18

Poco después de las siete de la tarde David Lee fue llevado en camilla a la sala de operaciones. Sólo el hecho de que fuera viernes por la tarde y de que el especialista apreciara en mucho su golf del sábado por la mañana impidió que el gitano hubiera de esperar hasta el día siguiente, o así se lo dijo la hermana al sargento Wield. Este se alegró de saber que el estado de Lee no era grave, y más se alegró aún de que el hombre estuviera anestesiado y así poder relajar un poco la vigilancia. Bajó al bar del hospital pero cambió de parecer cuando vio a la señora Lee con la agente que la atendía, ambas atacando generosas porciones de empanada, guisantes y patatas fritas. Decidió salir a dar un paseo para sacarse de la nariz el olor a medicamentos y enfermedad.

Sus pasos lo condujeron hasta la entrada de ambulancias en el momento en que estaba aparcando. El sargento se detuvo y observó con profesional interés la pausada eficiencia con que los enfermeros sacaban al paciente del vehículo y lo subían a una camilla. Cuando el hombre pasó por su lado, el sargento comprobó con cierta sorpresa que el hombre había sido golpeado con violencia. Tenía un ojo cerrado por una enorme hinchazón purpúrea, los labios rajados y sangrantes, la nariz como si estuviera rota, y en la boca abierta y llena de saliva sanguinolenta podía apreciarse que al menos dos dientes estaban partidos.

El ojo todavía en funcionamiento captó la cara de Wield al pasar y por un momento registró algo distinto al dolor. La reacción hizo que de pronto las facciones dañadas se concentraran al máximo y, por segunda vez, Wield tuvo un sobresalto, más fuerte que el primero.

Era Ron Ludlam.

Siguió a la camilla cruzando las puertas automáticas. Uno de los hombres de la ambulancia estaba hablando con la chica de recepción.

—Disculpe —interrumpió Wield—. ¿Qué le ha pasado a ese hombre?

Una vez respaldada su pregunta por la placa de policía, el hombre de la ambulancia dijo:

—Se ha caído por la escalera.

—¿Qué?

—Eso es lo que dice él, oiga. Y lo mismo dice su hermana.

—Su hermana. Debe de ser la señora Pickersgill, ¿no? ¿Dónde está ella?

—Vendrá más tarde. Fue ella la que nos telefoneó. Estaba muy preocupada.

—Pero no lo suficiente para acompañarles, ¿verdad? —observó Wield.

—A lo mejor tenía cosas que hacer, niños que alimentar o una madre vieja a la que atender.

Wield fue en pos de la camilla rodante que, tras algunas adversidades y errores, encontró en uno de los cuartos de reconocimiento.

Una enfermera estaba hablando con el otro hombre de la ambulancia y anotando los detalles. Wield se sorprendió de que tardaran tanto en hacerlo, pero supuso que necesitaba saber qué tenía entre manos.

Su placa funcionó una vez más. Se inclinó sobre el herido.

—Ron —le dijo.

El ojo sano parpadeó reconociéndolo, aunque sin alegrarse.

—¿Qué ha pasado, Ron?

Le lengua vibró como un animal ciego en medio de la boca destrozada. Captó la palabra escaleras.

—Fue Frankie, ¿verdad, Ron?

Hubo una enérgica negativa con la cabeza que debió de causar al herido un dolor considerable. Ludlam consiguió incluso levantarse sobre un codo y decir a duras penas:

—Me he caído de las escaleras.

—Está bien, cálmese. Vamos a echar un vistazo.

Había llegado el médico. Wield tuvo que quedarse en el pasillo. Tampoco se resistió. Si Ron, en su estado de postración, estaba decidido a no acusar a su cuñado, era que alguien se lo había metido en la cabeza. Seguramente Janey le habría puesto al corriente de lo que Wield le había dicho aquella mañana. Frankie debía de haberle roto la crisma. Seguramente era el miedo a una repetición lo que mantenía bien cerrada la boca de Ludlam.

Seguramente…

Wield no estaba nada convencido. Si Ron había cerrado el pico para retractarse cuando la salud le hubiera devuelto el juicio, eso podría haber tenido sentido. Quería decir que había algo más, alguna otra cosa le presionaba.

Pensó en llamar a George Headingley y sugerirle que enviara a un hombre a casa de los Pickersgill. A fin de cuentas lo que probablemente estaba en juego era el caso del depósito de Spinks.

Sin embargo, a sabiendas de que buscaba una excusa para salir del hospital pero incapaz de resistir la tentación, fue a comprobar el estado de David Lee, que seguía con vida pero inconsciente, y se encaminó al aparcamiento. Mientras salía, llegó un taxi. Había una mujer sola en la parte de atrás y Wield creyó reconocer a Janey Pickersgill. Eso facilita bastante las cosas, pensó.

Tuvo que llamar repetidamente al timbre para conseguir una respuesta. Finalmente la cara de Frankie Pickersgill apareció ceñuda por un resquicio de unos quince centímetros de ancho.

—¿Qué busca? —preguntó el hombre.

—A ti —dijo Wield—. Es mejor que me dejes entrar, Frankie.

Pickersgill abrió de mala gana. Era un individuo larguirucho de rostro enjuto y los ojos inquietos. Llevaba ropa de trabajo: tejanos y sudadera blanca. Wield adivinó que habría llegado a casa cuando Janey le exponía a su hermano la acusación de haber delatado a Frankie por lo del whisky. Ella tal vez había decidido no contárselo a su marido, pero no había podido evitar echárselo en cara antes a su hermano. En cuanto Frankie debió comprender lo que pasaba, ya nada pudo detenerle.

—Acabo de hablar con Ron —dijo el sargento—. Oh, sí. No hace falta que pongas cara de sorpresa. Nos avisaron enseguida al oír lo que le había pasado al pobre.

—¿Cómo, oír?

—Eso mismo, Frankie. He dicho oír. Ha cantado todo lo rápido que podía con los dientes rotos.

—Bueno, ¿y qué ha dicho? —preguntó desafiante Pickersgill.

Como respuesta, Wield le agarró de las muñecas y puso sus magullados nudillos los unos contra los otros.

—Te resultará difícil agarrar un volante —dijo—. Claro que es probable que durante un tiempo no tengas que hacerlo.

—¿De qué coño está hablando? ¿Y qué es eso que dice Ron? Acabo de llegar. He tenido un pequeño accidente en las manos, eso es todo.

—¿Tú también te has caído por la escalera? De todos modos es igual, Frankie. Tienes problemas más gordos que el haber apaleado a tu cuñado.

Pickersgill trató de apartar sus manos pero la presa de Wield era férrea.

—Sí, Frankie. Ron se ha ido de la lengua. No creíste que lo haría, ¿verdad? Quiero decir, si lo ha hecho una vez, ¿por qué no iba a hacerlo otra? Ahora sólo tienes a Janey para que te dé una coartada y ya sabes lo que vale su palabra después de lo de la última vez.

Pickersgill reaccionó de una forma que no esperaba. Primero incredulidad, luego mera perplejidad, y después algo más o menos próximo a la diversión.

—¿Insinúa que él dice que fui yo quien entró en el depósito de Spinks? —dijo—. ¿Pretende que crea que tiene agallas para intentar una cosa así? ¡Tendrá que probar con otro truco, señor Wield!

Lo haré, pensó este, tratando a la desesperada de interpretar este inesperado giro. Claro que lo haré.

Y lo hizo. Era estúpidamente sencillo.

—Es al contrario, ¿me equivoco, Frankie? —dijo con calma—. No era él quien te proporcionaba la coartada, sino tú el que se la proporcionaba a él.

Wield le soltó las manos. No necesitaba el contacto. Ahora tenía cogido a Pickersgill de otra manera, mejor y más fuerte, podía acusarlo de firme.

—Mentiste al decir que él había estado aquí esa noche. Eso es obstrucción a la justicia, Frankie. Como mínimo te joderemos por eso.

La cara larguirucha estaba hosca e indecisa.

—No sé de qué me habla —dijo.

Es Janey, pensó Wield. Janey le ha dicho que la paliza era suficiente. Pero a ojos de Frankie no lo es en absoluto.

—Está bien, Frankie —dijo—. Será mejor que me acompañes a comisaría.

—¿Yo? ¿Para qué?

—Para quitarle de en medio —dijo Wield—. Aunque ya pensaremos en algo mejor para tu abogado. Porque vas a necesitar uno, Frankie. Verás, en cuanto te haya encerrado voy a ir al hospital para decirle a ron que le has denunciado por el golpe al depósito. Y espero que él me diga que tú fuiste su cómplice en el robo.

—¡Yo! ¿Cómplice de ese palurdo? ¡Usted saber que eso es imposible!

—Tal vez sí, tal vez no. Entonces ¿quién era el segundo hombre? Vamos, muchacho. Sabes que el vigilante está muerto. No querrás verte mezclado en esto más de lo que ya estás. ¿Quién era?

Otra reacción inesperada. Una suerte de triunfante alborozo que surgió en forma de estridentes carcajadas, ahogando casi el ruido de una puerta al abrirse.

Casi.

Wield giró en redondo y echó a correr hacia el estrecho vestíbulo. La puerta de la calle estaba cerrada pero al fondo la puerta que daba a la cocina sí estaba abierta, y pudo distinguir una figura que trataba de escabullirse por la salida al patio posterior.

Debía de estar cerrada con llave. Cuando Wield llegó con las manos planas y rígidas como cuchillas de carnicero, la puerta estaba a medio abrir. La figura dio media vuelta alzando las manos. Pero una sola mirada al pálido y asustado rostro le dijo a Wield que su única intención era la aterrorizada defensa.

El sargento bajó los brazos, sonriendo con una sonrisa que jugueteó en su cara picada de viruela cual mariposa en una escombrera.

El otro reaccionó relajándose también, y dejando caer las manos de su rostro juvenil y anhelante.

—Hola, Tommy —dijo Wield.