Cuando el sargento Wield llegó a Charter Park la feria estaba funcionando muy bien. Hacía un día bonito y soleado con la brisa justa para refrescar y empujar unos jirones de nube, pintorescos hasta la artificialidad, que flotaban en el azul del firmamento. El verde de la hierba y los árboles, la resplandeciente franja del río, la animada música de banda del órgano, todo se combinó para producir una sensación agradablemente eufórica en el pecho del sargento que él dejo aflorar en forma de ligero y casi inaudible silbido.
Su reacción al llegar a la tienda de la adivina y ver el faldón echado y una silla apoyada contra él con una tarjeta de «VUELVO ENSEGUIDA» fue de desilusión puramente profesional. Los guiños de Pascoe con respecto al interés de Pauline Stanhope por su persona no eran sino semillas en el más pedregoso de los suelos. La reserva y reticencia de Wield no estaban ligadas, como habría podido suponer un psicólogo de pacotilla, a su aspecto horripilante. Derivaban más bien de su temprano reconocimiento de que el mejor modo de ocultar una cosa era ocultarlas todas, tener tantos secretos que el más importante no saliera a relucir. Y este era, ni más ni menos, que Wield era homosexual. En la policía funcionaba el típico círculo vicioso: no estaba bien visto los homosexuales porque eran vulnerables al chantaje, porque eran reservados, porque no estaban bien vistos…
Diez años atrás Wield se había sentido progresivamente atraído por un hombre, Maurice Eaton, empleado de la oficina de correos que estaba aún más angustiado que Wield por el daño que una relación abierta podía hacer a su carrera. Pero habían llegado a la etapa de considerar el compartir casa en Yorkshire cuando a Eaton le ofrecieron un ascenso en el nordeste del país. Para Wield el traslado había representado una tragedia, pero pronto los fines de semana en Newcastle y las vacaciones en el extranjero crearon una rutina que, si bien no exenta de tensiones y peligros, había resultado viable durante un década. Pero aunque tener el centro de su vida emocional a ciento cincuenta kilómetros le había puesto «a salvo», eso le había convertido también en un cero a la izquierda. A las instituciones no les gusta lo que no comprenden y Wield se había quedado en sargento teniendo a gente más joven como Pascoe saltándole por encima.
Él tenía el presentimiento de que al final algo pasaría.
Entretanto, adelante con el trabajo.
La caseta más próxima a la adivina era un anticuado tragaperras en el que las monedas patinaban por una superficie acanalada para aterrizar en un tablero con números, ganando la cantidad estipulada si la moneda caía justo en mitad del cuadro. El encargado se encogió de hombros, pero su ayudante de pronunciadas facciones creía haber visto salir a Pauline hacia unos veinte minutos. «Vuelvo enseguida» podía significar una hora o más.
Wield pensó que tenía que volver a comisaria. Se sentía un poco culpable por como había ignorado a Rosetta Stanhope al marcharse, pero le había parecido divertido reforzar la impresión de Pascoe de que le interesaba más la guapa sobrina que la vieja tía. De todos modos era agradable estar al sol, y acabó preguntando a la mujer de la tragaperras si sabía dónde podía localizar a David Lee.
Ella lanzo una mirada inquisitiva y luego dijo:
—Puede que esté en los autos de choque o en el martillo. Suele echarles una mano cuando tienen trabajo.
—Entonces ¿no tiene nada propio? Una caseta, quiero decir.
La mujer le respondió con sorna:
—Dave es un chatarrero, no un feriante de verdad, a esos no les gusta trabajar a diario. Hay una caseta, bueno, son todos basura gitana. Está allá abajo, junto al río. Usted es poli, ¿verdad?
—No; soy su tío de Australia, el millonario —repuso Wield muy serio.
Como no había señales de Lee en los autos de choque ni en el martillo, Wield se llegó a una barraca que en ningún momento le hizo pensar que la mujer de la tragaperras había exagerado. En aquel templo de la cursilería, la caseta era el no va más de lo cursi y la mujer de piel cetrina, uno de cuyos protuberantes y aristocráticos pómulos lucía un gran cardenal, parecía esforzarse muy poco por atraer clientela.
—Estoy buscando a David Lee —dijo Wield.
—¿Para qué? ¿Es que va a arrestar a ese cabrón? —dijo ella.
—Sólo quiero hablar.
—Lástima. ¿Y si lo mete una temporada en la trena?
Parecía sincera.
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
—¿Él? Dirá qué no ha hecho…
De pronto la mujer pareció hartarse de la charla como si ni siquiera el odio y el resentimiento pudieran mantener su interés.
—David no está aquí —dijo.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
Ella se encogió de hombros. Wield consultó su libreta.
—No tendrá por aquí un remolque, ¿verdad? ¿Habrá regresado al campamento?
Otro encogimiento de hombros. Wield empezaba a impacientarse.
—Está bien. Vamos.
—¿Adónde?
—A comisaría.
—¿Yo? ¿Y yo qué he hecho?
—¿Usted? Dirá qué no ha hecho —le imitó Wield.
La mujer soltó un juramento. Él no entendía caló, pero no tuvo dudas sobre lo que le había llamado.
—Se ha ido en el furgón —dijo ella, gesticulando hacia el aparcamiento cercano—. Hace media hora. Al campamento, tal vez. Él nunca me dice adónde va. Si le ve, dígale que ya puede…
—¿Qué? —preguntó Wield.
La cara de la mujer retomó su apagada taciturnidad. Sólo el cardenal relucía en su cara.
—Nada —dijo.
Wield fue andando hasta la orilla del río. Había mucha demanda de barcas y el istmo estaba lleno de gente. Durante los dos días en que la policía había estado registrando la zona, el istmo había permanecido cerrado al público, con el único resultado de la más eficaz operación de limpieza en la historia de la ciudad. Ahora habían vuelto los excursionistas, estimulado su interés por la idea de que una chica había encontrado la muerte en aquel lugar. Y si se hartaban de eso, podían ir andando un centenar de metros canal abajo y atisbar con codicia el muro del depósito eléctrico Spinks, donde aquella misma noche el vigilante nocturno había acabado con el cráneo fracturado por culpa de unos transistores baratos fabricados en Hong Kong.
Aunque Wield no solía airearlas, tenía solidas ideas acerca del crimen y el castigo. Estas comprendían el administrar al agresor en dosis exactamente medidas y científicamente controladas el tipo de sufrimiento que hubiera infligido a la víctima. Nada de barbaridades como cortar manos o cercenar orejas. Sólo el sufrimiento.
Pero lo que no sabía era como medir el terror que aquellas mujeres asesinadas podían haber sentido. De todos modos, algo había que hacer.
Regreso a la tienda de Madame Rashid. La nota seguía allí. Consulto su reloj. La una y media. ¿A comisaria? ¿O podía justificar que estaba buscando a David Lee? Como máximo serian quince minutos en coche.
Condujo rápida y eficientemente, siguiendo más o menos el curso del rio a la salida de la ciudad hasta que llego al viejo campo de aviación. A finales de los años cincuenta había estado a punto de convertirse en un aeropuerto a gran escala. Pero la ocasión paso de largo y ahora solo se utilizaba una tercera parte del terreno, la cual estaba en manos del Aero Club local. De vez en cuando aterrizaban pequeños aviones privados, especialmente cuando habar carreras importantes en el circuito de la ciudad, pero en general lo único que se oía era el jadeante silbido de los planeadores. Ahora había un par de ellos volando. Wield los observo, admirando su libre remonte pero sin sentir el menor deseo de compartir esa experiencia. Él era un fanático de las motocicletas. Cuero negro y a 150 por la autopista. Otra cosa de la que no hablaba en comisaria.
La sección no utilizada del aeropuerto, donde la maleza había convertido la pista en una de obstáculos y un par de edificios en ruinas miraban como muertos boquiabiertos a un cielo desvaído, servía ahora de ubicación a un campamento gitano ni del todo oficial ni del todo oficioso.
«Oficioso» lo era en tanto en cuanto el ayuntamiento había estado discutiendo años la necesidad de proveer un emplazamiento oficial en esa zona; «oficial» en tanto en cuanto durante los duros meses de invierno y las dos semanas de la feria, el ayuntamiento y la policía optaban por una política de «aquí no pasa nada». Pero llegada la primavera y el final de la quincena festiva, los nómadas eran invitados a ponerse en camino. En el club aéreo había un fuerte grupo de presión empeñado en impedir la presencia permanente de gitanos, afirmando que aparte de contaminar el rio con sus aguas residuales, sus ponis (esos mismos ponis que habían sido proscritos de Charter Park) eran un peligro para los planeadores y los pequeños aparatos que aterrizaban a unos cuatrocientos metros de allí. El ayuntamiento había levantado una valla de estacas para impedir que los caballos se extraviaran, pero no había resultado del todo efectiva, como Wield pudo observar al apearse del coche cerca de las chillonas caravanas.
Normalmente la llegada de un extraño despertaba un desconfiado interés, pero en aquel preciso momento toda la atención estaba centrada en la ruidosa y potencialmente violenta disputa que tenía lugar en mitad del círculo de remolques.
A un lado había un grupo de gitanos con David Lee a la cabeza. En el otro había dos hombres, uno flaco, rubio y nervudo con pantalón ancho y camisa deportiva, el otro mucho más corpulento y sudando en su gruesa cazadora y casco de aviador. Alrededor y a distancia prudencial había un círculo de espectadores formado por mujeres y niños.
El hombre corpulento estaba agitando en las narices de Lee un dedo al que poco le faltaba para convertirse en puño.
—Oye, tú —rechinó el hombre, con acento de Yorkshire—. Si veo otro puñetero poni en el área del club le pego un tiro, ¿me oyes? Y luego iré a buscar al cabrón del dueño y le pegaré otro tiro a él.
David Lee hizo un visaje de burla enseñando sus dientes manchados y respondió en un agudo torrente de palabras casi ininteligibles:
—¡Oiga jefe a ver qué pasa aquí no esté jodiendo con sus amenazas y hablando de no sé qué coño de poni a ver dónde está el poni y qué se ha creído que los ponis no tiene cabeza para apartarse si ven uno de esos aparatos joder más cabeza tienen que los idiotas de mierda que se suben a ellos!
El dedo amenazador se dobló. Wield había reconocido la cara bajo el casco. Era Bernard Middlefield, juez de paz. No le caía bien ese tipo, pero como magistrado era más que pasable desde un punto de vista policial. Al menos era duro con los delincuentes primerizos, creía en las pruebas policiales como si fueran la Biblia y partía de la premisa de que el noventa por ciento de lo que decían los asistentes sociales era basura.
Habría sido interesante aunque no diplomático ver cómo zurraba al gitano. El rubio parecía inclinado a actuar como árbitro, pero nada garantizaba su éxito.
Wield avanzó con la orden de arresto a punto, y se dirigió a Lee.
—¿Señor Lee? —dijo—. ¿Podemos hablar un momento?
El gitano rio desdeñosamente y dijo mirando a Middlefield:
—¡No me extraña que busque pelea si ya ha llamado a la poli!
—¿Es usted policía? —dijo Middlefield—. ¡Justo a tiempo!
Wield no quería mezclarse pero tenía que escuchar la historia. El rubio era Austin Greenall, instructor de vuelo del Aero Club. Estaba dirigiendo el torno de despegue para elevar el planeador de Middlefield cuando un poni se había cruzado en el camino del aparato provocando casi un accidente. Middlefield había ido al campamento seguido de cerca por el secretario.
—En el fondo, el responsable es el ayuntamiento —dijo Wield—. Son los propietarios del terreno. De modo que mantener las vallas en perfecto estado es problema suyo.
—Gracias por nada —dijo Middlefield—. Si yo me mato, usted se ocupa de todo, ¿no es eso? Pues le voy a decir algo: estos cabrones necesitan que alguien les dé una lección, y ese alguien soy yo. Son gente antisocial, sucia y deshonesta. Siempre que este solar está ocupado, tengo que doblar el personal de seguridad. ¡Y eso cuesta mucho dinero!
—Lo siento, señor —dijo Wield—. A menos que haya habido una infracción de la ley…
Middlefield lanzó un bufido de indignación, dio media vuelta y se fue a grandes trancos. Greenall miró a Wield como pidiendo disculpas, dijo «Por favor, señor Lee, vigile usted a sus animales», y fue tras Middlefield.
—¡Gente de Yorkshire! —dijo Lee—. Se creen muy machos. Siempre con ganas de pelea.
—Yo no —dijo Wield—. He venido para hablar.
Fueron a sentarse en el coche del sargento. Los gitanos no suelen invitar a extraños —menos aún si son policías— a sus carromatos y aunque el día era bonito Wield sabía que si hablaba con Lee a la intemperie pronto estaría rodeado de críos curiosos.
Olvidada la excitación anterior, el estilo torrencial del gitano declino hacia un balbuceo remiso.
—Es por lo del jueves pasado —dijo Wield.
—Ya he dicho todo lo que sabía.
—He leído su declaración —dijo Wield.
—Entonces…
—Dijo que estuvo en la feria de las ocho a las onces, en los autos de choque casi todo el rato.
—Sí.
—Y que no vio a nadie que se pareciera a la víctima.
—Exacto.
—Usted no duerme en Charter Park, ¿verdad?
—No. Prohibieron los ponis hace unos años. Decían que eran peligrosos. Como ese mamón de hace un rato.
—Así que fue a su caravana por la noche. ¿Cómo?
—En la furgoneta. Es esa de ahí. Tengo permiso y seguro en regla.
—Yo no he insinuado lo contrario —dijo Wield—. Pero lo verificaré. No es la primera cosa que investigo, señor Lee.
—¿Ah, sí?
—Lo sé todo sobre usted. Tiene muy mal genio.
El hombre encogió los hombros.
—Con las mujeres también. Hoy he visto a una en su caseta. Tenía una herida muy fea.
—Bah, esa zorra es una torpe.
—Sí. Y la habían violado. En eso no se ha quedado corto, ¿verdad?
Esto consiguió reavivar el torrente verbal del otro, pero no en inglés. Por último, Wield dijo:
—Cállese o le arranco las pelotas de cuajo.
El gitano se calmó y luego empezó otra vez.
—¡No ha habido ninguna violación! ¿Violar a esa guarra? ¡Antes muerto!
—Está bien, está bien —dijo Wield impaciente—. ¿Dónde aparcó la furgoneta?
—Detrás de la barraca —respondió Lee malhumorado.
—¿Y volvió directamente aquí? ¿A las once?
—Once u once y media. No lo sé. Empezaba a llover. Metimos las cosas de la barraca en la furgoneta, como cada noche.
—¿Usted y quién más?
—Mi mujer. Dice que ya la conoce. Luego vine aquí.
—Ella lo confirmará, sin duda. Y también que luego se metió en la cama y durmió plácidamente toda la noche, ¿verdad?
Lee no se molestó en contestar.
—Está bien, —dijo Wield—. Ahora hábleme de Madame Rashid. ¿La conoce?
—Sí.
—En realidad creo que es pariente de usted, ¿no es así?
—Se casó con un payo —dijo Lee—. Hace muchos años.
—Y a su sobrina, ¿la conoce también?
—La veo en el parque.
Wield hizo una pausa; no tenía la menor idea de por qué había empezado a preguntar aquello. No conducía a nada.
Se decidió por una conclusión brusca y significativa:
—Muy bien. Es todo.
—¿Cómo?
—Se acabó. Fuera.
El corpulento gitano salió del coche y cerró la puerta con tal fuerza que hizo temblar a Wield. Un hombre mayor, de pelo gris y rostro rubicundo que había rondado por allí se aproximó a Lee y cruzó unas palabras con él en caló. Wield se asomó a la ventanilla para hacer señas al recién llegado.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—¿Y, amigo? Me llaman Silvester Herne.
—¿Es usted el jefe de esto? Quiero decir el rey o como lo llamen aquí…
—¿Yo, amigo? —dijo con cara de asombro—. Sólo soy un gitano viejo, el viejo Silvester.
—Bien, Silvester, a ver si puede metérselo a su amigo en la mollera: no he terminado con él. Volveré. Mientras tanto, haga reparar esa valla para que los ponis no se dispersen, o se van a meter en un lío. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, amigo —dijo Herne, solícito—. ¡En seguida!
¡Eso sí era cantarles las cuarenta!, se dijo Wield mientras regresaba, pero sabía por experiencia que cantarle las cuarentas a un gitano era como hablar a una pared. No es que él tuviera nada contra los gitanos, aunque su vida estrafalaria le daba escalofríos. De hecho, sentía cierta solidaridad por su condición de parias y les envidiaba que además de marginados fueran insolentes. Tal vez en su actitud había también un miedo atávico. El trance de Rosetta Stanhope le había afectado más de lo que él se atrevía a exteriorizar.
Debería haber regresado a comisaria pero lo que hizo fue irse a su casa, y una vez allí se preparó una taza de té. El piso era lóbrego. Aun en los días más luminosos apenas entraba luz por los ventanales orientados al norte. Y era gris e impersonal. Poca gente iba a verle al piso aparte de su hermana la casada y el sobrino cuyo casete había utilizado para grabar la sesión de espiritismo.
Cogió el teléfono y marcó el número del despacho de Maurice en Newcastle. Pero cuando alguien contestó, colgó el auricular sin decir nada. Habían acordado que todo contacto debía ser privado salvo en caso de urgencia. Y ese no era el caso ahora, aunque en cierto modo daba la impresión de que podía haber una emergencia en perspectiva, como una zona de bajas presiones sobre el Atlántico en el mapa del hombre del tiempo.
Cuando por fin probó el té, este se había enfriado. Había estado en Babia más de una hora; eran más de las tres y media.
Abandonó su casa a toda prisa, Pascoe le iba a preguntar dónde se había metido. No le iba a gustar nada. Y en cuanto a Dalziel…
Al menos podría decirles que había hablado con Pauline Stanhope.
Volvió en coche a Charter Park, pero maldijo por lo bajo cuando vio la silla con el letrero «VUELVO ENSEGUIDA» apoyada aún en la tienda de Madame Rashid. ¿Qué diablos quería decir «enseguida» para una adivina? Algo quería decir, eso seguro.
Wield apartó la silla y abrió el faldón. Dentro estaba oscuro y olía a moho. El triángulo de luz cayó sobre una sencilla mesa de caballete.
—Santo Dios —dijo Wield.
Avanzó dos pasos y miró al suelo. Reculó. Bajó el faldón y volvió a dejar la silla en su sitio. En ese momento se le acercaron dos muchachas. Mientras una reía con disimulo, la otra dijo con descaro:
—¿Es usted el adivino, señor?
—No —dijo Wield—. La adivina se ha ido.
—¿Cuándo volverá?
Señaló el letrero y luego corrió hacia el coche para pedir ayuda por radio.
«Vuelvo enseguida». ¿De dónde?
Sobre la mesa de caballete, las piernas colgando de un extremo pero los brazos pulcramente doblados sobre el pecho, estaba el cadáver de Pauline Stanhope.
Había sido estrangulada.