9

El sargento Wield había tenido otra insatisfactoria sesión con David Lee. El gitano insistía en que había llevado a Rosetta Stanhope a ver a unos amigos que vivían más al norte «para distraerla de sus pensamientos».

Instado a dar más detalles, Lee dijo vagamente: «Teesdale, cerca de Barnard Castle», añadiendo que como estaba de traslado no podía decirle dónde podían estar ahora. Después de eso sólo añadió una retahíla de exasperadas obscenidades.

Fue igualmente vago e igualmente obsceno cuando pasaron a hablar de sus movimientos a primera hora del día. Lee no recordaba cuándo había visto a Pauline por última vez. «Temprano. Las nueve quizá». Ni tampoco lo que habían hablado. «El otro poli, el guapo, se acababa de ir, así que quizá hablábamos de él». Ni la hora exacta en que se había ido de la feria. «A eso de las diez».

Pero en cambio estaba seguro de su cerveza en el Cheshire Cheese y que estuvo de vuelta en el aeródromo no más tarde de la una y cuarto, como todos los presentes confirmarían.

Wield no lo dudaba, pero acudió al dueño del Cheshire Cheese en busca de una confirmación del horario de Lee. Wally Furniss era un hombre orondo y rubicundo que, de haber sido actor, habría hecho fortuna haciendo papeles de jovial posadero inglés en melodramas de época. Sin embargo, ganaba poco dinero haciendo ese mismo papel en la vida real. La muerte parecía ser su amiga. Viudo reciente, había salido de la prueba más colorado y más jovial que nunca. Y el terrible final de Mary Dinwoodie detrás de su pub había atestado la barra y ensanchado su sonrisa desde el día siguiente al suceso.

Wield, habituado a posaderos hoscos y resentidos cuando no desagradablemente serviles, se vio recibido por lo que parecía un genuino placer y un gran vodka con tónica.

—Se ha acordado —dijo. Parecía una tontería pero Furniss esbozó una complacida sonrisa y repuso:

—Trucos del oficio.

Su memoria fue igual de buena cuando hablaron de Lee.

—¿Ese cíngaro? No serían las doce y media. Una pinta y una empanadilla. Dijo que estaba rancia y yo le pregunté que cómo podía saberlo él. Pero se la comió. Sí, a veces vienen algunos de ellos cuando acampan en el aeródromo. Está al otro lado de la carretera. No, a mí no me importa, siempre y cuando se queden en el bodegón, que es lo que suelen hacer.

—La noche en que mataron a la señora Dinwoodie, ¿había algún gitano aquí?

Furniss frunció el entrecejo.

—Si pudiera decírselo con seguridad ya lo habría hecho, ¿no cree?

Wield estuvo de acuerdo.

—Por aquí sí estaban —agregó Furniss—. Recuerdo que comenté, un poco antes, que algunos de ellos había llegado pronto este año. Normalmente empiezan a congregarse la semana antes de la feria. A esos pobres diablos debieron de echarlos de su último campamento antes de lo esperado.

—Interesante —dijo Wield—. Dave Lee, bueno, la persona por la que le preguntaba, ¿era uno de ellos?

—No lo puedo asegurar. ¿Cree que tienen algo que ver con lo del Estrangulador?

—Pura investigación, señor Furniss. Y le agradecería que la cosa quedara entre usted y yo.

—Mis labios están sellados —afirmó Furniss con una contradictoria amplitud de sonrisa.

—¿Y está seguro de que rondaban por aquí antes de la muerte de la señora Dinwoodie?

—Sí, desde luego. Pregunte en el Aero Club si quiere averiguar cuándo llegaron. Allí siempre están ojo avizor. Tienen material muy valioso, sabe, ¡y no hablemos del bar! Si pesco a alguno haraganeando por aquí, lo echo enseguida. Una cosa son los clientes que pagan y otra los rateros. ¿Otro de lo mismo, sargento?

Wield negó con la cabeza y dejó el vaso en la barra.

—El deber me llama —dijo—. De todos modos, gracias.

—Ya sabe dónde tiene su casa. Cuídese.

Furniss le acompañó hasta la puerta y le vio salir al sol cegador. Al volver a las frescas sombras de su bodegón le dijo a la camarera que estaba contando la cerveza embotellada:

—Malditos polis. ¡Son capaces de arruinarte a copas! Por cierto, Elsie, ten los ojos bien abiertos con esos gitanos que vienen a veces. La poli cree que han tenido algo que ver con la muerte de esa Dinwoodie.

Entretanto, Wield estaba dando un rodeo para volver al centro de la ciudad. El viejo aeródromo quedaba a poco más de medio kilómetro de la carretera. Más o menos rectangular, a un lado limitaba con el río y el campo abierto, a otro con la propia autopista, y a los otros dos con el polígono industrial Avro y el suburbio de Millhill. Durante la guerra, cuando despegaban de aquí cada noche los Wellington y los Lancaster, el campo de aviación quedaba bastante lejos de los límites urbanos, aunque demasiado cerca para aquellos cuya falta de patriotismo hacía desear que la guerra estuviera lo más apartada de ellos. Ahora la ciudad lo había alcanzado, la industria y los suburbios le habían quitado espacio, y cada vez eran más las voces que en el ayuntamiento señalaban su extraordinario valor como propiedad inmobiliaria. El contrato de arrendamiento del Aero Club terminaba dentro de tres años y Wield calculaba que con los aprietos que padecían las arcas municipales los especuladores pronto serían invitados a hacer de las suyas.

Wield se mostraba tan indiferente a todo esto como durante la reciente batalla entre los proyectistas de la autopista y el principal club de golf de la ciudad. Sus ideas respecto al ocio eran orientales en todos los sentidos: judo, kung-fu, kárate; su afición a estas artes marciales tenía aprobación oficial. Todo buen policía debía poder cuidar de sí mismo.

Y todo buen policía debía ser capaz de relacionarse.

Pensó en la coincidencia de que Lee hubiera ido al Cheshire Cheese. ¿Hasta qué punto era significativo?

Detuvo el coche junto al arcén. Desde allí podía ver toda la extensión del viejo aeródromo. Una manga de viento color naranja pendía flácida de su asta.

Wield sacó el mapa de la ciudad e inmediaciones y lo estudió. Luego dibujó sendos círculos entorno al Cheshire Cheese, Charter Park y el huerto de Pump Street. A continuación marcó con una cruz la esquina nororiental del aeródromo donde los gitanos tenían su campamento.

Aparte de su proximidad relativa al Cheshire Cheese, no parecía revestir mayor importancia. Luego marcó con cuadrados las casas de las mujeres asesinadas. Nada otra vez. Estaban bastante desperdigadas unas de otras. Sólo June McCarthy había sido estrangulada cerca de su casa.

Wield frunció el entrecejo. Si seguía así se quedaría sin figuras. Empezó a poner triángulos sobre los lugares de trabajo de las víctimas. Eso estuvo mejor. Era lo que se les había estado escapando: dos de los triángulos, la fábrica de McCarthy y el banco de Sorby, estaban situados no muy lejos del campo de aviación, en el polígono industrial y en el suburbio residencial de Millhill respectivamente. El centro de jardinería de la señora Dinwoodie quedaba a varios kilómetros de la ciudad, y a efectos de la investigación el lugar de trabajo de Pauline Stanhope debería situarse en Charter Park. Pero una estadística del cincuenta por ciento podía ser significativa.

Claro que, pensó con pesimismo, los gitanos no tenían fama de utilizar bancos ni tampoco de buscar empleo en las fábricas.

Arrancó el coche otra vez. Mientras lo hacía, su radio cobró vida con su señal de llamada. Wield contestó y recibió aviso de ponerse en contacto con el inspector Pascoe cuanto antes. Había una cabina a un centenar de metros de allí.

—¿Dónde está usted, sargento? —preguntó Pascoe. Wield lo explicó y también hizo un resumen de su charla con Furniss y las subsiguientes reflexiones geográficas.

—Puede ser importante —repuso Pascoe—. Pasaré la voz. Mientras tanto, de camino, pare usted en el garaje Wheatsheaf. Se habrá enterado de que Tommy Maggs no ha aparecido aún. No se presentó ayer en casa y esta mañana no ha ido al trabajo. Mire a ver si alguien sabe algo, especialmente ese Ludlam. Vigílele. Si está encubriendo a Tommy Maggs, puede ser escurridizo. Sabe lo de Ludlam, ¿verdad?

—Sí —dijo Wield—. Lo sé.

Al igual que Maggs, de joven Ludlam había tenido problemas con la policía, pero algo más serios: hurtos en comercios, desvalijar una cabina de teléfonos, conducir un coche robado sin licencia. Desde que su madre había muerto teniendo él diecisiete años, Ludlam había vivido con su hermana Janey, la cual se había alegrado de tener compañía cuando su marido, Frankie Pickersgill, había terminado entre rejas dos años atrás por robo a una tienda de bebidas alcohólicas. Frankie era prudente y listo, y no había sido declarado culpable hasta entonces. La policía se había alegrado de echarle el guante, después que su expediente lo hubiera calificado a la ligera de «delincuente primerizo».

Ni Frankie ni su esposa, y no eran los únicos, sabían que pocos días antes de su arresto, Ron Ludlam había sido pillado intentando vender whisky barato por los pubs y tras dos horas a solas con Dalziel se había decidido a cooperar a cambio de una garantía de anonimato.

Las garantías del superintendente Dalziel solían engañar a todos, pero esta vez había pruebas suficientes para condenar al acusado sin que Ron hiciera acto de presencia en el banquillo.

—Por otra parte, si sabe algo de Tommy, con un poco de presión lo soltará. Eso lo sabemos —continuó Pascoe—. Bien, así matamos dos pájaros de un tiro. Tenemos a tanta gente trabajando en el caso del Estrangulador que Headingley se va a encontrar un poco escaso de personal. Está revisando una lista de posibles sospechosos en el atraco al depósito de Spinks. Frankie Pickersgill está en la lista, claro. Lleva fuera tres meses y quizá estaba en apuros, aunque la cosa no cuadra con su estilo. Él dice que esa noche estuvo en su casa viendo la tele con su mujer y su cuñado.

—Sabemos que Ron Ludlam estaba en el Bay Tree a las ocho y media —le interrumpió Wield.

—Ya lo sé. Estamos hablando a partir de las diez —dijo Pascoe—. Bien, Janey y Ron, no es la mejor de las coartadas. Y aunque Headingley no cuenta con Frankie, creo que habría que presionar a Ron con sutileza al mismo tiempo que le pregunta por Tommy.

—Está bien —dijo Wield.

Cuando llegó al garaje Wheatsheaf, estuvo un rato charlando con todos y cada uno de los empleados y obtuvo confirmación a la historia que ya le habían contado. Tommy había trabajado como cada mañana. No con la alegría acostumbrada, pero eso era lógico dadas las circunstancias. A mediodía se había marchado en coche.

Wield encontró a Ludlam con medio cuerpo dentro de un Austin Princess, trabajando bajo el tablero de instrumentos. Montó al asiento del acompañante y dijo:

—Bonito coche.

—¿Usted cree? A mí me gustan con un poco más de brío.

Ludlam era un joven lozano de unos veinte años, con el pelo largo hasta los hombros —que evidentemente cuidaba con los mejores productos—, ojos azules algo separados y buena dentadura. Tenía una mancha de aceite en la mejilla. Wield, al mirarle con secreto placer, estuvo tentado de limpiarle la mancha, pero se contuvo.

—¿Todavía vives en casa de tu hermana, Ron? —preguntó.

—Así es.

—Frankie ya ha salido, ¿verdad?

—Sí. Trabaja de chófer. Solo estuvo dieciséis meses con la remisión.

—¿Solo dieciséis? Espero que le haya parecido tiempo suficiente. Sois buenos amigos, ¿no?

Ludlam se sentó al volante.

—Sí. ¿Por qué no?

—Se me ocurre un motivo, Ron —dijo Wield serio—. ¿Y Frankie nunca sospechó nada? Qué bien. Pero pensarás que le debes, digamos, un favor. Aunque hayan sido sólo dieciséis meses, debes de pensar que estás en deuda con él. Igual con tu hermana. Le debes mucho a Janey, diría yo.

—¿A qué se refiere?

—La noche que Brenda desapareció, ¿qué estabas haciendo, Ron?

—Nada. Volví a casa temprano. Vi un poco la tele con Janey y Frankie.

—¿Después del Bay Tree no entraste en la discoteca a ligarte a ninguna chica y te fuiste tranquilamente a casa? Qué raro.

—Me apetecía ir a casa —insistió Ludlam. Parecía nervioso.

—Te diré un cosa, Ron. Iremos a hacer unas preguntas al Bay Tree. Si sospechamos que estuviste por ahí a la hora en que dices que estabas en tu casa, te meterás en un buen lío, muchacho. ¿Conocías bien a Brenda?

El cambio de dirección desconcertó a Ludlam.

—Claro.

—¿Había estado ella en tu casa?

—Sí, pero con Tommy, quiero decir. ¡Y también estaba Janey!

—Pero a ti te gustaba, ¿no? Quiero decir, no te habrías negado.

—¿Qué insinúa? Brenda era la chica de Tommy. ¡Éramos amigos!

—Ya. Amigos. Entonces, si hubieras ido en coche y la hubieras visto andando, ¿habrías parado para acompañarla a casa?

—Sí. Bueno, no. Bueno, ya se lo he dicho, ¡yo estaba en mi casa y además no tengo coche!

Wield hizo una mueca de burla y abarcó con un gesto todo el taller.

—Estamos preocupados por Tommy —dijo de sopetón—. No es propio de él, según su madre, irse así como así.

—A mí también me preocupa —repuso Ludlam. Parecía decirlo en serio, aunque si sólo se refería a la desaparición de Tommy eso era otro asunto.

—Si sabes algo, es mejor que lo digas —le aconsejó Wield—. Tommy parecía muy afectado por lo de Brenda. No está en condiciones de ir por ahí solo.

—No creo que haga ninguna locura.

—¿Cómo qué?

—Como hacerse daño.

—Me alegro. Tú mejor que nadie para saberlo. Eres su amigo. ¿Qué aspecto tenía ayer por la mañana?

—Tranquilo, más o menos. Acababa de volver al trabajo. El jefe dijo que podía tomarse más días, pero él parecía tener ganas de estar ocupado. Al no presentarse después de la comida, pensamos que le había tomado la palabra al jefe.

—¿No solíais comer juntos?

—Sí. Normalmente comemos una empanada en el Wheatsheaf del otro lado de la carretera. Pero cuando llegó la hora, Tommy se fue sin más.

Wield salió del Austin y lo rodeó hasta la otra puerta.

—Ron, si te enteras de algo, nos avisas. Si recuerdas algo, también. ¿De acuerdo?

—Sí, claro. Descuide.

No pudo evitar la expresión de alivio en su cara juvenil y lozana. Daba lástima estropear aquella hermosura pero Wield sabía que su trabajo no era dar consuelo sino dar guerra.

—Que no se te olvide, Ron —dijo, acercando su cara a la del chico—. Una vez te ayudamos. Nos debes una. Y nos gustaría estar a la par. De un modo o de otro.

La preocupación sumó cinco años a la cara de Ludlam. Menos mal, pensó Wield mientras se marchaba, que rasgos como los míos pueden soportar el paso del tiempo y las preocupaciones sin apenas rastro.

Se sentía inquieto. Pascoe habría aprobado lo sesgado de su interrogatorio, Dalziel las amenazas, pero él no estaba satisfecho. Consultó su reloj y se preguntó si aquella tarde podría salir temprano para viajar a Newcastle. Era el aniversario de su amigo y le había prometido ir. Pero sabía que en el cuerpo de policía los más sagrados juramentos no eran más que paja en las llamas del deber. Consultó su cuaderno. Le quedaba una visita por hacer, a la señora Sorby, y luego habría acabado. Cruzó los dedos.

Al final resultó que todos se fueron temprano. No pasaba nada, la investigación no avanzaba, y Dalziel, que no tenía reparos en sacar a sus hombres de sus camas a medianoche si el caso así lo requería, dijo: «Listo. Todo el mundo fuera, descanses un poco ahora que pueden».

Wield enfiló la A1 a 115 kilómetros por hora. Por su parte, Dalziel abrió una botella de Glen Grant y se dispuso a releer todos los informes y declaraciones. Y Pascoe se fue a su casa esperando pasar una noche tranquila, pero se encontró con que su mujer estaba muy preocupada por los asesinatos.

—¡Casi me estaba diciendo que pensaba que lo había hecho él! —dijo muy excitada—. En serio, Peter, estuvo a punto de decir: «¿Buscas al Estrangulador? ¡Pues está ahí fuera con los críos!».

—Wildgoose —murmuró Pascoe—. Sabía que me sonaba ese nombre. El sargento Brady se encargó de interrogar a los propietarios de huertos. Una simple formalidad, para verificar si habían visto rondar a alguien en los últimos días.

—Su marido da clases. ¡De literatura inglesa! —dijo Ellie en son de triunfo.

—¿Y qué?

¡Hamlet!

—Sí, ya. Pero esa es la obra más famosa de nuestra lengua. Hasta Andy Dalziel ha oído hablar de Hamlet.

—Y se ha vuelto muy raro.

—¿Quién? ¿Dalziel?

—No, tonto. Mark Wildgoose. Lorraine dice que cree que la odia. Está muy asustada.

—A mí es ella la que me parece rara —gruñó Pascoe, mirando el Radio Times—. Oye, esta noche emiten El hombre que mató a Liberty Valance. ¿No fuimos a verla hace siglos, cuando éramos estudiantes?

—¿Sí? —dijo Ellie—. A veces me olvido de que fuimos jóvenes los dos juntos.

—¿Y ahora qué somos?

estás mostrando muchos síntomas de senilidad. La sordera, por ejemplo. Te estoy hablando de Mark Wildgoose. Se marcha a Arabia Saudí en un microbús. Lleva una camiseta que dice «Soy el más grande», y sabe Dios cuándo se bañó por última vez.

—Por Dios, cariño —dijo Pascoe—. ¿Qué llevas en esa barriga? ¿Gemelos del partido conservador?

—¿Cómo se come eso?

—Es que de pronto pareces la mayoría tory.

—Muy gracioso. A ver qué dices a esto. ¿Sabes en que instituto estudiaba Brenda Sorby?

—¿La chica pterodáctilo? No, no lo sé.

—¡En el Bishop Crump! —dijo Ellie, triunfal—. Que es donde enseña Wildgoose.

—¿Le daba clases él?

—Pues no lo sé. No veo por qué no.

—Hay más de dos mil chavales en ese instituto —dijo Pascoe—. Esos sitios son tan grandes que los pobres nunca saben quién es el director. Bueno, mira, por la mañana iré a ver a Thelma y le diré que me perfore los dientes sin anestesia en señal de penitencia.

—¡No te pongas en plan paternalista! —chilló Ellie.

Aquello pilló por sorpresa a Pascoe. Hubo unos segundos de silencio.

—Lo siento —dijo él—. Sólo pretendía ser sarcástico.

—Y yo sólo quería ayudar.

—Y lo haces. Te prometo que lo tendré en cuenta. Es que estaba intentando no traerme el trabajo a casa, sobre todo en este caso.

—¿Un asesino de mujeres? Precisamente es el caso que más me interesa que resuelvas —dijo Ellie inflexible.

—Sí. A ti y a todo el mundo. Oye, hablando de ayudar, seguí tu consejo y me puse en contacto con los lingüistas, Urquhart y Gladmann. Vendrán mañana.

—¿Los dos? Te gustarán. Les encanta discutir el uno con el otro.

—Eso no es obstáculo para el verdadero amor —sentenció Pascoe—. Como podemos demostrar nosotros.

—Sí —dijo Ellie—. Hay maneras y maneras de ver las cosas.