13

Aunque Dalziel rara vez se mostraba impresionado antes las sugerencias de sus subalternos, nada le pasaba inadvertido. A Pascoe siempre le prestaba atención, lo mismo que a Wield. Dalziel no había sondeado aún al sargento, pero parecía hombre de mucho sentido común, dejando de lado la sesión de espiritismo.

Así, condujo lentamente por los sitios clave y se preguntó si tendría algún significado la relativa proximidad de los puestos de trabajo de Brenda Sorby y June McCarthy.

El coche de Wield estaba aparcado frente al banco (Dalziel había pasado una hora en su despacho antes de empezar su recorrido), de modo que el superintendente no se detuvo. Pero se quedó a la entrada de la embotelladora de Eden Park lo suficiente para atraer la atención del conserje.

—¿Busca algo? —preguntó el hombre con tono hosco.

—¿Qué cree usted que estoy haciendo, planear un robo? —dijo Dalziel, y le tendió su placa.

El conserje no se inmutó pero cuando Dalziel sacó su corpachón del coche, se mostró más respetuoso.

—¿Conocía a June McCarthy? —preguntó Dalziel.

—Claro —dijo el hombre. Un sesentón de pelo canoso, mueca cínica y mirada astuta.

—¿Cómo de bien?

—No lo bastante para estrangularla.

—¿Qué quiere decir?

—Con ciertas mujeres basta un mirada para conocerlas. Pero ella parecía una chica muy decente.

—Le gustaban los chicos, ¿no?

—No mucho. Se hizo novia de ese soldado. Un mozo muy fornido, sabía cómo cuidarse. Yo creo que los otros mantenían las distancias incluso cuando él no estaba.

Dalziel sabía todo esto por los informes.

—¿Va a entrar? —preguntó el conserje.

El gordo se lo pensó. Un Mercedes azul se arrimó al bordillo y la ventanilla bajó sin el menor ruido.

—¡Andy!

Dalziel se acercó al Mercedes.

—Hola —dijo.

Era Bernard Middlefield, un hombre que a Dalziel no le caía demasiado bien, pero amigo de la policía, que últimamente andaba muy necesitada de amigos.

—Me ha parecido que eras tú —dijo Middlefield.

—Hombre, no iba a ser Fred Astaire —repuso el gordo.

—¿Qué te trae por aquí? Esa pobre chica, ¿verdad?

—Más o menos. ¿Y a ti, Bernard?

—¿Yo? Mi fábrica está aquí mismo.

—Claro —dijo Dalziel mirando el largo edificio de ladrillo y cristal y una sola planta—. Bernard, ¿tú no la conocías, por casualidad?

—¿A la estrangulada? No. Pero veo a muchas chicas. ¡Hay que ver cómo es este sitio! Parece la huida de Gomorra cuando suena la sirena.

—Ya. ¿Y tus obreros?

—Sólo contrato trabajadores especializados. El ensamblaje eléctrico es muy distinto de enlatar guisantes. ¿Por qué no entras, tomas algo y echas un vistazo?

—Estoy de servicio, Bernard. ¿Cómo esta Jack? ¿Los negocios, bien?

—Bien, los dos bien. ¿Nos veremos mañana en Mansion House?

La quincena de la feria terminaba tradicionalmente el último sábado con un almuerzo cívico, costumbre que algunos contribuyentes juzgaban honroso incumplir.

Dalziel negó con la cabeza.

—Lástima. Suele estar muy bien. A propósito, espero que este año tu gente apriete las tuercas a esos tunantes.

—¿Qué tunantes?

—Los gitanos. Siempre pasa igual. Les das el dedo y se toman el codo. Porque llevan viniendo desde hace siglos, los aguantamos un par de semanas. ¿Pero es suficiente? Oh no. El año pasado no se marcharon casi hasta septiembre, y luego la mitad volvió antes de Navidades. En esta ciudad no falta quien les dejaría quedarse aquí para siempre. Yo digo que si se hacen llamar nómadas que muevan el culo. ¿Recibiste mi mensaje?

—¿A qué te refieres? —preguntó Dalziel.

—El otro día en el Aero Club, uno de sus ponis se escapó y casi lo atropello cuando trataba de despegar. Le dije a uno de tus hombres que te lo comunicara. Un tío con una cara muy rara. ¡No habría desentonado en uno de esos carromatos!

—Ya. Creo que oí algo —dijo Dalziel.

Consultó su reloj. Pensaba acercarse al campamento, pero Middlefield no lo sabía. No arriesgaba nada aprovechándose de ello. Podía llegar el día en que tuviera que intercambiar favores con Middlefield.

—Tengo un rato —dijo—. Iré yo mismo a investigar.

—¿De veras? Gracias. Sabía que podía contar contigo, Andy. Siempre digo: si hombres como tú y como yo lleváramos las riendas de este país, ¡pronto lo arreglaríamos!

El Mercedes se alejó con un ronroneo.

Dalziel sonrió. ¡Llevar las riendas desde un coche alemán! Era muy difícil que algo le hiciera sentirse liberal, pero Middlefield lo conseguía.

—Muérete —masculló Dalziel.

—¿Perdón? —dijo el conserje a su lado.

—No es a usted —gruñó el gordo, montando en su coche.

—Aunque pensándolo bien —añadió al cerrar la puerta—, ¿por qué no?

El Aero Club parecía desierto, pero mientras Dalziel escrutaba por la ventana del club una voz a sus espaldas le preguntó qué estaba buscando.

A Dalziel no le gustaba que se le acercaran sin avisar y se disponía a contestar del modo más maleducado cuando se dio la vuelta y vio que el hombre llevaba chándal y zapatillas de deporte, lo que explicaba su sigilo.

—Policía —dijo, enseñando su placa.

—¿Es por al atraco? Soy Greenall, IDV.

—¿Qué?

—Instructor de vuelo —dijo el hombre—. Tengo un ayudante, Roger Minstrel, pero de hecho soy el único instructor que hay. Roger está haciendo un cursillo, así que yo me ocupo de todo. Incluyendo atender la barra cuando nuestra chica no se presenta o tiene mucha prisa. ¿Quiere tomar algún refresco?

Greenall abrió la puerta del club y condujo a Dalziel hacia el bar mientras hablaba.

El gordo, a quien el otro le había caído mal porque despreciaba a la gente que usaba chándal, empezó a cambiar de opinión.

—Bonito local —dijo, echando un vistazo después de haberse empinado un sorbo de whisky de malta.

—¿No había estado aquí?

—Hay pocos sitios que sirvan copas donde yo no haya estado —dijo Dalziel—. Pero hacía años que no venía por aquí. Ha cambiado mucho, y para mejor.

—Eso creo yo. Es en la faceta social donde un club gana dinero. Cualquier clase de club —dijo Greenall—. Hay que llenar cada noche para que la cosa funcione.

—No parece que eso le haga feliz.

—Soy aviador. Dejé la RAF pero quería seguir en el mundo de la aviación. Llevar una discoteca para quinceañeros no es lo que entiendo por aviación.

—Yo creía que acababan todos pilotando Jumbos, ganando millones y haciendo carantoñas a esas azafatas que salen en los anuncios.

—No pasé el último examen médico, por eso lo dejé —dijo Greenall, sorbiendo el zumo de pomelo que se había servido—. En el plano comercial también son muy estrictos. Ahora sólo sirvo para pilotar planeadores y avionetas.

—Yo le veo muy en forma —dijo Dalziel, mirando el zumo y luego el chándal.

—Vivo de esperanzas. Un poco de footing, un poco de squash. Con algo de suerte, puede que algún día vuelva a volar en serio.

—¿No le gustan los planeadores?

—Oh, no es que no me gusten. Es otro mundo. Pero las avionetas es como meterse en una lancha neumática después de haber sido capitán de un acorazado.

—Ya, pero al menos van lo bastante despacio como para apreciar el panorama, ¿no?

—Es cierto —concedió Greenall—. Para ciertas tareas policiales son muy útiles, supongo. Pero los helicópteros están mejor. Bueno, si alguna vez quiere probarlo, sólo tiene que avisarme.

Dalziel sonrió ante la improbabilidad de esto y terminó su copa.

—¿Echamos un vistazo a los daños? —dijo.

Los ladrones habían entrado a la despensa por una ventana pequeña.

—El guardia dijo que fueron chavales. Sólo se llevaron unas botellas, lo que un par de jovencitos podría coger. Luego fue hasta el campamento gitano y estuvo husmeando por allí, pero como es lógico no sacó nada claro.

—¿Lógico?

—Verá, son expertos en esconder cosas.

—Entiendo que habrá tenido más de un problema con ellos. O con su ganado.

Greenall sonrió y se mesó su pelo rubio. No aparentaba los cuarenta años que tenía.

—¿Sabe lo de Middlefield? Se enfadó mucho. Y no le faltaba razón. Pudo haber sido muy peligroso. Ha pasado un par de veces, me refiero a caballos sueltos. Pero fue la primera vez que casi provocan un accidente.

Salieron y miraron hacia el campamento.

—Iré a charlar un poco con ellos —dijo Dalziel—. ¿Puedo cruzar esa valla sin romperme la crisma?

—No hay ninguna puerta, si se refiere a eso. Pero los chavales y los ponis la cruzan sin dificultad.

Dalziel contempló su abultada circunferencia.

—No es el ojo de una aguja, ¿verdad? —dijo.

—No. Y al otro lado tampoco es que sea el reino de los cielos —repuso Greenall.

Pero el lugar, a medida que los dos hombres echaron a andar por la hierba, sí tenía algo de idílico. Había un par de típicos carromatos de madera, pintados chillónamente. Y hasta las modernas caravanas tenían su atractivo cuando el sol se reflejaba en sus bruñidas superficies. Todo estaba en calma. Un penacho de humo ascendía casi erecto en el aire quieto. Media docena de perros tomaban la sombra entre las ruedas. Los ponis pacían. Tres niños peleaban en la hierba. De algún punto apartado llegaban sonidos de otros niños y otros juegos.

Sólo al llegar a la estacada pudieron ver la inmundicia y los desperdicios que rodeaban a las caravanas.

—Es aquí —dijo Greenall, apartando la valla allí donde había sido separada de uno de los postes principales.

—Gracias —dijo Dalziel—. ¿Usted no viene?

—Creo que no. Bueno, si encuentra algo cuente con mi cooperación. Pero no quisiera aparecer siempre del lado de los denunciantes. Los gitanos son un fastidio, ya lo sé, pero tienen derecho a existir. Y al menos tratan de ser libres, hay que admirarlos aunque sólo sea por eso.

—¿Libres? —dijo Dalziel—. ¡He visto cárceles más bonitas!

Echó a andar, satisfecho de su equilibrio político, alterado por el extremismo de Middlefield, hubiera sido restaurado por el liberalismo de Greenall.

Mientras se acercaba a las caravanas, perros y niños lo miraron cautamente, pero no pudo apreciar señales de vida adulta. No hizo ningún esfuerzo por esconderse, aunque sabía moverse con mucha ligereza para ser tan obeso, y al pasar entre dos caravanas le divirtió pensar que un policía gordo pudiera acercarse sigilosamente y sin ser advertido a aquellos hijos de la naturaleza.

Entonces lo agarraron por detrás, y alguien lo lanzó con tal fuerza contra el costado de un remolque que el vehículo se estremeció.

—Conque fisgando, ¿eh? ¿Tú de qué vas, gordinflón? —dijo una voz áspera cerca de su oreja izquierda.

Demasiado cerca.

Dalziel lanzó su cabezota hacia la izquierda. Hubo un espantoso ruido de huesos y carne. El que le sujetaba aflojó la presión. Dalziel se zafó y se volvió hacia el fornido hombre de tez morena.

—Soy policía —le advirtió—. ¿Quién es usted?

El hombre se lanzó sobre él.

Bueno, yo le he avisado, pensó Dalziel, y le golpeó en el estómago. Con una voz era suficiente, pero por si acaso le pegó otra vez en el mismo sitio.

Luego esperó a que el hombre diera señales de estar dispuesto a comunicarse.

—Me ha aplastado las tripas —jadeó el hombre.

—¡Su nombre! —ladró Dalziel.

—Lee… Dave Lee.

—Debí suponerlo. Usted se dedica a asaltar policías en su tiempo libre.

—No sabía que era policía. Pensaba que era otro de esos metomentodo del ayuntamiento.

—Y le parece bien agredir a funcionarios municipales, ¿verdad? Puede que tenga razón. ¿Es esta su caravana? Vamos a echar un vistazo.

Subió los peldaños, abrió la puerta y entró. Una mujer con una blusa raída estaba de pie en la estrecha zona de estar. Dalziel miró entorno. El lugar olía a sudor, tabaco y sexo, pero parecía limpio y bastante ordenado. En el suelo había una alfombra de vivos colores y para dar sensación de espacio había dos recargados espejos largos de vidrio tallado. Uno de los lados estaba casi cubierto por un aparador de caoba que contenía una extraña variedad de porcelana tradicional, fuentes y vasos de cristal y copas y objetos que parecían de plata.

—¿Quién diantres es este? —preguntó la mujer.

—¿Señora Lee? —dijo Dalziel, y dejó que su mirada subiera lentamente desde los flácidos pechos, claramente visibles bajo la blusa, hasta su cara, cuyo lado izquierdo tenía rastros de un cardenal.

—Qué bien —dijo—. Son ustedes tal para cual.

Lee habló bruscamente en algo que Dalziel tomó por anglocaló, y la mujer se retiró al área de dormitorio y empezó a ponerse ropa.

Dalziel fue por el remolque abriendo cajones y armarios, mirando debajo de los cojines y tras las cortinas.

—¿Qué pretende, jefe? —preguntó Lee.

—Creí que no iba a preguntarlo nunca, Dave. Busco propiedades robadas. No tengo un mandato, así que ¿por qué no se larga y llama a su abogado?

—¿Qué clase de objetos robados? —quiso saber Lee.

—Anoche entraron en el Aero Club. Botellas de licor —respondió Dalziel.

Lee rio con aspereza. ¿Con alivio también?, se preguntó Dalziel.

—Aquí no encontrará eso, jefe. Mire todo lo que quiera.

Dalziel volvió a la zona de estar y se plantó ante el aparador.

—Le creo, Dave —dijo—. Usted no cabe por la ventana del club. Debería vigilar su peso. Casi pierdo el puño hace un momento. Esto está muy bien. Lo llaman el banco de los gitanos, ¿verdad? Estoy seguro de que merece la pena verlo. Es una buena inversión, y libre de impuestos.

Abrió el aparador y cogió una bandeja.

—¿Qué cargo ha dicho que tiene, jefe? —preguntó Lee con repentino recelo.

—Superintendente.

—¿Y dice que está buscando un par de botellas de licor? —dijo Lee incrédulo—. ¡Eh, cuidado con eso!

Dalziel había estado a punto de tirar una taza.

—Perdón —dijo—. Muy agudo por su parte. Uno tiene que ser muy agudo en su oficio, de eso no hay duda. Yo también. Bien, yo diría que aquí hay algo raro, pero no soy ningún experto.

Dalziel había cogido un jarrón de piedra del extremo del estante superior.

—Oiga, poli, ¡no tiene ningún derecho! Ha dicho que no traía mandato. Muy bien, ¡pues ya se está largando a buscar uno antes de tocar nada más!

Dalziel abrió el tarro.

—Harina —dijo—. Parece de verdad y no esa porquería tan refinada que venden ahora.

Cogió un puñado y lo olfateó.

—Oh sí —le dijo a la mujer, que le miraba con indiferencia.

Le pasó el tarro. Ella apartó la vista. Él abrió la mano, extendió los dedos y dejó que la harina cayese sobre la alfombra roja.

—Harina de verdad —repitió cogiendo otro puñado—. Pero no creo que sea tan valiosa, ¿verdad, Dave? Quiero decir, por algo será que la guardan con las joyas de la familia.

Un segundo puñado siguió al primero.

Dalziel metió la mano otra vez.

—Caramba —dijo—. Creo que aquí hay grumos.

Retiró la mano y vio un reloj digital de caballero chapado en oro con una correa extensible. Sopló la harina de encima con sumo cuidado.

—Aún funciona —dijo—. Es como un anuncio de la tele, ¿verdad?

Volvió a meter la mano. La sacó.

Esta vez su hallazgo fue un atado de billetes de cinco libras.

Los dejó junto al reloj.

La metió de nuevo.

—Creo que es todo —dijo—. No, un momento. Casi me dejaba esto.

Esto era un anillo de sello de caballero. Se lo probó en su meñique gordinflón y lo contempló.

—Aquí está —dijo—. Yo antes trabajaba como agente de prevención del crimen, Dave. Convencer a la gente de que no dejaran sus casos de valor en sitios tontos era una de mis misiones. Oh, porque estas cosas son suyas, ¿verdad?

El hombre y la mujer se miraron.

—No las había visto en mi vida —dijo ella.

—¿Y usted, Dave?

Lee blasfemó.

—Sí, muchacho —dijo Dalziel alegremente—. He venido solo, o sea que podría intentar golpearme, pero pensaba que eso ya lo habíamos dejado claro. También podría huir, en cuyo caso o le alcanzo y le rompo una pierna, o mando llamar a algunos muchachos para que le rompan las dos cuando lo capturen. Lo mejor es que vayamos dando un paseo hasta el Aero Club y de camino puede contarme lo de esos ponis que siempre se extravían.

—Yo no he hecho nada —dijo el gitano.

—Nadie ha hecho nada —repuso mansamente Dalziel, envolviendo su tesoro en su pañuelo—. Bueno, vamos. Usted también, encanto.

Los niños que jugaban fuera hicieron una pausa para observar el trío.

Dalziel les sonrió, sacó algunas monedas del bolsillo y las lanzó al aire. Los niños se abalanzaron entre alaridos. Un chico grande, bastante más pesado que sus compañeros, se llevó la parte del león.

—La vida siempre ha sido así —filosofó Dalziel.

Greenall los miró con cierta sorpresa cuando llegaron al Aero Club.

—¿Fueron estos los que asaltaron el bar? —preguntó.

—Puede —dijo Dalziel.

—¿Usted cree? Él no pudo entrar por esa ventana, seguro, e incluso a ella le habría costado.

—Algo habrán hecho —apostilló Dalziel con indiferencia—. Todos los gitanos son culpables de algo. ¿Puedo usar su teléfono?

Les dijo a los Lee que se sentaran en la barra y se dirigió al despacho.

Cuando volvió a salir se encontró al secretario mirándole con cara de fastidio.

—¿Qué pasa? —dijo.

—¿Vas a tardar mucho? —preguntó Greenall.

—No. ¿Por qué?

—Es que son casi las doce y pronto empezarán a llegar socios.

—Ya entiendo. Los gitanos. Creí que no le importaban, Greenall. ¿No había mencionado algo de espíritus libres?

—Poca libertad pueden disfrutar estando bajo custodia, superintendente —repuso Greenall mordaz.

—Muy agudo. Pero esté tranquilo. Ahora mismo pasan a recogerlos.

—¿Recogerlos? ¿No se los lleva usted?

—Ni hablar —dijo Dalziel—. Tengo mejores cosas que hacer que servir de chófer a un par de tunantes. No; quedarán a buen recaudo y yo iré a verlos más tarde.

—Pero oiga, no puede hacer eso —protestó Greenall.

—Puedo y lo haré —dijo Dalziel—. Además, con un gitano más vale un par de horas de calabozo que un día entero de interrogatorio.

Greenall le miró con ceño y se alejó.

Dalziel se acercó a los Lee.

—No se les ve muy contentos —les comentó.

—Dice Dave que algo le ha hecho daño en el estómago —dijo la mujer.

—Yo creo que es de comer tantos erizos —dijo Dalziel, y fue detrás de la barra y sirvió una generosa copa de brandy a Dave Lee.

Los coche de policía llegaron al mismo tiempo que Bernard Middlefield, cuya indignación al descubrir a los dos gitanos en el bar solamente se calmó al darse cuenta de que estaban arrestados.

—Ya era hora —dijo—. La comisaría es el único sitio en la ciudad donde esta gente es bien recibida.

La señora Lee dijo algo en voz baja a su marido.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Dalziel.

Lee respondió:

—Dice que este bocazas ronda por la orilla del río donde se bañan los chavales y que les da dinero para que le toquen.

Middlefield se puso de un color tan intenso que Dalziel no pudo aguantarse de decir:

—Si te quedas así, Bernard, tendrás que dimitir del club de golf.

Más peligroso fue el encuentro que tuvo lugar cuando estaba dando instrucciones a los coches patrulla. A uno de los agentes le entregó una bolsa de plástico de la cocina del club en la que había metido sus enharinados hallazgos.

—Al laboratorio —dijo—. Necesito saberlo todo. Y lo quiero para ayer.

Mientras el otro policía llevaba a los Lee al coche, llegó un Lancia azul claro del que salieron Thelma Lacewing y Ellie Pascoe.

Thelma vestía un traje de algodón color crema con un estampado de hojas grises que no debería haber hecho juego con su maquillaje pero que en cierto modo sí lo hacía. Frunció el entrecejo al ver los coches de policía y pasó junto a Dalziel sin mirarle siquiera.

Ellie, que parecía acalorada e incómoda en un vestido tan ceñido, dijo:

—Hola, Andy. ¿Ha venido a ver si todos los pilotos tienen licencia?

—Qué tal, Ellie —dijo Dalziel con una sonrisa—. Está magnífica. Hay mujeres a las que les sienta muy bien el embarazo. ¿Otro almuerzo de trabajo?

—¿Otro?

—Sí. Peter me habló del anterior. Hizo bien en hablarnos de la señora Wildgoose. Aún haremos de usted un buen sabueso.

Ellie miró inquieta alrededor pero Thelma estaba fuera del alcance del oído, hablando con Greenall.

—No, esta vez no es de trabajo. Thelma se ha presentado en casa. Esta tarde está libre, aunque puede que intente volar.

—¿Ah sí? —Dalziel le lanzó una mirada inquisitiva—. No se le habrá ocurrido probarlo, ¿verdad?

—Quién sabe —dijo Ellie—. ¿Por qué lo dice?

—¿En su estado? ¿Peter sabe algo de esto?

—Mire, Andy —replicó Ellie con creciente indignación—. Lo que yo haga es asunto mío. Tomo mis propias decisiones. Ya soy mayorcita.

—A eso me refería —dijo Dalziel.

Pero la discusión terminó al regresar Thelma Lacewing.

—Esas personas que acaba de arrestar, superintendente, ¿tiene cargos en su contra? —dijo con su voz serena y exageradamente precisa.

Dalziel se rascó la nuca y guiñó el ojo a Ellie, quien rehuyó ese intento de conspiradora familiaridad, y dijo:

—No, señorita Lacewing.

—¿Les va a acusar de algo?

—Están ayudando en la investigación. Ahora mismo no estoy en situación de predecir el posible resultado de las pesquisas —dijo Dalziel, autoparodiándose deliberadamente.

—Querrá decir hasta que sean interrogados, ¿no?

—Exacto.

—¿Por usted?

—Acertó otra vez.

—¿Cuándo empezará?

Dalziel miró hacia el bar, pero Greenall ya no estaba por allí.

—Después de comer —dijo—. ¿Qué tal es aquí el menú?

—Ciñámonos al asunto, superintendente. ¿Y sobre qué va a interrogar a esas personas?

—Anoche hubo un atraco aquí, ¿no se lo ha contado su amiga?

—Sí. Un par de botellas. Yo diría que no es motivo para que se movilice alguien tan importante como usted.

—Lo mío es el crimen. Lo suyo las dentaduras. Ninguno de los dos puede ser selectivo —dijo Dalziel radiante—. ¿Por qué le interesa tanto? Los Lee sólo son un par de cíngaros. Yo no la veo a usted durmiendo al raso.

Ellie se estremeció. Peter no se lo iba a creer. Pero, ay, pensándolo bien, sí.

—Desaprueba todo abuso de poder, especialmente contra las mujeres —dijo Thelma—. Se conducta es fascista, racista y sexista.

—No, sexista no —dijo Dalziel—. Los he tratado a los dos igual.

—Tengo una amiga abogada, Adrienne Pritchard. Puede que usted la conozca. Le sugeriré que vaya a jefatura esta misma tarde para indagar sobre la detención ilegal del señor y la señora Lee y para actuar en su nombre si ellos así lo desean.

—Bien, entonces todo solucionado —dijo Dalziel—. Creo que me quedaré a almorzar. El sitio no está mal, ¿verdad? ¿Aceptan que las invite a una copa, señoras?

Thelma Lacewing repuso con frialdad:

—Como policía debería usted saber que las personas ajenas al club no pueden invitar a bebida en los locales de la asociación.

—¿Lo dice en serio? —preguntó Dalziel apoyando sus manazas sobre las espaldas de las dos mujeres e instándolas a caminar—. En tal caso, creo que le toca pagar a usted. Yo, una cerveza.