El sargento Wield era un mecanógrafo experto, habilidad que ocultaba ante otros colegas menos diestros por temor a que se aprovecharan de él. A solas en la sala del Departamento de Investigación Criminal, pudo completar sus informes sobre sus visitas al banco y a la casa de Pickersgill en tiempo récord. Sus pensamientos volvieron a Newcastle y a Maurice. Había alguien más, estaba seguro. De pequeños encuentros ya había sospechado antes. Él por su parte los rehuía, pero estaba dispuesto a tolerárselos a Maurice, admitiendo que el otro carecía de su casi monástica autodisciplina. Pero lo que había presentido la noche anterior era el peligro de alguien más permanente.
Tomó un sorbo de café frío y se preguntó qué podía hacer. Cualquier cosa. No era de los que se quedaban mano sobre mano.
—¿En qué está pensando? —dijo Dalziel, que había entrado en la habitación sin hacer ruido—. Por la cara que pone, debe de estar resolviendo al menos seis de los diez grandes misterios del siglo. ¿A qué conclusión ha llegado sobre Jack el Destripador?
Sonó el teléfono, Wield lo descolgó.
—¿Algo interesante? —dijo Dalziel.
—No mucho, señor. Lee armó un escándalo poco después de que lo trajeran aquí. Se le oía desde la oficina. Decía que usted le había agredido.
—Ya. No ha ido usted a verle, ¿verdad?
—No, señor. El agente que le trajo me explicó cuáles eran las instrucciones. Al cabo de un rato Lee se serenó.
—Bien. Iré a verle más tarde. —Dalziel eructó a placer—. Conteste el teléfono, muchacho. No tenga al público esperando.
Era Mulgan, del Northern Bank.
—¿Sargento Wield? Tengo autorización para investigar lo que usted me pidió.
—Estupendo. Pensaba llamarle después, señor —le recordó Wield.
—Sí, lo sé. Pero ha pasado algo que pensé le gustaría saber enseguida. ¿Encontró usted dinero en el cuerpo de Brenda?
—Espere un momento —dijo Wield. Se levantó para ir a un archivador. Dalziel arqueó las cejas pero el sargento hizo caso omiso—. Sí, en su bolso —dijo el sargento—. Tres libras y un poco de calderilla. ¿Por qué lo pregunta?
—Es que entre sus transacciones, Brenda cobró un cheque en efectivo contra su propia cuenta corriente.
—Oh —dijo Wield—. ¿Eso es normal?
—No va contra las normas, si se refiere a eso, siempre que haya fondos. Pero lo normal sería que un empleado mío hiciese efectivos sus cheques en otra agencia.
—¿Había fondos para cubrir el cheque de Brenda Sorby?
—Desde luego. Era una chica muy previsora. No, lo que me interesó fue la cuantía, en especial al ver que en las crónicas de los periódicos no se aludía a ninguna cantidad en metálico. Esa mañana ella sacó doscientas libras. En billetes de cinco.
Wield le comunicó la noticia a Dalziel, quien le arrebató el teléfono.
—Señor Mulgan, soy el superintendente Dalziel. Oiga, no tendrá usted los números de los billetes que entregaron a la señorita Sorby, ¿verdad?
—Pues no, lo siento. Es imposible…
—Sí, lo comprendo. Pero alguna marca tendrán. Quiero decir, mi banco me da a veces unos billetes que parecen salidos de un jardín de infancia.
—Podría haber alguna anotación a lápiz dejada por un cajero al contar los fajos —repuso Mulgan.
—¿Y esas marcas podrían ser identificadas como obra de alguien de su banco?
—Puede, pero no necesariamente —dijo el gerente.
—Bien. Muchas gracias, señor Mulgan. Estaremos en contacto.
Dalziel colgó con fuerza.
—Mierda —dijo.
—¿Qué ocurre, señor?
—¡Doscientas libras, sargento! ¿Por qué no lo hemos sabido antes? Menos mal que le envié a usted esta mañana.
—Sí, señor —dijo Wield—. Fue una gran idea hacerme comprobar las transacciones de la chica.
—De acuerdo, ahórrese la sátira —dijo Dalziel—. Para usted los honores. La cuestión es quién tiene el dinero.
—¿Cree que pudo tratarse de un simple robo, a fin de cuentas? —preguntó Wield.
—No. Yo sólo sé que esta mañana he encontrado ciento cinco libras escondidas en la caravana de David Lee y que él no ha podido justificar su procedencia.
Descargó un enorme puño sobre una palma enorme produciendo un crujido de huesos.
—Vamos a charlar un poco con el señor Lee, sargento —dijo.
Era el penúltimo día de la feria y Charter Park era un auténtica fiesta salvo en la caravana de la policía donde el sargento Brady, mientras intentaba esconder su Penthouse, le confirmó que la gente parecía haber agotado hasta la más inútil e irrelevante información.
—Esto está más muerto que mi abuela —dijo.
—Bien, no se deprima, sargento —dijo Pascoe.
Entró en la feria y fue a hablar con Ena Cooper. Mientras se acercaba a los tragaperras tuvo la sensación de que algo no iba bien. Tardó un par de segundos en ver lo que era. ¡La tienda de la adivina había desaparecido!
—Esta mañana vinieron a desmontarla —dijo la señora Cooper—. Tres o cuatro gitanos. ¿No lo sabía?
Pascoe no quiso comprometerse y ella sonrió con malicia. Pero al sonrisa se desvaneció al ser preguntada de nuevo por Pauline Stanhope.
No, ella no había mencionado lo que vestía la chica cuando salió de la tienda a mediodía. ¿Por qué iba a hacerlo? Nadie se lo había preguntado. Sí, Pauline llevaba puesto el pañuelo, el chal y la falda larga que utilizaba para su oficio. Y no, en su forma de caminar no había notado nada raro.
En cuanto a ver que alguien entrara en su tienda antes de partir la chica, sí, como ya había dicho, varias personas lo habían hecho es mañana, pero no podía decir cuántas.
Pascoe sabía al menos de cuatro, dos parejas de mujeres que se habían disputado el honor de ver la «última rareza». Las ganadoras, un par de quinceañeras, habían acudido a las once y cuarto de la mañana quedando muy impresionadas por la exactitud y optimismo de Madame Rashid.
Pascoe dio las gracias a la mujer y se fue no sin echar un último vistazo al círculo de anémica hierba que señalaba el lugar ocupado por la tienda. Su imaginación romántica habría querido verlo como una especie de círculo encantado donde acechaba un fantasma exigiendo el descanso que sólo la venganza podía dar a Pauline. Pero parecía más bien un trozo de campo de minigolf. La gente pasaba por encima, despreocupada o ajena al hecho de que sus cuerpos estuvieran cruzándose en la inmaterial reposición que de los últimos instantes de una chica asesinada pudiera estar teniendo lugar allí. A lo mejor una de aquellas personas tenía una visión. Pascoe empezaba a presentir que sólo una intervención sobrenatural podría hacerles avanzar. ¿Acabaría el escéptico Dalziel pagando a la gitana con moneda de plata?
De vuelta en la caravana, Pascoe desconcertó al flemático Brady preguntándole si había advertido que la escena del crimen había sido trasladada. Luego encargó al sargento la misión de reunir unos cuantos hombres para que registraran la feria en busca de la ropa que faltaba. Al Estrangulador le habrían bastado unos segundos para desembarazarse de la ropa al socaire de alguna caseta. Después, si tenía dos dedos de frente, se habría llevado el vestido lejos del parque antes de arrojarlo en cualquier parte, o incluso quemarlo.
Y Brady consiguió que las perspectivas fuesen aún menos alentadoras al decirle que los contenedores de basura habían sido vaciados el día anterior por el departamento de limpieza.
—En cuanto haya terminado de mirar aquí, podría usted ir a echar un vistazo al vertedero —sugirió Pascoe afablemente—. ¡El trabajo perfecto para un día de calor!
A su regreso a comisaría hubo de pararse en la entrada para dejar pasar una ambulancia. La vio avanzar silenciosa por la vía de acceso e incorporarse al tráfico, y le extrañó que sólo entonces encendiera las luces de emergencia e hiciera sonar la sirena.
Al entrar, fue directamente al despacho de Dalziel.
—¿Dónde demonios se había metido? —preguntó el grueso superintendente.
—¿Qué pasa? He visto una ambulancia.
—¿No lo sabe? Pues sí que llegará lejos. Soy inocente —se mofó Dalziel—. Acaban de llevarse a Lee al hospital, ¿qué le parece?
Pascoe no se molestó por el tono de su superior. Estaba acostumbrado a su estilo y, por otra parte, veía que el gordo estaba preocupado.
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada. He tenido unas palabras con él. El tipo no paraba de quejarse de dolor. Pensé que estaba haciéndose el loco, así que…
—¿Sí, señor? —le apremió Pascoe.
—Sólo le he gritado. ¿Qué se creía? Y de pronto me lo veo en el suelo. Por eso he llamado al matasanos. Dice que podía ser apendicitis, no está seguro. ¡Esos cabrones nunca están seguros de nada! Y hemos hecho venir a una ambulancia.
—¿Estaba usted solo cuando le interrogó, señor?
—Sí —dijo Dalziel.
Pascoe reflexionó un momento. Nunca había visto a su superior tan molesto.
—¿Ha llamado al jefe, señor? —dijo.
—¿A ese gilipollas? ¿Para qué?
—Antes de que lo haga alguien —dijo Pascoe—. Discúlpeme.
Bajó a la planta baja. Wield se le había adelantado y estaba examinando los registros de entrada de los Lee.
—¿Problemas? —dijo el sargento.
—Si todos cumplimos con nuestro deber, la sangre no llegará al río —repuso Pascoe. Pero al ojear el libro lanzó un silbido—. Eso es mucho tiempo.
—Y Lee se estaba quejando desde que llegó. Decía que le habían golpeado —dijo Wield.
—¿La mujer sigue ahí? —preguntó el inspector—. ¡Santo Dios! Llévela al hospital, vaya usted con ella. Y no se marche de allí. Que un agente la vigile, y usted ocúpese de él. Aún están bajo custodia policial, ¿no?
De vuelta en el despacho de Dalziel, encontró al obeso superintendente hablando por teléfono.
—Sí, señor —estaba diciendo—. Los dos. Ella podría ser su cómplice.
Pascoe garabateó un papel y se lo pasó. Dalziel leyó la nota. Su tono de voz se tornó ultrajado.
—Por supuesto, señor —dijo—. Ella está en el hospital. Con uno de mis sargentos y una agente. Nosotros también tenemos sentimientos, señor.
Guiñó un ojo a Pascoe, quien se sintió a la vez aliviado e inquieto. Estaba dispuesto a cerrar filas un poco, pero no tenía la menor intención de dejar que su lealtad traspase los límites de la legalidad. Eso estaba bien para un internado, pero no para la policía.
—Entonces de acuerdo —dijo Dalziel, y colgó—. Gracias, Peter.
—Sólo estaba poniendo orden —dijo Pascoe. Debió de dar demasiado énfasis a sus palabras, porque Dalziel saltó.
—¿Pero no cubriéndome las espaldas? Tranquilo, muchacho. No le arrastraré conmigo al cadalso. O a lo mejor ese maricón de Lee no sale vivo de la anestesia, ¿eh? Casi todos los anestesistas son negros, ¡operan con jabalina! —Dalziel estalló en carcajadas—. O a lo mejor está demasiado ocupado respondiendo a las acusaciones como para presentar ninguna —prosiguió.
—Espero que no le haya puesto usted en la lista de posibles autores del asesinato de la Stanhope —dijo Pascoe, contento de volver a lo que le preocupaba—. Verá que ese hombre es casi un palmo más alto.
—¿Cómo?
Pascoe le resumió su entrevista con Rosetta Stanhope.
—Jo, si lo hubiéramos sabido antes… —dijo Dalziel enfadado—. Qué metedura de pata. Y no es la única.
Dalziel le contó lo del dinero de Brenda Sorby y la supuesta relación con los billetes encontrados en el carromato de Lee.
—¿Qué le hizo mirar en el tarro de la harina, señor?
—Estaba en un sitio que no le correspondía, entre sus cosas de valor —contestó Dalziel—. El muy burro seguramente no quiso dejarlo en la cocina, donde habría pasado desapercibido pero podría haber tentado a su querida.
—¿Usted no cree que ella lo sabía?
—A saber —dijo Dalziel—. Será interesante ver qué huellas aparecen en los billetes, ¡si esos zánganos del laboratorio se dignan analizarlas algún día! Tanto si ella lo sabe como si no, Dave Lee tiene sus propios métodos para hacerle cerrar la boca. ¿Ha visto la cara de esa chica? A propósito, hablando de mujeres maltratadas, hoy he almorzado con su esposa. Menudas amigas tiene.
—Sí, eso parece —dijo Pascoe.
—Esa Lacewing. Estaba en el Aero Club. El tipo que lleva el club, Greenall, ¿sabe algo de él?
—Nada en absoluto —dijo Pascoe—. ¿Por qué?
—Bueno, es que mientras que a todos les parecía extrañísimo que un tipo tan fascinante como yo perdiera el tiempo con un robo tan irrisorio, él parecía darlo por hecho. Claro que el mundo está repleto de gente rara y ese Greenall sirve el whisky con prodigalidad. ¿A qué otras conclusiones ha llegado que yo deba saber, Peter?
Pascoe le habló de Wildgoose y de su visita al Centro de Jardinería Linden.
—Un bicho raro, ¿verdad? —dijo Dalziel.
—No tanto —objetó Pascoe—. De hecho, es bastante convencional.
—Abandona a su familia, se tira a jovencitas, viste como un adolescente y pasa sus vacaciones en la ruta dorada de Samarcanda. ¿Eso le parece convencional? —gruñó Dalziel—. Santo Dios, prefiero mil veces a David Lee. Al menos él ha nacido gitano.
La interesante discusión sociológica fue interrumpida por unos golpes a la puerta. Era el sargento de servicio.
—Siento interrumpir, señor, pero abajo hay una señorita. Se apellida Pritchard. Es abogada, y dice que viene por el señor y la señora Lee.
—¡La zorra de Lacewing! —rugió Dalziel—. Dígale que se… no, dígale sólo que los Lee ya no están aquí. Si no se marcha tranquilamente, pídale que le enseñe su autorización para representarlos. Y si no la tiene, que no la tendrá, échela a patadas.
—Entonces ¿no digo nada del hospital, señor? —preguntó el sargento.
Dalziel se agarró su enorme cabeza canosa con sus manazas.
—Dios —exclamó—. ¡No me extraña que haya asesinatos! Como hable del hospital, sargento, acabará usted en él. ¡Largo!
Su aullido ahogó casi el sonido del teléfono. Pascoe levantó el auricular. Era Harry Hopper, del laboratorio.
—Es sobre el fertilizante que nos mandó. Pues bien, no es más que fertilizante. De la marca que dice en el saco. No hay huellas dactilares utilizables… Sí, lo mismo que se encontró en la ropa de la McCarthy. Pero eso no significa que hubiera sacos iguales en el cobertizo de Ribble, como ya sabemos.
—Gracias, Harry —dijo Pascoe—. No esperaba otra cosa.
—¿Es Hopper? —preguntó Dalziel—. Pregúntele si ya tiene algo para mí.
—Lo he oído —dijo Hopper antes de que Pascoe le pasara el mensaje—. Hay un informe en camino. Nada del otro mundo, salvo que el dinero estuvo empapado y luego se secó.
—¿Empapado? —repitió Dalziel, que había acercado la oreja al auricular—. Explíquese.
—Los billetes estuvieron inmersos en agua y luego se secaron. Así de simple —dijo Hopper—. Lo pone el informe.
Pascoe y Dalziel se miraron, y luego el gordo hizo un gesto desdeñoso hacia el teléfono.
—Gracias, Harry —dijo Pascoe.
—Espere —dijo Hopper—. No había terminado con lo suyo cuando nos han interrumpido tan groseramente. También hemos analizado el saco.
—¿Qué saco?
—Donde usted metió la bolsa de fertilizante. Somos muy concienzudos pese a que nadie nos lo reconozca.
—¿Y? —dijo Pascoe, sabiendo que Dalziel se iba a poner nervioso.
—Muy interesante. Polvo, tierra, lo que era de esperar. Más unas cuantas fibras blandas, y unos pocos aquenios globulares de pequeño tamaño. No tendrá canarios ese hombre, ¿verdad?
—¿A qué se refiere? ¿Qué es un aquenio?
—Una pequeña semilla dura. En este caso la planta era Cannabis sativa. Suelen encontrarse semillas en la comida para pájaro. Pero si su hombre no es de los que tienen pájaros en casa, entonces es que ha topado con un aficionado al hachís. ¡Alguien ha cultivado cáñamo indio en su parcela, amigo!