1

«… era verde, toda verde, encima de mí, ahogándome, el agua, primero borboteando, luego rugiendo e hirviendo, hasta que todo se calma, más fresco y más transparente, y alzo la vista hacia las últimas burbujas y a través del agua cristalina vislumbro el cielo, el sol amarillo como un limón y aves batiendo lentamente sus alas como aspas de molino, y en la orilla unas caras pequeñas y morenas que me miran, tímidas como las bestias cuando están abrevando, olisqueando el peligro y la asustadiza mirada siempre alerta, y yo floto, sigo flotando a la deriva y…

»¡Qué diablos pasa aquí! ¡Basta ya! Esto es repugnante…

»¡Por favor! ¡Oh, Dios! Ten cuidado que vas a…

»¡Jack! ¡No!

»¡Ohhhh!…

»¡Lo ves! Mira. Las luces… por favor…

»… un embuste… y no quiero que…

»… ¡luces! Señora Stanhope, ¿se encuentra bien?

»… tía, ¿estás bien? Tía, por favor…

»… gracias, cariño, estoy un poco… enseguida… no sé si…

»… maldita bruja chantajista, como la…

»…cogiendo montones de florecillas. Tú me haces…».

—Lo siento —dijo el sargento Wield, apagando el pequeño magnetófono—. Eso ya estaba en la cinta.

—Qué pena. Creía que se trataba de otra cosa —dijo Pascoe dejando la transcripción hecha a mano por el sargento de la primera parte de la grabación.

¿Dejó usted de grabar ahí, o qué?

—Más bien «qué», diría yo. Tenía el micro en el bolsillo, sabe, muy bien escondido. Pero cuando salté para contener a Sorby debió de caérseme al suelo cortando la conexión. ¡No sabe cuánto lo siento señor!

—Oh, no se apure —dijo Pascoe—. Cuando Dalziel entre por esa puerta con el Evening Post en la mano entonces sí lo va a sentir, sargento.

Wield asintió lúgubremente mientras el inspector examinaba su informe como si buscara algún significado oculto.

Como todos los informes del sargento Wield, este era de una claridad diáfana.

Al presentarse en casa de la señora Winifred Sorby buscando pistas sobre el asesinato de la hija de esta, Brenda, la había encontrado en compañía de una vecina, Annie Duxbury. Al poco rato habían aparecido Rosetta Stanhope y su sobrina Pauline. El sargento conocía de oídas a la señora Stanhope por su fama de vidente y médium. Resultó que la señora Sorby quería que Rosetta Stanhope intentara ponerse en contacto con su difunta hija. El sargento había sido invitado a participar en la sesión. Tras acceder, había ido al coche para coger su pequeño magnetófono. Una vez escondido este bajo la chaqueta, había vuelto a entrar para unirse a las mujeres en torno a una mesa redonda en el cuarto a oscuras de la muchacha muerta. Al rato, la señora Stanhope había entrado en una especie de trance para luego empezar a hablar con una voz completamente distinta de la suya. Pero momentos después la puerta se había abierto de golpe, apareciendo el señor Sorby, padre de la fallecida, quien de muy mal humor había puesto punto final a la sesión de espiritismo.

Su furia contra la estupidez de su mujer había cambiado de orientación al advertir la presencia del sargento. El señor Sorby no había tardado en encontrar oídos compasivos para sus lamentaciones en la prensa local, y cuando un escarmentado Wield hubo regresado a la comisaría, Pascoe había respondido ya a diversas preguntas sobre la decisión de la policía de utilizar a una vidente en el caso Sorby.

—A la mujer de Sorby siempre le han atraído estas cosas —explicó Wield—. Él nunca lo aprobó. Está claro que ella no lo esperaba hasta un par de horas después.

—Puede que Sorby sea clarividente —gruño Pascoe. Estaba examinando otra vez la transcripción. Wield había tardado casi una hora en esclarecer con mucha paciencia el barullo de voces superpuestas—. A ver si nos aclaramos —dijo—. La señora Stanhope con voz de trance. Hasta ahí, bien. Luego llega Sorby y empieza a gritar. ¿Vale?

—Sí —dijo Wield—. Luego viene «por favor. Oh Dios», etcétera. Esa es la sobrina, Pauline. Lo de «Jack… ¡no!», lo dice la señora Sorby.

—¿Y el alarido?

—La señora Stanhope al salir del trance. Después otra vez la sobrina, Sorby quejándose del embuste, su mujer preguntando a la señora Stanhope si se encuentra bien…

—Ella dice que sí, otra vez con su voz normal, ¿correcto?

—Correcto. Y de nuevo Sorby. La sobrina había ido a encender la luz. Sorby la apartó de un empujón como si se dispusiera a agredir a la señora Stanhope. Ahí es cuando yo intervengo.

—Y lo demás es silencioso —dijo Pascoe—. Muy oportuno.

—Ojalá todo hubiera sido silencioso, maldita sea —dijo Wield. Tenía una de las caras más feas que Pascoe había visto jamás, esa clase de fealdad a la que uno no sólo no se habituaba sino que siempre causaba sobresalto, aunque uno se lo encontrara al cabo de media hora de haberlo visto. La ventaja de semejante disposición de sus rasgos faciales era que normalmente conseguía disimular toda señal de emoción humana. Pero en aquel momento el rostro curtido y marchito del sargento exhibía claramente la inquietud.

Sonó el teléfono. Era el sargento de servicio.

—Dalziel acaba de entrar —dijo—. Ahora está subiendo. La puerta se abrió en el momento en que Pascoe colgaba el auricular.

El superintendente Andrew Dalziel apareció en el umbral. Una larga aunque irregular dieta había logrado mantener más o menos en jaque a sus protuberantes carnes, pero ahora la cólera parecía haberle hinchado hasta tal punto que los ojos amenazaban con saltarle de la canosa cabeza en forma de vejiga, y sus músculos amenazaban con rasgar su americana de tela cruzada.

Como el increíble Hulk a punto de aparecer, pensó Pascoe.

—Buenas, señor. ¿La reunión, bien? —dijo, levantándose a medias. Wield estaba en posición de firmes como si el rigor mortis se hubiera apoderado de él.

—De maravilla, hasta que he bajado del tren —dijo Dalziel, levantando la manaza con que estrujaba el periódico local.

Pareció reparar en Wield por primera vez, fue hacia él y le dijo al oído:

—Ah, sargento Wield. ¿Algún mensaje para mí?

—No, señor. No que yo sepa.

—¿Ni siquiera del otro maldito mundo? —bramó el superintendente, que parecía a punto de zurrar al sargento con el periódico.

—Se trata de una equivocación, señor —intervino apresuradamente Pascoe.

—¿Una equivocación? Naturalmente que sí, maldita sea. Voy a Birmingham para una conferencia. «Hola Andy», me dicen todos. «Qué, ¿cómo está vuestro Estrangulador?», me dicen todos. «Bien», digo yo. «Todo controlado», les digo. ¡Esa fue la puñetera equivocación! ¿Sabe lo que dice este periodicucho?

Desplegó el diario.

—«Viene siendo práctica común en la policía americana el recabar la ayuda de videntes cuando se quedan a dos velas» —leyó Dalziel—. Me marcho dejando a una unidad inglesa del Departamento de Investigación Criminal haciendo su trabajo, y cuando vuelvo resulta que es el distrito de Mid-Yorkshire y que estamos ¡«a dos velas»! No me extraña que Kojak esté calvo.

Pascoe aventuró una sonrisa. Dalziel se enfadaba por muchas cosas. Una de ellas era que no le festejaran los chistes.

El gordo arrimó una silla hacia él con un pie del cuarenta y cinco y se sentó pesadamente.

—Está bien —dijo—. Hable.

Por toda respuesta, Pascoe le pasó el informe escrito por Wield. Dalziel lo leyó a toda prisa.

—Sargento.

—¡Señor!

—No se quede ahí parado como si tuviera calambres.

—Creo que los tengo, señor.

Esto hizo gracia a Dalziel, quien sonrió y soltó un eructo. Sin duda en su tren debía de haber bar.

—¿Y cómo es que llevaba usted un magnetófono en el coche, muchacho? No es muy corriente, que yo sepa.

—No, señor —admitió Wield—. Es de mi sobrino. Estaba estropeado y yo se lo había llevado a reparar.

—Muy amable por su parte —dijo Dalziel—. En una tienda especializada, supongo.

—No exactamente, señor —dijo Wield, otra vez incómodo—. Es Percy Lowe, el que arregla los equipos de radio de los coches patrulla. Entiende mucho de estas cosas.

—Ah, vaya. En su tiempo libre y con su propio material, imagino —repuso Dalziel con sarcasmo.

—Lowe le arregló a usted el hervidor eléctrico, señor —le recordó Pascoe.

—Bueno, veamos qué tenían que decir los espíritus —replicó Dalziel.

Fue siguiendo la transcripción de Wield mientras sonaba la cinta otra vez.

—A eso le llamo yo ayudar —dijo cuando hubo terminado—. Realmente ha valido la pena. Nosotros aquí pensando que Brenda Sorby fue asesinada al anochecer y resulta que el sol estaba alto; o que fue arrojada a nuestro viejo y fangoso canal tan espeso que hasta el maldito Judas Iscariote podría andar por él, ¡y resulta que era un transparente arroyo lleno de truchas!

—Señor —dijo Pascoe, pero el sarcasmo no había terminado aún.

—Bueno, sargento, lo único que hemos de hacer es averiguar el lugar de Yorkshire preferido por los albatros para hacer nidos. —O quizá sean cóndores. ¿No se había visto a una pareja sobre un montón de escoria cerca de Barnsley? ¡Claro! ¡Y esos tíos de piel oscura debían de ser Arthur Scargill y sus compinches recién levantados del catre!

Pascoe rio, no tanto por la «ocurrencia» como aliviado por el hecho de que Dalziel hubiera recuperado el buen humor. Conocía al gordo desde hacía años y la familiaridad con él había engendrado un complejo de emociones y actitudes entre las que se contaba una saludable cautela.

—Muy bien, Peter —dijo Dalziel—. Dejando aparte todo esto, ¿qué más ha pasado hoy?

—Poca cosa. Seguimos con la búsqueda casa por casa, pero nos hemos quedado sin casas.

—¿Y el chico? ¿Qué pasa con el chico?

—¿Tommy Maggs? Le he visto esta mañana mientras el sargento estaba con los Sorby. El chico se ciñe a su historia. Maggs está muy nervioso, aunque supongo que es lógico.

—¿Por qué?

—Hombre, no es extraño con la novia asesinada y la policía visitándote dos veces al día.

—Ya —dijo Dalziel incrédulo. Consultó su reloj—. Bueno, ya sé lo que vamos a hacer. ¿Cómo está su señora?

La esposa de Pascoe, Ellie, estaba encinta de cinco meses; su primer embarazo.

—Bien.

—Estupendo. Es lo que usted necesita, Peter, un crío rondando por la casa. Eso lo hará sentar un poco la cabeza. —Asintió con la probada virtud de un obispo medieval sermoneando a un joven galán.

—Pues si ella está bien y mi reloj también, el Black Bull ha abierto y le permito que me invite a una pinta de cerveza.

—Será un placer, señor —dijo Pascoe—. Pero sólo una.

—No sea tímido. Puede invitarme a todas las que quiera —dijo Dalziel.

Al pasar junto a Wield, le hundió un dedo en las costillas y dijo:

—Debería usted acompañarnos, sargento, por si se nos va el santo al cielo.

Dalziel salió por la puerta aguantándose la risa. Pascoe y Wield compartieron unos instantes de silencioso dolor y luego le siguieron.