5

Andy Dalziel, en opinión de muchos de sus conocidos, tenía una manera muy simplista de ver la vida. Para él todo era negro o azul oscuro. En esto se equivocaban. La vida, para el gordo superintendente, estaba ricamente coloreada: con los colores del vicio y la villanía, sí, pero con matices cambiantes y pigmentos candentes, como escenas hogarthianas pintadas por Renoir.

Pascoe le comprendía. «Dalziel detecta con los huevos», le había dicho a Ellie una vez.

Para la cartesiana mente de Pascoe, seguía siendo una incógnita si el asesinato de Brenda Sorby era una secuela de los otros dos estrangulamientos.

—Su cuerpo no estaba como el de las otras dos víctimas —dijo—. De hecho lo habían escondido, mientras que en los otros casos está claro que el asesino quería que los encontraran. A parte de eso, que alguien recogiera a la chica a esas horas de la noche (y seguro que hubo un coche; ¡no iba a hacer ocho kilómetros a pie hasta el canal!), indica que hubo de ser algún conocido de ella.

Dalziel no mostró mucho interés. Él sabía que los tres casos estaban relacionados. Pero no le importó contrariar a un colega más joven.

—Tal vez la chica tropezó y se cayó al agua. El tipo no iba a saltar a salvarla, ¿verdad? O quizá la dejó por muerta, toda bien puesta en el suelo, y ella se recobró lo suficiente para rodar hasta el agua. O quizá la dejó caer orilla abajo al oír algún ruido, porque no quería que la encontraran mientras él estuviera cerca. Y en cuanto al coche, puede que el tipo la amenazara con un cuchillo y la hiciese subir, o que la dejara sin sentido. O puede que ella confiara en él sin conocerle, pongamos que era un poli, por ejemplo. ¿Dónde estaba usted aquella noche, Peter? —Río.

Fin de la discusión.

Curiosamente, la única cosa que parecía confirmar su suposición de que la muerte de Brenda estaba relacionada con las otras dos, la había mencionado Dalziel quitándole importancia.

—Cualquiera puede llamar por teléfono —dijo—. Y en todas las casas están las obras completas de William Shakespeare. ¡Hasta yo las tengo!

Sentado en su despacho, Pascoe examinó el informe del forense que casi se sabía de memoria. Las tres mujeres habían sido estranguladas por alguien con ambas manos. Los moratones en los respectivos cuellos así lo indicaban y los cartílagos de la zona de la laringe estaban fracturados a un nivel que hablaba claramente de la violencia y fuerza del ataque. Pero el patólogo se obstinaba en decir que Brenda Sorby no había muerto del todo cuando cayó al canal «… encima de mí, ahogándome, el agua, que empezaba a borbotear y luego a rugir y hervir…». Pascoe meneó la cabeza para apartar las palabras de la cinta y siguió con su lectura.

El costado izquierdo presentaba un grado de lividez insólito en un cadáver recogido del agua, pero podía explicarse por el hecho de que el cuerpo no parecía haber quedado a la merced de la corriente sino atascado en la orilla, entre los desperdicios. Otra diferencia respecto de los casos anteriores era que en torno y debajo de los pechos había contusiones que indicaban una posible agresión sexual aunque las laceraciones ocasionadas por la hélice de la barcaza habían dificultado el examen de esa zona en concreto. Por lo demás no había ningún indicio de violencia sexual.

Pascoe suspiró. ¡Y el maldito forense pensando que era él quien tenía las cosas difíciles!

Entonces entró el sargento Wield.

—He hecho que la Oficina de Expedientes Criminales pasara a los feriantes por el ordenador —anunció.

—¿A la señorita Stanhope también? —repuso Pascoe con una sonrisa.

Aquella mañana, la cara marchita y picada de Wield no había mostrado reacción alguna a la indirecta de Pascoe sobre el interés mostrado por Pauline Stanhope. Ahora el sargento consiguió componer algo bastante parecido a una mueca.

—Ella y su tía hicieron sendas declaraciones —dijo—. Como todos los demás. Nada importante. Pero lo que traigo sí que es interesante.

David Lee había estado varias veces en comisaría y en una celda. Su conducta escandalosa le había costado media docena de multas. En 1974 había sido puesto en libertad condicional por agresión sexual a su pareja de hecho. Agredir a una funcionario municipal encargado de desalojar un campamento de gitanos le reportó tres meses de arresto en 1976, período que sería doblado en 1978 cuando golpeó a un policía que intentaba evitar que pegara a otra de sus mujeres. Un tribunal desestimó una acusación de violación en 1979.

—¿Qué le hizo escoger a este individuo? —preguntó Pascoe—. Espero que no haya sido porque yo le vi de cháchara con la señorita Pauline.

—Hay media docena más —gruñó Wield—. Si quiere echar un vistazo… Pascoe se quedó pensativo.

—Se me ocurre una cosa —dijo—. Si a la señora Sorby le entusiasma tanto el más allá, puede que hija Brenda también se quedara enganchada.

—Y quizá pudo enterarse de lo de Madame Rashid —dijo Wield.

—¿Y conocer a David Lee a través de ella? —Pascoe meneó la cabeza—. No; eso es forzar las cosas. De todos modos, será mejor verificarlo. ¿Le apetece una excursión a la feria para que le echen la buenaventura?

Wield se encogió de hombros.

—Yo voy a donde me mandan —dijo con tono indiferente.

—Muy bien —dijo Pascoe—. Son las doce. Vaya a almorzar y después, con todo el vigor recuperado, haga una visita a la dama. A una de las dos, la que usted prefiera.

Tengo que dejarme de insinuaciones, pensó al partir el sargento. ¡Cada día me parezco más a Dalziel!

Momentos después sonó el teléfono. Era el sargento de guardia.

—Aquí hay una señora que quiere hablar con alguien del Departamento Criminal, señor —dijo—. Se llama Rosetta Stanhope.

—Vaya, hombre. Creo que el sargento Wield quería hablar con ella, así que deje que él lo solucione. Debe de estar a punto de salir.

—Se acaba de marchar, señor. Creo que no la vio. Parecía tener mucha prisa.

—¡Qué cabrón! —exclamó Pascoe—. Ha preferido la otra. Está bien. Hágala pasar. Rosetta Stanhope se había adaptado muy bien a su entorno. A sus cincuenta y tantos años, el cabello con permanente y un leve toque de tinte azul, su elegante traje chaqueta gris con zapatos y bolso a juego podía haber presidido una junta del Instituto de la Mujer o inaugurado una exposición floral. Sólo cierta majestuosidad en su exótico porte y el tono cetrino de su piel, que ni siquiera el cuidadoso maquillaje podía disimular, insinuaban sus orígenes.

Su voz era reposada, un tanto áspera, quizá; ¿consecuencia de forzar las cuerdas vocales para hacer hablar a los espíritus?, se preguntó el inspector.

—He conocido a su sobrina esta mañana —dijo Pascoe.

La mujer sonrió.

—Tiene razón, señor Pascoe. Yo no podría hacer de Madame Rashid vestida así. Y no soy de las que se cambiaría de ropa sólo para impresionar a un policía.

Pascoe si estaba impresionado. La mujer había ido a la raíz de su pregunta. Para eso no hacía falta saber leer el pensamiento, pero era un buen truco de policía.

—Así que ha dejado a su sobrina encargada del futuro. —Qué suerte la de Wield.

—Hoy no me sentía con fuerzas —dijo ella—. No me gusta fingir.

—¿Y Pauline?

La mujer hizo un nada británico mohín de abandono.

—La quiromancia es un oficio —dijo—. Eso se aprende.

Pascoe decidió atajar un poco.

—Me temo que no conseguirá de nosotros una disculpa, señora. No fue culpa nuestra. Un desmentido, tal vez sí, pero lo intenté ayer y ya ha leído usted la crónica. Siento que la alterara.

—No estoy alterada. No haga caso de Pauline. Probablemente le habrá dicho que soy un poco pragmática. Pues bien, lo soy lo suficiente para que ella lo crea así. Pauline necesita velar por la gente. Le debe venir de no haber conocido a su madre.

—Tengo entendido que usted la crio desde pequeña —dijo Pascoe—. Me sorprende que ella no la considere su madre.

—Lo hizo de jovencita, pobre criatura. Pero ella tenía que saberlo. Recuerdo que a los doce años se sacó su propio horóscopo. No le salió bien. ¿Cómo iba a salirle bien? Bert y yo ya teníamos decidido contárselo. En cierto modo fue un alivio.

—¿Y eso?

—Ella estaba al corriente de mis orígenes. Yo me siento orgullosa de ello, por qué no. Y Bert solía bromear con que me había raptado de unos gitanos. Pauline y yo hicimos muy buenas migas. Pero yo veía que para una muchacha era un poco difícil aceptar que le había tocado una madre gitana sin sentir la sangre, no sé si me entiende. Le parecerá raro, pero cuando se lo dijimos, fue como si la noticia nos uniera todavía más.

—¿Y al final ella se sumó al negocio familiar?

—Incluso ahora, una chica difícilmente podría llegar a ser maquinista de tren, ¿no? —dijo sin pensarlo Rosetta Stanhope.

—Yo creo que sí es posible —repuso Pascoe, imaginando de pronto a Thelma Lacewing secándose la frente con un trapo grasiento en la plataforma delantera del Flying Scotsman—. Pero, dígame, señora Stanhope, si no está aquí para quejarse ni para lanzar una maldición gitana, ¿a qué ha venido?

Ella se inclinó y dio unos golpecitos en el escritorio. ¿O acaso estaba tocando madera?

—Anoche estaba enfadada, inspector. No por el periódico, pero eso me molestó. Estaba alterada por el contacto que hice con esa pobre chica. Apenas pude dormir. Todavía tengo impresiones; no, no me refiero a visiones o palabras, nada tan concreto como eso; sino colores y sensaciones. Dejé que Pauline pensara que fue el artículo lo que me había alterado. Necesitaba meditar las cosas por mí misma.

—¿Qué quiere, entonces, señora Stanhope?

Ella abrió sus grandes y juveniles ojos castaños y dijo:

—Quiero hacer los que el Evening Post dijo que yo estaba haciendo. He venido a ayudarle en sus pesquisas.