14

El piso de Mark Wildgoose estaba en un barrio de viejas terrazas victorianas donde era más probable encontrar nidos de estudiantes que profesores solitarios.

Y no es que Wildgoose estuviera solo cuando Pascoe llegó. Conducido escaleras arriba por un joven barbudo de beatífica sonrisa, Pascoe llegó al descansillo del primer piso en el momento en que se abría una puerta y salía una chica. No parecía tener ni veinte años. Detrás había un hombre y ella se dio la vuelta para despedirse con un beso. Fue un acto desinhibido por parte de ella, casi exhibicionista, pero los ojos de él permanecieron mirando a Pascoe quien, tras una rápida ojeada a las otras dos puertas, se había figurado que aquella era la que buscaba.

La chica pasó junto a Pascoe y se lanzó escaleras abajo con la ligereza de la alegre juventud.

El hombre empezó a cerrar.

—¿Señor Wildgoose? —dijo Pascoe.

El otro asintió con la cabeza.

—Soy el inspector Pascoe. ¿Podríamos hablar un momento?

Wildgoose le hizo pasar a lo que debía de haber sido una salita de estar. Como la buena estructura ósea, sus majestuosas proporciones habían podido absorber los estragos del tiempo, el descuido e incluso el desaliño estudiantil. Contenía una cama sin hacer, un rasguñado armario de caoba, un par de butacas dilapidadas, una mesa con restos de un desayuno, tres sillas plegables, un lavabo y una placa calentadora. Unas librerías improvisadas —tablones sobre ladrillos apilados— amenazaban con venirse debajo de tan repletas.

Difícil de calentar en invierno, pensó Pascoe mirando al techo encofrado. Pero ahora se estaba bastante bien, hacía calor incluso, y el aire estaba cargado de una mezcla de olores. Café, sudor, tabaco…

—Huele a cerrado —dijo Wildgoose, abriendo las ventanas de par en par. La chica debió de mirar hacia arriba al salir a la calle pues él se asomó y le mandó un beso. Pascoe pudo verle la cara en el cristal.

—Se trata de su huerto, señor Wildgoose —dijo, y vio que la cara del hombre se crispaba.

Pero cuando se volvió, su expresión sólo reflejó que estaba alerta.

Pequeño, moreno y anguloso, era un buen rostro para cantante francés de desilusionadas pero no desesperadas baladas. Los niños habían heredado más cosas de él que de su madre.

—¿Fue a su esposa a quien vi ayer? —dijo Wildgoose.

—Creo que sí.

—¿Coincidencia? —Sus cejas añadieron sus propios signos de interrogación.

—¿Coincidencia? —repitió Pascoe—. Es curioso esto de las coincidencias. En realidad son menos raras de lo que la gente cree. Lo raro es reparar en ellas.

—No le entiendo.

—Y usted es profesor de literatura inglesa —sonrió Pascoe—. Eso sí fue una coincidencia, ¿verdad? Quiero decir, usted daba clases a Brenda Sorby, ¿no?

—¿Brenda qué…?

—Sorby. La tercera mujer estrangulada. La de su huerto fue la número dos.

—No era mi huerto, inspector, Y no recuerdo haber tenido a ninguna Brenda Sorby por alumna, aunque estoy dispuesto a aceptarlo, si usted lo dice. ¿Es eso? Quiero decir, ¿por eso decía lo de la coincidencia?

—No exactamente. Usted suele ir al Cheshire Cheese, ¿no es así?

El hombre se sentó en un sillón y encendió un cigarrillo, pensativo.

—A veces —dijo.

—¿Y a la feria, señor Wildgoose? ¿Ha ido a la feria este año?

—Sí, siempre voy. Me gustan las ferias.

—¿Cuándo estuvo allí?

—La semana pasada. El jueves por la noche, para ser exacto.

Sonrió y Pascoe se enfadó. Pero no había sido idea suya iniciar aquel juego. No podía culpar al otro por seguirle la corriente.

—¿Y a mediodía del miércoles pasado?

—Creo que estuve dando un paseo —dijo Wildgoose tras pensarlo un poco.

—¿A solas?

—Creo que sí.

—¿Adónde fue?

—Oh, por ahí. Supongo que cerca del río. Es una zona muy bonita, ¿no le parece?

—Cerca del río hasta Charter Park, ¿no es eso?

—Hacía allá va el río, inspector. ¿Va a empezar otra vez con las coincidencias?

¡Le importa un rábano!, pensó Pascoe. Se está burlando de mí. Pero al principio había habido algo. ¿Dónde era que habían empezado?

—Si no le importa, quisiera echar un vistazo a su huerto, señor Wildgoose —dijo.

Es estuvo mejor. La tensión había vuelto a instalarse momentáneamente.

—Es un trozo de tierra baldía, inspector. Este año no lo he cuidado mucho. En realidad, ni siquiera estoy seguro de que sea mío oficialmente. El alquiler podría estar atrasado.

—Bueno, de todos modos me gustaría verlo —insistió Pascoe—. ¿Quiere acompañarme?

Wildgoose se puso en pie, sus músculos agresivamente tensos.

—¿De dónde ha sacado mi dirección? —preguntó—. ¿Ha hablado con mi ex mujer?

—Dirá su mujer. Todavía no se han divorciado, ¿verdad?

—Pues no, pero todo llega, piense ella lo que piense. La demora de la justicia ya no es eterna.

—La demora de la justicia. Eso es de Hamlet, ¿no?

—Supongo. ¿Y qué?

—Coincidencia, nada más.

Wildgoose sonrió, más relajado, y se puso una chaqueta sobre la camiseta que no era la descrita por Ellie, a menos que la llevara del revés.

—En inglés gran parte de las frases hechas vienen de Shakespeare, y el resto de Pope —dijo—. Como coincidencia no es muy valiosa, ¿no le parece?

—Es precisamente lo que yo le había dicho sobre las coincidencias —dijo Pascoe—. ¿No?

Mientras iban en coche por la carretera de circunvalación, que era la ruta más rápida hasta Pump Street, Pascoe dijo:

—¿Por qué no pone cara de indignación, señor Wildgoose?

—¿Qué motivo podría tener?

—Bien, para empezar, ya ha adivinado que estuve hablando con su familia acerca de usted. Eso molestaría a muchas personas. Por otro lado, muy pocas personas dejarían de indignarse al darse cuenta de que la policía trata de relacionarlas con los asesinatos del Estrangulador.

—¿Incluido el Estrangulador?

—Especialmente él, quizá.

—Entonces será que estoy tratando de probar mi inocencia, inspector —dijo Wildgoose con calma—. Si tuerce aquí, evitará el semáforo.

Pump Street consistía básicamente en dos largas hileras de casa apareadas a lo largo de dos aceras. Un lado había sido edificado para trabajadores del ferrocarril a mediados del siglo XIX, y el otro, conocido aún como la Parte Nueva aunque de idéntico estilo, había sido levantado unos diez años después cuando la demanda de viviendas baratas llegó a la zona. Lo que aportaba a Pump Street cierto carácter singular e incluso belleza era el contorno del terreno que había propiciado construir en línea curva, y la casualidad había producido un arco perfecto para una media luna. Los huertos estaba situados en una brecha de la Parte Nueva donde un Dornier había soltado roda su carga mortífera una noche aún no olvidada de 1941, reduciendo a escombros un centenar de metros de casas y a cadáveres un total de treinta y nueve hombres, mujeres y niños. No había tiempo para reconstruir, pero poco a poco el solar había sido finalmente limpiado y sembrado por los lugareños desprovistos de huerto, ansiosos de cubrir algunas de las lagunas de su dieta. Al final, tras las quejas de piratería y apropiación indebida de tierras, el ayuntamiento intervino y reglamentó las cosas, y así siguió todo durante más de treinta años hasta la mañana de junio en que el número de muertos se elevó a cuarenta.

Dos o tres viejos que trabajaban en sus huertos los miraron con curiosidad mientras cruzaban hasta el terreno perteneciente al profesor. Estaba, en efecto, muy descuidado aunque no mucho más que media docena de los huertos vecinos.

—Hemos llegado —dijo Wildgoose—. Si busca mi tumba, eche un vistazo a esto.

Pascoe se inclinó para examinar los surcos de la tierra. Aún había algunas patatas y unos cuantos penachos de zanahoria, más una cosa que podía haber sido hojas de espinacas.

—¿Qué paso? —preguntó Pascoe.

—Hace un par de años me pareció una buena idea. La autarquía y todo eso. Forma parte de la menopausia del varón.

—¿No cree que es un poco joven para eso?

—Tengo cuarenta años —dijo Wildgoose—. Y conozco a un buen sastre. La menopausia masculina no depende de la edad o de los cambios físicos. Tiene que ver con significados.

—¿Encontró usted algo con más significado?

—Sigo buscando, inspector.

Pascoe también buscaba. El desvencijado cobertizo donde había sido hallado el cuerpo de June McCarthy estaba a unos veinticinco metros de allí. Mientras estaba mirando, se abrió la puerta y salió un hombre. Tenía un cubo en una mano y una horquilla en la otra. Con la economía de movimientos propia de la edad y la experiencia, el hombre empezó a desenterrar unas patatas. Era Ribble, el dueño del cobertizo y el único de los propietarios de huertos a quien Pascoe había interrogado personalmente. Tenía casi setenta años y se había tomado el hallazgo del cadáver con una flema que se explicaba hasta cierto punto cuando Pascoe supo que tenía un cáncer de colon y que había superado en año y medio la esperanza de vida calculada por el cirujano.

Pascoe se volvió hacia Wildgoose y se preguntó cómo podría afectar un diagnostico semejante a su búsqueda de significados.

—Veo que tiene cerrado el invernadero —dijo—. ¿Le preocupan sus tomates?

—Ahí es donde guardo las herramientas —dijo Wildgoose—. No cultivo gran cosa. Iba incluido en el huerto. El hombre que lo cuidaba murió y me pareció un detalle pagarle a su viuda un par de libras por ello. ¿Quiere verlo?

Wildgoose buscó una llave en su bolsillo mientras Pascoe examinaba el invernadero desde fuera. Parecía más un cobertizo de jardín reformado que un invernadero propiamente dicho. Tenía paneles de plástico translúcido. En un par de sitios los chavales habían lanzado piedras sin otro perjuicio que unas abolladuras.

Wildgoose abrió el candado que aseguraba la puerta. Pascoe le dejó entre a él primero. La señora Wildgoose se equivocaba: si bien no se veía con claridad a través del plástico, sí podían distinguirse formas y habría hecho falta una pasión irresistible o un exhibicionismo descarado para persuadir a una pareja de que fornicara allí dentro. Pascoe no descartó esa posibilidad. Pero era improbable que alguno de los horticultores más viejos no hubiera comunicado detalles de aquel oscuro entretenimiento al sargento Brady.

El interior del invernadero olía a cerrado. En un rincón había una pala oxidada, en otro un azadón roto. Varias macetas de barro se amontonaban en un anaquel combado. No había plantas, aunque ciertos restos momificados e inidentificables descansaban tristemente en una cubeta de propagación. El suelo de madera empezaba a pudrirse en algunos puntos. En una sección particularmente estropeada habían sido colocados unos sacos, entre los cuales yacía una bolsa de plástico casi vacía de un fertilizante de marca. Pascoe empezó a recordar. Entre muchas otras cosas, el examen de laboratorio de la ropa de June McCarthy había revelado trazas de turba y otras fibras orgánicas relacionadas con la horticultura, justo la clase de materiales que uno espera encontrar en un cobertizo de jardín.

Se preguntó si alguien se habría tomado la molestia de asegurarse de que estuviera presentes en el cobertizo de Ribble. No parecía probable que Wildgoose la hubiese matado en su invernadero y luego arrastrado el cadáver veinticinco metros. Había ocurrido de madrugada, pero a plena luz.

De todas formas, cuando uno no tenía nada, se conformaba con lo que hubiera.

Se agachó para coger la bolsa. Y sonrió con escéptico placer al ver la pequeña etiqueta del precio pegada al plástico mugriento. El nombre del comercio estaba aún allí: «Centro de Jardinería Linden». Lo cogió con cuidado.

—¿Usa mucho fertilizante? —preguntó.

—Con el primer arrebato de entusiasmo, usaba de todo —dijo Wildgoose—. Hollín, bosta de caballo, algas marinas. ¿Por qué?

—¿Y dónde compraba el material?

—¿Dónde? Pues en cualquier parte. Tiendas del ramo, puestos de mercado, incluso en los almacenes Woolworth’s. Ahora tienen muchas cosas en Woolworth’s.

—¿Y centros de jardinería? A juzgar por esta etiqueta…

—No me acuerdo. ¿Importa mucho?

—Está en East Coast Road —dijo Pascoe—. A siete y ocho kilómetros de aquí.

—Lo siento pero no lo recuerdo, que yo sepa esto ya estaba aquí cuando vine. ¡No me diga que es una pista!

Para ser alguien que había estado alerta a la menor insinuación, ahora parecía muy despreocupado al respecto, pensó Pascoe.

—Quisiera llevarme esto, si no le importa.

—Necesitaré un recibo —bromeó Wildgoose—. ¿Qué tal si se lleva también algunas macetas?

La bolsa de plástico perdía y el fertilizante que quedaba se iba escurriendo. Cogió uno de los sacos del suelo y metió la bolsa dentro.

—Vamos —dijo.

—¿Adónde?

—Pues a su piso, naturalmente, señor Wildgoose. A menos que quiera que le deje en otra parte.

—No; está bien.

Consiguió no mostrarse aliviado.

De camino, Pascoe paró en una cabina de teléfono, «para ver qué más quiere mi jefe», explicó como refunfuñando.

Poco después se detuvo para comprar cigarrillos, y luego se vio entorpecido por un lento autobús de dos pisos.

—Lamento haberle hecho perder tanto tiempo, señor Wildgoose —dijo al apearse este del coche frente a su edificio.

—Ha sido un placer —dijo Wildgoose—. ¿Nos veremos otra vez?

—Quién sabe. Para las coincidencias no hay imposibles.

Pascoe vio cómo Wildgoose subía con aire desenvuelto las escaleras. Luego miró hacia la otra acera para cerciorarse de que hubiera habido tiempo de cumplir las instrucciones que había dictado por teléfono. El detective Preece de la policía, sentado en un cochambroso Volkswagen escarabajo alzó una lánguida mano. Parecía soñoliento. Pascoe esperó que estuviera fingiendo.

Condujo hasta la esquina y aguardó. Pasados un par de minutos la puerta del coche se abrió y Preece se sentó a su lado. Aún parecía cansado.

—¿Todo bien? —dijo Pascoe.

Preece le pasó un carrete de fotografía.

—He sacado media docena de fotos —dijo—. Alguna habrá salido bien. ¿Quiere que me quede por aquí, señor?

—Sí, por favor —dijo Pascoe—. Quiero saber a dónde va y con quién hablar.

—Estas casas tienen un pasaje en la parte de atrás —dijo Preece.

—Lo siento. Está usted solo. Habrá de confiar en que salga por delante. A menos que pueda estar en dos sitios a la vez. Haga lo que pueda. O sea, no le pierda de vista. Por cierto, no me importa si usted no duerme en su cama, pero haga el puñetero favor de dormir cuando le toque. ¿De acuerdo? Diviértase.

Preece asintió y se fue. Mientras se alejaba pensó: ¡Joder! ¡Puede que sea más cortés que Dalziel pero es igual de cabrón!

Pascoe decidió saltarse los canales ordinarios de comunicación e ir personalmente a los laboratorios de la policía. Se trataba de una reciente adquisición, unos laboratorios muy modernos y fuente de tal orgullo para el detective que este solía pasar por alto el hecho de que la falta de espacio en el congestionado centro urbano les hubiera obligado a construirlos a bastante distancia del cuartel general. Funcionaba un eficaz servicio de mensajería, y todos los agentes tenían instrucciones estrictas de que ese era el único canal a utilizar.

Por eso Pascoe fue recibido con frialdad por el oficial de servicio, Harry Hopper, un hombre gordo y normalmente jovial.

—Esto va contra el reglamento —dijo Hopper.

—Vaya. ¿De veras? Lo siento, Harry. Está bien. Quéjese a mi jefe, Andy Dalziel. Yo asumiré lo que me toque.

—No es preciso que me amenace —refunfuño el otro—. Muy bien. ¿Qué quiere?

—Que revelen esto. Dos copias de cada —dijo Pascoe, entregándole el carrete. Luego le pasó el saco que contenía la bolsa de fertilizante—. Y esto es para analizar. Esperaré a que estén las fotos, si no van a tardar mucho, que estoy seguro que no. Y si puede usted conseguirme una copia de los informes del laboratorio sobre June McCarthy y sobre el cobertizo en que fue hallada, tendrá algo que mirar y así no me impacientaré.

Hopper se fue y regresó al rato con los informes y una sonrisa.

—Están todos muy ocupados —dijo—. Su jefe acaba de mandarnos un material urgente, pero les he dicho que si se pone nervioso tendremos que explicarle que usted estaba primero, ¿le parece bien?

—Cerdo —masculló Pascoe.

Se sentó a examinar los informes. Al principio creyó abrigar esperanzas. Las fibras de fertilizante en las prendas de June McCarthy pertenecían seguramente a una de entre tres marcas especializadas, de las cuales una era la misma que la encontrada en el invernadero de Wildgoose. Pero una rápida hojeada al informe del examen del cobertizo reveló que dentro había una bolsa de ese producto. Era a la vez tranquilizador y decepcionante que los informes fueran un modelo de minuciosidad. Habría sido muy difícil que semejante discrepancia hubiera pasado desapercibida, pero esas cosas sucedían.

Con todo, los informes no negaban que ella pudiera haber estado en el invernadero, pensó Pascoe, buscando un tortuoso consuelo. Y además, se notaba que alguien había estado poniendo orden allí. ¿Valdría la pena enviar un equipo para un análisis en profundidad? Para eso haría falta el visto bueno de Dalziel. Los periodistas acudirían como moscas a la miel, y a saber qué clase de tontería podrían provocar en Wildgoose.

Llegaron las fotos. Un par de ellas, una de perfil y la otra de frente, eran lo bastante buenas para identificar a Wildgoose.

—¿Cómo va la cosa? —preguntó Hopper—. ¿Han conseguido algo?

—Si es así, es demasiado poco para la precepción humana —dijo Pascoe—. Muchas gracias, Harry.

—Ha sido un placer. Pero como el sexo, no es de los placeres que a mi edad haya que repetir muy a menudo. Tenga, llévese esto también, es para usted. El informe definitivo sobre el último lote de ropa. De Pauline Stanhope.

Pascoe cogió el papel y le echó un vistazo.

—¿Alguna cosa? —preguntó.

—Nada —dijo Hopper—. Está todo envuelto para que se lo entreguen al pariente más próximo cuando ustedes lo estimen conveniente.

Pascoe pensó un momento.

—Está bien —dijo—. Mire, como he de ver a su tía, yo le llevaré la ropa. Mejor así que si lo hago entregar por un policía anónimo.

Echó una firma para coger el pequeño fardo y la caja donde iba el reloj de Pauline Stanhope y demás efectos personales.

—Pobre chica —dijo Hopper—. Yo también tengo una hija, acaba de cumplir los veinte. Creen que lo saben todo, pero siguen siendo unas criaturas. Yo no me atrevo a decírselo, desde luego, pero mire que son indefensas. Quiero decir que necesitan protección, ¿no, Peter? Atrape a ese cerdo y rápido, ¿de acuerdo?

—Lo intentaremos —dijo Pascoe. Consultó su reloj—. Pero antes hay que comer —añadió.