Pascoe no disfrutó de su almuerzo.
Con la excusa de que la carretera al pueblo de Shafton, a cuyas afueras se encontraba el Centro de Jardinería Linden (previo rodeo de sólo diez y once kilómetros), pasaba por delante de su casa, decidió sorprender a Ellie yendo a comer a casa.
Su sensación de congoja al ver que ella no estaba se incrementó aún más al descubrir que la despensa estaba casi vacía.
Tras un trozo de queso añejo y una manzana arrugada, Pascoe siguió su camino. El aspecto desértico del centro de jardinería no mejoró sus ánimos.
Era de tamaño mediano y su núcleo principal era una vieja casa de labranza de piedra que requería urgentes reparaciones. Había dos largos invernaderos colindantes a lo que antes había sido una vaquería y ahora era una tienda de artículos para jardín. Dos o tres acres de tierra estaban cultivados, en su mayoría rosales y unas pocas hileras de árboles frutales y arbustos ornamentales. Ni siquiera la luz del sol conseguía disimular el aire de abandono general.
Pascoe vio moverse a alguien detrás de la casa y se encaminó hacia allí. Era un viejo campesino con una carretilla medio llena de lo que parecía harina de huesos.
Pasó despacio por delante de Pascoe y dijo sin apenas separar los labios:
—Está cerrado.
—Ya veo —dijo Pascoe, echando a andar tras él—. ¿Quién es usted?
El viejo no contestó al momento. Tenía una piel tan dura, agrietada y tostada por el sol como la tierra sobre la que caminaba, y sus ojos azul descolorido miraban sin parpadear a la carretilla como si estuviera cruzando la maroma.
Impaciente, Pascoe sacó su placa y se la puso delante de las narices.
—Policía —dijo.
—Ya lo sé.
—¿Cómo? ¿Me conoce?
—Su forma de andar y de hablar. Por eso lo sé.
—¿Le importaría decirme cómo se llama? —dijo Pascoe—. Por favor.
El viejo se detuvo, dejó la carretilla en tierra y se apoyó entre las varas.
—Agar —dijo—. Ted Agar.
—Bien, qué ha pasado aquí, señor Agar.
—¿Quiere decir desde que ella murió?
—Sí, desde entonces.
Pascoe se aposentó en unas losas ornamentales. Se dio cuenta con una sensación que contribuyó a disipar su mal humor, que estaba prácticamente en la posición del interrogado, unos quince centímetros por debajo de Agar, el cual tenía el sol en la espalda.
—En realidad, no mucho —dijo el viejo—. Cosas de abogados, nada más.
—¿Cuál es el problema?
—Para empezar, no hay testamentos. Segundo, no hay parientes próximos, aunque siempre hay uno o dos que reclamarán. La señora Dinwoodie era viuda. El marido murió el verano pasado en la Feria Agrícola. Seguro que lo leyó usted en el periódico. Fue atropellado por un tractor. Y luego la chica, Alison. Con sólo unos meses de diferencia. Accidente de coche. Era sólo una cría. La pobre señora Dinwoodie no tenía suerte.
Pascoe, como es lógico, lo sabía casi todo. Tras el asesinato, las amigas de Mary Dinwoodie habían sido debidamente investigadas. Pero la familia había brillado por su ausencia y ella, al parecer, había hecho un gran esfuerzo por alejarse de sus conocidos. La señora Dinwoodie había rechazado todo ofrecimiento de consuelo o camaradería. Era una triste ironía que su primer paso para reintegrarse a la sociedad la hubiera puesto en manos del Estrangulador.
Los Shafton Players habían sido investigados tan a fondo que Pascoe sabía más cosas de algunos de ellos que sus propias esposas. La posibilidad de una relación entre el grupo de teatro y las llamadas con citas de Hamlet no había pasado inadvertida, pero en todo caso nadie había descubierto nada. Individualmente, los actores no tenían móvil ni oportunidad. Colectivamente, nunca habían representado Hamlet. Daba la impresión de que Mary Dinwoodie había tenido simplemente la mala fortuna de estar allí. Sin embargo Pascoe no podía olvidar la insistencia de Pottle en el sentido de que su muerte era, tenía que ser, la clave.
—¿Cuánto hace que trabaja aquí, señor Agar? —preguntó.
—Seis años. Desde que dejé el campo.
—¿Le ayuda alguien más?
—Por lo general, no. Contraté a un chico cuando la señora se marchó después de morir su hija. Yo no podía hacerlo todo solo. Tampoco es que mejorara la cosa siendo dos. Antes, el señor Dinwoodie y yo cuidábamos los árboles y todo eso. Plantábamos, podábamos, en fin. La señora Dinwoodie se ocupaba de los invernaderos y la tienda. En tiempo había sido maestra o algo así, y se le daba bien el papeleo. La hija también ayudaba. Había terminado el instituto y no quería ponerse a trabajar en una oficina ni nada de eso. Le gustaba el aire libre. Su hombre también pensaba dedicarse a la agricultura.
—¿Su hombre?
—Sí. ¿No lo sabía? Ella se acababa de casa cuando se mataron. Fue el mismo día. Es mejor no pensar en eso. Pues bien, después de aquello, la señora Dinwoodie se hundió. Decidió marcharse de aquí. Sólo me dijo que cuidara de todo y se fue. Al principio lo cosa iba bien, pero con la primavera el trabajo aumenta, y tuve que emplear a un chico. Mi cuñada vino a ayudar en la tienda. Primero fui a ver al director del banco. Él no estaba muy seguro pero le dije que el negocio pronto se iría al cuerno si no me iba yo antes, y entonces cambió de parecer. Aún así, sólo abríamos los fines de semana. Pero íbamos tirando. Y entonces volvió ella. ¡Cómo me alegre de verla! Pero, ay, ojalá se hubiera quedado donde estaba. —La voz se le quebró.
Está realmente afectado, pensó Pascoe.
—¿Le caía bien la señora Dinwoodie? —preguntó.
—Me caían bien todos, pero ella la que más. Era una mujer buena. Se echaba las culpas de todo. Decía que había sido culpa suya haber estado tan cerca de aquel tractor en la feria. Y se culpaba por dejar que la chica escapara a Escocia para casarse. Eso quizá fue una tontería, y el sitio de la muchacha estaba al lado de su madre ya que su padre había muerto hacía unos meses. Pero a los diecisiete años, ¿en qué otra cosa piensa una chica que no sea en chicos y demás? Caramba, jamás pensé que iba a morirse ninguno de la familia, y menos aún los tres. Es que no me cabe en la cabeza. Da horror sólo de pensarlo, ¿verdad?
—Desde luego —dijo Pascoe—. Así que ahora está usted solo, ¿no?
—Pues sí. Hasta que la cosa se arregle. Los abogados me pidieron que me quedara aquí. Él tenía dos parientes, medio primos o yo qué sé, allá en el sur. Yo lo único que puedo hacer es cuidar los rosales y los árboles. Las cosas del invernadero ya están todas vendidas. A comercios y demás. Les salió por una ganga. Pero yo solo no podía cuidar de todo. ¿Quiere ver la casa por dentro?
—Se lo ruego —dijo Pascoe sin saber por qué—. Pero antes me gustaría saber si ha visto alguna vez a este sujeto.
Le entregó las dos fotografías de Wildgoose. Agar las examinó.
—No —dijo—. No me suena. Aunque eso no quiere decir que no le haya visto.
—Pero ¿diría usted que puede haberlo visto alguna vez?
—Si hubiera apostado dinero, no —dijo el viejo, añadiendo astutamente—: Y creo que hay algo más que dinero de por medio, ¿eh?
—Podría ser —dijo Pascoe, recuperando las fotos.
El viejo campesino abrió la casa y volvió a su trabajo. Pascoe entró. El lugar olía a humedad y abandono. Una de las habitaciones de la planta baja había sido convertida en despacho. Estuvo fisgando un rato pero no encontró más que un caos de papeles atrasados. No tenía la menor idea de lo que podía estar buscando. Era un mero ejercicio de voluntarismo. Salió del despacho y subió al primer piso.
El cuarto de la chica le resultó difícil de soportar. Estaba en desorden, pero con ese desorden de la juventud, como si su dueña pudiera reaparecer en cualquier momento. Fue al dormitorio principal. Y ahí sí hizo un descubrimiento.
Era una caja de cartón arrinconada en el fondo de un atestado armario ropero. Estaba llena de recuerdos huérfanos de alguien para recordarlos. Postales navideñas, felicitaciones de cumpleaños, muchas con las palabras Para mamá con todo el cariño, de Alison en letra redonda e infantil. Y unos informes de la escuela secundaria. Por lo visto Alison había estudiado en el instituto Bishop Crump. Bueno, y varios miles de chicos más. Pero la muerte de Alison no tenía que ver con el Estrangulador. Había sufrido un accidente de coche en el sur de Escocia. Las iniciales que aparecían al pie de los comentarios sobre sus trabajos de literatura y teatro no deban pistas sobre su autor.
Naturalmente, pensó Pascoe, si Wildgoose hubiera dado clases a esta chica, habría habido alguna que otra reunión entre padres y profesores y por tanto más de una ocasión para que él conociera a la madre.
Hurgó más e hizo un nuevo hallazgo. Un programa en cartulina marrón con los bordes festoneados para darle una especie de aire de pergamino. En la parte anterior y en letra gótica se leía «Musik-und-Drama-Fest, Linden, mayo 1973».
Linden, claro. La ciudad alemana. De ahí venía el nombre del centro de jardinería. Pascoe recordaba suficiente alemán de sus años de colegio para identificar aquello como el programa de un pequeño festival amateur de música y teatro (¡no era difícil de adivinar!) y entender lo esencial de las golosinas prometidas. Entonces algo le llamó la atención. «Escenas de Shakespeare», tradujo. «Por miembros de una agrupación de teatro local», supuso. «Con la colaboración de la Escuela Devon». Y constaban los nombres de dos directores, uno era alemán y el otro herr Peter Dinwoodie.
Por fin. No Hamlet, pero sí al menos Shakespeare. Unser Shakespeare. Le sonaba que los alemanes le admiraban hasta el extremo de la posesión. ¿Y la Escuela Devon? ¿Un grupo de turistas? Difícilmente. Sonaba más bien a academia militar. Años atrás había conocido a una chica que había dado clases en el extranjero y le parecía recordar que las escuelas solían tener esos nombres: Gloucester, Cornualles, Windsor.
Linden, si la geografía no le fallaba, estaba más o menos por Hannover. Allí había habido muchas bases militares británicas durante la ocupación, así que la cosa encajaba.
Fue abajo y preguntó a Agar si Mary Dinwoodie y su marido habían enseñado alguna vez en Alemania.
—Yo de eso no sé nada —dijo el viejo.
Bueno, sería fácil de comprobar, pensó Pascoe guardándose el programa de mano.
Y de paso valdría la pena averiguar si Wildgoose había dado clases alguna vez en el extranjero.
Cuando llegó al piso de Rosetta Stanhope ella parecía haber estado esperándole. Debo dejar de atribuirle poderes sobrenaturales, pensó. A decir verdad, la habitación en que se encontraba era perfectamente normal. El empapelado de las paredes era ligeramente floreado, y el mobiliario consistía en un tresillo imitación de piel, un gran televisor en color, un pequeño trinchero de roble y dos mesillas. Un armario con puertas de cristal ocupaba casi toda una pared y estaba repleto de lo que a Pascoe le pareció porcelana fina.
La propia Rosetta Stanhope iba vestida como un ama de casa cualquiera ocupada en sus quehaceres: bata de algodón azul, mocasines en los pies y el pelo recogido en un gran pañuelo rojo de seda. El único cambio se apreciaba en su cara, donde la carne parecía más prieta sobre los delicados y delgados huesos.
—¿Le apetece una taza de té? —preguntó ella—. No le puedo ofrecer licores fuertes. No queda nada.
—Ni yo podría aceptar, de todos modos —respondió Pascoe—. ¿Usted no toma alcohol, señora Stanhope?
—No puedo permitirme estar confusa, señor Pascoe.
—¿Y su sobrina? ¿Ella sí bebía?
—Aquí nunca.
—¿Y en otros sitios? ¿En alguna fiesta con amigos…?
Ella le miró sin el menor asomo de turbación. Pascoe se felicitó por la sutileza con que había conseguido introducir el tema.
—¿Si iba al Cheshire Cheese, quiere decir? —preguntó Rosetta Stanhope.
Pascoe canceló su celebración.
—Podría ser interesante —dijo—. ¿Iba?
—No que yo sepa. Y creo que yo lo hubiera sabido. No era hija mía, pero como si lo fuera. Mejor aún. Las hijas crecen, se alejan, desprecian incluso a sus padres. Lo he visto muchas veces. Problemas, falta de comunicación. Como la pobre Brenda Sorby y su padre. Pero Pauline fue intimando conmigo a medida que se hacía mayor, y cuando le llegó el momento de tomar una decisión sobre su propia vida, en lugar de separarse se volvió hacia mí. Nadie sabe quién fue su padre, pero estoy segura de que no pudo haber sido payo. —La señora Stanhope asintió enfáticamente, convertida durante unos segundos en la reina gitana.
—Pero seguramente que tenía amigas de su edad, una vida propia —insistió Pascoe.
—Pues claro que sí. Era una chica normal, simpática y atractiva. Caía bien a la gente, hacía amigos con facilidad…
La voz la falló un momento y la reina gitana desapareció. Por segunda vez en una hora Pascoe se sintió incómodo y culpable ante la vista de dolor.
—Llama usted a la puerta equivocada —prosiguió ella—. No lo hizo nadie que conociera a Pauline.
Pascoe la miró con recelo.
—¿Por qué está tan segura? —preguntó.
—Me lo ha dicho ella —replicó—. Anoche.
Pascoe hubo de hacer un esfuerzo para no darse la vuelta y mirar detrás de él. De pronto, la habitación le pareció menos corriente y convencional, la luz del sol que entraba por el ventanal parecía espesarse y cuajarse.
—¿Se ha comunicado con ella? —dijo.
La mujer sonrió. No con una sonrisa de arrogancia, sino con la clase de sonrisa que se emplea ante un igual. Había en ella cierta exasperación, lástima incluso.
—No es que nos sentáramos a charlar, inspector —dijo—. Pero estuvo aquí. Pude sentirla. Y si ella hubiera sabido quién lo hizo, me lo habría hecho saber.
—Pero —protestó Pascoe—, aunque no lo supiera entonces, seguro que ahora sí lo sabe.
—Entonces y ahora son cosas de los vivos —dijo ella—. En fin, no me refería a que me diese un nombre, aunque eso no es imposible. Sólo quería decir que sentí su presencia y que ella estaba confusa, insegura, distinta de como habría estado de haber sabido quién lo hizo y por qué.
—Ah —dijo Pascoe, a quién inquietaba esa imagen de una vida futura llena de conflictos. Le bastaba con haber sido policía toda la vida; sólo le faltaría serlo eternamente. ¡Dalziel con una porra dorada y alas de sarga azul! La imagen consiguió aligerar la espesa luz y la habitación recobró la normalidad—. Entre gitanos es muy raro ser médium, ¿no es cierto? —añadió, retrepándose en su silla—. Se da más la bola de cristal o el tarot…
—Así es como los payos nos pintan. Pero yo he conocido muy pocas chovihanis que usaran la bola como algo más que un atrezo. O como algo brillante para fijar la vista y autohipnotizarse. Leo las revistas especializadas, señor Pascoe. No soy muy culta pero he vivido como gitana lo suficiente para haber aprendido algunas cosas de ellos.
—Chovihani. Es una especie de bruja, ¿no?
—Usted sabe cosas de nuestro pueblo. Lo presentí cuando nos conocimos.
—Bueno, en la universidad hice un trabajo sobre ello —admitió Pascoe—. Básicamente sociológico, sobre la educación, la integración a la comunidad, cosas así.
—Siempre buscando la manera de cambiarnos, ¡de que seamos como ustedes! —repuso ella con desdén.
—No es eso. Aunque algunos sí cambian. Usted, sin ir más lejos. Usted se amoldó.
No pretendía discutir con la mujer, pero le parecía importante determinar si detrás de la fachada había algo más que un cúmulo de supersticiones y autoengaños. Lo averiguó.
—¿Amoldarme, yo? ¡Es usted un arrogante, como todos los demás! Se equivoca por completo. Yo dejé a mi familia, a mi gente, a mi vida… ¿a eso lo llama amoldarse? Amoldarse es ser tan bobo y tan lerdo como usted, ¿no cree?
La cólera la hacía temible.
—Lo siento —dijo Pascoe—. Tiene usted razón, ha sido una estupidez. Por supuesto.
De repente Rosetta Stanhope ya no parecía enfadada.
—No importa —dijo—. Tampoco fue tan difícil, en realidad. Nadie espera que una chovihani se amolde a nada. Porque las chovihani hacen cosas raras y antisociales. Mi abuela también lo era. Mi madre se libró no sé cómo. Pero cuando yo aún estaba en la cuna mi abuela predijo que me casaría con un payo. Así que estaba cantado. Todo el mundo conocía la profecía. Qué sola me sentí. De los catorce en adelante los chicos sólo me querían para desahogar su lujuria. Yo era bastante guapa, aunque no se lo crea…
—Lo creo sin problemas —dijo Pascoe.
—Pero no como esposa —continuó ella—. ¡El que se casara conmigo estaba condenado a morir para que la profecía se cumpliera! De modo que esperé a Stanhope. —La mujer sonrió, esta vez dulcemente, recordando—. Mereció la pena esperar. Bien, supongo que querrá ver el cuarto de Pauline.
Se levantó bruscamente, Pascoe con más lentitud e impresionado una vez más por su facultad de anticiparse a las cosas.
Lo llevó a una pequeña alcoba. Pascoe no pudo evitar una sensación de abatimiento. Parecía cosa de un ladrón de poca monta. Los cajones colgaban del tocador y de la cómoda, todos vacíos, al igual que del armario empotrado, y sus cosas habían sido amontonadas en bolsas de basura que cubrían el suelo. Mientras Pascoe contemplaba la escena, ella empezó a quitar las sábanas de la cama y meterlas también en bolsas de plástico.
—¿Qué diantres está haciendo? —quiso saber Pascoe, mirándola perplejo.
—Pensaba que había estudiado a los calés. Las pertenencias de mi sobrina deben ser destrozadas. Es la costumbre.
—Pero si Pauline no era gitana…
—Era sobrina mía. Vivía en esta casa. Y ahora está muerta. Hice lo mismo cuando murió mi Bert. Hasta una chovihani tiene derecho a vivir entre los vivos. Anoche sentí a Pauline. Estaba perdida y confusa. Tal vez le procuré algún consuelo. Pero pronto puede volverse colérica y rencorosa. Y un espíritu así no es buena compañía. El estilo gitano es procurar descanso tanto a los vivos como a los muertos.
Para eso no había respuesta. Pascoe dijo:
—Usted parece haber adivinado que querríamos echar un vistazo a las cosas de Pauline. ¿No le parece un poco prematuro todo este lío?
Ella cogió una caja de zapatos de la mesita de noche.
—Sus cartas, su diario y su agenda —dijo—. Todo lo que puede ser de interés para usted. Pero no le servirá de nada. De todos modos, cójalo. Haga copias de todo y devuélvamelo, por favor. Eso también debe desaparecer. Así como la ropa que Pauline llevaba cuando murió. Eso especialmente. ¿Cuándo podrá entregármela?
—Lo tengo todo en el coche —recordó Pascoe—. Iré ahora mismo.
Al rato volvió con un paquete de ropa y efectos personales de Pauline.
—Gracias —dijo la señora Stanhope y, tras un instante de vacilación, añadió—: Todavía quiero ayudar, sabe usted, tal como le había dicho. Pero ahora me resulta más difícil.
—¿Lo dice porque es algo suyo?
Ella reflexionó y luego respondió:
—Sí. Porque me atañe a mí.
Pascoe se devanó los sesos tratando de comprender aquella observación mientras volvía al coche. Quizá había habido cierto extraño énfasis en la frase, aunque reconocía que el ambiente del piso le inclinaba a buscar extrañeza en todo.
En cierto modo, Pauline no había sido suya. Pues de alguna manera los suyos eran los gitanos, concretamente los Lee. Y tras la muerte de Pauline, Rosetta Stanhope había estado con David Lee en una improbable excursión familiar.
¿Podía la lealtad —o el miedo— a la familia persuadirla de encubrir la participación de David Lee en la muerte de su sobrina? Parecía muy improbable. Pero allí había algo, de eso estaba convencido.
Cuando abría la puerta del coche oyó que gritaban su nombre, y la mujer llegó corriendo sin resuello y muy agitada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pascoe.
—¿Dónde está el resto? —dijo ella.
—¿El resto?, ¿el resto de qué?
—¡El resto de su ropa! La que llevaba cuando murió. Lo necesito. ¡Es lo más importante!
—Pero si ahí está todo —le aseguró Pascoe—. Tejanos, un top, ropa interior, sandalias. Yo mismo lo comprobé cuando me dieron el paquete.
—¡Eso no, idiota! —le espetó la mujer, otra vez la gitana—. El pañuelo, el chal, la falda. ¿Dónde están?
—¡Oh, Dios! —exclamó Pascoe. La teatralidad de ella era contagiosa, pues el inspector se vio a sí mismo golpeándose la frente con la palma de la mano. Pero lo decía en serio—. ¡Pero qué imbécil! —se dijo a sí mismo—. ¡Qué imbécil!