El sargento Wield no era un intelectual. Los únicos libros que tenía eran las obras completas de Emilio Salgari, que leía y releía con avidez. Pero sabía reconocer a una calientabraguetas a simple vista.
Janey Pickersgill cruzó y descruzó las piernas con el máximo rozamiento y la máxima exposición. Su falda tenía ese corte lateral a la moda y Wield observó que las medias estaban otra vez de actualidad tras una década de mallas. Ella notó que él lo notaba y se estiró sensualmente en su butaca, arqueando la espalda para erguir su pequeño busto.
Wield bostezó. No era en absoluto un gesto afectado. La noche anterior había habido mucha charla y poco dormir. Maurice, su amigo de Newcastle, se había mostrado intranquilo, y no del todo acogedor. Su conversación no había llegado al fondo de las cosas pero Wield sospechaba lo peor.
Como ahora mismo.
—Janey, si tratas de hacerme pensar en otra cosa, olvídalo —dijo en plan simpático—. He visto mejores tetas en un luchador turco. Háblame otra vez de aquel jueves por la noche.
—No le permito que me hable en ese tono. Se lo diré a Frankie —le amenazó Janey. Pero se arregló la falda con más decoro y luego encendió un pitillo, sosteniéndolo y exhalando humo como un principiante.
A sus veinticinco años no había desarrollado aún esa pátina de dureza, o peor, de resignación monótona que tienen aquellos cuyo contacto con la autoridad suele ser invariablemente a la defensiva. Pero ya saldría, pensó Wield. Mientras tanto, aun cuando no había peligro de que se dejara seducir por sus encantos, debía tener cuidado de no dejarse seducir por su candor.
Janey se había casado con Frankie Pickersgill sabiendo lo que era y había mentido constante y vehementemente mientras a él lo investigaban por el robo en la tienda de licores.
—¿No le han dicho en la cochera que Frankie está haciendo un transporte a Manchester? No volverá hasta última hora de la tarde.
—Ya lo sé —dijo Wield, poniéndose cómodo en su silla—. Lo que no sé es qué pretendes hacerme olvidar con tanto movimiento de piernas, Janey. A ver, a mí sólo me interesa Tommy Maggs. Vosotros tres estuvisteis aquí la noche que pasó, ¿correcto?
—¿La noche que pasó qué? —dijo ella con cautela.
—Caramba, pues la noche en que asesinaron a la novia de Tommy Maggs —contestó Wield—. ¿Es que pasó algo más esa noche?
—Sí, muy bien, estuvimos los tres aquí, viendo la tele. Eso ya lo hemos dicho. ¿Para qué viene otra vez a molestar?
—Verás, Janey, Tommy ha desaparecido —dijo Wield—. Nos preocupa ese muchacho. Él está muy alterado, lógicamente. Un chico joven, vagando por ahí en un estado de agitación… podría pasar cualquier cosa. Lo entiendes, ¿verdad?
—Lo que no entiendo es qué tiene eso que ver conmigo —se quejó ella, dando nerviosas chupadas a su cigarrillo.
—¿No? Bueno, de hecho es por Ron. Ya sabes cómo son esos jovencitos. Falso sentido de la lealtad, desconocimiento real de los intereses de sus amigos, ese tipo de cosas. Existe la posibilidad de que Ron sepa más de lo que aparenta saber. Me preguntaba si tú podrías echar un cable.
—No. Yo no sé nada de nada. Él no me ha dicho nada.
—¿Estás segura? Haz memoria. Recuerda la noche en que estabais los tres aquí viendo la tele.
—No es probable que él dijera demasiado en esa situación, ¿verdad?, puesto que no había pasado nada todavía —dijo Janey con el orgullo de quien tropieza con un oasis de lógica en medio de un yermo de intuición femenina.
—Claro que no. Tienes razón. A menos que comentara algo sobre el estado de Tommy cuando le dejó en el Bay Tree.
Ella lo miró alarmada.
—No pensará que Tommy tiene algo que ver con el asesinato de esa chica, ¿verdad? Fue el Estrangulador, todo el mundo lo sabe.
—Pero ¿quién es el Estrangulador? ¿Quién lo sabe? ¿Has visto a Tommy?
—Un par de veces. Ron lo trajo a casa.
—Buen chico.
—Parecía muy simpático. Y muy decente —dijo ella con énfasis. Una hebra de tabaco se le había pegado a la lengua. Janey la cogió con una uña escarlata. El efecto fue más sensual de lo que ella pretendía.
—¿Y a Brenda?, ¿la conocías?
—Sólo la vi una vez. Estaba en el coche cuando Tommy vino, y yo le dije que la hiciera entrar. También era simpática. Y culta.
—Un poco esnob para Tommy, ¿quizá?
—No. Sólo culta.
—¿Frankie la vio también?
—Sí. Le dijo hola.
—¿Y qué pensó ella?
Las alarmas empezaron a sonar en la cabeza de Janey.
—¿Pero a qué viene esto? Él no pensó nada de la chica. Sólo hablaron un minuto. ¿Adónde quiere llegar?
Wield se le quedó mirando con una falta de expresión no exenta de sinceridad. Había dado casualmente con esta línea de preguntas justo cuando se disponía a rendirse. Frankie no dejaría que su breve encuentro con Brenda Sorby le asustara hasta el punto de confesar el golpe en el depósito de Spinks. Pero a Janey sí podía escapársele alguna cosa por pura indignación.
—Nos interesa todo aquel que conozca a Brenda —dijo, repentinamente rígido y formal—. Existen muchas posibilidades de que alguien la recogiera en su coche después de dejar a Tommy. Y que ella estuviera dispuesta a aceptarlo a aquellas horas de la noche, significa seguramente que conocía al conductor.
Ella se puso en pie tan enfadada que Wield notó gotitas de saliva en la cara cuando ella dijo:
—¿Tan jodidos están que necesitan cargarle el mochuelo al primero que pasa? Pues bien, se ha equivocado de casa si es a Frankie a quien busca. Estuvo aquí conmigo toda la noche, y me refiero a toda la noche, desde que llegó a casa hasta la mañana siguiente cuando se fue al trabajo. Y nada me hará decir lo contrario, ¡ni que mandaran a todo un batallón de polis como usted!
—¿A qué hora te acostaste? —preguntó Wield con calma.
—¿Qué?
—Te fuiste a acostar, supongo. ¿A qué hora?
—No lo sé. Las once y media, las doce.
Estaba confusa como suele estarlo la gente ante una falta de reacción a un arranque emocional.
—¿Y Ron?
—¿Qué pasa con Ron?
—¿Se fue él primero? ¿O estaba levantado cuando tú y Frankie os fuisteis a la cama?
—No lo sé. Él primero, me parece.
—Entonces hubo un rato en que tú y Frankie estuvisteis solos entre las once y las doce.
—¡Yo qué sé! ¿Importa eso? Quizá nos acostamos antes de que se marchara.
—¿Dejando solo a Ron?
—¡No! Supongo que subimos juntos.
—No sabía que formarais una familia tan unida —dijo Wield.
Ella intentó abofetearle.
Wield se defendió poniendo el canto de su mano izquierda con la palma hacia arriba a la altura de la cabeza, en un gesto de paz.
—¡Mierda! —exclamó ella al golpearse la muñeca.
—Búscate a alguien de tu talla —dijo Wield. Se puso en pie, apoyó sus manos en los hombros de ella y la obligó a sentarse en la silla que él acababa de dejar.
Estaba seguro de que había algo. Pero probablemente era material para el inspector Headingley, y él ya había empleado demasiado tiempo en el caso del Estrangulador.
Hacer el bien sin mirar a quién era un buen truco de despedida para cualquier policía: dejar a la gente preocupada. Solía dar buenos resultados. Y también era muy desagradable, pero el deber era lo primero.
—Janey —dijo muy serio—. Si Frankie confía en Ron para su coartada, no creo que duerma muy bien últimamente.
—¿Qué diablos quiere decir? —masculló ella sin dejarse de frotar la muñeca.
—¡Vamos, Janey! No seas ingenua. A estas alturas debes conocer bien a tu hermano. Cuando a Frankie lo pillaron por lo del whisky, ¿no te preguntaste cómo fue que lo descubrimos?
Ella se encendió tanto que Wield supo que había tocado una fibra sensible.
—¡Está mintiendo! —exclamó—. Demuéstrelo.
—Oh, Janey —dijo él compungido—. Esto es algo que la gente como tú y como yo tenemos en común. Sabemos cuándo el otro miente o dice la verdad. El único que necesita pruebas es el jurado.
Se dirigió a la puerta. No le quedaba nada que hacer allí. Más adelante, tal vez…
Wield sabía que se había arriesgado. Una cosa era amenazar a Ludlam y otra muy distinta descubrirle el pastel a Janey. Pero Wield también tenía su intuición. Le vino a la cabeza que la última vez que se había fiado de su intuición fue cuando asistió a la sesión de espiritismo con el magnetófono en el bolsillo.
Se estremeció al pensarlo y se dirigió al banco de Brenda Sorby.
Millhill era un típico suburbio mixto, gente de clase media en el lado más próximo al río, pasando a vivienda protegida y comercios hacia el vecino polígono industrial. El Northern Bank estaba en una pequeña zona comercial en un punto más o menos intermedio. La semana anterior, tras el hallazgo del cuerpo de Brenda Sorby, Pascoe había entrevistado a los empleados del banco mientras Wield preguntaba en las tiendas. Sólo la peluquería situada cuatrocientos metros más abajo había proporcionado algún testigo. Brenda había acudido a su cita, había estado animada y locuaz, y partido a las seis y cuarto. De hecho, como sabían que Brenda y Tommy se habían encontrado en el Bay Tree a las ocho, cualquier cosa que la gente del banco o los comerciantes pudieran decirles carecía probablemente de importancia, pero Dalziel quería ponerlo todo patas arriba otra vez, y sus deseos eran órdenes.
Wield consultó su libreta. Dos de las tiendas más pequeñas estaban cerradas por vacaciones. Era sorprendente que aún hubiera tantas personas que hicieran sus vacaciones durante la quincena ferial.
La primera en donde probó, Joyería y relojería M. Conrad, seguía cerrada. La segunda, Pastelería Durdons, estaba abierta. Los Durdon acababan de regresar de una semana en España ese mismo día, y estaban empeñados en recuperar su gastos lo antes posible.
Sí, habían leído lo del asesinato, siempre compraban la prensa inglesa cuando estaban de vacaciones. Sí, estaban aquí aquel jueves, no se fueron hasta el viernes en la mañana. Sí, recordaban vagamente a la chica. Pero no, no recordaban haberla visto ese día y no, no podían decirle nada más a Wield.
En el banco lo recibieron con menos entusiasmo. Según en las notas de Pascoe, Mulgan, el gerente en funciones, se había mostrado muy afectado al conocer la muerte de Brenda, pero con una excesiva preocupación por ocultar sus sentimientos.
Ahora, pasada una semana, parecía dominar esa preocupación personal. Alto, de pelo castaño espeso, exuberante y engominado, era un hombre guapo aunque un poco entrado en carnes. Sus mejillas llenas, afeitadas y con un toque rosáceo, despedían fuertes efluvios de uno de los más viriles aftershaves. Wield recordó de pronto que Maurice le había regalado un frasco por Navidad, pero nunca lo había utilizado.
Llevó a Wield a su despacho, un acto, a juicio del sargento, más de ocultación que de cortesía.
—Bonito despacho, señor —dijo Wield, admirando la bien proporcionada sala—. Este local es bastante grande, quiero decir tratándose de un banco de las afueras.
—Sí. Fue construido al desarrollarse el polígono industrial —dijo Mulgan—. La oficina central preveía mucha actividad.
—Que no llegó.
—¿Cómo?
—Bueno, lo dice usted como si las cosas no hubieran llegado a funcionar del todo.
—Oh, no —dijo Mulgan con leal indignación—. Es un banco próspero. Muy próspero. —Luego, más relajado dijo—: Los hombres de negocios de Yorkshire son muy conservadores. Se sorprendería de cuántos de ellos insisten en mantener sus cuentas en la oficina del centro de la ciudad. Tal vez habría sido posible persuadirlos con algo más de dinamismo. Quizá no sea demasiado tarde.
Wield echó un vistazo a su libreta. Mulgan era el gerente en funciones, según vio.
—Entonces ¿no hay muchos clientes de la localidad? —dijo, sondeándolo un poco más, aunque por anda en especial.
—Todo lo contrario —repuso Mulgan, otra vez ofendido—. Casi todas las tiendas locales tienen cuenta aquí.
—¿Y del polígono?
—Uno o dos clientes.
Viendo de repente un atisbo de conexión, Wield preguntó:
—¿Incluye eso la planta de embotellamiento de Eden Park?
Mulgan negó con la cabeza y jugueteó nervioso con el secante.
—¿En qué puedo servirle, sargento? —preguntó.
Estamos revisando toda la investigación, señor. Pura rutina. A veces hay cosas que surgen pasados unos días, cuando la gente ya no está conmocionada o molesta.
Alguien llamó a la puerta y apareció la cabeza de una joven.
—Lamento interrumpir —dijo—. Pero la señora Mulgan está aquí y necesita hablar con usted.
—¿Cómo? —replicó Mulgan enfadado—. Está bien, ahora salgo. Disculpe, sargento.
—Descuide —dijo Wield, levantándose—. Hágala pasar. Iré a hablar con alguien del personal que no esté muy ocupado.
Al salir vio a la chica hablando con una mujer de cara delgada y abatida que parecía tener diez año más que Mulgan.
—Gracias, querida —dijo la mujer con un marcado acento rural de Derbyshire—. Cuídese mucho, ¿de acuerdo? Ahora ya puedo entrar, ¿no?
—Disculpe, señorita —le dijo Wield a la joven antes de esta pudiera marcharse. Se presentó y supo que ella era Mary Brighouse. No estaba del todo mal, tenía una buena figura y unos grandes ojos castaños que se humedecieron cuando él empezó a hablar de Brenda.
—Eran buenas amigas —dijo Wield compasivo.
—No nos veíamos mucho fuera de aquí —dijo Mary—. Pero me caía muy bien. Me afectó mucho la noticia, tanto que tuve irme a casa. No volví hasta el miércoles.
Wield consultó sus notas al informe de Pascoe. La chica no había sido de ninguna ayuda y se había echado a llorar sólo empezar el interrogatorio. Wield dudaba que pudiera llegar más lejos que Pascoe. La tomó del brazo y la condujo hacia la parte de atrás del banco.
—Esa era la señora Mulgan, ¿verdad? —le dijo jovialmente—. Me he llevado una sorpresa después de conocer a su jefe.
—Es una mujer muy amable —repuso ella a la defensiva.
—Estoy seguro de que lo es. Me refería a…
Sí. Ya sé —le ayudó ella—. Nacieron en el mismo pueblo.
—Pero él ha progresado mientras que ella en cierto modo no, ¿se refiere a eso? —dijo Wield—. Es triste.
—Sí, y una pena —contestó Mary, la mirada clara otra vez y la voz en tono confidencial.
—La cosa nunca termina aquí —añadió Wield sin saber muy bien a qué estaba apostando.
—No. Hay hombres que piensa que un poco de poder les da toda clase de derechos. Y a fin de cuentas, él sólo está en funciones.
—Lo sé —dijo Wield, súbitamente de su lado—. Son cosas que pueden ser muy engorrosas. Quiero decir, una sonrisita en la fiesta de la oficina puede provocar cosas muy desagradables cuando está fuera de lugar. ¿Le ha molestado a usted mucho?
—En realidad no —dijo ella—. Bueno, de hecho la cosa no iba conmigo, a veces me decía algo. Es más bien…
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
La puerta del despacho de Mulgan se abrió y Wield ya no tuvo tiempo para conmiseraciones.
—¿Quiere decir que la cosa iba con Brenda?
—Sí, sí —dijo ella perdiendo la coherencia—. Creo que él la invitó a salir un par de veces y siempre la estaba llamando al despacho o poniéndose detrás de ella, muy cerca. Ella decía que como ahora tenía un anillo de compromiso, tal vez… —Recordarlo fue demasiado para ella.
—¡Sargento Wield! —llamó Mulgan.
—Suénese, muchacha —dijo Wield—. Y vaya a lavarse la cara. Es usted una buena chica.
Le dio unas palmaditas en el brazo y volvió al despacho del gerente donde examinó una vez más sus notas al informe de Pascoe. Tuvo una decepción. El inspector no había descubierto el acoso a Brenda por parte de Mulgan, pero su acostumbrada minuciosidad le había hecho verificar el paradero del gerente en funciones entre las diez y las doce de aquella noche. Había estado en su casa. Confirmado por su esposa. Wield frunció el entrecejo.
—¿Qué más puedo hacer por usted, sargento? Estamos muy ocupados.
—Lo siento. Debería haber venido fuera del horario laboral.
—Entonces también trabajamos —repuso Mulgan con acidez.
—No me cabe duda.
Wield cerró su libreta.
—Le diré lo que puede hacer, señor Mulgan. ¿Sería posible averiguar en qué estaba trabajando Brenda ese día, quiero decir, cuando estaba en el mostrador?
—Si, es posible. Pero ¿para qué demonios quiere saberlo?
Wield jugó a hacerse el misterioso. No era difícil. Para él era un misterio. Pero necesitaba un momento para reflexionar.
Mulgan le dio más.
—Tendría que pedir autorización a la oficina central —dijo—. Eso sería revelar información bancaria.
—Oh, no se preocupe. No hay ninguna prisa. Le llamaré más tarde, si no le importa. O si no vuelvo en horas de trabajo, métalo en su portafolios y alguien se lo irá a buscar a su casa.
Se levantó y se despidió antes de que Mulgan pudiera poner objeciones.
Una vez en el coche intentó calcular las posibles consecuencias de las semillas que había sembrado aquella mañana, pero no pudo pensar en otra cosa que en la agridulce fragancia del aftershave de Mulgan.