qué hacían a las seis! El gerente del banco, por ejemplo. Ese Mulgan. Dijo usted que por lo visto andaba tras esa chica. Puede que se ofreciera a acompañarla en coche después del trabajo. Y ese maestro también. Y Lee, por supuesto. Habrá que investigarlo todo otra vez. Creo que telefonearé a Pascoe.
—¿No era su día libre, señor? —dijo Wield—. Y ya que se ha aclarado lo de Spinks, ¿no podría usted utilizar a los hombres de Headingley?
—Todavía hay muchos cabos sueltos. Además, ¿qué sabrán ellos? —dijo Dalziel con enfado—. No, necesitamos gente que se sepa el caso al dedillo.
Dalziel cogió el teléfono.
Pascoe contestó con un rápido y suspicaz «¿Sí?» y su tono no varió al ver quién le llamaba.
Escuchó el resumen de Dalziel sobre la declaración de Maggs sin hacer comentarios ni preguntas.
—No parece muy interesado, Peter —dijo Dalziel molesto.
—¿De veras, señor? Lo siento. Ellie no se ha encontrado muy bien y hemos pasado una noche bastante movida.
—Nada serio, imagino —dijo Dalziel.
—Supongo que no. Pero creo que deberá guardar cama.
—Es lo mejor —aventuró Dalziel en plan experto—. Estas cosas siempre pasan los fines de semana.
—¿Qué cosas?
—Todo. Pero me alegro de que no sea grave. Oiga, sé que es su día libre, pero si Ellie va a tener que quedarse en cama, le agradecería que se pasara por aquí y nos echara una mano. Sólo será un par de horas. Después de que le haya preparado el desayuno, claro.
—Muy amable de su parte, Andy —le interrumpió la voz de Ellie.
—¡Ellie! Así que se ha levantado —dijo Dalziel.
—No, he estado espiando por el supletorio —dijo ella—. Que a Peter le llamen por la mañana en su día libre siempre me huele a chamusquina.
—¿Se encuentra bien, muchacha? Ya se lo dije ayer. Eso de volar no le conviene en su estado.
—¿Volar? —dijo Pascoe.
—Yo no fui a volar —protestó Ellie—. Escuche, Andy, haré un trato con usted. Peter irá hoy a trabajar, pero tiene libre el viernes y el sábado que viene. Sin condiciones y aunque haya terremotos, vendavales o incendios.
—Le doy mi garantía de profesional —dijo Dalziel.
—Eh, un momento —empezó Pascoe.
—Lo antes que pueda, Peter —se apresuró a decir Dalziel—. Ellie, lo que necesita es brandy, haga caso de un experto.
—¿Brandy? ¿Para qué?
—Para lo que no cuida el whisky. ¡Cuídese!
Pascoe fue lentamente hacia el dormitorio.
—Conque espiando, ¿eh?
—Eso parece.
—¿Qué es eso del viernes que viene?
—Bueno, es que tenemos que ir a ver a mi madre algún día y he pensado que estaría bien hacer noche allí.
—Dios mío. ¿Y por eso me quedo sin fiesta?
—Puedo invitarla a venir aquí —dijo Ellie.
—Está bien, tú ganas. Pero escucha, ¿seguro que te encuentras bien?
—De maravilla. Quizá telefonee a Thelma. Bien, ¿qué decías del desayuno?
Más tarde, mientras retiraba la bandeja, él dijo:
—¿Estás segura de que no quieres nada más?
Ella se miró lúgubremente los pechos y el vientre abultados:
—¿Qué te parece un gran huevo reluciente sobre el que podríamos sentarnos por turnos? Y al hacer eclosión saldría un bonito mocoso de seis años con tus ojos y mi nariz, pulcramente vestido, hablando y listo para ir al colegio.
Pascoe sonrió con tanta inseguridad que ella se rio, lo atrajo a la cama y le besó en la boca.
—De acuerdo —dijo Ellie—. Diré lo que haya que decir y me haré la ingenua, pero no todo el tiempo. Y sea lo que sea lo que tenga, prometo que lo educaré para que sea un travestido.
—El mundo entero estará travestido para cuando él tenga edad de disfrutarlo —dijo Pascoe—. A veces quisiera pasar el sábado tumbado en la cama, saneando el cuerpo.
—Pues te fastidias —dijo ella amablemente—. Tu cuerpo es el cuerpo de policía, cariño. Y ahora, largo o te perderás el momento del crimen, y ya sabes qué poco te gusta eso.
Él estaba en el descansillo cuando oyó «¡Peter!».
Subió las escaleras, lleno de ansiedad.
—Sí. ¿Qué pasa?
—Nada. No te pongas tan nervioso. ¡Así no durarás los cuatro meses que me faltan! Es sólo que estaba pensando sobre lo que Andy ha dicho de ese chico.
—De acuerdo, Sherlock. Habla.
—Bien —dijo Ellie, mesándose el pelo—. ¿Recuerdas que te burlaste de mí cuando dije que quizá lo que la médium había dicho en su trance podía haber surgido de un desplazamiento temporal debido a la violencia de la muerte?
—Sí, me acuerdo perfectamente.
—Muy bien. Pero ya no tiene por qué haber ningún desplazamiento de tiempo, ¿verdad? Si ella no fue a ver a su novio, ¿cómo saber a qué hora fue asesinada? A lo mejor era de día y lucía el sol. Puede que esa médium no ande desencaminada.
El sargento Wield tenía una excusa perfecta para presentarse en casa de Mulgan. Había prometido ir a recoger la lista de las últimas transacciones de Brenda Sorby, pero los acontecimientos le habían impedido hacerlo antes.
La señora Mulgan, entre preocupada y temerosa, le hizo pasar al vestíbulo de su feo chalet y el sargento habló con ella durante unos minutos. Luego pasaron al salón, donde Mulgan, que estaba leyendo el Daily Mail en mangas de camisa, puso mala cara y dejó claro que habría preferido hablar con el sargento en las escaleras de entrada. Impertérrito, Wield aceptó el café que le ofreció la señora Mulgan.
—Pero ¿de qué va a servirle todo esto? —preguntó Mulgan cuando se hubo marchado su mujer.
—Esa información acerca del dinero nos ha sido muy útil, señor —dijo Wield.
—Ya. Bueno, eso era distinto. Estos papeles carecen de importancia. Confío en que no vaya a molestar a nuestros clientes.
—Estoy seguro de que ellos se alegrarían de ayudar a atrapar al asesino. Todo ayuda. Alguien tiene que saber algo.
—¿Quiere decir que alguien está protegiendo a ese loco? —preguntó Mulgan escéptico.
—Tal vez. O puede que alguien no se dé cuenta de lo que sabe. Podría ser usted mismo, señor.
—¿Yo? —dijo Mulgan, frunciendo el entrecejo—. No creo. Hice una declaración completa, sargento.
—Las primeras declaraciones no suelen serlo. Completas, quiero decir. Difícilmente pueden serlo.
—Primeras declaraciones…
—En efecto, señor, suele basta con una. Pero cuando estamos empantanados procuramos poner los puntos sobre las íes. Vamos a empezar otra vez desde cero, sabe. Por ejemplo, sabemos lo que usted hizo aquel jueves hasta la hora en que el banco cerró sus puertas, pero no lo que hizo después.
—Claro que lo saben —dijo Mulgan sarcástico—. Se aseguraron y, permítame que se lo diga, sin demasiada sutileza, de que estuve en casa aquella tarde hacia la hora en que la pobre Brenda fue asesinada.
—¿A qué hora fue eso, señor?
—Entre las once y las doce, según los periódicos. Durante la tormenta.
—Cierto, señor —dijo Wield con ambigüedad—. Lamento si fuimos un poco torpes, pero hemos de investigar a todo el mundo. Lo que me interesa es lo que ocurrió un poco antes. Aún estamos intentando encontrar a alguien que viera a Brenda Sorby antes de esa hora, de modo que quienes pudieron reconocerla nos interesan de un modo especial. ¿Fue usted directamente a su casa al salir del banco?
—Creo que sí. Quizá me paré en alguna tienda del paseo. Es muy práctico; al menos mi mujer así lo piensa.
Rio y se puso a juguetear con las gafas de montura negra que usaba para leer el periódico.
—Era jueves, señor —le espetó Wield con suavidad—. Aquí las tiendas cierran medio día. Pero en el centro abren hasta tarde. No iría usted al centro, ¿verdad?
—No. Raramente lo hago. Y sea jueves o no, el quiosquero Jennings siempre tiene abierto. Suelo comprar allí el diario de la tarde.
—¿Y luego vuelve en coche a casa?
—Sí.
—¿A qué hora llega?
—Como muy tarde a las seis. Normalmente antes.
—Es bueno tener un horario regular, señor —dijo Wield—. Supongo que la señora Mulgan estará de acuerdo. ¿Cenan a la misma hora?
—Sí. Normalmente entre seis y siete. Es nuestra principal comida del día. Si quiere más detalles, sargento, aunque dudo que le interesen, mi esposa y yo solemos sentarnos a tomar un jerez y hablar un poco, luego comemos, lavamos los cacharros, salimos a dar un paseo si hay buen tiempo o hacemos pequeños trabajos en el jardín. Luego vemos un poco la televisión y después a la cama. Eso es todo.
—Y aquella noche no fue diferente.
—Hay muy pocas que lo sean, sargento. De lo contrario, dé por hecho que me acordaría. —Volvió a ponerse las gafas y miró fijamente el periódico para indicar que la entrevista había terminado.
Wield le concedió quince segundos.
—Era jueves, señor —le dijo.
Mulgan no alzó la vista.
—¿Sí?
—Y su mujer dijo que casi todos los jueves va a visitar a su madre por la tarde. No suele llegar aquí hasta las ocho. O más tarde.
Mulgan volvió a mirarle.
—Así es —dijo—. Y como era jueves, ella seguramente no estaba en casa cuando yo llegué y posiblemente no llegó hasta más tarde. ¿Qué intenta insinuar, sargento? ¿Y por qué no me ha dicho que también había interrogado a mi esposa?
—Lo siento —dijo Wield disponiendo sus facciones en un nuevo caos que según su tono de voz quería expresar angustia—. Sólo me estaba preguntando si se detuvo usted, qué sé yo, a tomar algo antes de regresar aquella noche. Quiero decir, no había ninguna prisa en volver a casa. Y si tal vez vio a Brenda, de pasada, quiero decir, o si habló con alguien…
El cebo era un poco obvio, pensó Wield. Culpable o inocente, Mulgan no mordería el anzuelo.
—Le diré algo sargento —empezó el gerente con un suspiro—. Y luego puede que me deje pasar tranquilo el fin de semana, y diré al mundo entero que es un mentiroso si intenta utilizar lo que voy a contarle. Me gustaba Brenda. Sí, está claro que alguien se lo mencionó a usted, y es cierto. Era muy simpática, yo me sentía a gusto con ella y solíamos bromear y reírnos. Si yo hubiera tenido el menor estímulo, bien, ¡sabe Dios de lo que somos capaces con un estímulo! Pero no era mi caso, y cuando me di cuenta de que nuestra otra secretaria, la señorita Brighouse, quien sin duda es su fuente de información, podía tomárselo a chunga, me volví el colmo de la rectitud. No quiero ser objeto de burla por parte de criaturas casquivanas, sargento. Cuando le vi el anillo de compromiso, me aseguré de que mi enhorabuena fuese sincera y formal, cosa que sin duda fue. No volví a verla más después que se despidiera aquel jueves por la tarde. Y ahora tal vez desee echar un vistazo a esas transacciones por si hay algo que quiera preguntar. Yo preferiría no tener más interrupciones en lo que resta de fin de semana.
Algo no encajaba en la mundana confesión de Mulgan y su sarcástica manera de despedirle, pero posiblemente no tenía que ver con el caso. Wield era un experto en captar incertidumbres de tono y comportamiento. Se dijo que Mulgan parecía pensar que ser gerente de banco significaba actuar como gerente. Y probablemente tenía razón. Ser policía implicaba ciertamente buena dosis de actuación. Pascoe lo había dicho una vez. Era un tipo muy listo. Demasiado, según Dalziel en sus peores momentos. Wield creía tenerlos a los dos bien estudiados: haz caso de lo que dice Pascoe pero haz lo que haga Dalziel. ¿Qué habría hecho Dalziel ahora? Seguramente acercar su boca de tiburón a la oreja de molusco de Mulgan y preguntar con un murmullo de Fuerza 7 a cuántos miembros de su plantilla podía esperar follarse un gerente durante una semana normal.
Wield, en cambio, miró la lista sin fijarse en lo que ponía y dijo:
—Me parece bien, señor. Espero que no será necesario molestarle otra vez. Al menos esta mañana.
Y se fue.
El sargento sonrió tristemente mientras escuchaba las instrucciones para reunirse con el inspector Pascoe en el Aero Club dentro de quince minutos.
¡Y eso que el día libre de un detective es sagrado!
Hacer lo que hace Dalziel era la regla de oro.
¿Y qué es lo que hace Dalziel?
¡Lo que le pasa por las narices!