Ellie Pascoe no estaba disfrutando la gratificante experiencia del embarazo.
Aún padecía los mareos matinales que deberían haber desaparecido un mes antes y empezaba a experimentar el dolor de espalda y la acedía que bien podían haberse demorado otro mes.
—Deja de hacer ruiditos arrulladores, por Dios —dijo al regresar pálida a la mesa del desayuno—. Estoy embarazada pero no me he convertido en bebé.
Pascoe se centró en sus cereales y dijo con suavidad:
—Si no querías ir de viaje, no haber comprado el billete.
—Ignoraba que eso iba a ser el fin de la civilización tal como yo la conozco —dijo ella inexorable.
—Bueno, al menos no tienes que trabajar —dijo Pascoe.
Era mediados de julio y en el instituto donde Ellie daba clases habían empezado las vacaciones de verano.
—Son los alumnos los que tienen vacaciones, no nosotros —replicó ella. Era un viejo tema de discusión, un terreno lleno de minas. Pascoe optó por una retirada táctica.
—¿Me pasas la mantequilla?
—Si con eso quieres decir que si hubiera hecho caso y hubiera pedido la baja el último trimestre ahora no tendría que estar pensando en el próximo mes de septiembre, entonces déjame decirte que, primero, yo no necesito trabajar; segundo, tanto tú como yo necesitamos el dinero; y tercero, ya que las mujeres han luchado durante siglos por alcanzar los magros derechos que ahora tienen, no pienso renunciar a ellos sólo porque tú te sientas paternal y protector. Perdona un momento.
Cuando Ellie volvió, Pascoe le dijo: «Menos mal que no te he pedido la mermelada», pero ella no respondió.
—¿Qué piensas hacer hoy? —preguntó él, apurando su café.
—Me voy a vomitar al Aero Club —dijo ella.
—Santo Dios —dijo él, alarmado—. No te habrá dado por hacer ala delta, ¿verdad?
—No. Sólo voy a comer. Hoy dan cesta de pollo. Espero no devolverlo.
—Vamos —dijo Pascoe—, no será tan malo. Pero ¿por qué al Aero Club? No es uno de tus lugares preferidos.
—He quedado allí con Thelma.
—¿Thelma Lacewing? Me sorprende en el Aero Club.
—¿Qué sabrás tú de los gustos de ella?
—¿Yo? Nada. Nada en absoluto —dijo Pascoe fingiendo desinterés.
Tenía un buen motivo para aparentarlo. En primer lugar Thelma Lacewing era la cabeza visible de la Asociación Pro Derechos de la Mujer, que siempre ponía la ley por debajo de sus principios feministas; en segundo lugar, él había contribuido recientemente a meter entre rejas al tío de ella, un respetado hombre de negocios, acusado de pornografía; y en tercer lugar, a Pascoe (en un sentido puramente estético) le gustaba aquella mujer y a veces pensaba que a ella le gustaba él.
—El caso es que la idea ha sido suya —prosiguió Ellie—. Le prometí que cuando llegaran las vacaciones y yo tuviera más tiempo, le ahorraría a Lorraine Wildgoose parte de su trabajo de secretaria.
—Pero acabas de decir que los únicos que hacen fiestas son los alumnos —protestó Pascoe.
—¡Vete de una vez! —dijo Ellie, disgustada—. A ver si consigues que ese maníaco no asesine hoy a más de cinco o seis mujeres.
—Wildgoose. Me suena ese nombre. ¿La conozco?
—No creo. Aunque ella tiene todo lo que tú admiras en una mujer: cuarenta años, furor uterino, da clases de francés y está metida en un desastre conyugal.
Pascoe se estremeció y se levantó de la mesa.
Cuando regresó con su maletín dispuesto para marchar, Ellie estaba ensimismada en la lectura del periódico.
—Oye, aquí habla de lo del gordo Andy y la vidente.
—Déjame ver.
Momentos después, Pascoe suspiró aliviado:
—Sólo son un par de líneas, y de todos modos no creo que llegue a salir en el Guardian.
—Puede. ¡Pero imagínate los titulares de la prensa sensacionalista! La historia tiene miga. Al menos, así me lo pareció cuando me lo contaste anoche.
—¡Silencio! —dijo él, dándole un beso.
—Peter —dijo ella con tono reflexivo—, ¿no podrías prestarme esa transcripción que me enseñaste?
—¿Para qué diablos la quieres?
—Verás, me acabo de acordar de una cosa. Anoche tuve insomnio y mientras pensaba se me ocurrió una idea genial. Es sobre la mujer en trance. Bien, ya sé que dijiste que no puede tener nada que ver lo que sucedió, pero me estaba acordando del año pasado, cuando el museo organizó una excavación en Charter Park, ¿lo recuerdas? Nuestros profesores de historia estaban metidos en ello. Les interesaba el nivel romano, pero decidieron cavar más hondo para ver que había. Y lo que había era un asentamiento mucho más antiguo.
—Fascinante —dijo Pascoe—. ¿Y qué?
—Supón que cuando te mueres cambia el tiempo. ¿Por qué no? Detenerse, sí se detiene, ¿no? Imagínate que la chica retrocede un poco en el tiempo mientras muere. ¿Sabías que cuando uno se ahoga toda la vida pasa ante tus ojos en un segundo? Bueno, es un tópico, pero así lo ha dicho gente que se ha salvado de morir ahogada. Supón que no es sólo tu vida lo que ves, sino la vida en conjunto. Y tan pronto uno está del otro lado de su propia vida, ya no hay salvación posible.
—Está bien, está bien —dijo Pascoe, molesto por lo que viniendo de Ellie era un insólito arranque de fantasía—. ¿Qué más?
—Bien, la chica está momentáneamente fuera del tiempo, digamos en el primer mesolítico. El agua corre transparente. Y debido a ese cambio de tiempo cronológico, aún es de día. Y las caras, cómo lo dijo ella, «tímidas como las bestias cuando están abrevando», gente menuda y circunspecta de piel oscura, quizá alguna tribu de hombres prehistóricos. Y las aves tal vez eran pterodáctilos.
—¡Caray! —dijo Pascoe.
—Está bien. Tú búrlate. Pero yo creo que esa mente abierta de la que siempre haces alarde está tan abierta como un banco el sábado por la tarde.
—Sólo expresaba sorpresa ante la hondura de tus conocimientos sobre prehistoria —repuso él.
Ella pareció avergonzarse.
—Sé tanto como puedas saber tú —admitió—. Por eso te pido la transcripción de la cinta. Thelma estuvo en la excavación, es una de sus aficiones. He pensado que ella podría corregir mis conjeturas.
—Una dama con recursos, esa Thelma —dijo Pascoe—. Básicamente intocada por mano de hombre, o así nos lo ha hecho creer.
—Pero ¿de qué hablas? —dijo ella, sonriente.
—De acuerdo —dijo él, abriendo su maletín—. Ten. En la comisaría tenemos una copia, pero de todos modos no la pierdas. Claro que, estrictamente hablando, ni siquiera es un documento oficial. A cambio, promete que no dejarás que esas arpías te convenzan de demasiadas copas. ¿De acuerdo?
—Sí, señor —dijo ella.
Él la beso otra vez, y se marchó.
Mientras hacía marcha atrás en el coche pensó: ¡Pterodáctilos!, y de la risa estuvo a punto de arrollar al repartidor de la leche.
De cualquier forma, algo de lo dicho por Ellie debía de haber cosquilleado su subconsciente, pues al verse metido en el embotellamiento de las nueve de la mañana, que amenazaba con prolongarse hasta las diez, casi sin tomar una decisión consciente giró por un callejón y a los diez minutos entraba por la verja de Charter Park.
El clima seco había cuarteado la tierra de tal forma que ni siquiera las ocasionales lluvias conseguían ablandarla. Pero la corta hierba aparecía pisoteada y llena de desperdicios. Pascoe se preguntó por la supervivencia de la feria. En los pocos años que él la conocía, había cambiado de forma considerable.
Hasta el inicio de la Primer Guerra Mundial había sido una de las grandes ferias equinas del país. Había gente que aún recordaba los días en que ganaderos y gitanos llegaban del norte y los arcenes en varios kilómetros a la redonda de la ciudad quedaban atestados de caravanas, no las elegantes autocaravanas actuales, sino las antiguas de madera, doradas, verdes, rojas y azules. A medida que avanzaba el siglo, la feria había adquirido un carácter puramente lúdico, aunque hasta inicios de los sesenta siguió habiendo vendedores de caballos. Pero las quejas arreciaban, en especial las de la propia gente de la feria, que se consideraba de mayor categoría que los gitanos y objetaba su presencia basándose sobre todo en sus carencias higiénicas, tanto humanas como equinas. El gremio de empresarios del espectáculo se sumó a las protestas. Finalmente, cuando una pequeña banda de ponis gitanos escapó del recinto y atravesó al trote el centro de la ciudad, causando varios accidentes y mucha indignación, los caballos fueron proscritos de Charter Park. Seguía habiendo una pequeña presencia gitana en la feria, pero el campamento principal estaba actualmente en un trecho del viejo aeródromo que había al sur y la mayor parte del negocio se hacía a domicilio más que en los terrenos de la feria.
Así que de momento el placer llevaba las de ganar, pero incluso esas cosas cambian y toda feria está limitada por su saber estar a la altura de esos cambios. Por otra parte, aunque antiguamente esta había sido tradicionalmente la quincena festiva de la ciudad y mucha gente seguía considerándola así, muchas personas se oponían a que se le dictara cuándo tenían que hacer o dejar de hacer vacaciones. Diez años más, pensó Pascoe, y la feria podía acabar siendo otra víctima de la batalla por los derechos individuales.
Pero de momento la feria aún ocupaba una buena extensión de terreno. La mente de Pascoe se ocupó de poblarla con las multitudes propias de una calurosa noche estival. Los pubs cerraban a las diez y media, y a partir de ese momento habría habido una nueva afluencia de ruidosos y no muy lúcidos buscadores de placer. Una chica o, para el caso, una pareja podía pasar fácilmente inadvertida. Pero ¿cómo llegó a la feria Brenda Sorby?
Pascoe recorrió el parque a paso lento, absorto en sus pensamientos. Una posibilidad era que la chica, camino a su casa la noche del jueves, hubiera encontrado a algún conocido y aceptado su invitación para ir a la feria. Pero eran más de las once, así que quienquiera que fuese hubo de ser muy persuasivo. Tal vez alguien se había ofrecido a llevarla a casa y sólo una vez dentro del coche había surgido la idea de la feria. A su llegada se habrían encontrado con que la tormenta había ahuyentado al público. Pero aún quedaba la gente de las casetas, que estaría limpiando, recogiendo y haciendo cuentas durante una hora más. ¿Qué hizo ella durante ese tiempo? ¿Quedarse sentada en el coche? ¿O acaso ya estaba muerta o inconsciente?
Pasaba frente a la tienda de una adivina y le vino a la cabeza la experiencia del sargento Wield el día anterior. Se lo había contado a Ellie entre risas al llegar a la casa, pero a ella no le había hecho gracia. «Me sorprende que salgas adelante con tanta ayuda como tienes», la había dicho Ellie. Parecía estar tomándose muy a pecho aquellos asesinatos. ¿Tal vez un efecto secundario emocional de su actual estado? Pascoe había tenido el tino suficiente para no mencionar esto.
Llegó al pequeño embarcadero donde atracaban los botes de alquiler. El barquero no había llegado todavía, cosa que Pascoe agradeció. Joe era el típico yorkshiriano suspicaz y arisco que al nacer debió de examinar detenidamente el pecho de su madre antes de aceptar el ofrecimiento. Pero al menos era un testigo conciso.
No, Joe no reconocía la foto de Brenda Sorby. No, no había echado en falta ninguna barca. No, no sabía de nadie que hubiera regresado solo.
Forzado a admitir que la súbita tormenta había hecho volver las barcas a toda prisa, el hombre concedió de mala gana que tal vez un cuarteto había regresado convertido en terceto. Pero de gente suelta nada, y se había fijado en todos. Con lluvia o sin lluvia, él siempre comprobaba el aparejo de cada bote antes de devolver las dos libras de fianza; y todas las fianzas habían sido devueltas.
Pero el estrangulador tuvo que usar una barca. El puente más cercano para acceder al istmo estaba a más de un kilómetro río abajo, demasiado lejos para arriesgarse a llevar un cuerpo. En todo caso, ¿por qué ir tan lejos si luego iba a arrojarlo al agua?
La única alternativa era que el estrangulador fuese alguien de las barcazas, teoría bendecida por Andrew Dalziel, quien solía meter a todos los que vivían una vida itinerante en el saco de los «gitanos asquerosos». Pascoe, sin embargo, había hecho un trabajo en la universidad sobre los llamados «niños viajeros» en Inglaterra y sabía que las actitudes y estilos de vida de las distintas sociedades variaban considerablemente. La gente del circo y las ferias, por ejemplo, se mostraba muy preocupada por la escolarización de sus hijos, y solían mandarlos a internados privados. Los gitanos, en cambio, recelaban del «sistema» y eran más conscientes de su independencia respecto del mismo, algo que dificultaba la integración de sus hijos en una escuela convencional. Del mismo modo, la gente de las barcazas había supuesto antaño un grave problema que el tiempo y la desaparición de su modo de vida habían resuelto en parte, cuando el tráfico por los canales dejó de ser económicamente viable. Últimamente había síntomas de un renacimiento y sin duda, pensó Pascoe, el problema de las barcazas volvería a plantearse.
Mientras tanto se había asegurado de que cualquier persona que hubiera navegado por el canal aquella noche fuera localizada e interrogada. Todos iban con alguien más, todos tenían coartadas razonables, nadie había oído nada. En cualquier caso, todo indicaba que la chica había sido arrojada al canal desde la orilla, no desde una barca. Había rastros de fango en su vestido que correspondían a un pequeño resquicio en la orilla próximo al lugar donde había sido hallado el cadáver.
Pascoe consultó su reloj. Se acabó el meditar. Había cosas que hacer. Echó a andar.
La feria estaba más animada ahora. La cosa no empezaría a animarse de verdad hasta bien entrada la mañana, pero mientras había maquinaria que engrasar, lonas que retirar, metales a los que dar brillo. En casetas como las del tiro al blanco y lanzamiento de anillas había que colocar los premios de baratillo y comprobar las escopetas.
Junto a la tienda de la adivina una joven con tejanos y un top amarillo estaba hablando con un individuo de camisa de cuadros, pantalón de pana marrón y polainas sobre sus botas del ejército.
Miraron a Pascoe al verle pasar y el hombre dijo algo.
Momentos después Pascoe se detuvo justo cuando la joven decía: «¡Usted perdone!». Había echado a andar hacia él. El hombre miró un momento y luego se alejó hacia el recinto de los remolques.
—Usted es de la policía, ¿verdad? —dijo la chica.
Actualmente, pensó Pascoe, cualquiera que no llegue a los veinticinco recibe el apelativo de chica. Esta lo era, en efecto: cuerpo fresco y joven, vivaces ojos castaños, exuberante cabello dorado saliendo del gran pañuelo a lunares verdes y blancos que se había atado a la cabeza.
—En efecto —dijo Pascoe—. ¿Se me nota?
—Le vi el otro día, creo —explicó la chica, eludiendo la pregunta.
Pascoe asintió con la cabeza. Quizá sí. El viernes por la tarde había estado rondando por la feria.
—¿Trabaja aquí? —preguntó él.
—Sí. ¿Tiene un momento?
Sin esperar respuesta, la chica fue hacia la tienda de la adivina y levantó el faldón.
Pascoe se detuvo a la entrada, en parte para dejar claro su libre albedrío, y en parte para leer el rótulo: «Madame Rashid. Intérprete de las Estrellas. Entrada: 50 peniques». Las letras eran más o menos árabes y las palabras aparecían rodeadas de una constelación de formas diversas.
—El precio del futuro ha subido —comentó.
—Tendría que hacerse un horóscopo completo —dijo ella muy seria—. Además, no se nos permite decir el futuro.
—Lo sé.
—Lo imaginaba. ¿No quiere pasar?
Pascoe entró en la tienda.
Se decepcionó un poco al ver algo que le recordaba más a un campamento de scouts que al pabellón oriental que en parte esperaba ver. Olía a lona húmeda y hierba pisoteada y por todo mobiliario había una sencilla mesa de caballete y dos sillas de tijera. Sobre la mesa había una maleta. La chica la señaló con el dedo como percatándose de su desilusión.
—Se ve mejor cuando saco todos los accesorios —dijo.
—Estoy seguro —dijo Pascoe—. ¿Para qué quería verme, señorita… Rashid?
Ella emitió una risita seductora.
—Me llamo Pauline Stanhope —dijo. Le tendió la mano.
Él se la estrechó. El nombre le sonaba.
—Y yo soy el inspector Pascoe —dijo.
—Por supuesto. Se trata de lo de ayer, inspector. ¿No quiere sentarse?
Pascoe desplegó las sillas y se sentaron a ambos lados de la mesa, como para un interrogatorio. O para adivinar el futuro. Dependía del punto de vista de cada cual.
—¿Ayer?
—Sí. Tía Rose se enfadó mucho cuando leyó el periódico.
—¿De veras? —dijo Pascoe.
¿Tía Rose? Pues claro, Rosetta Stanhope. Y esta era su sobrina.
—Rosetta. Rashid —murmuró, empezando a comprender.
—Exacto. Perdone. Pensé que usted ya lo sabía. Nos hicieron tantas preguntas…
—Piense en todas esas respuestas, señorita Stanhope. Alguien tiene que abreviar.
Naturalmente, todos los que trabajan en la feria habían sido interrogados. Así como todos los que reconocieron haber estado allí el jueves por la noche. Todos los que vivían en la misma calle que los Sorby. Y en la calle de al lado. Y quizá la siguiente también. Todos los que vivían en las calles por las que debió de pasar camino de su casa. Todos los que tenían una barcaza o crucero o embarcación de cualquier clase que pudiera haber estado en esa parte del canal la noche de marras.
Los interrogatorios no habían terminado aún, podían durar hasta Navidad. O hasta el próximo asesinato.
—Al parecer, mi sargento había oído hablar de su tía —dijo con cautela—. Pero no mencionó la feria.
—Se refiere al señor Wield, claro. Es simpatiquísimo, ¿verdad? Bien, supongo que la cosa es un poco complicada. Las historias de familia suelen serlo.
—Tal vez podrían hacerme un resumen, si cree que puede servir de algo, y si no tiene que remontarse a la conquista de los normandos —dijo Pascoe.
Ella sonrió.
—Ya veo de dónde le viene la frescura al señor Wield —dijo—. Originalmente tía Rose es Lee por parte de padre y Petulengro por parte de madre.
—¿Se refiere a las familias cíngaras?
—¿Sabe usted algo de los gitanos?
—He leído el libro de George Borrow —dijo él con una sonrisa.
—¡Un gran experto! Eso debe resultar de utilidad cuando se trata de echarlos de algún sitio.
Pascoe arqueó las cejas y la chica tuvo la elegancia de fingir cierto engorro antes de continuar.
Resultaba que tiempo atrás, Rosetta Lee, que contaba entonces diecinueve años, había conocido, amado y desposado al ex sargento Herbert Stanhope, recién desmovilizado de los Fusileros de Yorkshire. La pareja vivió feliz y sin hijos hasta doce años después, cuando la hermana menor de Stanhope apareció embarazada, sin marido y en absoluto arrepentida. Pero borró su pecado en el mejor estilo decimonónico: muriendo en el parto y dejando la niña, Pauline, a los Stanhope. A raíz de ello, vivieron más felices aún durante otros doce años hasta que un accidente acabó con la vida de Stanhope en la terminal ferroviaria donde trabajaba.
—Tía Rose supo que iba a suceder —dijo Pauline.
—¿Y por qué no le impidió ir al trabajo? —preguntó Pascoe, tratando de no sonar irónico.
—Si uno lo sabe, es que de hecho ya ha sucedido y nada puede evitarlo —dijo Pauline como si ello tuviera sentido.
—¿Y usted también tiene ese… don?
—¡Qué va! Soy experta en horóscopos y se me da muy bien la quiromancia, pero no tengo verdaderos poderes. Tía Rose es diferente. Ella siempre ha tenido ese don. Su abuela era una chovihani, una bruja gitana. Ella sí que vestía el cargo, no como tía Rose. Pero tía Rose tiene otro poderes. Es una verdadera médium. No se trata sólo de predecir el futuro, es que ella establece realmente contacto. Bien, usted ya lo debe saber. Pascoe asintió, procurando parecer convencido.
La chica continuó:
—Es extraño que eso diera en una sociedad de payasos. Puede que todas las galas y supersticiones de la vida gitana sean un factor restrictivo, sabe usted. Eso fue lo que dijo uno de los investigadores de la Asociación de Parapsicología.
—Entonces ¿su tía es famosa?
—¡Oh, no! Pero se le conoce en ciertos círculos. Ella quiere llevar una vida tranquila, pero siempre ha estado dispuesta a ayudar a un amigo.
—¿Gratis?
—Al principio sí. Pero la inflación fue picoteando el exiguo retiro que tío Bert le dejó y ella ha tenido que estipular unos honorarios para hacer cuadrar sus cuentas. Pero es muy escrupulosa a la hora de aceptar un cliente.
¿Sería la credulidad uno de los primeros criterios a tener en cuenta?, se dijo Pascoe.
—En condiciones normales tía Rose no habría aceptado un caso como el de la señora Sorby, pero esta era cliente suya desde hacía años, cuando se quedó sin su madre. El señor Sorby se opuso pero ella siguió viniendo igualmente. Y claro, cuando sucedió la tragedia, tía Rose se ofreció a ayudar.
—Claro. ¿Qué papel juega usted en esto, señorita Stanhope?
La chica se encogió de hombros.
—Yo trabajaba en una oficina, pero era aburridísimo. He aprendido muchas cosas de mi tía, sabe usted, ella me educó. Yo no soy gitana, así que no tengo sus dones, pero enseguida me interesé por la astrología. Es bastante científico, sólo se necesita un grado muy limitado de sensibilidad. Con la quiromancia para igual. Conseguí pasar mis exámenes y abandoné la oficina para trabajar a jornada completa con tía Rose. Pero es de ella de quien quiero hablarle, inspector. Ese artículo tan desagradable la ha alterado mucho.
Pascoe fingió sorpresa. Él creía que el Evening Post había sido muy comedido.
—Tampoco a mi superintendente le gustó demasiado —dijo.
—Tía Rose está dispuesta a ayudar a la policía en lo que pueda, pero aquí se habla de ella en términos sensacionalistas —dijo la chica, sacando un periódico.
El misterio estaba resuelto. No era el Evening Post sino la edición matutina de uno de los tabloides más extravagantes del país. Algún reportero local debía de ser corresponsal de aquel periodicucho y sabía que la vida de provincias vendía muy poco. Pascoe echó un vistazo al artículo. La principal fuente de información era la señora Duxbury, la vecina, quien proporcionó un gráfico relato de lo que la señora Stanhope había dicho antes de ser sacada de su trance. Adornado con permiso de Fleet Street, aquello más parecía una historia de fantasmas. El que Rosetta Stanhope fuese también Madame Rashid (¿otra vez la Duxbury?), la adivina de la feria donde Brenda había sido estrangulada, había suscitado mucha broma fácil. Ni siquiera un tal vez, pensó Pascoe. ¿Lo habría visto ya Dalziel?
—Mi tía estaba muy alterada esta mañana —prosiguió la chica—. No podía trabajar, así que hoy estaré sola.
—Lo siento —dijo él.
—¡Tonterías! —le espetó ella—. Se trata de la reputación de mi tía. Que sean policías no les da derecho a explotar su nombre de esa manera.
—¿Reputación? —dijo Pascoe, empezando a sentir cierta irritación—. ¿No le parece que están poniendo el listón demasiado alto, señorita? Quiero decir, ese letrero de ahí fuera. ¿Acaso no es el último escalón en el negocio del espectáculo?
No quería parecer demasiado mordaz y debió de notársele, porque la chica se mostró igualmente circunspecta en su respuesta.
—Tía Rose es gitana. No lo ha ocultado a todos los años que ha vivido entre payos. Esto había sido una feria gitana, inspector. Pero entre una cosa y otra, ahora la {única presencia gitana son un par de barracas destartaladas y un poco de mano de obra barata. David Lee, por ejemplo; su abuelo…
—¿Quién es David Lee?
—Estaba con él hace un momento. Creo que es una especie de primo de tía Rose. Su abuelo trajo aquí dos o tres docenas de caballos, era un gran hombre. Ahora ayuda en los autos de choque, mientras su mujer vende cosas por ahí. ¡A él no le permiten traer los ponis que todavía guarda cerca del parque! Esta tienda es el último eslabón entre la feria de hoy y lo que fue durante siglos. Aquí estaba la tienda de la adivina antes de que existiera el cuerpo de policía, inspector. Ni siquiera la gente de los tiovivos se atreve a meterse en esto. Y durante casi cincuenta años la tienda la dirigió la abuela de tía Rose. Cuando murió, hace cuatro años, pareció el fin. Sí, bueno, había impostores de sobra para hacerse cargo de la tienda, pero los Lee son muy orgullosos. De modo que tía Rose intervino. Y durante quince días al año vuelve a la tradición familiar, al viejo mundo.
—¿Y en qué mundo está, usted? —preguntó Pascoe.
—Yo ayudo en lo que puedo. Cobro las entradas, cuido del atrezo, hago un poco de quiromancia cuando mi tía necesita descansar. Sí, he dicho atrezo. No ha sido un lapsus, o sea que no ponga esa cara. Naturalmente, casi todos los que entran en la tienda lo hacen por pura diversión. Pero nosotros nos lo tomamos en serio, eso es lo que importa. —Hablaba con tono desafiante.
Pascoe le respondió muy serio:
—Eso espero. Hablaba usted de proteger a su tía de la explotación. A mí también me pagan para evitar que nadie explote a la gente.
Ella se sonrojó de cólera y dijo:
—Mi tía sólo pretendía dar un poco de consuelo a esa pobre mujer. Tuvimos que cerrar la tienda por la tarde, lo que significaba perder mucho dinero, y tía Rose no quiso aceptar ni un céntimo de la señora Sorby. Así que los únicos que hemos salido perdiendo somos nosotros, ¿no cree, inspector?
—Hay muchas maneras de obtener beneficios —dijo Pascoe, provocador—. Dicen que en el mundo del espectáculo no existe la mala publicidad, ¿me equivoco?
Ahora la chica se enfadó de verdad.
—Dígame, inspector, usted es un poco más joven que el sargento Wield, ¿no?
—Un poco.
—Y sin embargo él es más agradable que usted. Da la impresión de que cuanto más antipático es un policía, más alto llega en el cuerpo. Estoy convencida. ¡Adiós, inspector!
Espere a conocer a mi jefe, pensó Pascoe al marcharse. ¡No sabe usted cuánta razón tiene!
Mientras se alejaba en coche vio por el retrovisor que el tal Dave volvía a la tienda. ¿Ansioso de saber el resultado de la conversación?, se preguntó. Pero ¿acaso a todo el mundo no le fascinaba estar relacionado con un asesinato?
Lo descartó y se dirigió a comisaría con ganas de decirle al sargento Wield que tenía una admiradora.