Alistar Mulgan probó su jugo de tomate con cautela. Hubiera preferido una ginebra en parte porque no tenía que pagar y en parte porque últimamente su metabolismo parecía proclive a la ginebra. Pero al Northern Bank no le gustaba que sus empleados echaran su aliento etílico sobre los clientes, y desde que había ascendido a gerente en funciones de la sucursal de Greenhill después que el gerente fuera atropellado por un autobús (nada que ver con el alcohol, por supuesto) tres semanas atrás. Mulgan había decidido ser un ejemplo para los demás empleados. A punto de cumplir los cuarenta, había recorrido un largo camino desde sus humildes comienzos en el Derbyshire rural, pero últimamente tenía la sensación de que su carrera estaba atascada en el lodo. Su cometido como gerente en funciones le había dado esperanzas de que el nombramiento iba a ser permanente, esperanzas reforzadas cuando los clientes empezaron a invitarle a comer. Aunque en eso, como de costumbre, el azar había repartido sus dones con mano poco generosa, y en vez del apetecido filet mignon en el White Rose Grill, Mulgan se había visto forzado a escoger entre cesta de pollo o cesta de gambas en el bar del Aero Club.
—¿Es la primera vez que viene, Mulgan? —dijo su anfitrión—. Bien, ¿qué le parece esto?
Mulgan miró en derredor. Varios hombres jóvenes tomando cerveza e intercambiando sus experiencias de vuelo. En una esquina, bajo un aviso fluorescente anunciando que el viernes y el sábado eran noches de discoteca, tres mujeres sentadas. En las paredes emulsionadas de azul un escuadrón de Spitfires de porcelana entre fotografías de jóvenes aviadores, un viejo reloj de colegio cuyo cuadrante estaba ribeteado con los colores de la RAF. Las manecillas, en forma de hélice, señalaban las doce y cuarto.
—Es muy bonito —dijo cortésmente Mulgan.
—Sí, pensé que era el sitio idóneo. A los dos nos queda a mano y yo odio los sitios atestados con precios exorbitantes. Además, hoy me toca volar, así que de todos modos tenía que venir al club. ¿Lo ha probado alguna vez Mulgan?
Su anfitrión era Bernard Middlefield, propietario junto con su hermano de una pequeña planta de montaje en el polígono industrial Avro. Middlefield Electric estaba empezando a sufrir el último recorte de préstamos y Mulgan suponía que la invitación a comer era una manera de congraciarse con él. No se sintió ofendido. Debajo de sus bruscas maneras, Middlefield escondía a un perfecto vivales. Que hoy le ofreciera pollo quería decir que se había hecho merecedor en potencia de un filet mignon. Es lo que pasaba con la gente de Yorkshire. En general uno siempre sabía a qué atenerse con ellos.
—Pues no —dijo Mulgan—. ¿En qué clase de avión va a usted a volar?
—¿Avión? Nada de avión, Mulgan. Aquí pilotamos planeadores. Aunque se sabe que aquí han aterrizado algunos aviones, ¿no es cierto, Austin? Alistair Mulgan. Le presento a Austin Greenall, nuestro instructor de vuelo, secretario y señor de todo el negocio.
—Como usted ve —dijo el hombre que había ocupado el sitio de la mujer de mediana edad que estaba detrás de la barra—, todo menos cocinar. Estamos escasos de personal. La gripe de verano, ¡es increíble! Jenny tiene que ocuparse también de la cocina, así que si necesita algo del bar, aquí me tiene.
—No, gracias. Con esto basta. Yo tengo que volar y el señor Mulgan ha de conservar la mente clara para no equivocarse con sus sumas cuando llegue al banco.
Me había parecido reconocerle —dijo Greenall—. El club tiene cuenta en su banco.
—Cuidado con él —le dijo Middlefield a Mulgan—. Querrá sacarle algún dinero para otro par de aviones en cuanto se deje.
—¿Entonces sí hay aviones en el Club? —dijo Mulgan.
—Uno. Tenemos un Cub que usamos para remolcar, pero ya no es lo que era. Y hay un Cherokee propiedad de un consorcio de empresarios locales, incluido el señor Middlefield. No, lo que nos mantiene a flote son los planeadores.
—Pero si a usted le dejaran, ¿eh, Austin? Sólo lleva aquí cinco minutos y ya está pensando en convertir esto en otro Heathrow.
—Qué va. Pero creo que se puede hacer mucho para mejorar las instalaciones y atraer a más socios.
—Siempre y cuando tenga presente que esto no es Surrey. Sabemos lo que queremos y si pagamos es por algo. Bueno, y nuestra comida ¿cómo va? Greenall sonrió y fue a la cocina.
En una mesa, Ellie Pascoe le estaba diciendo a Thelma Lacewing:
—¿Por qué no le dio un botellazo tu secretaria?
—Además de juez de paz, Middlefield es de la comisión —dijo Thelma—. Pero básicamente es un reaccionario de mierda. Por ejemplo, quiere cerrar la discoteca los fines de semana argumentando que es un caldo de cultivo de la inmortalidad. A Ese cerdo lo tengo muy bien vigilado.
Las dos mejores llamaban la atención por el contraste. Ellie era larguirucha, aunque ahora su atlética silueta se veía un poco fofa debido al perfil del embarazo; pelo negro, ojos grises, una cara que era más hermosa que mona, y su barbilla sugería una determinación que su carácter confirmaba. La cara de Thelma, por su parte, tenía esa belleza franca y cándida con la que un monje podría soñar sin caer en pecado. Era higienista dental.
—Vayamos al grano —dijo—. Ellie, ¿vas a someterte como una vaca a ese plácido (y tan querido por el hombre) papel de madre en estado de buena esperanza, o piensas separar de una vez tu cerebro de tu barriga y empezar a trabajar con nosotras?
—Depende de lo que entiendas por trabajar —dijo Ellie.
La otra mujer que las acompañaba intervino. Era Lorraine Wildgoose, profesora de francés en un instituto de segunda enseñanza. Tenía una cara chocante, de pómulos altos y mirada intensa. Lucía un cabello muy corto y su silueta tenía la delgadez derivada más de los nervios que de una dieta severa.
—Hay vacantes en todas las áreas —dijo—. Taquimeca, teléfono, té…
—Propaganda, prédica, pataleo —murmuró Thelma.
—Por no haber de subversión, soborno y sabotaje —agregó Lorraine.
—Yo pensaba más bien en asalto, agresión y asesinato —dijo Ellie para no ser menos—. En serio, mirad, quiero echar una mano pero también quiero tiempo para poder escribir. Estoy empezando otra novela, ya he superado mi sensación de fracaso por la primera. Bueno, ¡no creo que veintidós editores se equivoquen! Y la verdad es que me gustaría ponerla en marcha antes de esto. —Se palpó la tripa con repugnancia.
—Todas tenemos problemas de tiempo —repuso Lorraine—. Dos críos, un divorcio en ciernes y un marido desequilibrado te ocupan más tiempo que un par de párrafos bien redactados.
Esta inesperada salida produjo un hiato en la conversación que fue llenado por la oportuna llegada de Greenall con las cestas de comida. En el bar la charla parecía estar calentándose.
—Bueno, usted conoce mejor que nadie a sus empleados, supongo —estaba diciendo Middlefield—. Pero concédame un margen a mí también. Cuando uno ha hecho de magistrado, aprende a leer entre líneas. Quiero decir, examine los hechos. ¡Un sembrado detrás de un pub! ¡Un cobertizo en un huerto! ¡La orilla del canal! No son sitios para encontrarse con la mujer del párroco, ¿verdad?
—Le puedo asegurar que Brenda Sorby era una joven tan decente y simpática como uno pueda esperar —protestó Mulgan con su cara carnosa en proceso de enrojecimiento, quién sabe si de indignación o de engorro.
—Eso parecen todas —replicó Middlefield—. En mi profesión uno ve más el mundo real que en la suya, me atrevería a decir.
—¿Está insinuando que esas pobres mujeres se merecían lo que les ha pasado?
—¡No! Pero aquellos que se arriesgan no pueden quejarse si las cosas salen mal.
—Que yo sepa, esas mujeres no pueden quejarse ya de nada —terció Thelma con voz clara y sonora.
—¿Perdón? —repuso Middlefield girando en su taburete—. Ah, usted, señorita Lacewing.
—Yo creo saber del asunto tanto como usted señorita —dijo Middlefield, severo.
—¿En serio? Entonces tal vez tendría que ponerle en contacto con la policía. Por fortuna una de mis amigas está casada con uno de los agentes encargados del caso. Ellie, por qué no le dices a tu marido que el señor Middlefield sabe más de lo que hasta el momento se ha mostrado dispuesto a admitir.
Ellie sonrió con cautela. Quedaban pocas personas en el mundo que pudieran hacerla sentir vergüenza, pero Thelma era una de ellas. Lo cual debía de ser el motivo —como Peter había aventurado— de que ella le concediera un ascendiente moral.
Greenall había salido de la cocina con otras dos cestas que dejó delante de los hombres sentados a la barra, diciendo:
—Aquí tienen. Quema mucho.
Thelma miró a sus amigas, absolutamente serena. En eso también la envidio, pensó Ellie, yo siempre me sonrojo y empiezo a insultar.
—¿De veras trabaja tu marido en el caso? —preguntó Lorraine Wildgoose.
Ellie asintió.
—¿Han averiguado algo?
—No estoy segura. Creo que sí —dijo Ellie. Lorraine Wildgoose parecía a punto de decir algo más y Ellie se deprimió ante la perspectiva de tener que aguantar un ataque contra la policía. Pero Thelma, como si presintiera el peligro, dijo alegremente.
—¿Qué es todo eso de la vidente?
—¿Lo has leído? —dijo Ellie—. Yo tengo una teoría. Le he sacado a Peter una transcripción de lo que dijo esa mujer. Puede que te interese, por lo que tiene de arqueológico.
Sacó la transcripción y ya se disponía a leerla cuando Greenall volvió con la salsa tártara.
—Lamento interrumpir —dijo, depositando la salsera sobre el papel.
—¡Cuidado, Austin! —dijo ella—. No vayan a enfadarse los espíritus.
—Si están haciendo un poco de espiritismo —dijo él—, tengan cuidado. ¡A lo mejor el que se enfada es el señor Middlefield!
—Pierda cuidado. Cosas de la policía —dijo Thelma—. Mi amiga es la señora del inspector en jefe. Esto es un documento oficial, sabe.
Greenall cogió el papel y fingió limpiarlo con la manga mientras murmuraba:
—Por cierto, Middlefield amenazaba con presentarse el viernes en la discoteca en visita de reconocimiento.
—No me diga. Creo que iré con él. Gracias, Austin. ¿Tomará una copa con nosotras más tarde?
—Me encantaría, pero hoy no. Tengo cosas que hacer.
Al irse Greenall, Ellie miró a Thelma pestañeando:
—Parece muy simpático, Thelma.
—Puede pasar —dijo ella, eludiendo la cuestión—. Cuando llegó hace medio año pensé: Dios, otro cerdo machista ex as de la RAF. Pero tuve una agradable sorpresa. Creo que se solidariza de verdad con las posturas feministas. Bien, vamos a comer. Casi has terminado tu copa, Ellie. ¿Quieres tomar algo más? Un vaso de leche tibia, quizá…
Ellie se sonrió como una niña.
—Pensaréis que soy una tonta —dijo tímidamente—. Pero en este estado, bueno, veréis, tengo los típicos antojos, y siempre que como marisco me entran ganas de tomar dos copas de Dom Pérignon. ¡Va muy bien para eructar!