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Una de las máximas de Dalziel era que la reuniones cuanto más breves fueran, mejor. No obstante, tras el anuncio de nuevos acontecimientos y la disposición de fuerzas, permitió un debate general mientras se rascaba su enorme corpachón. La charla duró lo que duró el rascarse.

La principal noticia del viernes era que el Mini multicolor de Tommy Maggs había sido hallado sin su pie de biela en el aparcamiento sur del área de servicio de Watford Gap en la M1.

Dalziel dijo:

—Seguramente hizo autostop y debe de estar en Londres. La policía local está haciendo averiguaciones en Watford Gap. Habrá que verificar con la familia Maggs posibles contactos en la capital. Parientes, amigos, lo de siempre.

Pascoe anotó algo. Su tarea consistía en anotarlo todo. Dalziel creía que de esa forma no desperdiciaba su educación universitaria.

La sesión continuó. Dalziel se mostró escéptico acerca de los lingüistas.

—Tenemos cuatro llamadas grabadas. No sabemos si alguno de ellos es realmente el Estrangulador, así que seguramente no nos ayudará mucho saber de qué calle de Heckmondwike proceden las llamadas. —Pausa para carcajada abyecta—. Pero sería de tontos no utilizar toda la ayuda de expertos que podamos conseguir. He pedido al psiquiatra Pottle, del Hospital Central, que nos dé su opinión. Se le han proporcionado todos los detalles de que disponemos. Pascoe, quizá habría que pasarle una copia de las cintas.

Pascoe anotó eso también, ocultando su sorpresa. Conocía a Pottle de un caso anterior, un hombre canijo, fumador empedernido y bastante irritable, con un bigote a lo Einstein. Dalziel no daba crédito a la psicología.

—Se nos ha pasado algo por alto —opinó.

La autopsia practicada a Pauline Stanhope había confirmado la hora de la muerte entre las once y media de la mañana y la una y media de la tarde. El calor dentro de la tienda había complicado un poco las cosas. La causa de la muerte era estrangulamiento. Las contusiones en el abdomen podían deberse a un golpe violento. No había señales de violencia sexual. Y no hubo manera de deducir a dónde se dirigía cuando Ena Cooper, la mujer de los tragaperras, la vio salir de la tienda antes del mediodía. En su estómago se encontraron únicamente rastros de un desayuno ligero.

Coordinando el acopio de declaraciones de propietarios de casetas y visitantes de la feria, estaba el sargento Bob Brady, un hombre taciturno amante de la goma de mascar que siempre parecía más avispado de lo que Pascoe creía. Pero tenía fama de metódico, y había coordinado también las declaraciones de los propietarios de huertos tras el asesinato de McCarthy.

Por lo que respecta al asesinato de Stanhope, el método Brady había conseguido únicamente esto: que nadie había visto nada ni a nadie cerca de la tienda durante la hora que importaba, y que después de que la señora Cooper viera a Pauline Stanhope, nadie más había sabido nada hasta que la encontraron muerta.

—Igual que la chica Sorby —dijo uno.

—Pudo haber vuelto con alguien. O alguien se metió en la tienda mientras ella estaba fuera —dijo Brady, extendiéndose más de lo natural en él.

—O sea, él entra sin ser visto, ella vuelve sin ser vista, él sale sin ser visto —dijo Dalziel.

—Pero ¿por qué la mataron? —preguntó Pascoe.

—¿Por qué las mataron a todas?

—Sí, de acuerdo. Pero aquí, por primera vez, hay una conexión.

—¿Se refiere a la tía de la chica? —dijo Dalziel—. Pero usted verificó que no llegaron a verse, ¿no es eso?

—Sí, señor. Me puse en contacto con la señora Sorby. Dice que siempre visitaba ella a Rosetta Stanhope y no al revés, ya que su marido se oponía. Hasta esa última sesión, claro, y fue porque la señora Stanhope insistió.

—Y Brenda nunca acompañaba a su madre.

—No, a Brenda no le interesaban esas cosas. Era una chica práctica, realista. Más como su padre.

Cuando vio que por allí no iban a conseguir nada, Pascoe dijo:

—Sargento Brady, repasemos un poco el caso de June McCarthy. Usted entrevistó a un tal Mark Wildgoose.

—Sí, lo recuerdo.

—¿Alguna cosa en especial?

—Estará en mi informe.

—Es como lo demás —dijo Pascoe, añadiendo, por si había sonado crítico—: Como era de esperar, naturalmente. Aunque es un poco más delgado que los otros informes. Wildgoose sólo iba al huerto una o dos veces por semana. No conocía a June McCarthy y nunca vio nada sospechoso en las cercanías.

—Igual que casi todos los demás —concedió Brady—. Pocas emociones, aparte de unas cuantas zanahorias robadas.

—Dos de ellos sí recordaban a June McCarthy de cuando trabajaba en el turno de día —dijo Pascoe—. Incluido Dennis Ribble, en cuyo cobertizo fue encontrado el cadáver.

—Ya. Pero Ribble y el otro tipo son octogenarios. No podrían estrangular ni un pichón entre los dos —dijo Brady, provocando risas.

—¿Por qué le interesa Wildgoose? —quiso saber Dalziel—. ¿Es que ha sabido algo?

—Que es un tipo raro. Potencialmente violento. Y que da clases de literatura inglesa en el instituto Bishop Crump, que es a donde había estudiado Brenda Sorby.

—Vaya —dijo Dalziel—. ¿Había algo de esto en su informe, sargento Brady?

El sargento negó con la cabeza.

—Nada —dijo con la lacónica seguridad de quien sabe que no ha fallado.

—¿Cuál es su fuente, Peter?

—Información —dijo Pascoe, incómodo. No le importaba decírselo a Dalziel en privado pro no veía razón para dejar a Ellie como una fisgona delante de todos.

—¿Maliciosa?

—Es posible. Pero también fundada.

—Ya. Sargento Brady.

—¿Señor?

—Vamos, muchacho. Usted es el único que conoce al tipo. No sea reservado.

Brady encendió otro cigarrillo con el que estaba fumando.

—Vive en Wordsworth Drive en la zona de Belle Vue, a medio kilómetro de Pump Road. Es un chalet.

—¿Jardín? —preguntó Dalziel.

—Césped, rosas, macizos. Nada de hortalizas.

—¿Y usted le entrevistó en la casa? —dijo Pascoe.

—Sí.

Dalziel miró a Pascoe inquisitivamente.

—He sabido que se separó de su mujer —dijo Pascoe—. Viven cada cual en su casa.

—Pues esa tarde estaba allí. Eso sí, la mujer sacó rápidamente a los críos en cuanto yo me identifiqué.

—¿Y cuál fue su reacción personal?

Brady pareció desconcertado.

—¿Le chocó, le preocupó, le indignó? —quiso saber Pascoe.

—Poca cosa. Me llevó a una habitación en la que estaba él con los dos críos y dijo: «La policía, es para ti. Vamos, niños». Y eso fue todo. No volví a verla.

Pascoe y Dalziel intercambiaron miradas.

—Estaría de visita —aventuró Pascoe—. ¿Y el señor Wildgoose?

—Un tipo normal. Se limitó a responder. Nada especial.

Dalziel dijo a Pascoe:

—¿Alguna idea?

—No estaría mal saber cuándo estuvo McCarthy por última vez en el turno de día y preguntar si alguien vio a Wildgoose hablando con ella mientras pasaba por el huerto.

—¿Qué necesidad tendría de haber hablado con ella?

—Necesitaría cerciorarse de que ella pasaría por allí por la mañana.

—Correcto. Y al mismo tiempo verificar dónde estaba cuando se produjeron los otros asesinatos.

Pascoe lo anotó, diciendo:

—Habrá que darse prisa. Está a punto de marcharse a Arabia Saudí.

—¡Dios!

La sesión prosiguió.

Wield informó de su visita al Cheshire Cheese y preguntó si podía tener alguna importancia la proximidad del campamento gitano a tres lugares relacionados con los asesinatos.

Dalziel dijo:

—Una escena del crimen, dos lugares de trabajo. No es gran cosa —dijo Dalziel—. Bien. Averigüe lo que pueda sobre gitanos siniestros merodeando cerca de la fábrica o el canal. ¿Alguien más tiene migajas que podamos aprovechar? ¿No? Bueno, pues esto es lo que yo pienso: hay cosas que no se han tenido en cuenta en este caso. Digo caso y no casos, porque así es, y en eso radica el problema. Muchos de ustedes están actuando como si hubiera cuatro investigaciones en marcha. Pues bien, no es así, sólo hay una investigación, y cuando hagan preguntas y tomen declaraciones quiero que lo tengan presente. Son detectives, ¿no? Pero por lo que he visto y oído, algunos no podrían ni detectar pipí en un orinal. Hay que ponerse en marcha. Volver al principio. Cualquier novedad puede cambiar todo lo que ya es pasado. Es decir, quiero que revisen lo que ya han hecho según este punto de vista. Volveremos de nuevo sobre el mismo terreno, pero esta vez nos moveremos un poco más, a ver qué descubrimos desde esta nueva perspectiva. Quiero que todos conozcan el caso de pe a pa. Hay gente que piensa que entrar en el Departamento Criminal significa tener permiso para calentar la silla y tomarse todas las cervezas del mundo. Será mejor que bajen de la nube. ¡Pongámonos a trabajar de una puta vez!

Su mano derecha, que había estado hurgando bajo la camisa como un hurón en un saco, emergió de pronto a la luz y dio un golpe sobre la mesa. La reunión había terminado.

—¡Sargento Wield! —llamó Dalziel.

—Señor.

—¿Cree que Ludlam sabe algo?

—Yo diría que sí, señor. Pero si se trata de Tommy o de su cuñado, eso no lo sé.

—He hablado con Headingley —dijo Dalziel—. Él está más o menos donde nosotros. Si de veras cree usted que Ludlam oculta algo, presiónele más. Vaya a casa de Pickersgill, meta un poco de cizaña. Nos interesa Tommy Maggs, ¿de acuerdo? Pero cualquier cosa que pueda sacar sobre Frankie Pickersgill estará bien.

—Pobre diablo —dijo Wield.

—¿Por qué lo dice?

—¡Pues porque intento que Ron delate otra vez a Frankie amenazándolo con decirle a Frankie que Ron lo delató la última vez!

La cosa hizo gracia a Dalziel, que soltó una carcajada.

—No es posible que los dos hubieran hecho juntos lo del depósito de Spinks —dijo.

—Lo dudo. Frankie aguanta a Ron sólo por Janey. En realidad cree que es un poco bobo, y Frankie no es de los que aguantan a los tontos.

—No. Eso mismo piensa Headingley. Bien, mire a ver qué saca, pero no emplee más tiempo del necesario. Otra cosa, usted no ha investigado apenas el banco de Brenda Sorby, ¿verdad?

—Pasé por allí, pero fue Pascoe quien llevó la voz cantante.

—Bien, sargento. Quiero que repase todo el material. Consiga fotografías de todos los implicados en el caso, vea si alguna le dice algo a las compañeras de trabajo de la Sorby. Peter, no ponga esa cara. Lo de antes lo decía en serio. Nueva perspectiva. Quiero que verifique otra vez los antecedentes de la señora Dinwoodie, ¿de acuerdo? Y conste que eso lo hice yo.

—Señor —dijo Wield.

—¿Aún está aquí, sargento? ¿Es que necesita un descanso? Parece usted agotado. Debería intentar acostarse a horas más decentes.

—Me preguntaba una cosa, señor. ¿Hasta dónde tengo que presionar a Ron Ludlam?

Dalziel puso cara de sorpresa.

—Los faroles son cosa de pícaros y truhanes —dijo—. Mi lemas es: no amenaces con algo que no puedas hacer.

Tras irse Wield, Dalziel le dijo a Pascoe:

—¿Qué hay detrás de este asunto de Wildgoose, Peter?

Pascoe se lo dijo y él asintió sombrío.

—¿La mujer, eh? Bueno, las mujeres pueden ser implacables cuando hay una ruptura. No ven las cosas claras.

Suspiró profundamente. Su propia esposa le había dejado años atrás y sus motivos para hacerlo se habían fosilizado en la mente de Dalziel en forma de histéricos engaños femeninos.

—De todos modos, habrá que vigilar a ese tipo. Será mejor hacerle una visita.

—¿Y si envía a Brady? Después de oír hablar de mí ayer, mi visita le va a poner en guardia.

—Si es el que buscamos, ese cabrón ya estará alerta —dijo Dalziel—. Y no puedo afirmar lo mismo de Brady. No; vaya usted, Peter. No importa que le ponga sobre aviso, ¡siempre y cuando lo acojone!

—¿Cree que es buena idea? Tal vez deberíamos esperar a que el doctor Pottle nos dé su primer veredicto.

—¡Ese charlatán! Jo, antes preferiría tragarme una sesión de Rosetta Stanhope —repuso Dalziel con asco—. Ha sido idea del puñetero jefe, ¿qué le parece? Yo creo que ese berzotas es un buen cliente de Pottle.

Sonó el teléfono.

Dalziel levantó el auricular y bramó «Diga» como si quisiera destrozarlo. Escuchó durante unos segundos.

—Hablando del rey de Roma —dijo—. Ese tío está aquí.

—¿Pottle?

—Sí. Y un par de lingüistas. Peter, líbrese de ellos, haga el favor, o que se pierdan al menos. No podemos dejar que la gente venga a una comisaría respetable y vea que esto parece el salón de actos de un jodido instituto.

—¿Dónde va a estar usted? —preguntó Pascoe mientras Dalziel se dirigía hacia la puerta.

El gordo esbozó una sonrisa, descubriendo sus dientes marrones como un cementerio a la luz de la luna.

—Ilocalizable —dijo—. Pondré en práctica lo que predico. Anoche hubo un atraco en el bar del Aero Club. Sólo faltan unas botellas, pero hay un montón de sospechosos. ¡Esa banda de gitanos del otro lado de la valla! No conozco a ninguno de esos individuos, pero parecen empeñados en tomar parte en el asunto. Eso me da una excusa para hacerles una visita.