Brenda Sorby era la tercera víctima de asesinato en menos de cuatro semanas.
La primera había sido Mary Dinwoodie, una viuda de cuarenta años a quien la catástrofe le había sobrevenido en tres cómodos plazos. Menos de un año atrás ella, su marido y su hija de diecisiete años vivían felices y sin aprietos económicos gracias al Centro de Jardinería Linden que tenían en Shafton, un agradable pueblo dormitorio a escasos kilómetros al este de la ciudad. Un día, en un macabro accidente ocurrido en la Feria Agrícola de Mid-Yorkshire, durante un desfile de viejos tractores a vapor, uno de los conductores sufrió un desmayo, su máquina se dirigió hacia los espectadores y Dinwoodie resulto aplastado. Cinco meses después, su hija pereció también aplastada en un accidente automovilístico en una helada carretera escocesa.
Esta segunda tragedia casi acabo con la señora Dinwoodie, que dejo el centro de jardinería al cuidado de su horticultor y desapareció por tres meses. Se la veía pálida y enferma, pero estaba firmemente resuelta a volver a la normalidad. Irónicamente, fueron sus primeros pasos en esa dirección los que contemplaron la trágica trilogía.
Si bien la familia Dinwoodie no había hecho amigos íntimos en la localidad, no por ello había estado aislada; su vida social se centraba en los Shafton Players, la compañía de teatro del pueblo. Mary Dinwoodie, había renunciado a ello tras la muerte de su marido, pero ahora, instada por una vecina bondadosa, había accedido a asistir a la cena anual que el grupo celebraba cada verano. Habían cenado en Cheshire Cheese, un pub en las afueras del pueblo. Al cerrar el local, todos se habían dirigido hacia el aparcamiento mientras se despedían alegremente. Mary Dinwoodie había insistido en ir en su propio coche por si le apetecía marcharse temprano. De hecho se quedó hasta el final y pareció disfrutar de la fiesta. La otra veintena de juerguistas se marchó en pequeños grupos. Y todos pensaron que Mary Dinwoodie se iba también a su casa. Pero a la mañana siguiente el Mini de la señora Dinwoodie seguía en el aparcamiento del pub. Y poco rato después, un labriego que se dirigía a limpiar una zanja a menos de cincuenta metros del Cheshire Cheese encontró su cuerpo, pulcra y casi religiosamente dispuesta, entre las polvorientas ortigas.
La mujer había sido estrangulada, como el labriego se apresuró a explicar a todos aquellos que quisieron escucharle. Sus comentarios atrajeron la atención de Sammy Locke, redactor del Evening Post local, y «El estrangulamiento del Cheshire Cheese» fue su artículo de portada hasta que el interesa de los lectores se desvaneció, un proceso bastante rápido, como el labriego hubo de reconocer.
Luego, diez días después, ocurrió el segundo asesinato. June McCarthy, diecinueve años, soltera, empleada en la planta de embotellamiento de Eden Park, en el polígono industrial Avro, bajo del autobús un domingo de buena mañana en Pump Road, una larga calle curvilínea en mitad de la cual vivía con su padre viudo. Lo compañeros de trabajo de June no volvieron a verla con vida. Un jardinero septuagenario llamado Dennis Ribble la encontró muerta en el cobertizo de su huerto, en la citada calle a las nueve y media de la mañana.
También había sido estrangulada. No había señales de violencia sexual. El cadáver estaba pulcramente colocado en el suelo con las piernas juntas, los brazos cruzados sobre el pecho y, a modo de toque macabro, en sus manos un escueto ramillete de menta cuya fragancia inundaba el cobertizo.
No había sospechosos. Su padre fue encontrado en la cama y pensando que su hija estaba aún en la suya. Y en cuanto al novio de la muchacha, un soldado de un regimiento local, había regresado a Irlanda del Norte el día anterior tras una semana de permiso.
Sammy Locke, el periodista, leyó las breves reseñas que publicaron los periódicos del lunes y, tras pensarlo un poco, decidió titular su artículo «¿Otra vez el estrangulador?».
Acababa de hacerlo cuando sonó el teléfono. Una voz masculina dijo sin más preámbulos:
—Digo que de hoy en adelante no habrá más casamientos.
Locke no era un hombre muy versado en literatura, pero su secretaria, que había dejado el aburrido instituto tras un año de aburrido primer curso, creyó reconocer en la frase una referencia a uno de los aburridos textos con que había tenido que bregar (el otro había sido Middlemarch de George Eliot).
—Eso es de Hamlet —proclamó—. Me parece.
Y estaba en lo cierto.
Acto III, escena IV: «He oído hablar mucho de vuestros afeites. La naturaleza os dio una cara, y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos brincos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocentes y convertís en gracias vuestra ignorancia. Pero no hablemos más de esa materia, que me ha hecho perder la razón… Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más casamientos; los que ya están casados (exceptuando a una) seguirán así; los otros se quedarán solteros. Vete a un convento, vete».
Sammy Locke no entendía de Shakespeare pero sí de periódicos, y tras pensarlo un poco eliminó los signos de interrogación de su titular y telefoneó a Dalziel, con quien tenía cierta relación de bebedor.
El superintendente recibió la información sin inmutarse y luego consultó a Pascoe, quien por estar en posesión de un título con honores en ciencias sociales se había ganado la irónica condición de asesor cultural del gordo Dalziel. Pascoe encogió los hombros e hizo una anotación en su libreta.
Y entonces ocurrió lo de Brenda Sorby.
Acababa de cumplir los dieciocho y era una bonita muchacha de cabellos rubios que trabajaba de cajera en una sucursal del Northern Bank. Todo parecía indicar que era una joven con el tipo de enfoque vital simplista que suelen producir personas muy ingenuas y no menos resueltas. Le había dicho a su madre que aquel jueves no iba a estar en casa a la hora del té, y no se equivocaba. Al salir del trabajo pensaba ir a la peluquería, y después pensaba aprovechar que algunos comercios del centro de la ciudad cerraban tarde los jueves para hacer algunas compras antes de reunirse con su novio.
Se trataba de Thomas Arthur Maggs, Tommy para los amigos, un joven de veinte años de profesión mecánico de coches, afable pero algo irreflexivo. De adolescente se había metido en líos, pero nada serio. El padre de Brenda ponía mala cara a todo lo relacionado con Tommy y sus amistades, pero su esposa, que opinaba que estas cosas debían seguir su curso natural, le impedía mostrarse demasiado violento. Y así fue, hasta el día en que Brenda cumplió los dieciocho y decidió celebrarlo con los amigos en una fiesta nocturna en una discoteca de la ciudad. Volvió a casa contenta, un poco achispada, y luciendo un anillo de compromiso bastante ostentoso. Jack Sorby explotó: por la estupidez de Brenda, por la desfachatez de Tommy, por los malos consejos de su esposa, y por su propio error de prestarle oídos. Sólo se calmó cuando, ante sus amenazas de echar a su hija de casa, esta le respondió muy serena que si lo hacía se iría a vivir con Tommy esa misma noche.
Acordaron una tregua, una tregua muy mal definida pero que Jack Sorby creyó había sido traicionera y unilateralmente violada cuando el viernes por la mañana, sólo cuatro días después se levantó y comprobó que su hija no había vuelto al hogar la noche anterior. Una vez más, la señora Sorby hubo de emplear todos sus dones conciliadores para impedir que su marido fuera a la casa de los Maggs y le propinara una paliza a Tommy. Su genuina aunque un tanto exagerada preocupación por su hija, no admitía de la ausencia de esta otra explicación que no fuera de índole sexual.
Su mujer no obstante, tenía mejor opinión de su hija. Tan pronto su marido se fue a la oficina donde trabajaba, había telefoneado al banco. Brenda solía llegar allí a las ocho y media. Todavía no había llegado. A las nueve probó otra vez. Luego, tras ponerse un impermeable porque, pese a la promesa de un día estival, ella empezaba a sentir un intenso frío interior, recorrió el kilómetro y medio que le separaba de la casa de Tommy Maggs, donde no había nadie. Los Maggs trabajaban todos, le dijo un vecino solícito. Y, en efecto, los había visto salir a la hora de siempre, incluido Tommy.
La señora Sorby acudió a la policía.
El nombre de Tommy Maggs suscitó un inmediato interés.
A las once y cuarto de la noche anterior una coche patrulla había visto un viejo Mini pintado de arco iris, con el capó levantado, y un joven que parecía estar intentando repararlo.
Se trataba en efecto de su coche averiado que, pese a todos los esfuerzos profesionales del joven (Tommy Maggs), se negaba a arrancar. Un fuerte olor a alcohol indujo a los agentes a preguntarle dónde había pasado la tarde. Con su novia, les dijo Tommy Maggs. Ella, molesta por la avería y puesto que estaba a unos quinientos metros de su casa, que era adonde se dirigían, se había marchado a pie.
¿Habían estado en algún pub?
No, les aseguró Tommy. No, claro que no habían estado en un pub.
—Pero usted ha bebido —dijo uno de los policías cogiendo del interior del Mini un botella de whisky casi vacía.
La prueba de la alcoholemia despejó cualquier duda. Tommy fue llevado a la comisaría para practicarle un análisis de sangre. Sus protestas de que no había probado ni una gota hasta después de la avería suscitaron la bondadosa respuesta de que guardara sus explicaciones para el juez. El médico de la policía estaba ocupado examinando a un vigilante nocturno al que le habían herido en la cabeza durante un atraco y era más de la una de la madrugada cuando Tommy fue dejado en libertad, demora que más tarde le sería muy provechosa. Para entonces llovía a cántaros, y la bondad de la policía quedó una vez más patente cuando un coche patrulla que iba es esa dirección llevó a Tommy hasta su casa.
Cuando a la mañana siguiente la policía se presentó en el garaje Wheatsheaf, su lugar de trabajo, él supuso que era para lo mismo y les repitió su historia, quizá un poco más redondeada: un romántico paseo en coche con su novia, la avería, la partida de Brenda a pie, su propia frustración y los tragos de whisky para calmar los nervios antes de abandonar el maldito coche y regresar andando a su casa.
Cuando comprendió la verdadera naturaleza de la visita, sin embargo, su desasosiego fue considerable. Los policías le tomaron declaración y luego se dirigieron al banco donde trabajaba Brenda. Nadie había sabido de ella desde la tarde anterior, pero había habido un par de llamadas para ella aquella misma mañana, aparte de las de su madre.
A mediodía, la policía empezó a tomarse las cosas en serio. Jack Sorby había ido al garaje Wheatsheaf e intento agredir a Tommy, quien para entonces estaba demasiado abatido y desmoralizado como para defenderse. Por fortuna, la policía llegó casi en el mismo momento y apaciguó los ánimos. Tommy se limitó a repetir mecánicamente la historia del día anterior, pero al menos pudieron resolver el misterio de las dos llamadas telefónicas: las había hecho él, admitió. Preguntando por el motivo, dijo con un breve destello de su habitual vivacidad: «Para que ella respaldara mi historia acerca de la bebida, para qué si no».
A Pascoe, quien a raíz de los dos estrangulamientos había recibido orden de Dalziel de no perder de vista cualquier dato sobre mujeres agredidas o desaparecidas, le pareció que la respuesta tenía sentido. Aunque, ello no confirmaba la versión de Tommy, sí le ayudaba mucho; o significaba que el chico era más astuto de lo que parecía.
Lo que finalmente sacó a Tommy del atolladero fue lo que nadie podía desear: el descubrimiento del cadáver. No fue nada agradable. De punta a punta de la ciudad, en línea recta y paralelamente al curso del poco profundo río, corría el viejo canal, un vestigio del siglo pasado y apenas utilizado desde el final de la guerra hasta que las agencias de viajes empezaron a vender las delicias de la navegación interior durante los años sesenta y los intereses comerciales reaccionaron a la rápida subida del precio de los combustibles en los años setenta. Fue una barcaza lo que literalmente sacó a flote el cuerpo de Brenda. Cargada de piezas de fundición, la barcaza ocupaba el centro del canal cuando un yate la obligó a arrimarse a la orilla. El gabarrero blasfemó cuando la quilla dio un topetazo y la hélice se atascó, pensando que había enganchado algún despojo oculto en las aguas.
Tras apagar el motor, el hombre se precipitó a la popa y se asomó por la borda. Al principio sólo vio bajo las oscuras aguas algo aún más oscuro. Luego, al ver lo que emergía empezó a blasfemar de estupor.
El patólogo forense confirmó que todas las mutilaciones que presentaba el cuerpo habían sido provocadas por la hélice y nada tenían que ver con la muerte de la chica. Esta había sido estrangulada, pero no estaba muerta —aunque sí posiblemente moribunda— cuando penetró en el agua. Preguntando sobre la hora de la muerte, el hombre se limitó a decir que entre doce y veinte horas. Ante la insistencia de la policía para que fuese más preciso, el patólogo alegó circunstancias como la elevada temperatura del agua y el hecho de que la hélice hubiera abierto en canal el pecho de la víctima. Pascoe, habituado a las imprecisiones de la ciencia, había buscado la solución por otra vía.
Veinte horas quería decir las seis y media del jueves por la tarde. Retrasó esa hora hasta las ocho, cuando Brenda y Tommy se habían encontrado. La cita había sido en el Bay Tree Inn, una antigua posada no muy lejos del centro de la ciudad, actualmente propiedad de una importante empresa cervecera célebre por su instinto comercial y su atroz cerveza de barril. Ahora la historia del Bay Tree atraía a los turistas, sus dos restaurantes (uno caro, el otro carísimo) atraía a los amantes de cenar fuera de casa, y su discoteca subterránea atraía a los jóvenes. Así, siempre estaba repleto. El encuentro había sido presenciado por Ron Ludlam, compañero de trabajo de Tommy y uno de los amigos de los que tan mal opinaba el señor Sorby. Había bebido con Tommy mientras este esperaba a Brenda, dijo que parecía muy interesada en tener una charla a solas con su novio acerca de asuntos privados. Y ambos habían partido en el ruidoso y multicolor Mini de Tommy Maggs.
Según Tommy, habían pasado la tarde paseando en coche. ¿Sin detenerse? Pues claro que habían parado, en la campiña para fumar en pitillo y hablar un poco. ¿Nada más? Bueno, quizá hicieron manitas un rato pero nada serio. Lo de «nada serio» fue confirmado por el patólogo. Brenda estaba virgo intacta.
Una de las riberas del canal estaba flanqueada por almacenes. Podía accederse a ella sólo a fuerza de trepar verjas de seguridad. Además, de las once de la noche en adelante había habido muchos policías en la zona de Sunnybank, la calle de los almacenes, pues era en uno de estos donde el vigilante nocturno, cuyas heridas habían impedido al médico tomarle a Tommy una muestra de sangre, había sido agredido.
En la otra margen del canal, el lado donde había sido encontrado el cadáver, había un istmo donde se habían plantado abedules y sauces a fin de que quienes paseaban por los agradables parajes de Charter Park no viesen la zona industrial. La noche en cuestión, el aire estaba lleno de música y jolgorio. La quincena ferial de la ciudad estaba llegando al término de su primera semana. Los prohombres locales en una arranque de casi continental abandono habían autorizado que el embarcadero municipal permaneciese abierto hasta medianoche durante la feria, y aquellos que se cansaban de los tiovivos y las barracas podían alquilar un bote de remos y llegarse hasta el istmo, donde los árboles lucían ristras de bombillas de colores y donde un par de puestos de hamburguesas propiciaban lo necesario para una merienda. Esta zona estaba demasiado transitada para haber abandonado allí un cadáver antes de las once y media, cuando las nubes que lentamente habían ido formándose hacia el sur empezaron a virar al norte, ocultar la luna y las estrellas y descargar gruesas gotas de lluvia en el bochorno de la noche. En menos de veinte minutos el istmo se había quedado sin alegres excursionistas y sin vocingleros vendedores de hamburguesas, mientras en el canal los cruceros habían ido aguas abajo hacia amarraderos más agradables o bien atrancado las escotillas hasta la mañana siguiente.
A parte de ahí habría sido posible lanzar al canal un ejército de cadáveres sin llamar la atención.
Pero para entonces Tommy Maggs estaba ya hablando con la policía e iba a continuar en su compañía hasta ser dejado a la puerta de su casa. Era la una y media de la mañana. Su padre, que estaba mirando una película del Oeste por la tele, confirmó su llegada. De modo que, a menos que hubiera salido después a hurtadillas y, sin coche, se las hubiera arreglado para dar con Brenda, llevarla hasta el canal a unos ocho kilómetros de allí y luego asesinarla, el chico era inocente.
Nadie sabía lo que le había pasado a Brenda después de dejar a su novio junto al Mini averiado. Salvo una persona.
A las seis en punto del viernes el redactor jefe del Evening Post atendió su teléfono.
—Por ser bueno, debo ser cruel —dijo una voz.
La línea enmudeció.
El redactor jefe llamó a gritos a su secretaria.