12

El doctor Pottle y los dos lingüistas escucharon las cintas de los cuatro mensajes telefónicos que había seguido al asesinato de Pauline Stanhope.

Pascoe les había facilitado además una transcripción a máquina con las referencias a Hamlet.

A) Si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado? (acto 2, escena X).

B) Uno puede sonreír y sonreír, y ser un malvado (acto 1, escena III).

C) Ser o no ser, ésta es la cuestión (acto 3, escena IV).

D) Por los cielos te juro que ese demencia tuya será pagada por mí con tal exceso, que le peso del castigo tuerza el fiel y baje la balanza (acto 4, escena XVII).

Este era el orden en que había sido recibidos. Sammy Locke, el redactor jefe del Evening Post, creía que A) y D) se acercaban más a su recuerdo de la voz que había oído en las dos primeras ocasiones. Pero cuál de las dos (si es que había dos, a Pascoe le sonaban muy iguales) era, no podía decirlo. Y Pascoe no había juzgado necesario transmitir esa información a los expertos.

Después de reproducir la cinta por quinta vez, se produjo un largo silencio. Pottle encendió otro cigarrillo y garabateó unas notas. Pascoe se quedó mirando a los lingüistas, quienes a su vez se miraron inquisitivamente.

Eran una pareja extraña. Dicky Gladmann era un hombre bajo y pulcro, de unos cuarenta años, ojos azul claro y patillas en forma de media patilla de chuleta de cordero, vestido con una vieja chaqueta de tweed con un pañuelo rojo asomando del bolsillo del pecho y un rastro de salsa en su corbata de indiscernible color. El otro, Drew Urquhart, era bastante más joven. Su cara pequeña, rechoncha y de mejillas sonrosadas, asomaba de entre la oscura maraña de una barba como un petirrojo entre acebos. Vestía tejanos y camiseta estampada.

—Bueno, veremos qué se puede hacer, ¿no? —dijo Gladmann, parodiando su propia voz pastosa de clase alta.

—Sí, supongo —dijo Urquhart, escocés cerrado, no de Glasgow pero cerca.

Se pusieron en pie. Gladmann cogió el casete y se lo metió en el bolsillo.

—¿No van a trabajar aquí? —preguntó Pascoe, sorprendido.

—Mi querido amigo, ¿bromea? —dijo Gladmann—. No es que el sitio esté mal. Apenas se ve la sangre en las paredes, ¿verdad, Drew? En cambio, el material es casi de la edad de piedra. No, el sitio adecuado es el laboratorio del instituto. Y si resulta que merece la pena también podemos ir a la universidad y utilizar su sonógrafo.

—Bien, de acuerdo —dijo Pascoe. De todos modos, había varias copias de la cinta.

Urquhart dijo:

—Inspector, me gustaría saber cuáles son sus intenciones. ¿Cómo se propone utilizar nuestro diagnóstico?

—Con escepticismo, diría yo —replicó Pascoe.

Gladmann soltó una risotada, pero Urquhart no sonrió tras la maraña de su barba.

—Que quede claro que no me interesa darle a la poli un chivo expiatorio —continuó.

Pascoe suspiró. Su bagaje cultural le hacía más solidario con el liberalismo académico que la mayoría de sus colegas, pero comprendía a Dalziel cuando tiempo atrás se había quejado con estas palabras: «¡Si ésos son los tíos inteligentes, no me extraña que el crimen esté tan de moda!».

—Créame —dijo—, un chivo expiatorio no serviría de nada. El hombre que buscamos es un asesino desequilibrado. No dejará de matar mujeres sólo porque hayan arrestado a otro.

Urquhart no parecía muy convencido pero se fue sin hacer más comentarios. Gladmann le siguió, diciendo:

—Besos para la deliciosa Ellie. Estaremos en contacto.

Pascoe cerró la puerta y dirigió su inquisitiva mirada hacia Pottle.

El primer comentario del psiquiatra confirmó su pesimismo.

—No es gran cosa para empezar —dijo.

—¡Cuatro asesinatos! —explotó Pascoe—. No es un mal comienzo, ¿verdad?

—No exagere, hombre —dijo Pottle, divertido—. ¿Qué posibilidades tiene de cazar a ese tipo?

Pascoe reflexionó.

—Otro asesinato —reconoció a regañadientes—. O al menos un intento y pillarlo in fraganti.

—Bien. Es lo que me pasa a mí, aunque de otro modo; cuanta más información tengo, mejores resultados puedo esperar. Estoy suponiendo dos cosas que podrían resultar falsas. Una es que las cuatro muertes han sido obra del mismo asesino. La otra es que en cada caso el motivo ha sido básicamente el mismo, o un aspecto de único y consistente motivo. Ya le digo que estas suposiciones pueden ser falsas. Para serle franco, muchas de las pruebas por usted presentadas me sugieren que pueden ser falsas.

—¿Por ejemplo? —interrumpió Pascoe.

—Lo excéntrico del modelo —contestó Pottle—. Todas eran mujeres jóvenes y solteras, salvo la señora Dinwoodie, que era viuda y de mediana edad. Se las encuentra pulcramente tendidas con los brazos sobre el pecho, salvo Brenda Sorby que fue arrojada al canal. Los cuatro asesinatos tienen lugar en circunstancias remotas por la hora del día o la ubicación, salvo el de Pauline Stanhope que ocurre de día en medio de un recinto ferial. Pero sin estas suposiciones me resulta casi imposible empezar a trabajar. Es ahí donde otro asesinato me sería de gran utilidad. Mejor dos. ¡Entonces sí habría árboles suficientes para formar un bosque!

Sólo la sospecha de que aquella truculencia tenía, en cierto modo, la finalidad de provocarle impidió que Pascoe pronunciara otra propuesta.

—Será usted la segunda o tercera persona en saberlo, doctor —dijo—. Continúe.

—Veamos. Estoy resumiendo, por supuesto. Lo que me parece es que se trata de un hombre mayor, lejos de los treinta y cinco. Un desequilibrado, claro, pero no el típico psicópata asesino de mujeres cuyos impulsos homicidas tienden a ser más dominables a medida que se hace mayor. Para atrapar a un psicópata, inspector, hay que atraparlo de joven. No, no parece que las motivaciones de este hombre estén basadas tanto en el odio cuanto, y no encuentro otra mejor expresión mejor, en la compasión.

—¿Quiere decir que mata mujeres porque siente lástima de ellas? —preguntó Pascoe.

—En cierto modo, sí. Hay buenos precedentes. El impulso hacia la eutanasia es muy fuerte en todas las civilizaciones avanzadas.

—No me estará diciendo que estos asesinatos son una forma de eutanasia, ¿verdad?

—Sólo de la misma forma en que podríamos decir que los asesinatos de Jack el Destripador eran una forma de protesta moral. Según se mire, es raro que no haya más muertes del tipo estrangulador que del tipo destripador-violador. A fin de cuentas, la eutanasia está medio aceptada y por definición implica matar, mientras que el castigo por la inmoralidad sexual desaparece a la larga de las sociedades avanzadas y sólo implicaba la muerte en las más primitivas.

—La Iglesia solía asar a los sodomitas —objetó Pascoe.

—Exactamente —dijo Pottle con voz áspera—. Bien, inspector, he de irme. Tengo trabajo pendiente. Tendrá un informe por escrito.

—Espere un momento. ¿Y los mensajes telefónicos, y la cinta? ¿Qué opina usted?

—De esos mensajes, tanto el A) como el D) concuerdan con mi hombre, aunque yo apuesto por el primero. Esa voz parece poseer la genuina entonación lastimera que encajaría con mis teorías. B) y C) suenan demasiado complacidos. Creo que merece la pena analizar el primero de los mensajes.

—O sea: «Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más casamientos…».

—El mismo. ¿Sabe cómo sigue? «Las que ya están casadas, exceptuando a una, seguirán así; las otras se quedarán solteras».

—Sí, ya sé. Hasta ahora tenemos una viuda y tres solteras. Estamos esperando a que llegue la señora casada.

Pascoe también sabía ser truculento si hacía falta.

—Quizá ésa sea la manera de enfocar el caso, inspector. Cosa rara, eso de los compromisos matrimoniales. A menudo son mantenidos en el mayor secreto. Imagino que comprobó usted si Pauline Stanhope estaba prometida. Las otras dos chicas sí, y desde hacía muy poco.

—Cree que…

—Yo no estoy sacando ninguna conclusión, inspector. Pero una mujer viuda puede ser considerada en cierto sentido como una mujer casada. Si fuera usted, yo intentaría averiguar por qué precisamente la pobre señora Dinwoodie, de entre todas las mujeres casadas, tuvo que ser la escogida. Ahora debo irme.

Después de marcharse Pottle, Pascoe se quedó sentado preguntándose si era posible que un hombre fuese por ahí matando gente por compasión. Una vez, sí. Eso podía entenderlo. Alguien muy próximo y querido que estuviese sufriendo mucho. ¿Pero desconocidos? ¿Y compasión de qué?

Pero no podía quedarse allí sentado todo el día. Los casos se resolvían pateando las calles, no con especulaciones metafísicas.

Se encaminó hacia la zona suburbial donde vivía la familia Wildgoose. Sabía que probablemente Mark Wildgoose no estaría en casa pero no disponía de otra dirección y, aunque podría haberle seguido la pista a través de las autoridades del instituto, eso le daba una excusa para hablar con la esposa.

Lorraine Wildgoose estaba en el jardín delantero pasando un pequeño cortacésped eléctrico. Al acercarse él, apagó la máquina y asintió con la cabeza cuando Pascoe se presentó.

—Ya lo sé —dijo ella.

—No nos conocíamos, ¿verdad?

—No. Vi una foto suya ayer cuando fui a visitar a Ellie. Entremos en casa.

Pascoe la siguió. Llevaba una falda fina de algodón y un escueto sujetador cuyos movimientos al inclinarse para desconectar el cortacésped no insinuaron límite alguno a su intenso bronceado. La observación fue bastante objetiva. Pascoe no sintió ningún cosquilleo sensual ante aquellos atisbos mamarios. La expresión del rostro enjuto y ligeramente picado de viruela de Lorraine Wildgoose era tan intensa que excluía toda sospecha de calientabraguetismo.

—Señora Wildgoose, me gustaría hablar con su marido. Tengo entendido que ya no viven juntos.

—¿Le apetece tomar algo? —dijo ella—. ¿Café, o prefiere algo más fuerte? Hace un par de años no habría podido ofrecerle ninguna de las dos cosas. Nos dio por la alimentación biológica. Fue entonces cuando él se interesó por el huerto. De eso tendría que hablar con él.

—¿Se ocupa usted sola del jardín? —preguntó Pascoe, cuya reacción a las indirectas era siempre indirecta—. Es bastante duro.

Se asomó a una puertaventana que daba al jardín trasero. Un pequeño patio se abría a un rectángulo de césped de unos quince metros de hondo bordeado de rosas y arbustos ornamentales.

—Lo he hecho toda la vida. Él no empezó a interesarse hasta que decidió que quería plantar ginseng y soja. Entonces fue cuando yo dije que ni hablar y él se consiguió el huerto ese. Me siento un poco responsable por la muerte de esa chica.

A Pascoe le pareció demasiado rápido.

—Esa invitación… —dijo—. Es temprano pero tengo sed. Una cerveza pequeña, quizá.

Lorraine fue a la cocina y volvió con una lata y dos vasos.

—Yo ahora bebo de todo —dijo—. Si envenena el organismo, entonces supongo que el mío estará hecho polvo.

Pascoe abrió la lata, sirvió la cerveza y escogió con cuidado las frases.

—Señora Wildgoose, por lo que le dijo ayer a Ellie y lo que acaba de decirme a mí, ¿me equivoco al pensar que usted cree que su marido puede saber algo de estos asesinatos?

—No —dijo ella en voz baja, seguido de un «¡Sí!» en una exclamación que hizo derramar a Pascoe unas gotas de cerveza.

—¿Cómo puedo saberlo? —se preguntó ella—. Es que está tan raro, tan lleno de miedo. En los dos sentidos. Da miedo y tiene mucho miedo. ¿Me comprende?

—Creo que sí —dijo Pascoe, más en respuesta a su intensa mirada que a los dictados de la razón. Se acordaba de una joven maestra de escuela cuyas apremiantes preguntas parecían excluir una respuesta negativa. También se acordaba de la ira de la joven cuando, inevitablemente, él hubo de confesar su ignorancia.

Era momento de tomar la iniciativa.

La puerta se abrió antes de que pudiera hablar y una chica de unos trece años irrumpió en la casa seguida de cerca por un muchacho ligeramente más pequeño. Se detuvieron en seco al ver a Pascoe.

—Huy, perdón —dijo la chica.

—Esta es mi hija Sue. Y mi hijo Alan. Os presento al inspector Pascoe. No tardaremos mucho. Si veis que la espera se os hace muy pesada, podéis acabar lo que falta de césped.

La chica puso cara de poco entusiasmo y se retiró. Ni ella ni su hermano se parecían demasiado a la madre en sus rasgos, aunque compartían su tez bronceada. Al menos eran obedientes, se dijo Pascoe cuando enseguida se oyó el gemido eléctrico del cortacésped. Una cualidad muy oportuna en los niños, algo que Ellie y él tratarían de lograr en sus propios descendientes. Esperaba.

—Señora Wildgoose, el estado mental de su marido puede ser importante, pero de momento no es crucial. Piénselo con calma. ¿Hay alguna cosa, algo concreto, que relacione a su marido con June McCarthy, o con cualquiera de las otras chicas?

Ella abrió los ojos asombrada ante el intríngulis de la pregunta. ¿Es que nunca parpadea?, se preguntó Pascoe.

—El huerto —dijo ella.

—Sabemos lo del huerto —dijo él—. ¿Habló alguna vez de June McCarthy o de alguna chica que hubiera visto o conocido estando en Pump Street?

—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó ella—. Lo lógico habría sido querer ocultarlo, ¿no cree?

—¿Se refiere a una aventura? ¿Sugiere que él pudo tener una aventura con esta chica?

—No habría sido la primera vez —replicó ella con acritud—. Tiene un pequeño invernadero junto al huerto. El sitio ideal.

—Un invernadero no es un lugar muy discreto, que digamos, para tener un lío amoroso —observó él.

—Las paredes están encaladas —dijo ella—. No se ve el interior. Y una vez que los niños fueron a verle, él no les dejó entrar.

Pascoe se imaginó a Wildgoose fornicando entre tomateras. Muy apropiado.

—¿Y ya está? —dijo.

—¿Qué más quiere? ¿Fotografías?

—¿Sabe usted si alguna vez iba al Cheshire Cheese? —preguntó Pascoe.

—Sí. Claro que eso fue antes de que dejáramos la bebida.

—¿Su marido volvió a la bebida antes de la separación?

—Sí. Recuerdo que una noche llegó a casa y se lo noté en el aliento. Fue por entonces cuando tuve la sensación de que las cosas empezaban a ir rematadamente mal.

—¿En qué sentido?

—Ese odio del que le hablaba. Ese resentimiento. Creo que todo empezó entonces.

—¿Entonces, cuándo?

—A principios del verano. No sé. O finales de mayo, quizá.

Pascoe sacó una agenda y buscó entre sus páginas.

—¿Cuándo se separó usted de él?

—El 14 de junio —dijo ella—. Lo recuerdo muy bien. Era el cumpleaños de Alan. Mark llegó tarde. Yo me quejé. Hubo pelea. Mark se fue de casa. No volvió hasta pasada la medianoche, de peor humor que cuando se fue y apestando a alcohol. Esa noche dormí en el cuarto de invitados con la cama apoyada contra la puerta. Nada más levantarme salí con los críos y me fui al piso de Thelma Lacewing. Usted la conoce, supongo.

—Sí, desde luego.

—Es estupenda, ¿verdad?

—Ajá. ¿Y su marido…?

—Seguía durmiendo, claro. Al menos la bebida me hizo ese favor. Qué menos. Sí, el catorce. Sólo hace un mes. Santo Dios.

Pascoe la observó y aguardó.

Para una mujer tan dispuesta a sugerir que su marido podía ser el Estrangulador, estaba desperdiciando una oportunidad de oro.

O tal vez era lo bastante lista para saber que ciertas cosas no precisan subrayado. Quizá creía poder confiar en que hasta el más tonto de los policías recordara que había sido la noche del 14 de junio cuando Mary Dinwoodie había sido estrangulada detrás del Cheshire Cheese.

Pascoe hizo una última pregunta mientras se levantaba con la nueva dirección de Mark Wildgoose en su libreta.

—Pese a sus sospechas, usted sigue viendo a su marido. ¿Cómo es eso?

—Él tiene derecho a ver a sus hijos. Además, no quiero que piense que yo sospecho algo —dijo desafiante.

No parecía verdad.

—¿Qué tal la excursión de ayer? —preguntó él como si tal cosa mientras iban hacia la puerta.

La hija estaba en el jardín empujando el cortacésped. No parecía haber progresado mucho, observó Pascoe.

—Bien —dijo Lorraine Wildgoose—. Estuvo muy bien. Los niños disfrutaron. Oh, disculpe.

Sonaba un teléfono en la casa. Ella cerró la puerta con firmeza.

Pascoe echó a andar. La chica estaba mirándole. Las hojas del cortacésped tenían otro aspecto cuando no estaba en marcha.

Pascoe le sonrió.

—Tu madre está preocupada —dijo—. No te tomes a pecho todo lo que dice. Está pasando un mal momento.

La chica no le devolvió la sonrisa aunque tampoco hizo el menor esfuerzo por disimular que había estado espiando.

—¿Es que va a arrestar a papá? —dijo.

—No, ¿por qué? Lo que quiero es hablar con él.

—No siempre la culpa es de él —dijo la chica—. Ayer fue ella quien lo estropeó todo.

—¿Ayer?

—Sí. Primero se metió en casa de una mujer y no salía ni a tiros. Nos estábamos asando en el coche. Luego, cuando llegamos a la costa, ella no paró de fastidiar. Papá quería que tomásemos el té juntos más tarde y no volviéramos a casa hasta la noche, pero ella empezó a discutir con él y a eso de las cinco ya estábamos de vuelta.

—Entonces no te lo pasaste muy bien, ¿verdad? —dijo Pascoe pensativo.

—No es que yo no quisiera —replicó ella.

Pascoe buscó en su bolsillo y sacó una moneda de cincuenta peniques. A lo lejos pudo oír la campanilla de un furgón de helados.

—Qué mundo tan curioso —dijo—. Pero la hierba sigue creciendo. ¿Por qué no buscas a tu hermano y os partís un cucurucho o lo que se pueda comprar con esto?

La moneda de plata saltó por los aires. Ella la atrapó con dos manos, sonrió encantadoramente, dijo «¡Gracias!» y salió corriendo por la verja del jardín.

Pascoe la vio alejarse y de pronto sintió vértigo al pensar que podía estar cerca de resolver el caso.