8

El forense de la policía era un hombre austero que jamás se refugiaba en esa especie de sádico entusiasmo con que algunos de sus colegas procuraban hacer más tolerable su cometido. Pascoe se alegró de ello. Gustaba de entrar en un estado casi extático de objetividad profesional en esas ocasiones, y había ofendido ya al encargado del depósito y al juez de instrucción respondiendo con brusquedad a sus esfuerzos de entablar conversación.

El forense examinó el cuello antes de pedir al encargado que recogiera la ropa para empaquetarla y enviarla al laboratorio. Tras un cuidadoso examen del cuerpo desnudo, se dispuso a practicar una incisión. En el momento en que el escalpelo se hundía en la blanca carne, el juez tuvo un ligero sofoco. Era su primer cadáver, según había deducido Pascoe de la nerviosa conversación del hombre con el encargado del depósito. Sacó un cuaderno de notas y le dijo al juez:

—¿Me deja un momento su bolígrafo?

—Claro.

Pascoe garabateó algo y se lo devolvió.

Gracias —dijo—. Será mejor que lo conserve. Le hará más falta que a mí. Su superior es muy quisquilloso con los informes, ¿verdad?

El hombre esbozó una tenue sonrisa y empezó a escribir a toda velocidad. Pascoe sacó su propio bolígrafo y le imitó.

Se produjo otra interrupción, unos treinta minutos después: oyeron voces a lo lejos. Al poco se abrió la puerta y un conserje entró para hablar con el encargado, el cual pasó la información a Pascoe.

—Fuera hay una mujer con un hombre. Dice que es tía de la chica y quiere ver el cadáver.

Pascoe miró el cadáver sobre la mesa. Le habían extirpado el esternón y las costillas frontales, y el corazón, los pulmones y los intestinos estaban a la vista.

El forense continuó su trabajo, ajeno a la interrupción.

—Ya voy —dijo Pascoe.

Salió de la sala y se dirigió a la pequeña zona de recepción, donde un empleado mantenía a raya a Rosetta Stanhope.

Con ella, para sorpresa de Pascoe, estaba David Lee.

—Señor Pascoe —dijo ella—, me han dicho que mi sobrina está aquí. Tengo derecho a verla. Exijo ver a mi sobrina. —La emoción daba a su voz un tono infantil.

No puede impedírselo —dijo el hombre—. Es su sobrina.

—Lo lamento, señora Stanhope —dijo Pascoe con calma—. Están practicándole la autopsia. Cuando terminen veré lo que puedo hacer, se lo prometo.

No tienen ningún derecho a negarle el paso —dijo el hombre en tono belicoso—. Como ella dice, está en su derecho.

—Creo que no le agradaría verla ahora, señora Stanhope —dijo Pascoe—. Dentro de un rato. Se lo ruego. Es mejor para todos.

—¿Quiere decir que la están abriendo? —preguntó la mujer.

—Hay que practicar la autopsia —dijo suavemente Pascoe.

Ella sintió con la cabeza y Pascoe la tomó del brazo y la hizo entrar en el despacho del encargado. El empleado observó vacilante la acción pero Pascoe, muy ducho en dinámica social, le dijo:

—Tráiganos un poco de té, haga el favor. —Y se alejó sabiendo que había dejado las cosas claras—. Anoche intentamos dar con usted —dijo en cuando Rosetta Stanhope se hubo sentado. Había sólo dos sillas en la habitación y Pascoe ocupó la otra, dejando que David Lee se quedara de pie junto a la ventana.

—Me marché —dijo la mujer.

—No dijo nada de que se tuviera que ir cuando hablamos ayer a mediodía —dijo Pascoe—. ¿Fue algo inesperado?

—Inesperado, sí. Dejé una nota en el piso de Pauline. —La voz se le quebró al mencionar el nombre de la chica. Pascoe la observó. Llevaba el mismo traje gris del día anterior, sólo que ahora no parecía tan elegante, estaba un poco arrugado, y su delicada permanente se veía un tanto desordenada.

—¿Cómo supo lo de su sobrina? —preguntó Pascoe.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Me he enterado… esta mañana —dijo—. Por los periódicos.

—Ya.

Pascoe se recordó examinar la prensa. La mayoría de los periódicos se mostraban cooperadores en no revelar nombre de victimas hasta que el pariente más próximo hubiera sido informado. Por el contrario, las circunstancias eran lo bastante insólitas como para que la identificación hubiera resultado fácil para cualquiera que estuviese en el ajo.

—Entonces ¿dónde ha pasado la noche? —insistió él.

—La señora estuvo conmigo —intervino el hombre con brusquedad—. Fuimos en coche hacia al norte. Paramos en casa de unos amigos.

Una decisión repentina, ¿no es así? Para ustedes dos, quiero decir.

Intercambiaron unas palabras que el conocimiento académico que Pascoe tenía del anglocaló no le ayudó a comprender.

Qu’est-ce-que vous voulez cacher de moi? —inquirió. No estaba muy seguro de la preposición pero vio por las miradas inexpresivas de ellos que no tenía importancia.

»Es francés —aclaró—. ¿No entienden el francés? Entonces les parecerá exasperante y ofensivo que utilice ese idioma.

El hombre siguió mirándole igual, pero ella le dedicó una sonrisa de disculpa.

—Es la costumbre, señor Pascoe —dijo—. David me decía que está usted metiendo las narices más de la cuenta, nada más.

—¿Y qué le ha dicho usted?

—Que lo único que pretendo es ver a mi sobrina —dijo ella cansinamente—. Sí, la cosa fue repentina. Volví a casa después de verle a usted. David llegó al poco reto. Pauline le había dicho que no me sentía muy bien y él estaba un poco preocupado. Me propuso salir un rato, ir a ver a unos viejos amigos, el cambio me vendría bien. Y yo accedí.

La imagen de un atribulado David desviándose de su camino para consolar a su vieja prima con una excursión al campo era demasiado pequeñoburguesa para ser verdad, se dijo Pascoe.

—¿Qué pasó ayer, señor Pascoe? ¿No podría decirnos al menos eso? —prosiguió ella.

—La autopsia nos sacará de dudas, supongo, pero al parecer alguien entró en su tienda a primera hora de la tarde, estranguló a su sobrina y luego se fue dejando el cartel de «Vuelvo enseguida» —dijo Pascoe midiendo las palabras.

—¿A primera hora de la tarde, dice? —repuso la mujer en tono de perplejidad—. ¿Y nadie vio ni oyó nada?

—A esa hora hay mucho ruido en la feria —dijo Pascoe—. Todavía no hemos encontrado nadie que viera nada extraño. Aún estamos tomando declaraciones. Nos gustaría tener la suya, señor Lee.

—¿La mía? ¿Por qué?

—Porque usted trabaja en la feria. Y porque usted habló con la señorita Stanhope ayer por la mañana. Yo mismo lo vi.

—Yo no estaba en el parque —replicó Lee airado—. Había vuelto al campamento. SU amigo, ese tío tan raro, me vio.

—Eso tengo entendido. Serían las dos menos cuarto, creo. ¿A qué hora abandonó la feria?

—No lo sé. A la hora de cenar, más o menos.

—Entonces ¿volvió al campamento para cenar?

—Exacto.

—Pero su mujer estaba en Charter Park. ¿Se preparó usted mismo la cena?

—No soy un inútil —dijo Lee.

—¿De veras? ¿Comió sólo? ¿Quién más le vio en el campamento?

—Tomé cerveza y una empanadilla en un pub de camino, si tanto le interesa —gruño el hombre—. O sea que me vieron, amigo.

—Bien —dijo Pascoe—. ¿Y el pub?

—¿Cómo? —Pareció repentinamente inseguro.

—¿Cómo se llamaba el pub? —Pascoe pronunció claramente sus palabras, observando a Lee.

—El Cheese —dijo Lee con aspereza.

—¿El Cheshire Cheese? Vaya, vaya.

Hasta Rosetta Stanhope miró a Lee con curiosidad.

—Queda un poco a trasmano —dijo Pascoe.

—¡Narices! —replicó Lee, otra vez retador—. Voy muchas veces allí a tomar una cerveza.

—¿De veras? —dijo Pascoe. Eso era interesante.

Posiblemente era una pista falsa, pero muy sospechosa. Aunque no en aquel momento ni aquel lugar.

Se abrió la puerta y entró el empleado del depósito con una taza de té. Parecía no saber muy bien a quién ofrecerla. Pascoe señaló a Rosetta Stanhope y consultó su reloj.

—Si me disculpan, tengo que entrar otra vez. Pueden esperar aquí, aunque será un rato.

El empleado no lo veía nada claro, y tampoco David Lee parecía contento con la idea. Pero la señora Stanhope asintió enfáticamente.

—Muy bien —dijo Pascoe. Pasó al despacho exterior cerrando la puerta y telefoneó a jefatura. Preguntó por Dalziel. El gordo no estaba disponible de modo que se hizo poner con el sargento Wield y le explicó sucintamente lo ocurrido, sugiriéndole que se llegara al depósito con una mujer policía lo antes posible.

Luego, a regañadientes, volvió a la sala de autopsia.

Ellie Pascoe estaba tendida en el amplio sofá flexible que ella y Peter había escogido con exagerada sensualidad pensando en confundir al entusiasta vendedor. Sin lograrlo. Pero el sofá sí había triunfado pensó ella mientras leía el thriller romántico que utilizaba ahora para postergar la redacción de su propia novela.

Sonó el timbre de la puerta.

En la mejor tradición suburbana, Ellie atisbó por la ventana del salón antes de responder. Había un Marina azul en el camino de entrada, Dentro del mismo vio a un hombre y un par de adolescentes.

Acudió a la puerta.

—Hola —dijo Lorraine Wildgoose.

Vestía tejanos y una camisa holgada. Ellie pensó que vista por detrás pasaba probablemente por una quinceañera. Su rostro no carecía de atractivo, pero el de una cuarentona a pesar del maquillaje de ojos y el colorete.

Traía consigo tres gruesas y sobadas carpetas de cartón.

—Dije que vendría a dejarte esto —explicó Lorraine—. Como pasaba por aquí, aquí tienes.

—Estupendo —dijo Ellie con todo el entusiasmo que pudo reunir—. Entra.

Fue delante hasta el salón.

—Parecía complicado, pero todo está en orden —dijo Lorraine—. Creo que ayer lo repasamos de arriba abajo, pero si hay algún problema, me llamas.

—Gracias —dijo Ellie—. ¿Quieres un café o algo?

Para su sorpresa, la visita dijo:

Bueno, ¿por qué no?

Pues principalmente porque parece que has dejado un coche lleno de gente achicharrándose al sol, pensó Ellie, pero no conocía lo suficiente a la mujer para decírselo.

—Conque así es la casa de un policía —dijo Lorraine, siguiéndola a la cocina—. Me gusta.

—Es gracias a los sobornos —dijo Ellie.

—Decías ayer que tu marido está trabajando en el caso del Estrangulador. Por lo que dijiste, a jornada completa…

—También hace otras cosas.

Ellie era perfectamente capaz de despertar a Pascoe de madrugada para decirle que él y sus colegas era unos estúpidos, unos fascistas y unos brutos, pero era muy cautelosa antes las invitaciones a llevar su relación personal al terreno del debate público. Pero Lorraine no pasó de allí, contentándose con fisgar en un par de armarios que Ellie habría debido tener cerrados.

—¿Y tus… amigos? —dijo al servir el café instantáneo en sendos tazones.

—¿Quién? Ah, esos. No son amigos, son mi familia —dijo con una sonrisa escueta que habría podido insinuar que era una broma—. Mis hijos. Y mi marido.

—Tú estás separada, ¿verdad?

—Todo lo que se puede estar cuando se trabaja en el mismo colegio —dijo Lorraine—. Bueno, 2pero como estamos de vacaciones podemos separarnos un poco de verdad. Me marcho la semana que viene a Italia, y Mark se va la otra semana casi hasta el fin de las vacaciones; los chicos van a casa de unos amigos que tienen un chalet en los Dales.

—Así que no lo vas a ver en una temporada —dijo Ellie.

—No, gracias a Dios. Lo de hoy es como un rito final. Vamos de excursión al mar. Todos preferiríamos hacer otra cosa, pero ni los críos se atreven a decirlo.

—Los tienes bien educados —observó Ellie.

Regresaron al salón. Ellie miró por la ventana. El hombre había salido del coche y se había apoyado en él. Llevaba pantalón corto y una camiseta con algo estampado en el pecho.

—Lo normal es decir que hubo fallos por ambas partes —dijo bruscamente Lorraine Wildgoose—. Pues está vez no fue así. Sabes, a mí me gustaba que me domaran. Era agradable. Estaba metida en el WRAG, pero en casa nunca hablaba de ello. Y luego la cosa cambió.

—¿Otra mujer? —dijo Ellie.

—Tal vez, no lo sé. El cabrón empezó a detestarme. De pronto me di cuenta de que fuera cual fuese la causa, ¡realmente me odiaba! Y me fui. Una no tiene por qué arriesgarse, ¿verdad? A menos que seas una prostituta.

Ellie miró con anhelo su novelita romántica.

—¿Dónde vives ahora? —preguntó para llenar un breve silencio.

—Oh, yo he vuelto a la casa y él se ha ido. Acudí a Thelma y ella lo solucionó enseguida. Es maravillosa, ¿no crees? Tampoco es que Mark pusiera muchas objeciones. Probablemente lo de vivir en las afueras no va con él. Demasiado campo. Demasiados ojos tras demasiados visillos de encaje.

Sorbió su café y añadió abruptamente:

—Ese tipo que anda buscando tu marido. Ayer hubo otra muerte. Lo leí en el periódico.

—Aún no están seguros de que fuese el Estrangulador —dijo Ellie, otra vez a la defensiva.

—Quienquiera que sea, debe de odiarnos bastante —dijo Lorraine, frunciendo el entrecejo.

Sonó el timbre de la puerta.

—Debe de ser él —dijo Lorraine—. No sabe esperar. Tenemos derecho a protegernos, ¿no te parece? Es incluso un deber.

—Supongo que sí.

Ellie se puso en pie.

—No le hagas entrar —dijo la mujer apurando su café—. Tendrás un buen susto cuando le veas. Espero que eso no afecte al bebé. Se ha vuelto muy raro. ¿Sabes qué hace estas vacaciones? Se va a Arabia Saudí con un grupo de gente, en un microbús. Creo que les mintió y les dijo que tenía treinta años. Los chicos se sienten violentos. ¡Qué puñeta! Hasta yo me siento violenta.

Ellie abrió la puerta.

Mark Wildgoose estaba apoyado en la jamba y no se molestó en erguirse siquiera. Tenía una cara delgada y de tez oscura que podía hacerle pasar por un treintañero disoluto. Su camiseta decía «¡Soy el más grande!», y no le habría venido mal pasar por la lavadora. Él olía a sudado.

—Los chicos se cabrean —dijo—. Y yo también. ¿Piensas quedarte todo el puñetero día?

—¿Lo ves? —dijo Lorraine—. Pese a lo mal hablado que es, le dejan enseñar literatura en el instituto Bishop Crump. Fue mi marido. Hasta puede que conozca al tuyo.

—Hola —dijo Ellie, haciendo como que aquello era una presentación—. Soy Ellie Pascoe.

—Hola —dijo Wildgoose—. Mire, no quería ser grosero, lo siento, pero es que ha dicho un minuto y los niños tienen mucho calor. Su marido… ¿ha dicho Pascoe? Trabaja en el departamento de educación, ¿verdad?

—Es policía. A lo mejor te ha interrogado. Cuando mataron a esa mujer, ¿te acuerdas?

—Claro que me acuerdo pero lo que no recuerdo es el nombre del policía. Oye, ¿vienes ya o no?

Estaba exasperado pero Ellie no pudo ver en su expresión el menor asomo de odio, aunque ciertamente parecía capaz de aplastar un pomelo en las narices de su mujer.

—Sí, ya voy —dijo Lorraine Wildgoose—. Gracias por el café, Ellie.

—¡Café! —exclamó Wildgoose con un expresivo movimiento de hombros mientras se dirigía al coche.

Su esposa se demoró un poco más.

Quiere que la presione, pensó Ellie.

—¿Qué mujer? —dijo.

—He olvidado su nombre. Esa que encontraron en el cobertizo. Hablaron con todos los que tenían un huerto.

—¿Y tu marido…? —Ellie estaba sorprendida.

—Sí —dijo Lorraine—. El año pasado le dio por la autosuficiencia. Cultive sus propias verduras. Como yo no le dejé cavar en el césped, Mark solicitó un huerto. Yo sabía que la cosa no iba a durar. Ahora ya casi nunca va.

—¿Por qué me cuentas todo esto, Lorraine? —preguntó Ellie.

—Sólo estoy hablando. Mi vida es un torbellino, no sé lo que hago la mitad del tiempo. Por eso me alegro tanto de que puedas ocuparte de esto. Ya me dirás si hay algo que no entiendes.

—Es lo más probable —dijo Ellie.

—Está bien.

Sonó un bocina. Un bocinazo corto, dos largos.

Qu’il est triste, le son du cor, au fond du bois —dijo Lorraine—. Esa pobre Brenda Sorby. Iba al instituto, sabes.

Ahora el motor estaba en marcha y se oían los acelerones.

Ciao —dijo Lorraine—. Recuerda, telefonéame si necesitas ayuda.

—Descuida —prometió Ellie—. Lo haré.

Una vez en el sofá, hubo de pasar un buen rato hasta que su thriller romántico le pareció mínimamente legible.