Aquel viernes parecía haber durado mucho más de veinticuatro horas. Pero el esperado sábado aún quedaba lejos.
Dalziel partió hacia el laboratorio. Le gustaba ver a la gente cara a cara cuando tenían algo importante que decirle, y consideraba esencial el informe sobre el dinero. Ni siquiera la opinión de Pascoe en el sentido de que la humedad original de los billetes probablemente demostraría la inocencia, que no la culpabilidad, de Lee pudo disuadir al grueso superintendente.
—La chica se ahogó, ¿no es cierto? Cerca de la feria. Donde fue asesinada la joven Stanhope. Su idea acerca de la ropa que falta está muy bien, Peter. Pero sólo es una teoría. Lee está mezclado en esto de un modo u otro. Hay demasiadas conexiones para que sea una coincidencia.
—¿Conexiones? —dijo Pascoe.
—Está la feria, como ya he dicho. Y no olvide que Lee y la joven Stanhope eran parientes —concluyó Dalziel en son de triunfo.
—Por matrimonio. ¡Y muy lejanos además! —protestó Pascoe.
—Ningún vínculo que venga de un matrimonio es remoto —dijo el otro con frialdad.
Al partir Dalziel, Pascoe se quedó pensando en la posible conexión de Wildgoose. Cuando vio que empezaba a plantearse la hipótesis de que el Centro de Jardinería Linden había sido dedicado a la plantación de cánnabis y que los asesinatos no eran en realidad sino una serie de muertes dictadas por la mafia en su intento de introducirse en el fraude organizado dentro de la región de Mid-Yorkshire, meneó la cabeza, bebió una taza de café de la cantina (el antialucinógeno más potente conocido por la ciencia) y llamó a Control para que le pusieran con el coche del comisario de distrito Preece.
—Informe —dijo.
Wildgoose había salido de su casa poco después de Pascoe, le dijo Preece. Había andado menos de medio kilómetro hasta Danby Road, una calle de sólidos chalets eduardianos no afectada aún por la ocupación múltiple aunque próxima al barrio-dormitorio donde estaba situado el piso de Wildgoose. Había entrado en el número 73, y allí había permanecido por espacio de cuarenta y cinco minutos antes de regresar a su casa.
—¿Llevaba algo, algún paquete? —preguntó Pascoe.
Una bolsa de plástico. Sí, todavía la llevaba al salir de la casa de Danby Road. De regreso había entrado en una panadería.
Pascoe dijo:
—Muy bien, Preece. No podemos tener a un hombre tan valioso como usted metido en un coche. Déjelo estar. Pero de camino averigüe lo que pueda sobre quién vive en el 73 de Danby Road. Hágase pasar por mormón o lo que crea conveniente. Ahora que lo pienso, por su aspecto creo que sería más indicado que se finja un limpiador de ventanas en busca de clientes. Cuando regrese venga a verme enseguida.
Encubro a mis superiores, humillo a mis subordinados, ¿me habré integrado finalmente al sistema?, se preguntó Pascoe con inquietud. Levantó una vez más el teléfono y comunicó con el hospital para hablar con Wield.
—¿Alguna noticia de Lee? —preguntó.
—Creen que es una úlcera perforada —dijo Wield—. Su mujer afirma que viene sufriendo de la barriga desde hace meses. Le van abrir en canal para ver qué hay, pero será esta tarde. El muy burro agarró una jarra de agua y se zampó más de dos litros mientras estaba tumbado, de modo que no le tocarán hasta que haya expulsado todo ese líquido.
—¿Aún insiste en que fue agredido? —preguntó Pascoe.
—No lo sé. No me han dejado verle. ¿Quiere que me quede por aquí?
—Será lo mejor —dijo Pascoe tras pensarlo unos instantes—. Ya sé que es muy aburrido, pero dadas las circunstancias… Y a ver si puede sacarle alguna cosa a la mujer, insultos aparte.
Le habló del informe del laboratorio.
—¿Mojado? ¿Y por qué se habría mojado el dinero?
—A mí que me registren. Puede que los billetes no fuesen los mismos, por supuesto.
—Tal vez no, señor. Pero he pensado un poco en lo otro. En el anillo y el reloj. Hay una joyería cerca del banco. Conrad’s, creo que se llama. Han cerrado por vacaciones, pero supongo que el jueves de marras estaría abierta.
—Excelente, sargento —dijo Pascoe—. Téngame informado. Por cierto, si se presenta una abogada de nombre Pritchard, sea cortés pero firme. No tiene tango oficial. ¿Está claro?
—Ni demasiado cortés ni demasiado firme —dijo Wield.
Pascoe telefoneó acto seguido al Departamento de Educación y Ciencia en Londres, donde tras varias esperas y cambios de interlocutor le dijeron que, en efecto, existía una academia militar llamada Escuela Devon cerca de Linden, pero que para más detalles tendría que ponerse en contacto con el Servicio de Educación. Pascoe lo hizo con un suspiro.
Tampoco allí tuvo suerte. Hubo de repetir la historia varias veces e incluso preguntar si había alguna cláusula en la ley de Secretos Oficiales concerniente a las academias del ejército hasta que finalmente pudo hablar con alguien que prefirió escudarse en el anonimato pero que le prometió llamarle tan pronto le fuera posible.
—Aunque podría ser el lunes por la mañana —concluyó la voz, estropeando la buena impresión que había causado en Pascoe.
—No pensaba que el ejército tuviera en cuenta el fin de semana —dijo el inspector.
—Las cosas han cambiado. Ahora hacen un cursillo sobre aceptación del fin de semana —repuso la voz—. Adiós.
Mientras Pascoe colgaba, alguien llamó a la puerta. Dicky Gladmann entró.
—Como parece que abajo están muy ocupados, he subido a verle —dijo sonriendo sobre su manchado corbatín mientras sus brillantes ojos inyectados en sangre escudriñaban la habitación.
—Bravo por la seguridad —dijo Pascoe.
—¿Debería haberme hecho anunciar? Lo siento —dijo Gladmann con su jovial insinceridad—. Pero llevo mis credenciales encima.
Le tendió a Pascoe una bolsa de Sainsbury’s.
—¿Las cintas? Ah, estupendo. Así que Urquhart va a materializarse también, ¿no?
—Lo dudo —dijo Gladmann sentándose—. Estuvimos en la universidad a la hora de comer…
—¿La universidad? Creí que había dicho que en el instituto tenía todo lo que necesitaba.
—Pues no. Como usted sabrá, el instituto es una bagatela académicamente hablando, de hecho no tardará en evaporarse del todo. Nuestro laboratorio de idiomas está muy bien pero lo que realmente nos gustaría es hacer unos fonogramas de las cintas…
—¿Hacer qué?
—Fonogramas. Perdón. Pensaba que la policía se había vuelto más técnica. Un fonograma es un análisis impreso por una máquina llamada sonógrafo que muestra las diferente distribuciones de energía que distintos sonidos producen en el espectro de frecuencia. ¿Vale?
—Si usted lo dice. ¿Y en la universidad hay una máquina de esas?
—Y también una deliciosa profesora auxiliar que encuentra irresistible la arrogancia intelectual de Drew, su torpeza mundana y su persistente olor corporal. A saber qué ruidos analizan juntos, pero es un prodigio que la máquina no haya explotado. De modo que mientras yo regresaba a toda prisa, él se ha quedado allí. Por el interés de la ciencia, naturalmente.
—Naturalmente. ¿Y trae usted alguna noticia de utilidad, señor Gladmann? —preguntó Pascoe.
—Veamos —replicó el lingüista, volcando la bolsa de modo que las cintas y varios trozos de papel cayeron sobre el escritorio de Pascoe—. Aquí tiene nuestro informe —añadió, cogiendo un puñado de hojas grapadas—. Yo creo que está todo bastante claro. Puedo hacerle la explicación si lo desea.
—Se lo agradeceré.
—Muy bien. En primero lugar, ha quedado claro que son cuatro personas las que hablan, o un altísimo grado de imitación. Había cierta similitud de tempo y tesitura entre A) y D). Pero existen varias diferencias significativas. Ambos utilizan PR, pronunciación recibida, pero no hay duda de que ha sido recibida de maneras muy distintas, ja, ja.
—Sí. Ja, ja —dijo Pascoe—. Explíquese.
—Bien, si analizamos la ejecución fonética de los fonemas que encontramos en ambas declaraciones, podemos ver lo siguiente: en la palabra de A) emplea una vocal mixta mientras que D) tiene una vocal cerrada. Así.
Gladmann le hizo una demostración y Pascoe puso cara de escepticismo. Gladmann repitió el número y Pascoe imitó los sonidos, primero vacilante, luego con más seguridad.
—Caramba, lo ha conseguido. Sí, creo que ya lo tiene —dijo Gladmann.
—Excelente —dijo Pascoe, no muy seguro de que lo fuera—. Y eso son los fonogramas, supongo. ¿Qué sacamos en claro?
Cogió algunas tiras de papel fino donde aparecían dibujos ondulantes sobre una escala de vibraciones.
—Los fonogramas nos ayudan a confirmar que son cuatro las personas en juego —dijo Gladmann—. Y si tiene la suerte, o más bien la desgracia, de conseguir otro mensaje grabado, eso nos ayudará a averiguar de cuál de las cuatro voces puede tratarse. ¿Cree que una de estas es la del tipo ese, el Estrangulador?
—Es muy probable —dijo Pascoe.
—Pues espero que lo atrape. Por cierto, mi amigo Drew Urquhart me ha pedido que reitere sus protestas a la utilización de nuestros hallazgos lingüísticos en algo que no sea un cometido puramente tangencial.
—¿De veras? Pues déle las gracias y dígale que procuraremos no precipitarnos, aunque en los próximos meses, y por lo que me ha explicado antes, esperamos arrestar a toda la población de Escocia y de las West Midlands bajo sospecha.
Pascoe se puso en pie y le tendió la mano.
Gladmann se la estrechó, sosteniéndola un poco más de lo habitual. No todos los lunares de su corbatín pertenecían al estampado original, advirtió Pascoe, Tenía la sensación de que Gladmann estaba bastante solo y satisfecho del contacto que el ayudar a la policía en sus pesquisas implicaba.
—¿De qué parte del mundo es usted, señor Gladmann? —se oyó preguntar de pronto. No era una pregunta diplomática, ni siquiera para una mente más lerda que la del lingüista.
—De Surrey —respondió con una media sonrisa—. Un buen trasfondo burgués. Asistí a un instituto privado. Y obtuve mi primer licenciatura en literatura inglesa, teatro del Renacimiento. Que tenga un buen día inspector. Y no lo olvide: llámeme siempre que quiera.
Pascoe se sentó y meditó sobre lo que Gladmann le había dicho, pero luego guardó las cintas y el informe en un archivador y se puso a trabajar en papeles atrasados. Mañana, sábado, era su día libre y quería ponerse al día todo lo posible.
Al cabo de media hora le interrumpió el comisario Preece.
El 73 de Danby Road era propiedad de un tal Hubert Valentine, que trabajaba en la oficina de impuestos y tasaciones del ayuntamiento local y que actualmente se hallaba de vacaciones en Menorca con su esposa. Su hija de diecisiete años, Andrea, estaba sola en la casa.
—Una chica muy apetitosa —dijo Preece con una sonrisa concupiscente—. Le dije que estaba haciendo una inspección sobre consumidores para una gran compañía discográfica. Qué discos compraba ella, cuáles compraban sus padres, etcétera. Fue fácil. Se mostró muy amable.
Lo que había sabido también era que Andrea estudiaba en el instituto Bishop Crump. La descripción de Preece encajaba con la de la chica que Pascoe había visto salir del piso de Wildgoose.
Despidió a Preece y volvió a su trabajo, pero minutos después Dalziel irrumpió en su despacho.
—Maldito laboratorio —dijo—. Unos cuantos residuos, nada. El reloj es nuevo, uno de esos chismes digitales. Como es sumergible no han podido determinar si había estado sumergido o no. No hay modo de saber dónde fue comprado. El anillo es de oro de nueve quilates. Dentro tiene una inscripción. «Todo mi amor toda mi vida». Y en el sello lleva un monograma. Demasiadas volutas y cosas de esas como para estar seguros, pero podría ser MLA o WTA. Nadie ha reclamado ninguno de los dos objetos.
Pascoe se levantó y fue hasta su archivador.
—¿No será TAM? —dijo.
—¿A santo de qué?
—El apellido materno de Tommy Maggs es Arthur.
Le comunicó la teoría de Wield sobre la joyería cerrada por vacaciones.
—Es posible. Eso explicaría muchas cosas —dijo Dalziel—. Detrás de esa cara tan fea hay todo un cerebro. Bien, ¿cuándo se supone que vuelve el joyero?
—Según Wield, el cartel decía que mañana.
—Bien. Le estaremos esperando. Mientras, vamos a suponer que él proporcionó efectivamente el reloj y el anillo. Veamos, Brenda saca dinero del banco y gasta una parte comprando las dos cosas, que evidentemente debieron ser encargadas de antemano para hacer la inscripción. Y de algún modo las dos cosas terminan en la caravana del maldito Lee. ¡Ese cerdo tendrá que darme una buena explicación!
—De momento lo dudo —dijo Pascoe, poniéndole al corriente de la intervención quirúrgica.
—Al menos sabemos dónde está. ¿Sabe qué hora es, muchacho?
—Tarde —dijo Pascoe.
—Bien, pues vamos a despedir el día con unas copas.
Pascoe puso reparos, pero Dalziel no estaba de humor para negativas.
—Mañana es su día libre, ¿no? Ellie podrá verle todo el tiempo que quiera. Es la escasez lo que da valor a las cosas.
—Bueno, pero sólo un trago —concedió Pascoe.
Mientras ordenaba su mesa, le habló al gordo sobre los hallazgos de Gladmann. Dalziel no se inmutó.
—Lingüistas, psiquiatras, bah, un hatajo de fanfarrones.
—Puede —dijo Pascoe—. Pero David Lee no cuadra en absoluto con el modelo del hombre de los mensajes telefónicos.
—Puede que no signifique nada, entonces.
—Y la lectura que Pottle hace del Estrangulador tampoco encaja con Lee.
—¡Pottle! ¿Qué sabe ese?
—Otras veces ha tenido razón.
—Y Poncio Pilatos también. ¿Va a tardar toda la noche, Peter?
Empezó a bajar ruidosamente la escalera delante de Pascoe, pero se detuvo en seco ante la puerta giratoria que daba al vestíbulo principal de la comisaría y se asomó con precaución. Cuando Pascoe llegó a su altura el gordo se llevó un grueso dedo a los labios e hizo gestos para que su subordinado mirara por el resquicio de la puerta.
Ante el mostrador había una joven con un vestido gris hablando con el sargento de servicio.
—Ya que no me autoriza el acceso al señor y la señora Lee, entonces insisto en hablar con el agente encargado del caso —dijo con voz clara y airada.
—No sé si está aquí, señorita Pritchard —dijo el sargento.
—Pues averígüelo —insistió la mujer.
A regañadientes el sargento cogió su teléfono.
—¿La abogada de Lacewing? —susurró Pascoe.
—Exacto. Vamos, muchacho, antes de que se ponga a registrar el edificio.
Y riendo alegremente, Dalziel abrió la marcha hacia la puerta de atrás.