—No es buena publicidad —dijo Dalziel—. Como si un carnicero se intoxicara comiendo solomillo.
—Sí, señor —dijo Pascoe, aunque su mentalidad encontraba la analogía un tanto impreciso. Se lo guardó para sí, pero preguntándose qué no inventaría la prensa de un asesinato en la tienda de una adivina.
Los periodistas acudieron con presteza, naturalmente. El descubrimiento de un crimen por un agente experimentado da a la policía una gran ventaja en el inicio de la investigación. Pero al poco la noticia corre como la pólvora. Para impedir el paso a la gente colocaron un cordón protector en torno a la tienda de la adivina. El médico de la policía había examinado brevemente el cuerpo, proclamado la muerte de la chica, causa probable estrangulamiento, hora probable de dos a cuatro horas antes. Luego, a sugerencia de Pascoe y debido a la estrechez de la zona interior, un solo detective había sido enviado al interior provisto de una potente linterna y una bolsa de plástico para examinar el suelo antes de que el fotógrafo y los de las huellas dactilares pisotearan la ya bastante aplastada hierba. Otro par de hombres fue encargado de escrutar la hierba en las cercanías de la tienda, pero el paso de tantos pies lo convirtió en una actividad puramente simbólica.
A continuación se tomaron fotografías desde todos los ángulos, se hicieron dibujos, se midieron distancias. Luego los de huellas, que habían estado examinando la silla y el letrero de fuera, entraron en la tienda y examinaron la silla y la mesa con el cuerpo todavía in situ. Por último, después de ponerse en pie y contemplar flemáticamente el cadáver, Dalziel ordenó que lo metieran en una bolsa de plástico para llevarlo al depósito, donde sería objeto de reconocimiento en el laboratorio.
Los hombres del equipo de huellas terminaron con el resto de la mesa antes de que esta y las sillas fuesen también enviadas al laboratorio.
Mientras ocurría todo esto, otros policías estaban tomando declaración por segunda vez en una semana a la gente de la feria, con especial atención a aquellos cuyas casetas o entretenimientos podían verse desde la tienda.
De todos estos, la mujer de la caseta de las tragaperras fue la más positiva. Se llamaba Ena Cooper.
—Se fue poco antes de las doce. Se lo he dicho a ese tipo feo. No, no hablé con ella, bueno, tampoco estaba tan cerca, y además teníamos trabajo. La cosa no se anima hasta primera hora de la tarde, pero a mediodía vienen muchos críos y a ellos les gustan mucho las casetas de monedas. No, no la vi volver, fui a ver a nuestra Ethel, tiene un puesto de salchichas junto a la noria, para tomar un bocado después, o sea que la chica pudo haber vuelto entonces. Sobre las dos, después de que el tipo feo viniera por primera vez. Estuve fuera unos cuarenta y cinco minutos. No, no vale la pena que le pregunte a él. Es tan corto de vista que apenas ve las monedas. ¡Los chavales le toman el pelo cuando no estoy!
Cooper, el marido, asintió con cara de melancolía. Él no había oído nada ni visto nada.
Se dieron avisos por megafonía para que acudiera cualquier persona que hubiese visitado la tienda de Madame Rashid por la mañana.
David Lee brillaba por su ausencia. Después que Wield relatara su encuentro de aquella tarde, fue enviado a buscar al gitano para interrogarlo. Al mismo tiempo, Dalziel envió a un hombre al garaje Wheatsheaf para que vigilara los movimientos de Tommy Maggs.
Pascoe asintió. Investigar significa en un noventa por ciento eliminar.
Pascoe pensaba que Maggs era inocente en lo tocante al asesinato de Brenda Sorby, y no consideraba al chico un psicópata ni un asesino en serie. Pero las cosas hay que verlas para creerlas.
Cuando se atrevió a comunicar a Dalziel sus pensamientos, el gordo gruñó un «¿Ah sí?».
Una mujer policía había sido encargada de comunicar a Rosetta Stanhope la trágica noticia. Pascoe le había dicho que tendrían en cuenta su amable ofrecimiento de ayuda parapsicológica.
Más tarde fue llamado al despacho de Dalziel, donde el gordo superintendente estaba hablando con el inspector George Headingley, al mando del caso del vigilante nocturno. Se trataba de un asesinato. El vigilante había muerto aquella mañana en el hospital, y Headingley necesitaba más hombres. Habían repasado los problemas de plantilla y comprobado hasta qué punto andaban escasos de personal. Luego Pascoe había mencionado la oferta de Rosetta Stanhope preguntando si no debían aceptarla.
—Sí —dijo Dalziel—. ¿Por qué no le decimos que se ponga en contacto con el ACC? Ese imbécil.
Todos habían reído. Y al poco rato Wield telefoneaba con sus noticias.
Pascoe esperaba ahora con impaciencia que llegara la tía de la víctima. Habría que llevarla al depósito para proceder a una investigación formal del cadáver. Siempre resultaba desagradable, y a pesar de que Rosetta Stanhope le había sorprendido por su carácter resuelto aunque algo excéntrico, la experiencia le había enseñado que las reacciones eran imposibles de predecir.
Casi sintió alivio cuando la mujer policía llamó diciendo que la señora Stanhope no estaba en su casa y que ella se había apostado frente al piso para esperar su llegada.
Poco después Wield regresó con la noticia de que David Lee se había largado en su furgoneta después de la visita del sargento. Nadie sabía, o nadie quería decir, cuál era su destino.
Finalmente apareció el hombre enviado a buscar a Tommy Maggs, también sin compañía. Maggs no había vuelto al trabajo después de la comida y pese a repetidos intentos nadie había acudido a la puerta de su casa.
—Pregunte a los vecinos —ordenó Dalziel—. Vea si se ha puesto en contacto con sus padres. Averigüe quién es su médico. Sargento Wield, ¿tiene la matrícula del camión de Lee? Bien. Pase un aviso. Peter, usted vaya a hablar con los chicos de la prensa. A usted se le da mejor que a nadie soltarles carnaza.
—Gracias —dijo Pascoe—. ¿Y qué les digo?
—Pues lo de siempre: que se jodan.
—Tendrán ganas de saber si ha sido cosa del Estrangulador —dijo Pascoe.
—No lo sabremos hasta después de la autopsia. ¡Y entonces sólo sabremos que ha sido un estrangulador!
—El caso parece bastante claro —objetó Pascoe—. Comparado con el de la chica Sorby, quiero decir.
—¿Eso cree? Ya veremos —dijo Dalziel.
Este mamón cree que está sobre la pista, pensó Pascoe. O a lo mejor sólo quiere llevar la contraria.
Los periodistas que se habían congregado en la feria no eran sólo locales. Había corrido la voz, y dos de ellos eran de Londres, atraídos por la historia de la vidente. La muerte de Pauline Stanhope era una carambola. En el aparcamiento, un equipo de televisión estaba descargando sus cámaras. Al menos, pensó Pascoe, podrían rodar algunas imágenes con ambiente. Las atracciones de la feria, tras un breve interludio, estaban de nuevo en su apogeo. ¿Acaso las risas, el jolgorio, la música y los chillidos tenían un toque de histeria más estridente de lo normal?, se preguntaba el inspector. La cosa era casi indecente, aunque al mismo tiempo inevitable. La muerte había conseguido congregar una multitud, y no podía esperarse que los feriantes dejaran escapar aquella oportunidad. Pauline ni siquiera podía considerarse uno de ellos. Tampoco Rosetta, para el caso. Una vez al año se unían al espectáculo, mientras que los demás formaban una cambiante pero estable comunidad.
Pascoe contestó con evasivas durante un rato. Como había supuesto, la prensa deseaba una confirmación de que era otro asesinato del Estrangulador.
—¿Qué me dice de las citas de Hamlet, inspector? —preguntó uno de los reporteros—. ¿Ha habido alguna llamada?
—No lo sé. —Pascoe sonrió—. Será mejor que le pregunte a su colega del Evening Post.
Un miembro del equipo de televisión le preguntó si podían hacer una entrevista.
—Tendré que preguntarlo —dijo Pascoe.
—Bueno, no es con usted. La entrevista sería con el superintendente Dalziel.
Irritado, Pascoe volvió a la caravana, donde encontró a Dalziel hablando por el teléfono que acababa de instalar.
—Los de la tele solicitan su comparecencia, señor —dijo cuando el gordo hubo terminado de hablar.
—¿Qué pasa, muchacho? ¿Usted no es suficientemente fotogénico?
—Quizá no doy la talla en una pantalla de veintiséis pulgadas —dijo Pascoe.
—Le diré algo que le animará —le espetó Dalziel—. Acabo de hablar con Sammy Locke, del Post.
—¿Ha habido una llamada? —preguntó Pascoe.
Sabía que le gustaría saberlo, Peter. Usted cree que cogeremos al cabrón gracias a esas llamadas, ¿verdad? Pues fíjese qué suerte. ¡Ahora son dos bastardos los que llaman!
Se equivocaba.
Para cuando Pascoe llegó a su casa aquella noche había habido cuatro llamadas hamletianas.
La primera, a las 16.42: «Si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado?». La segunda, a las 17.23: «Uno puede sonreír y sonreír, y ser un malvado». La tercera, a las 18.15: «Ser o no ser, esta es la cuestión». La cuarta, a las 19.09: «Por los cielos te juro que esa demencia tuya será pagada por mí con tal exceso, que el peso del castigo tuerza el fiel y baje la balanza».
Ellie, cosa rara, estaba de un humor excelente y Pascoe se alegró tanto que se limitó a poner los ojos en blanco cuando ella anunció que se había convertido en secretaria de militancia del WRAG. En cualquier caso, Ellie parecía más dispuesta a hablar del Estrangulador que de otra cosa.
—¿Crees que esas llamadas van a servir de algo?
—Es casi lo único que tenemos —dijo Pascoe, lanzándose sobre su recalentado pastel de carne con champiñones—. Pero no pueden ser rodas del Estrangulador. Sammy Locke no recuerda muy bien la primera voz. Cree que dos o tres no son muy diferentes de la primera voz.
—Dices que tienes grabadas todas las llamadas de hoy. Yo creo que lo que necesitas es un experto que las analice.
—Buena idea —dijo Pascoe, quien ya se lo había sugerido a Dalziel pero no estaba dispuesto a hacerse el sabihondo—. ¿Has pensado en alguien?
—En el instituto tenemos a Dicky Gladmann y Drew Urquhart. Suelen sorprender a sus alumnos determinando orígenes sociales y regionales mediante el análisis de la voz.
—¿Y aciertan?
—Normalmente, en un cien por cien. Pero creo que primero miran los expedientes. De todas formas, son lo bastante incomprensibles para ser buenos lingüistas.
Pascoe terminó su pastel, y empezó con la tarta de manzana, asimismo recalentada. ¡Quiere que yo también engorde!, pensó de repente.
—Les daré una oportunidad. Aunque es posible que ya estén de vacaciones en Acapulco —dijo—. A propósito, aún no me has dicho cómo reaccionó la Lacewing a tu teoría sobre el mensaje de la médium.
—Le pareció una tontería —dijo Ellie con una mueca.
—¿De veras? Vaya, vaya. Devuélveme la transcripción, hazme el favor.
—Vale. Y a punto estuvo de ponerme en un aprieto hablando de que tú estabas al mando de la investigación.
—¿Eso te disgusta?
—Claro que no. Me refiero a que intentó cerrarle la boca a un sujeto muy grosero llamado Middlefield, es juez de paz o algo así, que cree que toda mujer asesinada es ipso facto un puta. Pero te diré algo interesante. Me enteré de que el individuo con quien estaba hablando ese Middlefield era el gerente del banco donde trabajaba esa otra chica. La que sale en la cinta.
—Brenda Sorby. Vaya, eso es interesante.
Más tarde, ya en la cama, Ellie dijo soñolienta:
—Esa pobre mujer de la feria, ¿dices que era la sobrina de Rosetta Stanhope?
—Así es.
—Pues a lo mejor se pone en contacto con ella. Bueno, supongo que se conocían muy bien.
—Puede —dijo Pascoe—. Te avisaremos si pasa.
Ella le clavó el codo en las costillas y pronto su respiración recuperó la normalidad del sueño.
A Pascoe, sin embargo, le costaba dormirse, y cuando lo consiguió fue como si hubiera dormido en una cama de piedra. Ellie era en parte la responsable por haberle hecho pensar en Pauline Stanhope, claro que eso tal vez habría sido inevitable. Siempre dormía mal la noche anterior a una autopsia y por la mañana tenía que estar en el depósito municipal a las nueve en punto para asistir a los últimos ritos forenses con el cuerpo de Pauline Stanhope.